Trad. Alberto Pérez Vivas. Ed. Alba, col. Rara Avis. 358 pp. 19,50 €
Julián Díez
Durante años la literatura fantástica anglosajona nos ha contagiado su propia visión endogámica del género, su sensación de hegemonía originada en los años treinta en la creación de un mercado de literatura pulp al que salía más barato pagar originales que traducciones. Es curioso, sin embargo, que el propio Isaac Asimov se refiera en sus memorias de muchacho neoyorquino a su visión de la producción cultural extranjera como referente futurista en su infancia: desde Metrópolis, que fue para él lo que Star Wars para mi generación, hasta Julio Verne.
El hecho ha sido especialmente injusto con la tradición rusa del género, castigada por problemas adicionales: la dificultad de las traducciones, acentuada por un estilo bastante más exigente que el de los contemporáneos anglosajones, y la carga ideológica de buena parte de sus trabajos.
En España, la obra del más prolífico de los autores rusos de ciencia ficción anteriores a la Segunda Guerra Mundial, Aleksandr Beliáiev, fue bastante traducida en los años sesenta, cuando esa hegemonía anglosajona no estaba aún tan consolidada. Sin embargo, llevaba sin publicarse uno de sus trabajos en España cuatro décadas hasta que ahora lo hace Alba, en una labor obviamente inspirada por las ediciones de Nevsky Prospects de otros clásicos del género ruso como Aleksandr Bogdánov o Alekséi Tolstói.
Beliáiev publicó cerca de cuarenta novelas de proto ciencia ficción, que le han proporcionado de manera recursiva el calificativo de “Julio Verne ruso”. Sin embargo, hay en su obra matices más próximos a H.G. Wells; sí que tiene en sus propósitos una fidelidad a los conocimientos científicos de la época una proximidad al francés, pero su vuelo imaginativo muestra un mayor atrevimiento propio del británico. En su trabajo, por cierto, no hay casi rastros de propósitos políticos, ni panegiristas de la grandeza soviética como los citados Bogdánov y Tolstói, ni críticos como en el caso de Zamiatin o luego, con matices —y seguramente el mejor resultado de todos desde el punto de vista literario—, los hermanos Strugatski. Beliáiev es, en realidad, una especie de Michael Crichton: escribe novelas amenas de aire internacional para todos los públicos usando como excusa un punto de partida científico. A la larga, esa línea divulgativa terminó siendo la principal en la ciencia ficción soviética de postguerra, con otros autores que merecerían ser más conocidos por el público español como Yefrémov o Dneprov.
Aunque es una obra bastante conocida y con adaptación cinematográfica en su país, La cabeza del profesor Dowell nunca había sido vertida al castellano, tal vez porque su punto de partida resultara pronto demasiado inverosímil para los lectores: la posibilidad de mantener una cabeza viva apartada del cuerpo, algo que los científicos soviéticos de la época se jactaban de haber conseguido con animales. Hoy, sin embargo, y Futurama mediante, es un concepto bien conocido y con un simpático regusto camp que posiblemente haya impulsado su edición.
La protagonista es Marie Laurane, una enfermera contratada para mantener con vida a la citada cabeza, correspondiente a un científico implicado en el tema que pronto descubriremos que fue traicionado por su asociado. Marie será nuestros ojos para descubrir toda la historia, conocerá al hijo de Dowell y se implicará en la lucha por remedar la injusticia cometida.
El volumen se completa con una novela corta de mayor originalidad, El día del Juicio Final, con un tono más liviano que contrasta con el melodramatismo en ocasiones excesivo de la novela previa. Aquí seguiremos a un periodista francés desplazado a Berlín que asiste a un suceso extraordinario: la ralentización de la velocidad de la luz, que hace que los personajes sean capaces de verse a sí mismos unos segundos antes, en la primera consecuencia de las imaginadas por el autor. Aunque no se sostenga mucho con las posteriores evoluciones de la teoría de la relatividad, es una historia de un notable vuelo imaginativo, que redondea la impresión que brinda el volumen en su conjunto de la capacidad de su autor.
Posiblemente este no sea un libro para todos los paladares; exige la misma simpatía, el mismo retorno a la ingenuidad del lector desprejuiciado, que se requiere hoy para poder disfrutar con Verne o Wells, o con el reciente homenaje que César Mallorquí hizo a ambos en la excelente La isla de Bowen. Sin embargo, no les faltan a estos clásicos lectores actuales que, como yo, encontrarán en el trabajo de Beliáiev una vuelta de tuerca adicional más que atractiva.
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