Verónica Aranda
Si algo ha estado íntimamente unido desde que el mundo es mundo es la poesía y la música. Nuria Ruiz de Viñaspre y Ana Martín Puigpelat, autoras de una dilatada trayectoria en poesía, partiendo de esta comunión indisociable y armoniosa que forman ambas disciplinas artísticas, nos invitan a paladear estos poemas sinfónicos, columpiándonos en un “juego de corcheas” y verbo.
La originalidad de Tabula rasa (La Garúa libros, 2013) no solo reside en que está escrita a dos manos, confundiéndose la autoría de los poemas (aunque por momentos podamos reconocer el sello personal cada poeta), sino también en el recorrido tan original que hacen por la historia de la música. El libro empezó como un juego o ejercicio de escritura en el cual una poeta enviaba a otra una obra musical y cada una escribía sobre la misma. Y desembocó en las 31 piezas que componen el libro, todo un concierto desde finales de la Edad Media, con el compositor Gilles Di Bins dit Binchois hasta el contemporáneo Arvo Pärt, pasado por clásicos como Häendel, Strauss, Brahms o Mahler. Todas forman la banda sonora personal de las autoras, que llegan a conexiones sorprendentes. Por ejemplo, ambas asocian la Gnossienne nº 1 de Satie con insectos o la música de Charles Ives con agujas, y hasta coinciden en la elección de la misma cita de Cioran que dice: «Si alguien le debe todo a Bach es, sin duda, Dios».
Por otro lado, adaptan de manera sorprendente el tempo musical al del verso: «Te escribo en 10 minutos y 48 segundos. Y en ese lecho minutero disuelves la tripartita voz en el tumbado oído». Los poemas van cobrando ritmo en el Andantino de Schubert, solemnidad en el Stabatat mater de Pergolesi, ligereza y gracilidad en el Capricho árabe de Tárrega, precisión en Wagner: «y en siete minutos y diecisiete segundos/ la cama se volvió diluida y roca / y lupa blanda y nota alta». Hay otros momentos poético-musicales de levitación, en los que todo se hace etéreo, leve como el aceite entre los dedos, y el tiempo no existe para las palabras, dibujando salmos místicos.
Todo el poemario exhala una gran fuerza expresionista, y percibimos una continua experimentación con el lenguaje en los frescos juegos de palabras («voz pulsada voz pulsante/ en la nota de laúd que intoxica de amor-laúdano»), en los surrealismos y en el hábil manejo de los símbolos y la mitología. La interconexión en varios planos entre la historia de las piezas musicales, los compositores, la introspección con que se perciben las melodías, la voz de cada poeta, el diálogo, etc. forman un TODO armónico, siendo la poesía la que toca la música y la música la que se llena de elocuencia, más allá de la abstracción. De este modo, al romper las fronteras, se abren nuevos caminos creadores repletos de hallazgos y atmósferas, impregnándose la poesía de las infinitas posibilidades combinatorias que tiene la música. Los momentos más intensos llegan cuando las poetas melómanas transitan el erotismo, el desamor o la profecía de la muerte. Porque tanto para Ruiz de Viñaspre como para Puigpelat en esta lengua de hoy escribir es ir a la herida. La experiencia será completa y de lo más placentera si la lectura de cada poema va acompañada de la audición.
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