viernes, octubre 30, 2015

La espada y la palabra. Vida de Valle-Inclán, Manuel Alberca


XXVII Premio Comillas de Historia. Tusquets, Barcelona, 2015. 765 pp. 27 €

Ángeles Prieto Barba

Desde luego, acometer la vida y andanzas del prosista español más notable del siglo XX, supone una tarea exhaustiva. Ardua labor que hace honor a un personaje tan complejo, pues nos cuenta el autor que le ha costado diez años de investigación poder completarla. Una vez terminado el libro, justificamos plenamente este trabajo no se si con vocación de biografía definitiva, pero sí de mejorar las ya existentes. Ahora bien, conviene aparcar la plúmbea idea inicial de encontrarnos ante un sesudo y minucioso estudio universitario que relacione vida y obra en todo momento, ya que Alberca se centra en la vida de Valle, la ordena para nosotros dejando a un lado el análisis académico de la obra, resultando así entretenida y apasionante. Asimismo es encomiable la actitud firme del biógrafo de no dejarse engañar por leyendas, conveniencias políticas, dimes y diretes, y comprobar todos y cada uno de los lances en los que cuentan que Valle participó, o se vio envuelto, para poder acercarnos así,sin prejuicios previos, a la persona que un día de 1866 bautizaron con el nombre de Ramón José Simón, y no Ramón María, siendo este el primer dato que nos desconcertará y sorprenderá del conocido autor. Al igual que buena parte de lo que ocurre en el libro, no lo duden.
Del mismo modo que Quevedo, y solo con él podemos compararlo, Valle de sí mismo construye un personaje público, histriónico, característico y popular, tras el que se esconde no pocas veces inventando y falseando datos sobre su propia vida. Es listo y tremendamente escurridizo, no es fácil atraparlo. Por lo que no ha debido resultar sencillo desenmascarar a este aristócrata carlista furibundo y exagerado, atento a sus intereses como también padre atento, cariñoso y ejemplar. Un caballero desfasado de otros tiempos con el que tendremos seguras diferencias, pero también cercanías. Desde su nacimiento en Villanueva de Arosa en 1866 hasta su muerte, acaecida en Compostela el 5 de enero del fatídico 1936, son varios los escenarios culturales en los que transcurre su vida: Galicia, Madrid, México y Roma serán los cuatro puntos cardinales básicos para poder entenderlo. Nada más gallego que Divinas palabras, el Madrid y la política de la Restauración está en Luces de bohemia, del mismo modo que México en Tirano Banderas, mientras que en Roma conocerá el último de sus fracasos, el de gestor político, cargo que no obstante acometió en un principio con entusiasmo y rectitud.
Dos son los grandes caballos de Troya que para nosotros desmonta Alberca. Uno es el mito de la penuria económica constante, presente en toda la vida de Valle. Nada más lejos de la realidad pues conoció viviendas lujosas y en todo momento recibió cuantiosas sumas por la venta de sus obras, en especial por esas Sonatas que nunca dejaron de rendirle beneficios. Sí es cierto que pasó estrecheces durante unos años en el cambio siglo, deambulando por diferentes viviendas en alquiler. Tampoco dejó de quejarse. El otro gran bulo se monta en torno a sus posibles inclinaciones políticas de izquierda dado su talante crítico y algunas amistades como la de Azaña, pero nada tiene que ver: Nunca dejó de venerar al pretendiente carlista, del que conservó su retrato y al que debemos situar sin dudarlo como representante y defensor del antiguo absolutismo.
En cualquier caso, si dejamos a un lado su maravillosa escritura autodidacta que siempre le proporcionó ingresos, la vida de Valle no fue un camino de rosas. Bien por decisiones propias, bien por desventuras ajenas a su control, va de fracaso en fracaso hasta la derrota final. La pérdida del brazo que sobrellevó con entereza loable, el nulo éxito comercial de su avanzado teatro, el distanciamiento con su primogénita, el desgraciado final de su matrimonio con esposa enajenada y acosadora, y la quijotesca, pero frustrada gestión de la Academia de Bellas Artes en Roma, se asemejan a una empinada escalera descendente donde el autor tuvo que padecer.
Lo que sí vamos a vislumbrar con este libro es a un Valle muy alejado de esperpentos, mitificaciones y exageraciones grotescas. Todo lo contrario, el biógrafo ha tenido el acierto de devolvérnoslo natural y asumible, tal cual. Ignoro todavía si en la posterior biografía del nieto del escritor, Joaquín del Valle-Inclán Alsina, que acaba de publicar Espasa hace unos días, obtendremos un retrato similar o distinto. Pero que Manuel Alberca ha conseguido acercárnoslo más que nunca, con cuidado, exactitud, sentido común e inteligencia, sin dudarlo.

miércoles, octubre 28, 2015

Brilla, mar del Edén Andrés Ibáñez


Galaxia Gutenberg, Barcelona, 2014. 759 pp. 29 €

Salvador Gutiérrez Solís

Andrés Ibáñez ha escrito una novela fabulosa, prodigiosa, vaya por delante la afirmación, reconocida con el Premio Nacional de la Crítica. Brilla, mar del Edén es una novela que te reconcilia con el género, como un espacio de creatividad e imaginación, construido sobre las más sólidas bases de las herramientas y técnicas literarias.
Una novela que parte, según comenta el propio autor, de la serie de televisión Lost, pero en la que el lector puede encontrar multitud de referencias: Los viajes de Gulliver, Robinson Crusoe, La isla del Tesoro, Apocalipsis Now o Naufrago. Tramas en las que la épica y la incertidumbre, la leyenda incluso, cobran un papel esencial, conformando el andamiaje sobre el que se sustenta la narración.
En este sentido, la novela de Ibáñez bebe y se nutre de muy diferentes referencias, que van de la cultura audiovisual, la musical o la literaria. Y así, por sus páginas desfilan, bien mediante una presencia real, bien como sombras que se proyectan, Salinger, Pynchon, Roberto Bolaño, Murakami o Raymond Carver. Y, de un modo u otro, son presencias que no son meramente tributarias o anecdóticas.
Brilla, mar del Edén, es, sin lugar a dudas, una novela de novelas, y no solo por los homenajes citados anteriormente. Por un lado nos encontramos la historial central, de las vicisitudes, encuentros, relaciones que se entablan en una isla del pacífico, que no aparece en los mapas, entre los supervivientes de un accidente de avión. Y, por otro, Ibáñez introduce, valiéndose de los personajes, historias paralelas que nos trasladan a Oriente, a México, Estados Unidos y España. Consigue el autor, sin fricción alguna, que las historias convivan armónicamente con el núcleo central de la novela, narrado por el fascinante Juan Barbarín, a pesar de estar construidas sobre lenguajes, realidades y geografías absolutamente diferentes.
Brilla, mar del Edén es, por encima de todo, un vertiginoso y deslumbrante ejercicio de creatividad, una desmedida exaltación de la imaginación, de la capacidad del autor para concebir historias, muy vivas, y plasmarlas sobre el papel. Imaginación, invención y creatividad que reposan sobre un extraordinario uso del lenguaje. Porque Andrés Ibáñez, en esta novela, demuestra en cada línea que maneja y domina a la perfección todas las herramientas e instrumentos literarios y que despliega, no por exhibición, por dar coherencia a la historia.
La fabulosa Brilla, mar del Edén, también es la mejor respuesta para todos aquellos cenizos que han matado y embalsamado a la novela, como género, en los últimos años. Demuestra Ibáñez que aún le queda mucho camino por recorrer a la novela, y que ese camino puede estar dentro de la legibilidad, sin torturar al lector con fríos y estériles artificios, que no hacen más que confirmar la defunción vaticinada.

lunes, octubre 26, 2015

El viento y la hoja, Abbas Kiarostami


Trad. Ahmad Taherí y Clara Janés. Salto de Página, Madrid, 2015. 160 pp. 13,50 €

Ariadna G. García

En la película Close Up (1990), Abbas Kiarostami pone en boca de Sabzian (un obrero aficionado al cine que se hace pasar por el famoso director iraní Mohsen Makhmalbaf) estas palabras, que bien valen una poética: “El arte debe surgir de la vida”. Este apego a lo real, pues, lo encontramos tanto en su filmografía como en su obra literaria; de hecho, la voz que enuncia nos confiesa en un texto: “Era un mero observador”. Ambos Kiarostamis, el cineasta y el poeta, parece que tomen apuntes al natural, ya sea para seleccionar imágenes que filmar los días de rodaje, o para escribir poemas breves, a modo de relámpagos, que iluminen un área de su entorno. ¿Cuántas veces nos hemos metido, de la mano de Kiarostami, en el interior de un coche y hemos recorrido la geografía persa, conociendo a sus gentes? El lector que escoja El viento y la hoja (Salto de Página, 2015) tendrá esa misma sensación de ir descrubriendo escenarios y tipos a bordo de los más de 350 poemas que recoge el volumen. Si Kiarostami en El sabor de las cerezas (1997) mostraba al mundo planos del paisaje iraní y de sus habitantes, en sus composiciones líricas realiza otro tanto. En ocasiones los textos se centran en la escenografía: los árboles, la nieve, los campos de labranza, los arrozales; y a menudo, en la galería humana: soldados, obreros, poetas, leñadores, campesinos, maestros. En otros poemas, sin embargo, el autor se abstrae de la realidad cotidiana y reflexiona sobre el paso del tiempo, la amistad o la propia existencia («Sin pena/ ni alegría/ sigo mis pasos/ hacia algún sitio», pág. 118). Pero además de unos temas comunes, el cine y la lírica de Kiarostami comparten otro rasgo: la técnica. En sus sus películas vemos planos fijos, en sus poemas percibimos la desnudez retórica. En ambas artes domina la sencillez formal. La fuerza de Kiarostami descansa en las imágenes y en la honestidad (y compromiso) de su mirada («Una muñeca sin cabeza/ en las manos de una niña dormida/ en brazos de una mujer/ desorientada» pág. 64). Sus poemas, minimalistas, recuerdan no ya sólo a los de Omar Jayyam o Rumi (a quien editó), sino que se insertan en la corriente contemplativa oriental que une a la mística persa con el haiku medieval japonés («Al posarse/ la abeja en la flor/ la mariposa se levantó» pág. 30). No faltan en el libro textos irónicos, de plena actualidad, cargados de sátira política y económica: «A los cajeros/ les faltaba poesía/ en las cajas», «Los bancos/ planeaban abrir/ sucursales de poemas» pág. 77. En conclusión, El viento y la hoja deleitará a los amantes del cine de Kiarostami y de la poesía en general, honesta y sencilla.

viernes, octubre 23, 2015

Los Pissimboni, Sònia Hernández


Acantilado, Barcelona, 2015. 128 pp. 12€


Pedro Pujante

Si la literatura es ya de por sí una elaborada abstracción del lenguaje, podríamos afirmar que una de las características de la buena literatura es su capacidad de sugerir, mediante algunas figuras –elipsis, símbolos, metáforas, ironía, etc. –y de esconder significados para hacernos ver lo que no se dice literalmente.
En Los Pissimboni Sònia Hernández (Terrasa, 1976) recrea un mundo neblinoso, nos describe una inusual familia de urdimbre fantasmal y nos regala una breve historia, cargada de simbolismo, rayana en la fábula y que tiene más de episodio onírico que de relato costumbrista o realista.
Los Pissimboni son una extraña familia que vive en una casa cubierta de hiedra a las afueras del Pueblo. La casa está en lo alto de la colina, y la vida familiar parece transcurrir en un limbo, a la suficiente distancia de la civilización para que nadie considere que pertenecen al Pueblo.
Pero, ¿quiénes son los Pissimboni? A medida que leemos nos vamos dando cuenta de que este peculiar clan de hábitos extraños, que vive encerrado en su propio mundo de deseos inalcanzables, y adscrito a una irrealidad existencial extrema, parece más un linaje de entes borrosos, de espectros, que una comunidad humana. Viven en una casa que algunos vecinos consideran deshabitada, que temen o cuya existencia simplemente ignoran. Los Pissimboni son más el destello de una vieja leyenda que la probabilidad de seres de carne y hueso. Muchos relatos, algunas contradictorios, otras inverosímiles, giran en torno a ellos y construyen la historia de esta familia.
Los Pissimboni comparten el vago sueño de regresar a su pueblo natal: Sandofar, una especie de destino edénico, en el que quizá puedan encontrar la paz que su agobiante vida en la casa de hiedra parece negarles. Porque en la casa de hiedra sufren una turbia realidad, carente de luz, asfixiante, enfermiza, de ultratumba, insatisfactoria.
El exilio existencial que comparten los Pissimboni se trata de quebrantar por parte de Yago, uno de los Pissimboni. Irá al Pueblo, donde le acaecerá una suerte de anécdotas, cada cual más rocambolesca y rara, que le harán convencerse de que el mundo es un laberinto, que su propia realidad se balancea en una inestable materia de pesadilla, de invenciones, de imposibilidades. Tratará de llegar –como esos personajes desnortados de Kafka- a las instancias superiores de la Casa del Pueblo, trasunto de la autoridad. Pero todos los intentos de trascender su universo toparán contra la imponente maquinaria burocrática y absurda de los hombres, ante el imperativo de ser transformado en leyenda de sí mismo mediante los chismes que se trasmiten entre los parroquianos, la falta de coherencia del relato sobre la saga Pissimboni y las dificultades que la lógica que rige las normas del Pueblo dicta.
Los Pissimboni es una leyenda oscura, que nos habla de seres anclados en un interregno espectral, pero a la vez, esta misteriosa historia, con ecos de Kafka y de la novela gótica, nos habla de nosotros mismos, de nuestros deseos de supurar nuestras barreras, de nuestros miedos a lo desconocido, de los límites entre la realidad y la pura invención, de la capacidad del ser humano de ser libre a través de sus sueños más inalcanzables.
El registro de Hernández es amplio, usa un lenguaje claro y abundante que mediante una lucidez poderosa logra comunicarnos un mundo siniestro y opaco. Es evidente que la autora sabe lo que quiere contar aunque quizá su interés por lo simbólico haga que la narración se menoscabe en su conjunto, y pierda algo de fuerza.

miércoles, octubre 21, 2015

El factor sobrenatural Edgar Cantero


Minotauro, Barcelona, 2015. 381 pp. 20,90 €

Daniel Sánchez Pardos

Varias cosas llaman la atención de esta novela antes incluso de iniciar su lectura. Para empezar, la firma Edgar Cantero, un nombre ya familiar para los habituales de El Jueves (donde el autor ejerce desde hace años como historietista) y también para los lectores catalanes, que ya tuvieron ocasión de descubrir el talento originalísimo de este autor con las novelas Dormir amb Winona Ryder (2007) y Vallvi (2011). El primero de estos dos libros recuperaba un clásico tema borgesiano, el de la búsqueda de un personaje inalcanzable a través de las personas sobre las que ha ido dejando su huella, y lo reconvertía en una historia radicalmente moderna y original; el segundo era un alucinado thriller distópico que revelaba ya el viraje de su autor hacia la literatura especulativa y lo asentaba firmemente en las coordenadas pulp y noir que son una de las marcas de su imaginario personal.
El factor sobrenatural parece, en este sentido, una consecuencia natural de la evolución de su autor: una historia de casas encantadas situada en la Norteamérica profunda y protagonizada por dos jóvenes de los 90 atiborrados de ironía, autoconsciencia y cultura popular. Una historia, incluso, escrita y publicada originalmente en inglés. Edgar Cantero, en efecto, debe de ser uno de los poquísimos escritores de nuestro país que ha alcanzado la condición de superventas (o, en todo caso, de autor muy leído y comentado) en el mundo anglosajón con un libro escrito directamente en inglés. The Supernatural Enhancements apareció en 2014 en los Estados Unidos, se publicó luego en el Reino Unido y fue traducido al francés antes de ver la luz en España en mayo de 2015 bajo el sello de Minotauro, con traducción de Xavi Morató y del propio Cantero. El hecho no es anecdótico. El factor sobrenatural no sólo es una novela cuya historia transcurre en los Estados Unidos, y cuyos referentes son estrictamente anglosajones: El factor sobrenatural es también una novela que nace directamente de cierta tradición literaria de ese país, que asume e interioriza plenamente sus modos, sus tropos y su marco de referencias y que invita a ser leída como un nudo más en esa red que une a autores tan diversos como Shirley Jackson y Philip K. Dick, Stephen King y Mark Z. Danielewski, H. P. Lovecraft, Richard Matheson y cualquiera de los otros muchos nombres a los que alude, directa o indirectamente, el cargado imaginario de esta novela.
Los protagonistas de El factor sobrenatural son dos jóvenes europeos que llegan a Point Bless, en Virginia, para tomar posesión de Axton House, un viejo caserón familiar que ha quedado vacío después de que su anterior propietario se suicidara de manera incomprensible. Estamos en 1995, pero el mundo en el que ingresan A. y Niamh es el de las viejas historias de fantasmas: sociedades cerradas, historias a medio contar, susurros y sobreentendidos, pasillos quebrados y bibliotecas descomunales. A. es el nuevo heredero de Axton House, descendiente de los dos últimos Wells (observen el apellido) que habitaron y murieron en la casa, y suya es la voz que nos cuenta buena parte de la historia a través de una serie de entradas de diario; Niamh es una muchacha muda, punk y vagamente traumatizada que se comunica a través de intensos silencios y de mínimas notas en una libreta. Solos en un caserón cargado de secretos y de presencias extrañas, ellos serán los protagonistas de una historia absorbente y enormemente entretenida que comienza ajustándose voluntariamente a todos los elementos del canon y que pronto empieza a derivar hacia algo mucho más interesante: una vuelta de tuerca (que por supuesto no desvelaremos) altamente original a cierta tradición venerable de la ficción especulativa.
Entradas de diario, transcripciones de filmaciones de audio y de vídeo, cartas, entrevistas, guiones de escenas de Expediente X... La forma que Edgar Cantero escoge para narrar su historia abunda en la autorreferencialidad constitutiva de El factor sobrenatural, una novela habitada por personajes que conocen todas las convenciones del género en el que viven insertos y actúan a menudo de acuerdo a las mismas. El humor omnipresente en el libro refuerza este cierto distanciamiento de un horror que, sin embargo, se va infiltrando en la historia y culmina en una parte final imaginativamente muy poderosa. La sombra de La casa de hojas de Danielewski, esa otra gran historia posmoderna de casas encantadas, se disuelve pronto: pese a la multiplicidad de materiales que conforman la historia, su lectura es siempre ágil y fluida y en ningún momento entorpece la creciente sensación de inquietud que emana de las sombras de Axton House.
Una excelente novela, en resumen, que invita a seguir atendiendo muy de cerca a la evolución impredecible de Edgar Cantero.

lunes, octubre 19, 2015

La vida de las paredes, Sara Morante


Lumen, Barcelona, 2015. 160 pp. 21,90 €

María Dolores García Pastor

Me gusta como dibuja Sara Morante, me gusta mucho. Cuando entro en las librerías y reconozco su trazo en algunas portadas, cuando leo los libros que ha ilustrado, cuando veo sus dibujos en las redes… me gusta. Es por eso que quería tener La vida de las paredes, independientemente de la historia, lo que yo quería del libro eran sus dibujos, no voy a mentir. Así que cuando empecé a leerlo no esperaba nada del texto, ni para bien ni para mal. Lo primero que hice al quedarme a solas con el libro fue abrirlo, ojearlo, buscar cada una de las ilustraciones para contemplarlas, olerlo, quitarle la chaqueta para comprobar que sus tapas también son preciosas. Lumen lo ha vuelto a hacer. Sus libros con ilustraciones me fascinan, desde Quino hasta Sara Morante.
Y llegó el momento de la lectura. La introducción me hizo tener ganas de seguir adelante. Sara tiene un estilo cuidado que se mueve entre lo descriptivo y lo emocional, que bajo una apariencia de imparcialidad no deja de jugar en todo momento a la sugerencia. Situémonos: entramos en un inmueble que se halla en la calle Argumosa, concretamente en su número 16. Un edificio que estaba custodiado por cuatro gárgolas, un edificio que ya no está puesto que en su lugar la modernidad ha puesto un banco y una cafetería llenándonos de nostalgia del pasado desde la primera página. El escenario no puede ser más sugerente, y el lector no puede evitar pensar en otras casas que protagonizan libros, como la Casa Bramford en Rosmary’s baby la novela de Ira Levin, o Manderley de Rebeca, el libro de Daphne du Maurier. El lugar y el tiempo, principios del siglo XX, son imprecisos, y eso redunda en una atmósfera onírica en la que poco a poco nos vamos introduciendo.
Resulta muy enriquecedor a la hora de entrar en la historia que el lenguaje de Sara Morante en esta novela se corresponda más con el de esos años que con el de nuestro tiempo. Vamos avanzando. Colocar un “dramatis personae” justo después de la introducción también refuerza ese regusto antiguo y el aire teatral que impregna las imágenes que acompañan al texto. Conocemos a los misteriosos personajes, figuras estilizadas y enigmáticas de miradas penetrantes: Berta Noriega, los López, Fernando Ruballo, María, la Musa, el Artista, Emilio y Carmen, las gárgolas. A partir de todos ellos, de sus circunstancias personales y de sus caracteres, va surgiendo poco a poco la trama. Un curioso retablo costumbrista en el que, una vez más y como casi siempre en la literatura, nada es lo que parece. Imágenes y texto establecen un diálogo simbiótico, la voz del narrador omnisciente convierte al lector en un verdadero voyeur que recorre los diferentes pisos del inmueble atravesando paredes o mirando por algún que otro agujero indiscreto.
El rojo, por su capacidad para expresar emociones, y el negro están presentes, como no podía ser de otra manera ya que son una de las señas de identidad en la obra de esta artista. Y flores, muchas flores. Más claras al principio, que se van oscureciendo conforme avanza la narración, pasando de las rosas del papel de las paredes a las zarzas de los sueño más terribles de la bordadora. Un exquisito recorrido cromático que alienta y guía nuestras emociones en conjunción con lo que la autora está narrando.
La idea original de este libro nació hace ocho años, cuando la autora no tenía nada que ver con el mundo de la literatura o la ilustración. Cuenta Sara Morante que trabajaba en un despacho y comenzó a crear esta historia como puro hobby. Gracias a una asesora editorial que vio en potencial del proyecto siguió trabajándolo hasta que se concretó en La vida de las paredes. Literatura e ilustración han mantenido desde siempre una estrecha relación. No son pocos los escritores que han puesto imagen a sus textos (Saint- Exupéry, Kipling, Tolkien…), lo que tal vez no es tan habitual es que los ilustradores y dibujantes escriban novelas. En cualquier caso, el debut como novelista de Sara Morante está muy a la altura de su trayectoria como ilustradora y dibujante. Nos quedamos con ganas de más.

viernes, octubre 16, 2015

Siete casas vacías, Samantha Schweblin


IV Premio Internacional de Narrativa Breve Ribera del Duero.
Páginas de Espuma, Madrid, 2015. 128 pp.14 €

Cecilia Frías

Al adentrarnos en las casas vacías de Samanta Schweblin (Buenos Aires, 1978) hay que hacer un ejercicio de confianza y dejarse llevar por la inquietante mirada de la autora, capaz de escarbar en una serie de escenarios de apariencia inocente hasta que aquellos fragmentos de vida logran que nos revolvamos en nuestros cómodos asientos avivados por el desconcierto. Pues, ¿quién podría imaginar que por los elegantes barrios porteños se pasean una madre y una hija como dos furtivas empeñadas en enderezar los detalles de las casas que consideran fuera de lugar?, ¿que esas existencias de fachada irreprochable se pueden ir al garete si este neurótico tándem decide atascar su gastado coche sobre el césped o apropiarse de la azucarera heredada? O acaso… ¿no se nos cambiaría el semblante si tras la cristalera de otra residencia de verano descubriéramos a dos abuelos desmemoriados jugando en pelotas junto a sus nietos? La normalidad no es más que un mero consenso cultural −ha insistido Schweblin en repetidas ocasiones−, y no hay más que bucear por el interior de estos personajes para constatar que en ellos está la clave que convierte la casa en jaula −como sucede en el relato de esa conversación pendiente con la pareja, tan insoportable que hace que la mujer se eche a la calle en albornoz y encuentre la complicidad en un solitario taxista con el que pasea de noche, sensación claustrofóbica que igualmente se destapa en el extenso cuento protagonizado por Lola, la anciana que vive prisionera de un cuerpo vencido que se resiste a morir y de esas paredes conocidas, una suerte de celda protectora para que los recuerdos no se le sigan deshilvanando.
En la mayoría de los casos la autora saca a sus personajes de casa, los expulsa del refugio para que lejos sus muros protectores experimenten el vértigo. Lo sufre en carne propia la joven que vuelve a un Buenos Aires extraño y, buscando aspirinas para su suegra por una ciudad nocturna y casi onírica, ve cómo le va ganando la angustia cuando repara en que no tiene ni una caja en las que meter sus pertenencias y, por ende, no posee nada salvo el menguado espacio que ocupa su propio cuerpo. Cajas que Lola arma y desarma sin cesar en un intento de ordenar esa realidad que la desconcierta a cada rato y que funcionan como metáfora del ser cuando la anciana, en su afán por desaparecer, intenta adelgazar sus posesiones. Cajas, en definitiva, que conllevan una carga emotiva adicional porque preservan del olvido las ropas del hijo muerto –en “Pasa siempre en esta casa”− o porque, como apuntaba Schweblin, “En la clase media argentina, casi todos somos nietos de inmigrantes, y los inmigrantes tienen afán por guardar todo. Luego he visto familias desarmarse porque se van los hijos, se divorcian, no hay dinero, etcétera. Y eso significa clasificar, desechar".
Pero no solo el personaje sino también el lector, como decíamos al principio, es expulsado de su zona de confort y debe estar atento para escuchar lo silenciado, reconstruir historias edificadas sobre el terreno de la ambigüedad y replantearse posturas. La escritora lo bordó en Distancia de rescate, esa novela corta publicada este mismo año que tensaba la cuerda para que no se nos relajara ni un músculo y lo vuelve a conseguir con Siete casas vacías. Pues no solo empatizamos con la actitud sin contaminar de los nietos que disfrutan estampando el culo contra la vidriera junto a sus abuelos desnudos sino que, en un “Un hombre sin suerte”, compartimos la complicidad de una niña que confía en un desconocido para ir a comprarse unas bombachas mientras sus padres permanecen en urgencias al lado de su hermana, e incluso sentimos cierta lástima cuando la policía detiene al “presunto pederasta” ante los ojos decepcionados de la pequeña.
Siete relatos hermanados por espacios, personajes desubicados y, ante todo, la original mirada de Schweblin que afila su estilo austero para ahondar en los recovecos de la normalidad y demostrarnos que las apariencias engañan. Sin duda, uno de los Premios de Narrativa Breve Ribera del Duero más merecidos.

miércoles, octubre 14, 2015

La balada de Sam, Javier Márquez Sánchez


Alrevés, Barcelona, 2015. 320 pp. 18 €

Juan Laborda

Un hombre en busca de sus raíces, entre referentes cinematográficos y realidades culturales mexicanas, es el motor de este libro que entronca con esa bonita tradición de jugar a crear literatura ensamblando referentes vitales, guiños culturales y modelos fílmicos. No en vano, explicaba un buen amigo aquello de que pensamos nuestras novelas cinematográficamente. Márquez, experto en estas lides, periodista curtido, melómano cinéfago, músico sentido y hombre de frases afortunadas, construye sus novelas como su propia vida: con los deseos estetas de entender otros mundos, otras formas de sentir y de crear, con el anhelo de hacerse con ellas y de saborear la existencia como si de un caballito de tequila se tratara. Plano a plano, frase a frase, frame a frame el autor crea un universo de lecturas infinitas ocurridas en un par de días en México.
Frank Benedict, un periodista en horas bajas tanto en lo personal como en lo profesional, descubre por un capricho del destino que su padre, al que consideraba un ser egoísta que les abandonó en la infancia, no lo fue tanto. Parece que el progenitor, Chico Montes, formaba parte del núcleo duro de un cineasta de raza, de aquellos que llevaron un México tópico a Hollywood, pero que retrataron con garra las miserias de la naturaleza humana. Sam Lonergan, trasunto de otro Sam, de otro tiempo y de otro cine, fue el director maldito, cuya suerte estuvo ligada a la de ese Chico Montes, humano y desconocido, que el periodista va descubriendo a través de retazos de aquellos que le trataron. Reconstruir una existencia a partir de los fragmentos, las anécdotas y las perspectivas que ofrece un nutrido grupo humano es un planteamiento cargado de historia. El relato oral, aquí escrito, bien sea juglaresco, de un corrido o un panegírico es una de las formas más épicas de conformar los recuerdos y las opiniones.
Triunfo, un pequeño pueblo mexicano y antaño sede del rodaje de aquellas películas, se convierte ahora en el plató propicio para descubrir a un padre perdido, resolver pleitos del pasado o encontrarse con uno mismo a través de una catarsis provocada por el alcohol, los sentimientos ciertos o la muerte.
Los Vargas y los Aguilar, familias oligárquicas y enfrentadas, nos dibujarán la historia reciente del país, harán de generosos cicerones y desvelaran los secretos de la gastronomía y el sentir de la frontera. Nada es gratuito en Triunfo, ni los homenajes a un director maldito, ni los miedos y cuitas del pasado. Nada es ajeno a la experiencia del dolor.
Una narración que destila cine, de Ford a Lang, y que dibuja personajes tan entrañables como contundentes consigue emocionar por lo sencillo y lo fuerte. Todo amante del cine, de la música y de la vida disfrutará desentrañando sus múltiples referencias. No se la pierdan.

lunes, octubre 12, 2015

Poesía completa (1980-2015), Luis García Montero


Tusquets, Barcelona, 2015. 923 pp. 26,50 €

Pedro M. Domene

A nadie le cabe la menor duda del compromiso contraído por Luis García Montero (Granada, 1958) durante sus años de juventud en las aulas universitarias de su ciudad natal, una actitud que se prolonga hasta hoy tras una dilatada trayectoria como el poeta representante de la intensidad sentimental, o de la ironía, que aun se sustenta por una proyección biográfica gestada en la política y la cultura convulsa de los ochenta.
Esta Poesía Completa (1980-2015) reúne todos los libros escritos bajo ese largo y dilatado período de treinta y cinco años, un todo que se concreta en un “ejercicio de memoria y de conciencia”, según el propio García Montero. Y a esta edición, prologada por José-Carlos Mainer, se añade, Además, que reunía en 1994 esas composiciones que el autor calificaba fronterizas en su producción; es decir, versos que convierten su mundo en una explicación, en una visión de lo más irónico y, sobre todo, un amparo; y, también, esos otros poemas nunca publicados en libro que formarían parte de ese carácter fronterizo.
¿Qué va a encontrar el curioso lector en esta voluminosa Poesía Completa? El seguidor de García Montero se reencuentra, con toda seguridad, con el poeta de la vida, del amor, del dolor, alguien que ha sido capaz de dignificar la conciencia individual y el diálogo con sus semejantes, y desde siempre ha reivindicado la conciencia humana y la certeza de haberse dedicado a una noble tarea; y quien apenas lo haya leído, o solo degustado y parafraseado alguno de sus versos, casi la totalidad del magno conjunto de su obra. Un somero acercamiento por algunas de sus inquietudes temáticas, acercará al lector a un García Montero en su perfil lírico. El volumen empieza con uno de sus primeros libros, Poemas de Tristia (1982), una obra del apócrifo Álvaro Montero, un seudónimo con los rostros de Álvaro Salvador y Luis García Montero, una auténtica reflexión histórica, una introspección emotiva, o ese firme compromiso con lo inmediato que se intensificaría en El jardín extranjero (1983), premio Adonais de 1982, y que muy pronto se convirtió en referencia de la joven poesía española a comienzos de los años ochenta. Diario cómplice (1987), se convierte en un cancionero amoroso que desgrana la cotidianidad de un yo poético y construye su discurso en es línea capaz de separar la sinceridad y el artificio, la vida y la literatura. La variedad de registros es ahora mayor, y la pluralidad rítmica tendrá un desarrollo más amplio en Las flores del frío (1991), el siguiente poemario, publicado en un momento en el que convergen importantes cambios en el mapa político internacional, la caída del telón de acero, la disgregación del comunismo, o las tesis neoliberales sobre el fin de la historia. Las vacilaciones ideológicas posmodernas se prolongan en las estancias de Habitaciones separadas (1994), donde un sujeto-viajero transita entre la evocación amorosa, la memoria familiar y el apunte civil. A lo largo de su itinerario, el poeta defiende una racionalidad de ecos neoclásicos, en sintonía con el retorno a la Ilustración, y en Completamente viernes (1998), la presencia del tema amoroso impregna todas las facetas del personaje poético, desde un paseo por la ciudad o una llamada telefónica hasta el propio acto de escritura, y es a sí como extrema el ámbito de complicidad definido anteriormente en su poética, y añade a la epopeya subjetiva del enamorado ciertas dosis de ironía y unas gotas de escepticismo finisecular. La intimidad de la serpiente (2003) disuelve las fronteras entre el sujeto lírico y el sujeto real; el deliberado mestizaje del libro se extiende a su mezcla de tonos, tiempos narrativos y argumentos, materiales sometidos a una cosmovisión unitaria donde se dan cita su visión sobre la identidad, el enlace entre la historia pública y la historia privada, además de una profunda reflexión acerca del sentido de la poesía. Vista cansada (2008), es un libro que evoca las distintas etapas vividas por García Montero, y dedica algunos poemas a la defensa de la política, visto el descrédito absoluto del momento, cuando confundimos política con electoralismo, partidismo, sectarismo y corrupción. Y para una mejor definición, lo que el poeta mismo ha subrayado, «en última instancia, si crear es inventar un mundo y reflexionar sobre él, la creación es inseparable de la conciencia crítica», e insiste, Gla poesía crea preguntas, interroga, busca el matiz, y los panfletos no entienden de matices». Lírica de la cotidianidad contemporánea sería una definición acertada para Un invierno propio (2011), un intento para demostrar que el individualismo es la única opción a la que nos aboca el desamparo generado por nuestra actual sociedad deshumanizada. El carácter autobiográfico es evidente, García Montero reflexiona sobre su labor como escritor, y muchos de sus textos tendrán cierto carácter metaliterario combinado con el tema principal: la melancolía, con un poso de tristeza e incluso de nostalgia.
El resto de estas casi mil páginas de poesía de combate, o de actitud vital, se lo dejo al lector que sabrá sacar, sin duda, partido de uno o mil versos del granadino.

viernes, octubre 09, 2015

Pies descalzos: Una historia de Hiroshima (vol.1), Keiji Nakazawa


Trad. María Serna Aguirre y Víctor Illera Canaya. Debolsillo, Barcelona, 2015. 800 pp. 19,95 €

Fernando Ángel Moreno

El manga debe considerarse tanto una cultura como un lenguaje muy específico. Esta realidad a menudo incluso puede hacernos dudar de que el término «cómic» llegue a englobar obras tan diferentes como Tintín, Watchmen y esta joya inesperada en nuestro país: Pies descalzos. Quiero resaltar esto por la enorme extrañeza que la estética de este cómic puede despertar en un profano. Y, sin embargo, invito a superar prejuicios para no dejar pasar una lectura que puede resultar impactante y reveladora en innumerables sentidos.
Esta propuesta arriesgada de publicar Pies descalzos: Una historia de Hiroshima, como la primera edición en España de un clásico japonés publicado originalmente en 1975, debe apoyarse sin miedo. Valga como ejemplo: el primer volumen viene adornado con una cita de Robert Crumb que no considero exagerada: «Uno de los mejores cómics de todos los tiempos».
Vayamos con el tema. El autor del este primer libro, Keiji Nakazawa, nos cuenta desde su propia experiencia personal los días previos a la explosión de la bomba atómica en Hiroshima y los inmediatos días posteriores. Los siguientes dos volúmenes desarrollan la vida de los supervivientes durante los años posteriores.
Como decía, el diseño de personajes y la estética sorprenderán a quien no esté acostumbrado al manga y al anime de los setenta, con sus exageraciones, su «infantilismo», su sencillez. Ver cómo se arregla todo a coscorrones, a gritos y con gestos propios del guiñol más extravagante quizás choque al principio. Sin embargo, me parece muy interesante observar el contraste entre esa estética y el análisis social ante la desconcertante actitud de la ciudadanía japonesa durante la Segunda Guerra Mundial. La fortísima propaganda belicista y el peso de las tradiciones imperiales sorprenderán a quien desconozca la problemática de aquellos tiempos, siempre combinada con los juegos y la simpatía del lenguaje de Nakazawa. Al mismo tiempo, se encontrará con un efectivo diseño de personajes, a partir de unos escasos rasgos y de una narración pausada, sin prisas, pero con constantes conflictos familiares y ciudadanos que fluyen entre la rabia, el humor y la ternura. Este contraste entre lo esperpéntico y el cuadro de costumbres introducirá, tan repentinamente como explotó, el trauma de la bomba atómica.
A partir de aquí, la obra se transforma. Las subtramas que parecían haberse planteado para un interesante desarrollo se truncan, los personajes trascienden su propia idiosincrasia y los horrores, con la carga autobiográfica asumida, crecen y golpean sin descanso.
Con todo, este cómic no se configura solo como un panfleto antibelicista, no solo como una oda a la supervivencia, no solo como una reflexión sobre el destino, no solo como un documento histórico, no solo como una delicia estética; es todo eso, pero no solo eso. Pies descalzos es un texto acerca de la falta de asideros, de la incomprensión a la que nuestra insignificancia nos condena. Dijo Peter Sloterdijk que la bomba atómica es el objeto definitivo, puesto que carece de todo sentido, de cualquier subjetividad. Este manga parece haber sido creado a partir de dicha sentencia. Tras leer la obra de Nakazawa, puede entenderse por qué se toma a menudo el desastre de Hiroshima como el principio simbólico de la postmodernidad.
No hace falta leer los tres volúmenes para quedar fascinado. Con el primero, ya desaparecen nuestro mundo y nuestra zona de confort. La invitación al lector es casi una exigencia ineludible de tomar postura, de hundirse en el sufrimiento de las víctimas.
Si gusta el manga, con esta edición puede volverse a una de sus obras fundacionales y disfrutarse especialmente tanto por sus propios valores como por los paralelismos y choques estéticos respecto a las obras que lo sucedieron.
Si se quiere entrar en este maravilloso mundo o, al menos, entender por qué muchos defendemos continuamente que el cómic japonés representa una de las cumbres de la narrativa de las últimas décadas, probar con Pies descalzos es una excelente opción.
Advierto ya de la gran dureza de sus imágenes y de su visión de la realidad. No obstante, esta brutalidad queda suavizada e incluso superada por el increíble optimismo y la apuesta por la esperanza y la solidaridad que nos ofrece.
Pies descalzos es una obra de contrastes estéticos marcadísimos, pero de mensaje evidente e ineludible.

miércoles, octubre 07, 2015

El lector del tren de las 6:27, Jean-Paul Didierlaurent


Trad. Adolfo García Ortega. Seix Barral, Barcelona, 2015. 195 pp. 17,50 €

Ignacio Sanz

Tuve noticia de este libro a través de un artículo de periódico que se hacía eco de su aparición en castellano como si de un acontecimiento se tratara, una de esas noticias que, de cuando en cuando, estremecen los cimientos del mundo editorial. Su autor era un novato desconocido, aunque había ganado en dos ocasiones el Premio Hemingway de cuentos. De hecho no tenía ningún libro publicado pese a que ya había pasado la barrera del medio siglo. Y, sin embargo, esta primera novela era un acontecimiento porque incluso antes de salir en francés en una pequeña editorial ya había comprometido sus derechos de traducción para 25 países. En fin, en fin, habrá que leerla, me dije.
La novela se deja leer, por supuesto. Rezuma ternura en cada página. Los malos, que los hay, se llevan su pequeño castigo y eso complace siempre al lector que espera su porción de venganza. Pero también es cierto que recuerda un cuento edulcorado, aunque para ser más exactos, me ha recordado a Amélie, aquella plácida película francesa que no nos cansamos de ver encerrados en casa una de esas tardes de frío que anuncian la Navidad.
El protagonista es un hombre soltero que vive solo al que le gusta leer, aunque se dedica a destruir libros con una máquina monstruosa para convertirlos en pasta de papel. Boumil Hrabal escribió una novela con un tema parecido titulada si no recuerdo mal Una soledad demasiado ruidosa protagonizada por un maquinista que maneja una máquina parecida y que se encarga de salvar cada día un libro de su destrucción definitiva.
Pero en la novela de Didierlaurent, además del maquinista que lee en alto cada día en el vagón del tren que le lleva al trabajo, aparece otro personaje gemelo: la cuidadora de los lavabos de un gran centro comercial. Ambos llevan una vida gris y ramplona, pero en ambos destella un punto de luz que les llega respectivamente a través de la lectura y de la escritura.
Con mucha habilidad Didierlaurent va llevando al lector a ese punto de luz en el que convergen los dos personajes centrales. Pero la novela cuenta además con curiosos personajes secundarios que han pasado por experiencias peliagudas y que, pese a todo, no han tirado la toalla y miran con ilusión hacia adelante.
Al final, el lector, este lector al menos, tiene la sensación de haber leído un precioso cuento de Navidad, un cuento que, por otra parte, se puede aplicar a la vida de un escritor sin relieve que, de pronto, es arrancado del anonimato porque su obra, su primera obra, llega a través de una fábula al corazón de miles de lectores en las más diversas lenguas del mundo.
Supongo que si el cuento sigue creciendo, y tiene muchas papeletas para hacerlo, acaso algún día no lejano lo veamos trasladado a la pantalla y, en consecuencia, podamos verlo en la tele de nuestra casa mientras caen los copos de nieve a través de la ventana. Acaso ese día recordemos la tarde placentera de verano que nos proporcionó su lectura.

lunes, octubre 05, 2015

Desfile de ciervos, Manuel Vicent


Alfaguara, Barcelona, 2015. 304pp. 18,90 €

Ángeles Prieto Barba

De entrada, no me parece tarea sencilla cerrar esta trilogía que revisa bien nuestra historia política y social más inmediata. Con notable éxito de crítica y ventas, Vicent había escogido previamente personajes emblemáticos, especiales y muy característicos para poder representarla en anteriores entregas. Encumbrados y víctimas del espanto nacional, como el cura Aguirre, Adolfo Suárez y Carmen Díez de Rivera (Aguirre, el magnífico y El azar de la mujer rubia), sirvieron para cubrir de manera brillante esa Transición tan elogiada que nos vendieron como logro y éxito de todos los españoles, ciudadanos responsables que apostaron por la concordia. En estos libros Vicent nos mostró perfectamente la escena con todas sus luces, pero también las bambalinas oscuras con atino de fotógrafo excelente.
Es sólo que para esta entrega final decidió cambiar al personaje-emblema por un retrato colectivo y cortesano, el demorado cuadro de Antonio López representando a la familia real que tanto ha cambiado en veinte años. Pintura que acogimos con estupor, pues fue realizada a partir de unas fotografías impolutas en momentos triunfales o encumbrados de modernidad, ahora no podemos dejar de vislumbrar arrugas, pesares, muecas, ansias y pasiones lamentables, pero también esas nuevas incorporaciones que lo modifican tanto. Y con esta carta de presentación, Vicent acierta plenamente, toda vez que es antigua y muy larga la tradición de adoctrinar al pueblo español en virtudes cristianas, siempre mediante sermones religiosos y tomando como ejemplo vida y milagros de sus reverenciados (e idealizados) monarcas. Nadie osaría ahora entonarlos. Pero sí se puede escribir un libro.
Ahora bien, es importante advertir al lector que esta entrega no constituye en absoluto una biografía de los allí representados (rey, reina, príncipe heredero e infantas), sino que estamos ante una novela coral que engarza con cierto orden personajes de pelaje diverso: especuladores inmobiliarios, clientes de prostíbulos, políticos deleznables, asesinos, presidentes de gobierno, actrices divinas, pintor neurótico y especialmente un presentador de televisión inventado y atípico, que no presentadora, pues no plagia novelas, no sale en el Hola, ni se convierte en princesa, sino más bien tendrá que despedirse de su rutilante carrera de estrellato por un imprevisto cáncer. Este personaje vértice o cohesionador de la novela no identificable, pieza central, tal vez sea la más parte más débil del entramado novelístico porque se aleja claramente del propósito crítico (demasiados escenarios exóticos en sus sueños y recuerdos), sirviendo de contrapeso ante la ignominia envolvente al despertar piedad. ¿Por qué este personaje?
Indudablemente, el autor que mejor representó el esperpento nacional fue don Ramón María del Valle-Inclán en el siglo veinte, nadie ha alcanzado esa cumbre. Pero resulta curioso que en esta etapa que vivimos sean dos grandes escritores valencianos los encargados de realizar la dura crónica hispánica del tiempo vivido: Rafael Chirbes y Manuel Vicent. Con notables diferencias entre ellos, porque sin dudarlo el discurso de Chirbes es letal y contundente. Vicent cuida su escritura y nos deslumbra también al proporcionarnos imágenes rotundas, pero responde más a la tierra en que nacieron ya que no renuncia a chanzas, ni tampoco quiere dejarnos sin esperanzas. En este contexto, encuadraría yo a su soñador Javier de Sosa, admirador notable de la belleza femenina y viajero.
Afirmemos sin dudarlo que esta es una obra que sirve para preguntarnos qué somos, quiénes fuimos y adónde vamos y si acaso no hemos renunciado también a los ideales, justo a esos sueños nuestros de progreso, libertad y educación universal que hoy por hoy quizá se encuentren tan acabados como la vida del ilusorio personaje central y si tal vez, ese aséptico y neutral fondo gris que envuelve al cuadro fantástico no debiera llevar también crespones negros por todos nosotros. Ya que envejecemos, renunciamos y abdicamos de grandes sueños pendientes que dejamos en manos de golfos, ladrones y sinvergüenzas. Tras el fragor bronco de una reciente campaña electoral qué sano es leer un libro como este. Se lo agradezco al autor.

viernes, octubre 02, 2015

Sumisión, Michel Houellebecq


 Trad. Joan Riambau. Anagrama, Barcelona, 2015. 288 pp. 19,90 € 

Nere Basabe

La coincidencia en el tiempo el pasado mes de enero del lanzamiento en Francia de Sumisión, la última novela de Michel Houellebecq, y del atentado terrorista al semanal satírico Charlie Hebdo, que precisamente había dedicado su última portada al escritor caricaturizado de mago adivino, fue menos una aciaga casualidad que otra prueba más de que Houellebecq se ha convertido en el escritor europeo que mejor está sabiendo dar testimonio de nuestra contemporaneidad y diagnosticar las enfermedades del espíritu de esta parte del mundo. Acostumbrado de largo a la polémica, en esta ocasión las circunstancias sobrepasaron al fenómeno literario: el mismo día en que la novela, donde se fabula sobre una Francia sometida al Islam, tomaba las mesas de novedades de las librerías, un par de integristas armados abatían en la redacción de un periódico a un puñado de humoristas y periodistas, y su famoso autor se veía compelido a cancelar la promoción y abandonar París, para continuarla después fuertemente escoltado. Así que la pregunta se hace inevitable: ¿tan peligroso puede llegar a ser un libro?
El punto de partida de Sumisión, al que se podría ubicar en el género de la distopía política, constituye un dilema que no podría resultar más sugestivo e inquietante: en una hipotética segunda vuelta en las elecciones presidenciales a las que han llegado como favoritos, tras el colapso de los partidos tradicionales, el partido ultra de Marine Le Pen y un nuevo partido moderado musulmán, ¿a quién votarías? Es una de las constantes de la narrativa de Houellebecq fabular sobre futuros más o menos inminentes (más cerca de la ciencia-ficción en el caso de Las partículas elementales o La posibilidad de una isla, coletazos de presente en Plataforma o El Mapa y el territorio), que en esta ocasión nos lleva al año electoral de 2022, con un contexto guerracivilista en las calles (nunca explicado, siempre insinuado) y un protagonista, François, solitario profesor de literatura en la Sorbona cansado de todo y de todos. Indiferente a la política y a cuanto ocurre en su entorno, consagra sus horas de estudio y reflexión, desde los tiempos de doctorado, al escritor decadentista Joris-Karl Huysmans, del que ahora prepara la edición definitiva de sus obras completas, y en el que pretende encontrar las claves a su crisis también personal.
El escritor clásico del siglo diecinueve, autor de títulos nihilistas como Al revés y reconvertido en ferviente católico a edad tardía, se convierte así en modelo o trasunto del protagonista, del mismo modo que el profesor universitario (hombre blanco de mediana edad exitoso en lo suyo pero malhumorado y en plena crisis existencial en medio de un mundo que se derrumba) no es sino una réplica, otra más, del autor Houellebecq, capaz de transfigurarse en sus novelas en científico, artista plástico, cómico mediático o historiador de la literatura para construir después el mismo personaje siempre idéntico a sí mismo. Buena prueba de ello son esas relaciones deslavadas que de forma polifónica entabla con mujeres jóvenes, hermosas e indistintas, las escenas de sexo (felaciones epifánicas incluidas) mil veces leídas o las reflexiones tan lúcidas como cínicas e incómodas que se han convertido en la impronta personal del autor aupándolo hasta el star system literario. Los lectores incondicionales se regocijarán en el reencuentro íntimo con su escritor de cabecera, otros muchos experimentarán cierto dejà-vu.
Si mi tesis es que, descreído como es Houellebecq, la cuestión del humanismo es aun con todo la que impregna y preocupa toda su obra, en esta novela, personalísima adaptación del choque de civilizaciones hunttingtoniano, se hace más explícita que nunca, invocándose en varias ocasiones. ¿Cómo puede sobrevivir una civilización que, en su madurez otoñal, ha prescindido de la fe y los valores? Así se explica cómo la Francia cuna de la Ilustración, la Francia revolucionaria y socialista se rinde con tanta facilidad a las reconfortantes seguridades de la sharia −ayudada por los petrodólares arábigos que acuden a rescatar y regar instituciones culturales tan renombradas como la Sorbona, al fin nuevamente floreciente. La islamización de Europa sería así un proceso suave, sin rupturas traumáticas, y también un asunto de supervivencia en el que, siguiendo una lógica individualista perfectamente congruente con el desarrollo desplegado hasta ahora por el liberalismo, hay más por ganar que por perder. Si existe angustia en las búsqueda y evolución de este personaje, tan anclado en el acervo de la cultura occidental, se ve amainada por el humor que ya asomaba en la anterior entrega de Houellebecq, El mapa y el territorio, y que, tras su incursión cinematográfica en forma de autoparodia (El secuestro de Michel Houellebecq), se desata ahora sin cortapisas. La otra gran novedad residiría en que, en esta ocasión, y por una vez, el escritor maldito se salva y la historia acaba bien, por consternador que esto nos pueda resultar, tras comprender y aceptar que la felicidad reside en la total sumisión (clave que no le ofrece Huysmans, sino la Historia de O de Pauline Réage) –entendida como sumisión de la mujer al hombre y de éste a Dios. Tan controvertido como coherente según el esquema de esta novela de tesis.
Pero si como novela de ideas Sumisión es seguramente uno de los productos más logrados y estimulantes de los últimos años, y la obra toda de Michel Houellebecq una radiografía incisiva de los males de nuestra sociedad occidental, tal vez resulte malograda en su despliegue narrativo y estrictamente literario: Houellebecq introduce el dedo en la llaga pero pareciera que luego no sabe qué hacer con él. Sumisión tiene una estructura y desarrollo simple, lineal, alejado de construcciones más ambiciosas como Las partículas elementales o La posibilidad de una isla, una vuelta a la sencillez de Ampliación del campo de batalla o El mapa y el territorio pero sin resultados tan logrados. Los tres planos de la narración (las vicisitudes personales del protagonista, el contexto político-social revolucionario y su gran tema de estudio, la obra de Huysmans) se engarzan con calzador, tan solo se superponen en un paralelismo tan prometedor como desperdiciado. Los personajes secundarios entran en escena cual Deus ex machina para informarnos del terremoto político que se está viviendo y desaparecer después: el lector que no esté familiarizado con la actualidad del mundo político y mediático francés probablemente se aburrirá en estos pasajes. No hay trabajo de personajes, ni siquiera del protagonista como ya hemos apuntado, porque no es eso lo que a Houellebecq le interesa; François deambula a lo largo de la novela buscando una respuesta pero sabemos desde el primer momento hacia dónde se encamina, lo que desarma todo potencial de conflicto. Demasiados aspectos apuntan pues en este libro a una intuición brillante desarrollada después de forma apresurada o desabrida. Y con todo, sin ser su cumbre literaria, muchas circunstancias y urgencias del presente hacen de esta novela una lectura imprescindible hoy.