miércoles, septiembre 30, 2009

Las guerras de Napoleón, Charles Esdaile

Trad. Miguel Ángel Martín Mas. Crítica, Barcelona, 2009. 725 pp. 39 €

Julián Díez

Recientemente me he visto confortado por el descubrimiento de que un montón de otras personas civilizadas y pacíficas sienten el mismo interés que yo por leer historia militar. Hay algo en el relato de grandes batallas, movimientos tácticos y acciones heroicas que resulta extrañamente apasionante cuando uno está apaciblemente sentado en una mecedora, viendo las hojas caer. La proliferación de volúmenes del tipo de este Las guerras de Napoleón en los últimos tiempos viene a satisfacer esta pulsión.
Sin embargo, la mayoría de las publicaciones se ha centrado en la II Guerra Mundial, con una presencia creciente de la I en nuestras librerías. El libro de Esdale viene a tocar otro conflicto de alcance internacional, en nuestro imaginario colectivo una suerte de Guerra Mundial 0 —aunque Esdale insista en la condición casi mundial tanto de a la Guerra de Sucesión Española y la Guerra de los Siete Años—. Aunque con la particularidad de que, desde el propio título, concede un mayor protagonismo al emperador francés del que resultaría habitual en un tomo sobre todo un conflicto bélico global.
Sin deslizarse directamente en la biografía, con un retrato casi exclusivamente circunscrito a sus acciones, Esdale consigue ofrecer un perfil muy completo e interesante de Napoleón. Ambicioso, arrogante, astuto... y terriblemente pesado, capaz de mantenerse en sus trece bajo cualquier circunstancia para conseguir sus objetivos. Esdaile logra, a través de su seguimiento de las acciones de Bonaparte, explicar buena parte de los sucesos del periodo estudiado (1803-1815), pero tiene la perspicacia de saber detectar cuando el emperador no hizo otra cosa que seguir la lógica de la situación, o doblegarse ante circunstancias superaban que incluso a un carácter de su envergadura.
Esdaile, especialista en particular en las campañas de la Península Ibérica (muy recomendable, por cierto, su previo La Guerra de la Independencia: una nueva historia), se extiende sobre el conflicto tanto en nuestro país como los coletazos en los territorios americanos. En líneas generales, su ritmo narrativo es sostenido y su prosa diáfana, ayudada por la falta de pudor del autor para introducir comentarios y conclusiones personales, con descripciones de las batallas someras y fáciles de seguir. La excepción se da cuando se enreda en la explicación de las cambiantes alianzas de rivales de la Francia revolucionaria, una auténtica pesadilla de emperadores y pequeños estados alemanes e italianos.
El libro resulta una obra de consulta sencilla, una guía introductoria amplia y suficiente para un periodo de enorme interés para cualquier lector con afición por la historia divulgativa "a la antigua" —la de grandes protagonistas, eventos y batallas—, y deja el apetito abierto para conocer textos que traten más a fondo episodios concretos de la época.

martes, septiembre 29, 2009

Dándole vueltas, Frederik Peeters

Astiberri, Bilbao, 2009. 184 pp. 19 €

Ricardo Triviño

En 2003, Frederik Peeters encontró el éxito en España con su conmovedora historia autobiográfica Píldoras azules (Astiberri), conmovedora tanto por su narración como por el dibujo. Y eso lo etiquetó porque su siguiente obra, Lupus (Astiberri), fue recibida con sorpresa. Se trataba de una aventura de ciencia-ficción. Resultaba un cambio demasiado radical y arriesgado. ¿Un autor costumbrista dándoselas de George Lucas? Aquello difícilmente podía salir bien.
Nos calmamos cuando descubrimos que, en ese universo del futuro, lo personal y lo cotidiano estaba por encima de la acción y los rayos láser. Peeters, debimos pensar muchos, seguía en su terreno pero disfrazado. Pero luego, la editorial Dibbuks publicó Koma, con dibujos del suizo pero guión de Pierre Wazem y color de Albertine Ralenti, una especie de cuento infantil para adultos donde la historia fantástica de una niña deshollinadora nos transportaba a un viaje hacia las profundidades del planeta. Más relatos imaginarios. Parecía, inexplicablemente, cada vez más interesado por lo onírico. Ahora, la magrittiana portada de Dándole vueltas (Astiberri), su último trabajo traducido en España, parece confirmar la idea de que el artista ginebrino no quiere tener ya nada que ver con el mundo real. En fin, nada más lejos de la realidad.
El libro recopila algunas de las historietas cortas publicadas en diferentes revistas francófonas (Bile noir, Drozophile, Lapin, Comix 2000, Ecritures, Labo...) a lo largo de su carrera, tanto previa como paralelamente a sus obras más extensas (1988-2007). La antología nos muestra a un autor interesado desde sus inicios por lo extraño, por esas dimensiones paralelas donde todo parece divergir ligeramente de cómo pensamos que deberían funcionar las cosas, mundos movidos a veces por una violencia y una mala leche inesperadas, pero que indefectiblemente señalan hacia aquí. Sus primeros relatos incomodan, crean desasosiego; empiezan en su extravagancia y ansiedad ligados a un trazo grueso, tosco y oscuro del cómic underground. Poco a poco, vemos la evolución de sus pinceles, limpiando la línea, sintetizando, convirtiéndolo en un artista capaz de plasmar un bosque únicamente con unas manchas certeras. Del mismo modo, su narración se afila, se libera de viñetas innecesarias o evita los diálogos si la imagen se basta por sí misma. Se aprecian diferentes estadios.
Sin embargo, los temas se mezclan. No hay una etapa donde Peeters deje de lado lo subjetivo, del mismo modo que no hay historieta sin un ápice de extravagancia. Pueden varias los porcentajes, pero ningún aspecto llega a cero. Peeters se entrena, además, en diferentes registros: desde la crítica, con un ensayo en defensa de la legalización de las drogas, hasta la descripción de la espera de dos asesinos a sueldo; desde el análisis de la figura del autor frente a sus creaciones, sumergiéndose él mismo en las viñetas, hasta la expresión de una melancolía anticipada por el futuro de su hija. La soledad y el desamor se mezclan en Upsidedown donde, sin explicación, un hombre que empieza a caminar por las fachadas de los edificios encuentra a su pareja ideal. Incluso hace gala de un humor negrísimo con las peripecias de un troglodita que mata y devora todo lo que se encuentra hasta descubrir que él mismo es comestible.
Cabe ahora recordar las viñetas casi lisérgicas que inauguran Píldoras azules: células y estrellas entre las que bucea el lector mientras el protagonista busca la palabra que necesita; o pensemos en los sueños donde el protagonista aparece hablando con un mamut o frente a un rinoceronte blanco en la consulta del médico. En realidad, lo fantástico también está en la cotidianidad de Píldoras azules. Dándole vueltas, afortunadamente y en contra de lo que se podría esperar, no es una antología más de obras menores previas al reconocimiento del autor. Se trata de la mejor vía para entender por qué Frederik Peeters no puede ser encasillado. Él es un todoterreno al que no le urgen carreteras.

lunes, septiembre 28, 2009

Merma, Benito del Pliego

Baile del Sol, Tenerife, 2009. 104 pp. 10 €

Ana Gorría

«Hay que ponerle pruebas al infinito/, para ver si existe», afirma Juarroz en una de sus poesías verticales. La poesía de Benito del Pliego, con tres libros en su bagaje poético, tal vez sea una de las más voces solidas, a mí juicio, del horizonte de la creación reciente, una poesía que encierra en su composición y su desarrollo vínculos con una tradición asume para con el fin de dilatar sus propios límites desde la tensión de un lenguaje deliberadamente dislocado, a punto de romperse, dibujado bajo el frágil límite de la apariencia en yuxtaposición.
Benito del Pliego, poeta que es desde hace más de diez años profesor en los Estados Unidos, es un poeta cuya presencia es discontinua, pero ostensible, especialmente en ámbitos como la poesía visual, ámbitos en el que ha obtenido diversos reconocimientos. Especialista en la obra de Juan Larrea, ha dedicado parte de sus ensayos a la obra de Anna Becciu, a Antonio Gamoneda o a José Viñals. Su atención es también fundamentación para delimitar y presentar su poético. Todos autores empeñados en llevar a cabo los límites del decir para denunciar la precariedad de éste y de la propia condición humana con recursos derivados directamente de las vanguardias históricas y de la reflexión que surgió a partir de las posguerras mundiales, ligadas a las grandes crisis del lenguaje que se iniciaran con la reflexión Freguiana.
Esas crisis del lenguaje, en buena medida superadas, han incidido también una crisis del horizonte de lo “metafísico” desde el que hay que leer Merma. Benito del Pliego es un poeta de la tradición discontinua, tal y como subraya alguno de sus poemas visuales, sus metáforas beben de la tradición surrealista, tensando los límites para llegar al oxímoron de lo imposible, así en uno de los golpes de voz que constituyen sus poemas, se escucha: “Conecta lo distante»: una estrella y el pedazo de un vidrio molido”.
Merma deja constancia, desde la precaria de su propio decir, roto, distribuido en pedazos a lo largo del libro con poemas innominados ligados con la tradición clásica a través de su disposición en números romanos y distribuidos en dos grandes secciones: A y AA. Principios que se sostienen como un estarcido, en una numeración que abarca la cuenta atrás en la segunda sección. Momentos en los que el poema acosa a la página en blanco para interrogarla, para inquirirla, para hacerle partícipe de las grandes dudas del lenguaje y de la existencia.
La realidad se convierte en lenguaje: «Se transforma: primero fue bastón, después leña, después cuchara humilde (en casa de herrero)... todo lo que entregó fue la siguiente clave: palabras.» Poemas entonces de la reescritura, pero de una reescritura que parte del propio código para romperlo y dislocarlo y que da cuenta de la potencialidad sin límites de éste, forzando el infinito, como quería Juarroz: «Huella a huella el ojo quiere ver, los rasgos se componen, leemos el silencio; una A se advierte en la cabeza de una vaca.» La causalidad se invierte y es fundada por la propia imagen, la necesidad es derivada del deseo. «Se levanta un dios al construir su templo; la parturienta grita porque se pare; la letra no existió hasta que no fue escrita.» Se trata, como subrayara Adorno a propósito de Webern de proponer la fantasía, el vastísimo reino de la imagen, como aquel don capaz de «interpolar lo infinitamente pequeño». Con un vitalismo y un optimismo que complementa la fragilidad del decir que se instaura en Merma, la voz de estos poemas, fracturada, subraya el mundo de la creación, del canto, de la potestad de engendrar una belleza tan equívoca como un mundo en que todo puede llegar a parecer posible.

viernes, septiembre 25, 2009

Café Titánic y otros relatos, Ivo Andrić

Trad. Luisa Fernanda Garrido y Tihomir Pistelek. Acantilado, 2008, Barcelona. 115 pp. 15 €

Guillermo Ruiz Villagordo

Cualquier manera de llegar a conocer algo que posteriormente se revela como un pequeño acontecimiento para uno es válida. En mi caso, mi pasión por las listas posibilitó que hace bastantes años, revisando la nómina de los premios Nobel de literatura, descubriese al único escritor de origen yugoslavo merecedor del galardón, Ivo Andric, a través de una recopilación de relatos publicada por Caralt, El lugar maldito. Hace tanto tiempo que lo leí, prestado de una biblioteca, que sólo recuerdo que tenían a un sacerdote, el padre Petar, como nexo de unión, pero sí se me quedó grabada en la mente la sensación que me dejó de serena reflexión incluso (o sobre todo) al tratar temas especialmente crueles, gracias a ese personaje silencioso que con breves pinceladas dispersas en medio de sus peripecias revelaba su carácter calmo y generoso. Y es que, como la de Magris, que es utilizada en la franja publicitaria para presentarle en este tomito de Acantilado, la voz de Ivo Andric es la de un humanista, en el sentido más específico y más general del término a la vez. En este último, es de la humanidad entera de la que habla, a pesar de que se centre en grupos étnicos concretos.
En este caso son los judíos los que transitan la mayoría de estos relatos, y es como pórtico de ese internamiento en el espíritu sojuzgado de este pueblo en distintas épocas de su historia que el primer relato de este libro, En el cementerio judío de Sarajevo, nos ofrece un paseo a modo de artículo descriptivo por las existencias ignoradas que sus lápidas le sugieren. En El vencedor recrea el episodio de David y Goliat de una manera que recuerda al minotauro de Borges. En Amor en la ciudad parece desarrollar una de las historias que imagina detrás de una de las lápidas de aquel cementerio, la de una mujer muerta ‘en la flor de la juventud’. En Una carta de 1920 el narrador utiliza la excusa de una carta de un amigo que llega después de un encuentro de muchos años para hablar sobre el odio enraizado en su querida Bosnia, a pesar de haber cuatro religiones y de que por tanto ‘debería haber cuatro veces más amor, comprensión mutua y tolerancia que en otros países’, convirtiéndose éstas por el contrario en ridículos acicates de la ira. En Palabras la confesión de una anciana tras la muerte de su marido nos invita a pensar sobre cuánto silencio hay a nuestro alrededor a pesar de tantas palabras y cómo pasa el tiempo sin que hallemos una sola de ellas que nos salve. En Niños por momentos nos parece asistir a un documental sobre la cacería de una gacela por parte de unos leones, para enseguida percatarnos de que esos niños que persiguen para darle una paliza a un judiehuelo cualquiera somos nosotros mismos, capaces de organizar una guerra tan absurda como la irracionalidad instintiva de los jóvenes. Por último, en el relato que da título al volumen, tras desvelarnos las razones de que los personajes hayan acabado donde se encuentran, nos sitúa en el momento justo en que los destinos de un judío y un ustacha (miembro nacionalista croata aliado de los nazis) se entrecruzan y cómo se dirime ese encuentro dados sus particulares bagajes.
En suma, relatos multiformes a modo de fábulas sin moraleja pero con suficiente peso por sí mismas como para que desestabilicen nuestro modo de mirar el mundo y nos obliguen a replantearnos la Historia pasada y ésta otra que construimos todos los días sin apenas darnos cuenta.

jueves, septiembre 24, 2009

Las historias gallegas, Álvaro Cunqueiro

Paréntesis, Alcalá de Guadaira, 2009. 164 pp. 13 €

Ignacio Sanz

He aquí la imaginación ardiente, la fantasía desatada, he aquí la riqueza verbal en estado puro, el vértigo festivo del lenguaje con una sintaxis que se adapta al terreno como una lagartija, he aquí a un clásico maravilloso que trae a nuestro presente achatado la magia legendaria de un mundo ahíto de acontecimientos prodigiosos.
Me decía en una ocasión el gran narrador oral Quico Cadaval, tras ver unas fotos de la vida cotidiana del Mondoñedo triste de la posguerra, que, posiblemente, una de las obligaciones que Cunqueiro se impuso a si mismo, fue la de quebrar la tristeza del ambiente, con historias que ayudaran a soñar que corrompieran de alegría la mustiez dominante. Como si el escritor, en este caso un escritor al que reiteradamente se le ha acusado de acrítico con el régimen y por ello de descomprometido, mantuviera un compromiso sólo con la imaginación que de algún modo ayudara a hacer transitable la apagada vida cotidiana. Quiero pensar que esta interpretación es tan sólo una cábala benevolente de Cadaval, para estrechar la mano afectuosa de un escritor fértil al que, pese al espinoso asunto del compromiso, admira y difunde emocionado.
Y es que con Cunqueiro no valen los términos medios, cuando nos arrebata, nos arrebata para siempre. Yo soy uno de esos lectores arrebatados que tengo en los anaqueles de mi casa veinte libros del maestro. Uno tras otro me los fui comprando todos. Lo triste, como dijera Mallarmé, es cuando ya tenemos todos los libros leídos. Por eso la reaparición de este libro es, un pequeño acontecimiento en mi historia personal de lector.
Las historias gallegas guarda una estrecha relación con otro libro magnífico del maestro, La otra gente, pues se trata de lo que un crítico convencional llamaría “obra menor” dado que está compuesto por una recopilación de artículos, en este caso de “retratos al minuto” escritos para ser radiados. Ja, ja, me río yo de la obra menor. Aquí, en estas sesenta y siete historias, late el Cunqueiro en estado puro, el virtuoso conocedor del alma humana con todos sus recovecos fantásticos, aquí están los tesoros, los curanderos, los amansadores de fieras, los resucitados, los mirlos charlatanes, aquí está la ternura, las ensoñaciones, en definitiva, aquí está el mundo cordial del inventor de facto del realismo fantástico. Leerle es una fiesta que nos invita de continuo a la risa y a una cierta melancolía. Como en Cervantes o en Rabelais.
Cunqueiro no pudo ver este libro en la calle porque murió cinco días después de escribir la introducción, a finales de febrero de 1981, es decir, que de la ingente obra que dejó desperdigada por hemerotecas, este es el último libro concebido como tal por el autor. Luego vendrían las recopilaciones temáticas que se han hecho de sus artículos que son, me parece, la quintaesencia de su obra. Sobre todo teniendo en cuenta ese espíritu relampagueante que les emparenta con los más granado de la literatura fantástica, una literatura que, pese a ese carácter fantástico, nos ofrece el retrato más fiel y realista de Galicia.
En fin, para terminar esta reseña copio las últimas palabras de la introducción de Cunqueiro: «Estos relatos, además de distraer al posible lector, quieren dar noticia de los variados gallegos que van y vienen por su tierra natal y por el mundo, que otro talante de los gallegos es el viajar a lejanas tierras, muchas veces en busca del pan, pero otras por el gusto de correr y ver el mundo. El gallego se acomoda a todos los climas, pero no deja de soñar con la pequeña patria lejana, verdes campos de lluvia.»
Espero que lo disfruten hasta el arrebato.

miércoles, septiembre 23, 2009

Atlas de una añoranza imposible, Anuradha Roy

Trad. Gema Moral Bartolomé. Barcelona, Salamandra, 2009. 384 pp. 19 €

Carmen Fernández Etreros

Anuradha Roy en su primera novela compone una brillante ficción escrita desde la sensibilidad y el recuerdo de la historia. Como en otras novelas ambientadas en la India, la autora intenta mostrar la evolución del país a través de las alegrías y los dramas de tres generaciones de una familia bengalí que residen en una misma casa. La familia y sus problemas como ejemplo y punto de partida para analizar los problemas de la sociedad de la India.
Una historia en la que pone el acento en los problemas de las mujeres encerradas en sus casas, las viudas, las esposas de los hijos. Una historia cruda y hermosa al mismo tiempo, en la que Anuradha Roy se detiene en la sutil belleza de los paisajes de Songarh, su salvaje y misteriosa jungla, pero también en las injusticias sociales, la miseria en la que sobreviven los ciudadanos de Calcuta y el abandono de las zonas rurales.
En 1907 un joven matrimonio bengalí, Amulya y Kananbala, compra y se instala con sus dos hijos en una amplia y solitaria casa con jardín en la ciudad de Songarh, una apartada población que linda con la jungla. Amulya funda una pequeña fábrica de medicinas y perfumes realizados a base de plantas silvestres. Aislados de los ingleses y de las tribus que viven en la jungla, Amulya y Kanabala vivirán tranquilamente con sus hijos hasta que la esposa apartada de su candente Calcuta, pierde la razón progresivamente:
«El silencio, que para Amulya suponía plenitud, encerraba a Kananbala en una campana de cristal de la que sentía que no podía salir para respirar. Desde el principio no le había gustado aquella gran casa con habitaciones vacías en la que todo resonaba, el enorme jardín descuidado en que las hojas susurraban y unas bayas desconocidas caían pesadamente en la hierba, igual que la falta de visitas y la ausencia de teatros y fiestas». (pp.27).
La vida de la familia cambiará porque Kananbala, al perder la razón, será encerrada en una habitación de la que sólo podrá salir con su marido. Pero también porque Amulya decide hacerse cargo de un bebé huérfano sin religión ni casta reconocible, Mukunda. Unos años más tarde la tragedia se vuelve a cebar con la familia, ya que su hijo Nirval contrae matrimonio con una joven de 17 años y ésta por desgracia muere después de dar a luz a una niña. Bakul, la nieta y heredera de la familia, sobrevivirá pero se convertirá en el problema familiar cuando años más tarde ya adolescente vaya consolidando una inocente amistad con el joven Mukunda. El joven será enviado a una escuela de Calcuta, expulsado del único hogar que ha conocido.
Una lucha contra el destino infructuosa porque pese a los deseos del padre y de la familia, la trayectoria de los jóvenes se volverá a cruzar de nuevo de manera casual en Songarh. Mukunda convertido en un joven empresario sin escrúpulos y Bakul en una jovencita casadera en un momento en que la familia vive una gran crisis económica.
La escritora realiza desde esta ficción un análisis minucioso de la evolución de la sociedad de la India, la desigualdad de las mujeres, el abismo entre las diferentes clases sociales a pesar de avances económicos. Nos introduce los dramas y las alegrías de una casa de puertas para dentro donde conviven como familia extensa: los padres, los hijos y sus esposas y la nueva generación. Todo en un lugar apartado en el que se palpa la indiferencia mutua de las tres culturas, las tribus de la jungla, los bengalíes y los ingleses que están preparándose para dejar las agotadas minas. También en el relato dedica un homenaje a la huida triste de los musulmanes de Calcuta cuando los mentores de Mukanda, Suleiman Chacha y su esposa, tienen que escapar de su casa y de Calcuta durante la Partición de India y Pakistán como todos los musulmanes.
Destaca la cruda descripción de la vida de las mujeres, encerradas y olvidadas, que ocupan una parte esencial de la novela. El trato denigrante a las viudas obligadas a no comer alimentos como el pescado o los matrimonios concertados que siguen vigentes en la India. La descripción de la historia de la viuda Meera es especialmente dolorosa y triste. Condenada a pasar el resto de su vida vistiendo únicamente las tradicionales ropas blancas, comiendo una dieta pobre y dejada fuera de las celebraciones porque era considerada un "mal agüero andante".
El huérfano Mukunda, sin embargo, representa el futuro de la India, un personaje que contra todo pronóstico logra saltarse las trabas de su orfandad y su casta y religión desconocidas, y marca el camino a la esperanza en la novela y en este panorama de la India.
Una novela en suma que cuenta con una historia familiar cruda y amable, narrada con un ritmo ágil que engancha a los lectores desde las primeras páginas. Un emocionante esbozo de la historia pasada y futura de la India.

martes, septiembre 22, 2009

La nariz de Edward Trencom, Giles Milton

Trad. Victoria Horrillo Ledesma. La Factoría de Ideas, Madrid, 2009. 320 pp. 19,95 €

Sofía Rhei

La principal característica de Edward Trencom, protagonista de este libro, y Jean-Baptiste Grenouille, memorable personaje central de El perfume, de Süskind, es exactamente la misma: una capacidad olfativa prodigiosa, que va más allá de lo puramente material y es capaz de percibir y localizar sensaciones, impresiones, emociones. Ambos escritores consiguen recrear de la misma forma tridimensional el mundo olfativo del que sus protagonistas se rodean irremediablemente, aunque en el caso de Milton la gama de perfumes sea bastante más limitada, ya que se circunscribe en un gran porcentaje de veces (especialmente al principio) al universo de la leche fermentada, o más exactamente, del queso como expresión suprema del buen gusto, el lujo y las sutilezas del paladar y de la mente humanos.
Sin embargo, hay enormes diferencias tanto en la personalidad de estos dos héroes (poseyendo un talento muy similar, cada uno hace con él algo muy diferente), y, sobre todo, respecto a su papel respecto a los demás personajes que habitan sus respectivos libros. Trencom desea comunicar sus hallazgos al resto de personas, y Grenouille se distancia de ellas, hace aumentar cada día el abismo que les separa de ellas, que no es otra cosa que su propio talento incomunicado; por otra parte, Edward es una víctima y Jean-Baptiste un verdugo. Estos conjuntos de circunstancias hacen que El perfume sólo pueda tener forma de tragedia, y La nariz… casi de comedia. Sin embargo, el sentido del humor de este libro no es en absoluto grotesco o excesivamente sensorial, sino todo lo contrario: acaso se le podrían reprochar una contención y finura excesivas, que encajan absolutamente con ese aire cosmopolita e intelectual (en acepción de los años cuarenta) del que está impregnado.
La novela aprovecha espléndidamente el repaso a las diferentes maneras de morir de los antepasados de Edward (todos a los que había sido concedida esa misma nariz prodigiosa) para narrar escenas clave de la historia, que se traslada a Grecia para tratar de resolver un complejo misterio en el que, por supuesto, el queso juega un papel importante.
«Es como un buen stilton –decía-. A no ser que puedas compararlo con sus predecesores, ¿cómo demonios vas a saber si es bueno?»
A medida que el sorprendido y nada aventurero protagonista va deshilando la historia de sus ancestros, se da cuenta de que esos mismos hilos esconden un peligro muy real y muy presente para él mismo.
Se trata de un libro muy trabajado, macerado en la bodega durante años par darle un peculiar sabor atemporal que muchos lectores agradecerán. Por supuesto, absténgase de hincarle el diente los no aficionados al queso, pues el fuerte aroma de las páginas puede resultar demasiado envolvente. Regalo perfecto para nostálgicos y lectores de cierta edad, poco acostumbrados a sobresaltos.

lunes, septiembre 21, 2009

Las primas, Aurora Venturini

Caballo de Troya, Madrid, 2009. 190 pp. 12.90 €

Elvira Navarro

La virtud, consumida en crudo, es indigesta. Lo que está bien no puede evitar presentarse como ejemplar(-izante), por lo que, cuando un personaje de un libro es virtuoso, ha de tener alguna tara no sólo para que sea creíble, sino también para hacerse querer. Dostoyevski presenta al moralmente intachable príncipe Myhskin en El idiota como a un pobre tonto, y desde esa estupidez se permite dar lecciones de conducta sin que nos chirríen los prejuicios y el pensamiento. Pues bien, algo así pasa en Las primas, de Aurora Venturini, donde Yuna, la protagonista, parece ser la única capaz de caminar en línea recta en mitad de un terremoto. Lo hace gracias a una suerte de don para la pintura y a que, como aparentemente es un poco retrasada, la tragedia se encuentra con serios obstáculos en mitad del camino. La deficiencia de Yuna radica en cierta dificultad para utilizar el lenguaje. A través de su hablar deslavazado, con el que la autora construye un extraño (aunque cotidiano) y poético mundo, la protagonista nos narra las barbaridades que acontecen en su familia: padre que abandona a su madre con dos hijas subnormales, prima que muere en un aborto, prima enana que se las sabe todas y se prostituye, marchante con ciertos e incluso comprensibles toques de proxeneta y violador, tía loca. Mientras todos gritan, Yuna se esfuerza por: a) ser entendida, y b) caer de pie, y la que esto escribe establece una conexión entre esa voluntad de traducirse en palabras legibles (y lo legible aquí nada tiene que ver con lo informativo, sino con lo luminoso) y no dejarse arrastrar por la marea. Porque la protagonista quiere hacer las cosas como Dios manda.
Por lo demás, el libro, que parece haber sido escrito al mismo tiempo por Faulkner, Natalia Ginzburg y Agota Kristof, es buenísimo y salvaje, y sería una pena que se lo perdieran.

viernes, septiembre 18, 2009

Solo con invitación: Media docena de robos y un par de mentiras, Mercedes Abad

Alfaguara, Madrid, 2009. 216 pp. 17.50 €

Miguel Sanfeliu

Si la literatura pretende jugar con la realidad, este libro nos proporciona una buena dosis de literatura. Nos toca un poco las narices desde el principio. Nos vacila, nos da datos, nos cuenta historias que parecen verdades y verdades que parecen mentiras. Y nosotros, pobres lectores, le seguimos el juego; eso sí, fascinados por completo.
Se revela la autora como una voz descarada que exhibe con sorna sus ideas delictivas en cuanto al robo de textos ajenos: ¿No deberíamos defender y saludar esa clase de robo como una forma nueva de arte? La idea surge, al parecer, de la impresión que le causó la lectura del libro Vieja escuela de Tobias Wolff, que también trata sobre el plagio de un relato y que le confirmó, según ella, su sospecha de que no siempre es fácil determinar de quién son las cosas. Así que se arma de valor y decide presentar como suyos relatos que ha ido encontrando en las más dispares circunstancias y reunirlos en este libro. Así, el juego queda definido en varios planos; por una parte nos contará las circunstancias en las que descubrió y se apropió de cada uno de los textos, y por otra nos irá presentado los relatos en sí. De modo que, en principio, se irá alternando la realidad con la fantasía, los personajes reales con los inventados, aunque quizá las cosas no sean así del todo.
Mercedes Abad es una escritora de sobrados méritos, con una extensa obra que la avala y con un recorrido que, sin prisa pero sin pausa, se caracteriza por su coherencia y evoluciona ante el lector de un modo más que interesante. Ha escrito novelas, como Sangre y El vecino de abajo, pero es en el relato donde parece sentirse más cómoda, como se puede comprobar en sus libros Ligeros libertinajes sabáticos, Felicidades conyugales, Soplando al viento, Amigos y fantasmas o este Media docena de robos y un par de mentiras.
Este libro nos permite reabrir el debate sobre el plagio. Al tomarlo a la ligera, al restarle importancia, consigue la autora incidir en el aspecto reprobable de lo que nos está contando. Vemos cómo roba de aquí y de allá, sin remordimientos, sin remedio. Un cuento a un ama de casa que escribe en secreto relatos pornográficos, un relato perdido en una olvidada revista literaria, una idea interesante tratada ineficazmente en una novela y que ella generosamente se afanará en enmendar, un relato escrito en secreto por el hijo de una famosa y antipática poeta, unas páginas olvidadas por descuido e incluso, rizando el rizo, a sí misma.
También se escurren aquí un par de robos con nombre y apellidos: relatos sustraídos por nuestra impulsiva ladrona de textos a Alicia Gimenez Bartlett y a Flavia Company. Precisamente el episodio narrado con esta última nos sugiere un proyecto de libro que tiene muchos puntos en común con el que finalmente estamos tratando: un libro que no llegó a escribirse en el que ambas autoras reunirían unos relatos atribuidos a escritoras inexistentes, cuyas biografías también serían inventadas con todo detalle. Un tercer nombre aparece en el libro, Cristina Fernandez Cubas, aunque esta resulta más levemente asaltada.
Por supuesto, la narradora justifica sus apropiaciones indebidas de diversas maneras. El mero hecho de encontrar un relato firmado con pseudónimo ya la legitima para robarlo sin remordimiento. O saber que el autor no reclamará por miedo a que su entorno descubra el contenido de sus escritos. O sentir que el relato encontrado fue incluso soñado por ella unos días antes, lo cual es prueba evidente de que ella es su autora real. Fechorías de guante blanco que Mercedes Abad realiza con una sonrisa malévola y nos mira con descaro mientras esconde esos textos en algún bolsillo y abandona el lugar con la cabeza alta, caminando alegremente de puntillas.
Y mientras nos cuenta estos hechos, nos va regalando destellos biográficos, aquí y allá, que resultan muy interesantes. Confiesa su necrofilia en el sentido de que la muerte de un creador le inspira el deseo de sumergirse en su obra, ya sea literaria, pictórica, cinematográfica, arquitectónica o musical. Cómo su condición de escritora provoca que algunas personas le pidan que lea sus manuscritos y les diga si su obra merece ser publicada. Y también la frecuencia con la que pierde y encuentra textos en su casa, textos guardados en cajas, amontonados al parecer por el azar.
Un libro muy original que se lee con auténtica fascinación. Se reúnen relatos en los que la caprichosa fortuna parece tener un protagonismo especial. También lo tienen las amistades que se tornan en odio o que esconden sentimientos aviesos. Todos narrados con una voz inconfundible que despliega humor y desenfado en sus historias. Se observan varios temas recurrentes, aunque la temática de los relatos sea bastante dispar: La búsqueda accidentada de una poderosa droga llamada “la corza blanca”, la odisea de una mujer a la que le toca la lotería y decide que con ese dinero debe beneficiar a los dos hombres que regentan una tienda de antigüedades, la historia de un juego de identidades, la odisea de una mujer al ser declarada la clienta un millón de unos grandes almacenes y por tanto ganadora de un premio, las cavilaciones de un juez pusilánime que acude a levantar el cadáver de un hombre que se ha enfrentado a unos atracadores, o ese odio irracional que siente un escritor por el amigo que le favorece y ayuda.
Media docena de robos y un par de mentiras es un libro narrado con solvencia, un texto que juega con el lector, sin que éste se dé cuenta, sin tiempo para nada más que seguir pasando páginas compulsivamente.



Mercedes Abad: "Lo autobiográfico no es sino pura ficción"

Mercedes Abad, en su libro Media docena de robos y un par de mentiras, publica aquellos relatos que han conectado con ella de un modo tan intenso que hubiera deseado escribirlos. Ni corta ni perezosa, se apropia de ellos, los modifica ligeramente y nos los ofrece compartiendo, además, las circunstancias en que se los fue encontrando, el momento en que decidió que esos textos debían ser suyos de un modo irremediable.

—¿Crees en esa idea de que los textos nos encuentran a nosotros y no nosotros a ellos?

Creo que lo que llamamos destino es una línea rota por una serie de azares irrelevantes (que una honda necesidad nuestra de sentido y forma convierte en azares sospechosos, pero ésa es otra película) y que la mayor parte del tiempo las cosas que nos suceden son bastante ajenas a nuestra voluntad: si en lugar de abrir tal libro aquel día en cierta librería, hubiera abierto tal otro, no habría leído esto o aquello y, por lo tanto, tampoco habría escrito esto o aquello. Eso es precisamente lo fascinante: que las cosas ocurran tan sin ton ni son, que todo sea tan aleatorio y no obedezca a propósito alguno, ni nuestro ni de una entidad superior. Es como una broma cósmica: ni el libro me busca a mí ni en realidad yo lo busco a él, pero nos encontramos, que es lo que cuenta al fin y al cabo, nuestras órbitas colisionan (quizá porque al impresor se le fue la mano con el color violeta de la portada, para desesperación del diseñador, y ese color reclama de pronto mi atención, vaya usted a saber) y entonces sucede que precisamente entre esas páginas que de forma tan azarosa han llegado a mis manos encuentro algo que, además de proporcionarme un montón de placer, o de provocarme un buen sobresalto intelectual, impulsa mi vida en determinada dirección. Qué vértigo, ¿no? Me pregunto cuántos encuentros de ese tipo me aguardan aún. Mmm…


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jueves, septiembre 17, 2009

Winesburg, Ohio, Sherwood Anderson

Acantilado, Barcelona, 2009. 247 pp. 20 €

Martí Sales

Las letras, pequeño colectivo inmóvil, contienen todos los mundos imaginables en su interior. Esa es su gran fuerza, la potencia de albergar todo lo posible en un mísero recorte de dos dimensiones. Los árboles, las piedras y las casas tampoco se mueven pero el pasado se agita, turbulento, en su interior. A su vez, cualquier personaje de ficción que se precie sólo parecerá estático si se le reduce a su mínimo bidimensional o si se le pilla en el ojo del huracán de las historias que ha vivido, historias que acabarán sacudiéndole a su paso y le catapultarán hacia el futuro. Historias. Ahí es donde saca el cuaderno y toma nota Sherwood Anderson, ahí es donde encuentra su gran tema, el primordial, el que lo hace un gran escritor. Sherwood Anderson es magnífico porque es un natural born story teller: alguien que cuenta historias como quien va en bicicleta, de forma natural, y en su caso de una manera deliciosa y absolutamente deleitable. Un fotógrafo, un taxonomista o un periodista sólo describen, anclados en el presente y en la superficie de los hechos y las personas (aquel rostro, aquel paisaje, aquel suceso): sacan una foto. Anderson da un paso más allá y juega con toda la vida de sus personajes: descorcha la fotografía y se adentra en sus tercera y cuarta dimensiones. La tercera, la de la profundidad, en un trompe-l’oeil al revés que nos levanta los personajes y nos los pone delante de nuestras narices como si de nuestros conocidos se tratara; y la temporal, la cuarta, la de los porqués, los orígenes y las anécdotas, el yacimiento de historias de donde saca oro a raudales. En este caso, en forma de pequeños cuentos que explican y sostienen este pueblo inventado de la Norteamérica rural de principios del s.XX, Winesburg, Ohio. Y no son historias espectaculares, no: son anodinas, como la mayoría de las vidas (del montón, como asfalto, polvo y nubes). Pero qué bien escogidas, qué bien trazadas, qué bien contadas. Podríamos decir que Anderson abre la puerta —sin saberlo, como todos los pioneros— del gran género norteamericano por excelencia del s.XX, el story-telling, cuyos discípulos más aventajados podrían ser, por ejemplo, Paul Auster, Jim Dodge, Carson McCullers, Kurt Vonnegut, los guionistas de la época dorada de Hollywood como Ben Hecht o los extraordinarios actuales, como David Chase, de The Sopranos. La Norteamérica de las mil historias, de las larguísimas carreteras beatnickeadas, la del tamaño descomunal donde todo el mundo tiene un pasado secreto, donde todos tienen algo que esconder y algo de lo que huir, la Norteamérica que es forastero, forajido y sheriff a la vez. Aquel territorio virgen donde se escribía un nuevo mundo y todos volvían a empezar; aquella colosal pizarra en blanco que algunos se atrevieron a manchar con letra clara y puño firme inaugurando la historia de su narrativa: después de Melville, Sherwood Anderson, y luego todos los demás. Si cuando erais niños os ibais a dormir completamente prendados y con una sonrisa perfecta en el rostro al escuchar alguna historia maravillosa contada por vuestros padres, acercad vuestros ojos a estas páginas porque el efecto va a ser el mismo.

miércoles, septiembre 16, 2009

Catálogo de incesantes, Marcos Canteli

Bartleby, Madrid, 2008. 80 pp. 9 €

Ana Gorría

Los maestros del origami afirman que uno de los mayores retos que tiene esta práctica es, precisamente, descubrir el secreto que permanece escondido en el papel. A esta genealogía y a esta praxis del misterio agazapado entre los pliegues del hacer y el decir, podría sumarse la poética de Marcos Canteli, autor que ha dejado dicho en alguno de sus textos teóricos que la poesía trata de “ese hueco de estar intensamente aquí”. Catálogo de incesantes es publicado por su autor después de haber escrito los textos de poesía Enjambre y Su sombrío. También después de haber traducido la obra de autores como Creeley o Kerouac. Este aprendizaje literario alcanza certificación de solidez en esta obra que, encarnando y continuando las grandes crisis del lenguaje que se desarrollaron en el primer tercio del siglo XX, propone la desestructuración, la desarticulación de los códigos del decir para llamar la atención sobre las ineficacias del lenguaje, en el que solo el azar, tal vez, podrá alcanzar el sentido. Tratándose del autor cuyos propósitos antimiméticos son más radicales, llevándolos a un extremismo que raya en la planeada ilegibilidad, el poemario catálogo de incesantes se constituye como un collage gigante: la concatenación de materiales que abarcan el lenguaje cotidiano, la expresión deliberadamente vulgar, la aproximación a formas de decir cercanas a la construcción oriental. El poema gozoso se mira en el espejo del simulacro tras haber levantado los materiales de su construcción.
En el apogeo del montaje, del ensamblaje, antigua técnica que desarrollaron las vanguardias históricas para combatir el fantasma de la autenticidad, entre otros, Catálogo de incesantes distribuye sus aciertos y deliberados desaciertos expresivos. Ikebanas, teselas, mallas, flujos, claustros, ojivales, pasajes disponen su iluminada oscuridad laberíntica, puentes cegados, que descubren la arbitrariedad del orden, de lo sentido, de lo viviente. Como ideara Cage en sus trabajos de música no intencional, Marcos Canteli baraja azar y sentidos, los combina, suma desconciertos al propio concierto que se puede llegar a desarrollar en el poema, forja realidades bajo la apariencia de la no intervención. Así Milán, como afirma en el texto de la contraportada subraya que Canteli se aleja tanto de lo poético que lo revela en su profunda extrañeza: la operación poética es rara, rara la palabra y raro el decir y el no decir que se le extraña.
En el decurso del poemario que se inscribe vocacionalmente en el trazado de la poesía que dejara escrito José Miguel Ullán, la palabra aparece instalada en los límites de la inestabilidad del sentido. Un sentido que está definitivamente quebrado y que no sirve para decir. Iconoclasta frente a la iconodulia, no obstante, sin caer en el dibujo del arcano, Canteli recoge materiales para levantar pequeños monumentos que amenazan con derrumbarse: la nostalgia y el sacrificio de Tarkovsky, la escritura neobarroca de Kózer, Milán o Lezama Lima. También la presencia de los grandes arcanos de la poesía moderna se soterra en esos versos volitivamente configurados bajo la asunción de lo caótico: Desnos, Mallarmé, Duncan, Breton. Se trata de crear un árbol genealógico que rompe la propia filiación genética: lo surreal, lo neobarroco, la poesía del concepto inglés se acumula, se deshace y se dispara en estas páginas. Páginas dispuestas para en ocasiones “salirse de madre”, gestadas desde” lo sutil del mundo”. Palabras inevitablemente íntimas, orientadas a, rotas las posibilidades de un común sentido, iluminar ese claro hueco llamado yo, en su sorprendida delicadeza interior como el escorzo de una figura de papel: «aunque membrana de exilio /ni inmune por piel suave, párpado no amainado, o porque /aún muerde /en el fondo moho de los ojos, este claustro de /flores maternas que nunca traiciona sus raíces de vida».

martes, septiembre 15, 2009

Estancos del Chiado, Fernando Clemot

Paralelo Sur Ediciones, Barcelona, 2008. 196 pp. 10 €

Rubén Castillo Gallego

Hace una semana me invitaron a participar en el mes de octubre en una mesa redonda cuyo tema era “El estado actual de la literatura española”. Como es lógico, me negué lo más cortésmente que pude. ¿Quién soy yo (quién es nadie) para pontificar sobre un tema tan genérico, tan amplio, tan proteico? Ahora, tras leer el volumen de relatos Estancos del Chiado, de Fernando Clemot, se me antoja que podría haber iniciado mi charla con la frase: «Yo soy de Murcia, y en Murcia llueve muy poco». Y podría haber seguido luego con aquella letra de Raimon: «En mi país la lluvia no sabe llover». Obviamente, esto hay que explicarlo... Quiero decir que, a pesar de la tremenda cantidad de agua que nos cae a diario en las mesas de novedades de las librerías, no podemos congratularnos de que gocemos de una tremenda calidad de agua. Son Legión, como el demonio de la Biblia, los autores que expelen, perpetran o esclafan un buen número de páginas, para disgusto de ecologistas y solaz de programadores televisivos. Por eso, cuando se tiene la suerte de abrir un volumen como Estancos del Chiado, uno se da cuenta, por contraste, de lo que es la buena literatura: prosa de orfebrería, argumento bien pautado, ritmo musical y léxico de un enamorado de su idioma. El barcelonés Fernando Clemot ha ido destilando, cuento a cuento, una galaxia de brillos poderosos, donde ha sabido introducir a personajes célebres, libremente adaptados a su obra (El príncipe del Vómero); donde ha jugado con paisajes portugueses, llenos de saudade y luces de niebla (Estancos del Chiado); donde ha deslizado recuerdos quizá autobiográficos (El verano del cortapichas); donde reconstruye, pieza a pieza, un horror que desmenuzó el pasado y condiciona la actualidad del doctor Serravalle (Levante); o donde nos presenta la lánguida imagen de un antiguo donjuán, al que los años han vapuleado con saña inesperada (Terrazas de otoño). No resulta extraño que, con la prodigiosa habilidad que Fernando Clemot demuestra en estas páginas, los premios más notables se le hayan rendido sin contemplaciones: Kutxa, Barcarola, Villa de Benasque... Estancos del Chiado, que publica con acierto y con elegancia Paralelo Sur Ediciones, es uno de los volúmenes más hermosamente literarios que he tenido la oportunidad de leer en los últimos tiempos.

lunes, septiembre 14, 2009

De ida y vuelta, Sara Herrera Peralta

VII Premio Internacional de Poesía Martín García Ramos. Difácil, Valladolid, 2009. 78 pp. 10 €

José Manuel de la Huerga

«Hay una ciudad sumergida bajo tierra». He aquí un verso inicial que abre el mundo. Y la poeta nos lleva a hacer el viaje. El trayecto, primera parte del libro, se corresponde con la Línea 6 del metro parisino. Cada una de las estaciones tiene su poema. Siguiendo la milenaria tradición del viaje a los infiernos como método de descubrimiento y conocimiento de lo que está encima y se llama vida, y no entendemos, Sara Herrera Peralta carga su voz con la potencia del iniciado en los misterios del submundo: «En esta parada dibujamos círculos de oxígeno para el horror de la existencia. (…) El futuro es un vagón de metro0». Más incluso que la del iniciado, seguir a su lado es garantía de no perderse: «Un asiento libre: /en otro tiempo, en una época en que la belleza no era necesaria, /se produjo el movimiento de la Tierra. Llegaron los ciclos». La voz de la escritora es capaz de dar una explicación casi científica a nuestra existencia.
Pero no creo que sólo ésta sea la intención del trayecto. Más bien mostrar la injusticia de las normas del juego de la vida: «Pero he escupido a los culpables del exterminio. He maldecido a todos. /Y éste es mi llanto», son los tres últimos versos del poema que abre el libro. Luego vienen los cuadros donde intuimos personajes y situaciones, borrosas por el efecto de las tinieblas: «sans paroles, le silence, Amamantando con hambre en la boca, Un miedo a los otros, El vagón de metro inventa un lenguaje para todos, un argot moderno, En cada asiento libre hay un ojo directamente perpendicular al epicentro de mi cuerpo, La mitad visible y la invisible se separan. Los amantes…»
Un texto redondo, con cuerpo, con vocación de explicar este mundo. Quizás hablar de un impulso existencial al modo de un Hijos de la ira, de Dámaso Alonso, con verso largo y sentencioso, «Madrid tiene un millón de muertos…», sea un traje cortado poco a su medida. Pero sí que percibo un aliento de ver más allá de lo que vemos, de darle al poeta la función de médium, de vate vago que señala, apunta y dispara para hacer notar lo inexplicable. Lo que Sara Herrera anota en su cuaderno de viaje es una manera de mirar más allá de sí y de involucrar al género humano: «Con los mismos difuntos, con los mismos hijos, /formamos el vagón y su sustancia». Como la mujer con alcuza de Alonso lleva el cántaro vacío y atraviesa vagones vacíos buscando y buscando. Al final del túnel está la luz, y más allá de la luz, más luz, mientras viajemos: «Hay quien dijo que queda la luz, siempre, donde vayamos. /Yo creo en todo eso. / Y más, allá, aún.»
La segunda parte, El viaje, está formado por poemas radiales. Sus títulos son el destino en clave de ciudades del mundo, con las siglas que ponen en la etiqueta de nuestra maleta cuando facturamos: FCO, WAW, PRG, GRU… Por eso me aventuro a escribir que los poemas son radiales: desde París la voz de la poeta viaja a Fiumicino, Istambul, Helsinki, Johannesburg, Sao Paulo-Guarulhos…
Y aprovecho ahora para hacer una pequeña consideración sobre el título del poemario: De ida y vuelta. Daría la sensación que ida se corresponde con la primera parte y vuelta con la segunda. Es obvio que no. El trayecto de la primera parte es una ida en la Línea 6 del metro de París, sin posible retorno. En ese viaje a la oscuridad vamos todos. Vuelvo a escribir, «El futuro es un vagón de metro». El viaje de la segunda son muchos viajes con epicentro, vamos a creer que en París: son sueños, deseos de lugares fríos o cálidos, de cualquier parte del planeta, ciudades, sí, sobre todo ciudades atestadas, hacia el pasado, las veladuras que las ocultan… (Absténganse los coleccionistas de postales del mundo de buscar la coherencia entre la guía de viajes oficial y los poemas de Herrera Peralta.) De ahí que el título de De ida y vuelta quede cojo en una sola lectura. Sara Herrera nos ofrece la ida del trayecto en metro o de los viajes en avión a los cuatro puntos cardinales. ¿Quién pone la vuelta? ¿Hay vuelta? Suponemos que la haya, si hay algo de esperanza y si el globo terráqueo no es una forma de mentira. La propia voz poética nos da una respuesta: «No importa el viaje./ No importa el destino,/ tampoco el tiempo./ Sólo queda el recorrido». Estamos en continuo movimiento, no hay quien se baje.
La segunda parte del poemario tiene la energía y la seguridad de las grandes composiciones de los poetas visionarios. En ella he escuchado el aliento de Rimbaud, de Álvaro de Campos, de Walt Whitman. Con qué seguridad escribe Sara Herrera Peralta: «Me inventé todos los rostros y todos los caminos». Y un poco más adelante: «Hoy soy todos los paisajes que quise ser,/ todos los destinos en un espacio ingenuo,/ impuro». Se diría que estamos leyendo al Álvaro de Campos más sensacionista. Y sobre todo: «No me traigan compromisos». En una sentencia así de tajante cabe todo el hastío de vivir de un Campos/Pessoa. Pero para compensarlo a renglón seguido: «Porque resurjo».
La poeta es la que está más cerca de la vida, del núcleo de resistencia que llamamos vivir, y desde luego, es el que mejor lo explica, en sus contradicción, en su oscuridad. Y de ahí, sus ansias de llegar: «Admito que sólo busco/ la compactación de la esperanza: /el final del trayecto anticipado». ¿Con todas las consecuencias de llegar? ¿Sabiéndose cuál es siempre la estación término?
Sara Herrera Peralta tiene voz propia. Esta es la frase que todo poeta quiere que escriban de él a lo largo de su carrera. Ella la ha encontrado joven. Deberá investigar otros discursos si pretende llegar a otros destinos poéticos. Pero este viaje sentimental de ida y vuelta a nuestra condición de solitarios en manada ha resultado altamente provechoso y, desde luego, muy persuasivo. Son poemas para volver. La escritora pone la ida y el lector la vuelta.

viernes, septiembre 11, 2009

Soledad, Víctor Catalá

Trad. Basilio Losada. Lengua de Trapo, Madrid, 2009. 336 pp. 19.80 €

José Morella

Caterina Albert, verdadero nombre de Víctor Català, rechazaba los “dogmas de las escuelas literarias”, que le parecían “fórmulas arbitrarias, donde los hombres querrían encerrar la proteica realidad de la vida”, que siempre “se desborda y escapa de los moldes”. Veía las etiquetas académicas como un intento de control y apropiación del sentido del texto. Del mismo modo Mila, la protagonista de Soledad, acaba siendo etiquetada y rechazada por sus vecinos: es dueña de una pasión que la desborda y que apenas puede reprimir. Mila y su marido Matías habían llegado a la montaña para hacerse cargo de la ermita. Matías es un holgazán que acaba mendigando y delinquiendo. La pareja no tiene vida sexual, de lo que se deduce que al marido le falta interés en el sexo o es impotente. Matías me recuerda a una cita de Renard: “Hay hombres que parecen haberse casado solo para impedir a sus esposas casarse con otros”. Una de las bombas que lanzó Caterina Albert fue la idea de matrimonio como cárcel legal, como prisión para el impulso de vida. El hombre se aseguraba con el matrimonio (y se asegura hoy, en muchos lugares del mundo) la separación de dos dominios, el del poder y el del deseo. El matrimonio, en primer lugar, como la célula mínima del Estado patriarcal burocrático y represor que despoja a la mujer del poder (Max Weber llamaba a ese Estado la “jaula de hierro”). Y luego, aparte, el deseo y la sensualidad, que son plantas marginadas en un rincón sombrío de la casa y que no se riegan nunca. A veces se marchitan y a veces se pudren. El olor a podrido, a menudo, hace irrespirable el aire. Mila lucha con todo eso desde la inconsciencia, la ignorancia y la ingenuidad, y la novela narra su aprendizaje, su curso práctico de dolor y de soledad. Mila aprende, y la soledad es el fruto de ese aprendizaje. La soledad será, para ella, el castigo y el premio a la vez. La libertad se sufre.
Este rescate de Lengua de Trapo, como tantos suyos, es fantástico. No comprendo por qué Víctor Català estaba enterrada en los temarios de la escuela secundaria y en las bibliografías de universidad. Es un libro valiente que uno querría ver en el metro frecuentemente, leído de camino al trabajo, o en la pausa para comer. Es tan actual como la crisis económica o la gripe del cerdo. La historia de Mila es la de una Anne Sexton catalana y rural... ¡de 1905! Nos da la otra versión del matrimonio, la versión de la flor marchita, y nos explica cómo ocurre ese marchitarse. A esa cosa, a ese secarse del deseo y a las consecuencias físicas y psicológicas que conlleva, en la novela se le llama “nervios” o “mal de montaña”. Durante la historia de la cultura se ha llamado de muchos modos. Freud lo llamaba histeria o neurosis, y los antiguos melancolía. Las mujeres han sufrido esa cosa sin nombre fijo durante demasiado tiempo. Hoy, que están teórica y legalmente liberadas, la cosa se sigue colando por las rendijas de las casas: vemos casi a diario, en las noticias sobre el maltrato llamado “doméstico”, las consecuencias del recuerdo genético, atávico y ciego, del hombre como poseedor de la mujer. Los “nervios” de Mila nunca acaban de irse del mundo. Que viva el diazepam.
Soledad tiene muchos de los elementos característicos de la novela gótica: un “lugar gótico” apartado, la ermita, que funciona como lugar de lo que tememos, de las pasiones irracionales. Es como el castillo de Drácula o aquella vieja casa llamada Cumbres Borrascosas. También hay elementos sobrenaturales como las brujas y el ambivalente Sant Ponç; un monstruo, el Ánima, un hombre-bestia que representa el mal sin límite. Y la melancolía, claro: los nervios. Mila es una especie de Jonathan Harker de L'Empordà, el Ánima es el vampiro, y la sociedad rural catalana (y española) de principios del siglo XX es la Transilvania de la soledad. No sé si le habría gustado más esta etiqueta a Caterina Albert que la que le ponían sus contemporáneos, pero supongo que no. De todos modos, lo gótico, en literatura, siempre le ha resultado resbaladizo a los críticos, y en ese sentido creo que le pega a esta novela. Pero en realidad no necesita etiqueta alguna.
Atahualpa Yupanqui creía que la música pertenece al monte, a la tierra, y no a los lugareños que la cantan o la bailan. Gran parte del folclore de todo el mundo parece no tener autor. Parece hecho desde tiempo inmemorial. Incluso Bob Dylan, en sus mejores temas, da esa sensación. Cuanto mejor es un compositor folk, más aguda es la extraña sensación de que él no ha hecho su música. De que algo inevitable ha sido hecho a través de él. Hay una anécdota preciosa: Atahualpa, siendo ya conocido como músico, escuchó a un hombre muy humilde murmurando una canción, y se acercó para oírla mejor. Como el hombre calló de golpe, Atahualpa le pidió que siguiera, ya que a él le había parecido que cantaba muy bien. “No se chancee, señor. Yo canto fiero, pero lo hermoso de mi canto lo pone el cerro”. Eso le contestó el hombre a Atahualpa. Dicho de otro modo: yo no tengo ningún valor. El cerro me usa para cantar su canto. Ese cerro funciona como la montaña de Soledad. La montaña, proteica, se transforma a sí misma a través de los personajes: se canta, se ve bonita o peligrosa, se cuenta sus cuentos usando a la gente como medio para ello. Y también, a través del sufrimiento de Mila, la montaña se abre a sí misma una salida, un sendero nuevo para que puedan escapar de ella, ahora ya con más facilidad, otras personas.

jueves, septiembre 10, 2009

Un encuentro, Milan Kundera

Trad. Beatriz de Moura. Tusquets, Barcelona, 2009. 216 pp. 15 €

Pablo Gutiérrez

De la mayoría de los escritores, pintores y compositores que Kundera cita y analiza en la colección de ensayos titulada Un encuentro (Tusquets, 2009) yo no tengo ninguna referencia; es más, nunca había oído hablar de ellos. No sé nada de Škvorecký, Milosz, Linhartova, ni siquiera sé mucho de Malaparte. Me reconforta la aparición furtiva de Juan Goytisolo, García Márquez, Céline o Carlos Fuentes pero a al pasar la página vuelven Xenakis y Bienczyk para dar al traste con mis ilusiones de sentirme cerca, muy cerca de Milan Kundera.
Un abismo separa a Kundera de este intruso, pobre de mí; yo, que había creído sentirme su primo-hermano después de subyugarme con La inmortalidad, Los testamentos traicionados, La ignorancia (de todos los escritores que me han arañado ninguno lo hizo como él). En Un encuentro Kundera indaga en universos que me son ajenos, y con cada capítulo mi cuaderno se llena de notas, de corchetes, apuntes, títulos que es imprescindible leer antes de que termine el verano.
El lector reconocerá a un autor minucioso y sagaz que hace pasar los libros que lee, la música que escucha y los cuadros que admira a través del cedazo de su experiencia vivida. En cada rincón hallará recuerdos sobre la dolorosa Primavera de Praga, sobre el exilio y la descomposición política y cultural del pueblo checo, aunque el texto aborde la obra de Anatole France o el olvido al que Rabelais fue condenado en el canon literario. Detrás de cada análisis literario, de cada reflexión erudita se despliega la figura de un escritor penetrante, de esos que agarran al lector y no lo sueltan hasta haber vaciado dentro de él una sustancia brillante y densa. Las emociones que provoca la obra de Kundera son confusas; las ideas que genera son clarividentes.
Los treinta y dos ensayos que dan forma a Un encuentro permiten asomarnos al pensamiento de Kundera como observador del arte. En el primero de ellos, probablemente el más sobresaliente, se enfrenta a la pintura de Francis Bacon. Es posible que al lector le ocurra como a mí y aún conserve en la retina la exposición fascinante del Museo del Prado de este invierno; en ese caso comprobará que la sagacidad de Milan Kundera (siempre dirigido, como un detective, a la búsqueda de un sentido) despliega nuevos significados como, por ejemplo, la relación entre los lienzos de Bacon y la literatura de Beckett.
Si el primer ensayo de Un encuentro asombra al lector por su perspicacia, el último lo subyugará por la euforia con la que analiza La piel, de Curzio Malaparte, que dejé bien anotada en la lista de libros que debo leer urgentemente. Kundera se entusiasma frente a Malaparte, y no se resiste a contarnos paso a paso la novela, como cuando salimos del cine y no sabemos disfrutar de la película sin correr a contársela a alguien. Pero probablemente nosotros lo haríamos a salto de mata y torpemente, y en cambio él se demora con exquisita minucia, saborea, medita y expone generosamente sus impresiones, de tal modo que al terminar de leer la docena de páginas que forman el ensayo uno tiene la sensación de haber devorado la novela al completo, una novela fabulosa, una novela glosada y abreviada por gentileza del entusiasta Milan Kundera.

miércoles, septiembre 09, 2009

La hija de la amante, A. M. Homes

Trad. Jaime Zulaika. Anagrama, Barcelona, 2008. 222 pp. 17 €

Hilario J. Rodríguez

«Recuerdo con qué insistencia me dijeron que entrara en la sala y me sentase, y lo amenazadora que me pareció de pronto la habitación oscura, y que me quedé en la puerta de la cocina con un donut de mermelada en la mano, y que nunca como donuts de mermelada.»
Basta un comienzo así para entrar temblando en un libro. Hay en cada frase el eco de una amenaza.
Una mujer de treinta años está a punto de descubrir quién es su verdadera madre, después de haber vivido toda su vida con una familia judía que la adoptó. La mujer en cuestión es A. M. Homes, y la noticia podría haberle resultado menos inquietante si a esas alturas, a principios de la década de los noventa, ella no hubiese decidido conformarse con ser una novelista sin miedo a penetrar en los rincones oscuros de la sociedad moderna, una persona frágil pero decidida, capaz de estar sola sin sentirse sola. ¿Qué será de ella en adelante? Corre demasiados riesgos: puede extraviarse, dejar de saber quién es realmente; también puede salir un día de casa y no volver nunca más; o saludar a gente que no le devolverá el saludo. Todas esas posibilidades la harán cada vez más insegura y le proporcionarán a La hija del amante el tono de una novela negra aunque se trate de un relato autobiográfico. Muchos de los temas que recorren sus páginas (como la amnesia, las falsas identidades o los terrores urbanos) son los mismos temas que alimentaron a la literatura policíaca de los años cuarenta, temas relacionados con soldados que regresaban a su hogar tras haber participado en algún frente de batalla durante la Segunda Guerra Mundial y que ya no lo encontraban.
Esa intersección no es nueva en la literatura norteamericana, donde la realidad siempre corre el riesgo de extraviarse en un terreno más propio de la ficción, donde los recuentos personales acaban convirtiéndose en thrillers como La invención de la soledad (Paul Auster), El padre fantasma (Barry Gifford), El velo negro (Ricky Moody) o Mis rincones oscuros (James Ellroy).
La nueva madre de A. M. Homes se llama Ellen Ballman. Parece vulnerable y nerviosa. Siempre que habla por teléfono, desde el otro lado de la línea se oye cómo enciende un cigarrillo tras otro. Y al comenzar una conversación con su hija, lo primero que pregunta es cuándo podrán volver a hablar.
«¿Cuándo podré verte? ¿Me llamarás pronto? Te quiero, te quiero muchísimo.»
Hay una especie de urgencia en sus palabras, que producen tanta lástima como temor. Quiere saberlo todo, pronto, muy pronto, cuanto antes. No puede esperar. Por eso indaga por su cuenta. Descubre el teléfono y la dirección de A. M. Homes, compra sus libros, se anticipa a sus movimientos.
«Sé que vas a venir a presentar tu última novela en Washington.»
Es así como una simple lectura en una librería se transforma en un acto tortuoso en el que las dos madres de una mujer de treinta años pueden encontrarse cara a cara; es así como el interés se transforma en desgana y el amor se transforma en rabia y la rabia acaba convertida en nihilismo. También es así como aparece Norman Hecht, el padre biológico, un hombre que inicialmente se comunica con su hija a través de un abogado, que la obliga a someterse a una prueba de ADN, que se cita con ella en bares de hotel como si fuera su amante… Se presenta a sí mismo diciendo que no está circuncidado.
«Acabamos de conocernos y me está hablando de su polla. Lo que realmente quiere decirme —supongo— es que se ha distanciado de su mitad judía y que está obsesionado con su pene.»
O quizás no. Para él, Ellen Ballman «era una putilla que sabía más de la cuenta para su edad», no una chica joven de la que se aprovechó pese a estar casado y no tener intención de irse a vivir con ella, ni siquiera al dejarla embarazada. Si Ellen era una putilla, ¿por qué no había de serlo su hija? A. M. Homes le imagina diciéndole: «He alquilado una habitación, quiero verte desnuda». Imagina cómo ella se desviste con lentitud, con parsimonia. Luego él la folla…
«Nunca dejaré de ser un conjunto de piezas pegadas, en el fondo siempre habrá algo roto en mí.»
No sé por qué, pero leyendo La hija del amante pensé en Julia Kristeva y en el Holocausto judío y en cosas que —en apariencia— no tenían ninguna relación con el libro de A. M. Homes. Pensé en cómo, mientras recorría las salas del museo que hay ahora mismo en Auschwitz, Julia Kristeva se dio cuenta de la verdadera dimensión del crimen nazi en los campos de exterminio. Las enormes pilas de maletas, juguetes o zapatos le recordaron muchas de las cosas que ella misma había utilizado a lo largo de su existencia. Entonces entendió que la abyección da comienzo cuando las huellas visibles de un asesinato en masa anulan todo aquello que nos proporciona una identidad, cuando le roban el sentido a la infancia y a la ropa que nos protege de la intemperie, o cuando ponen la ciencia al servicio de la muerte y no de la vida. Sin embargo, la abyección también puede jugar a nuestro favor, sobre todo si se alía con el arte, para explorar los rincones más oscuros del alma humana. Ciertas obras perturban nuestra tranquilidad, poniendo en duda el orden que nos protege y cuestionando el sistema en el que vivimos, algo que resulta necesario si queremos llegar a descubrir algún día a qué partes de nosotros mismos estamos renunciando para poder vivir en sociedad, con los demás. Los cuadros de Francis Bacon, las novelas de Louis-Ferdinand Céline, las ideas de los surrealistas o las películas de David Lynch, sin ir más lejos, plantean extraños híbridos en los que lo permitido y lo prohibido, lo real y lo onírico, lo humano y lo animal, la plegaria y la blasfemia, el dolor y el éxtasis, la belleza y la fealdad, o lo limpio y lo sórdido, se dan la mano, destruyendo así cualquier código moral, religioso o ideológico que sea extremadamente rígido.
La obra de A. M. Homes se mueve en parámetros muy similares, donde no existen los miramientos ni la corrección política. Ni siquiera en La hija del amante pese a tratar una materia delicada: la de la vida misma. En sus manos incluso lo autobiográfico puede volverse extremo, da igual que la nuestra sea una época de tolerancia e indiferencia. Su sentido de la vida jamás resulta cómodo. Hasta cierto punto es comprensible. ¿De qué otra forma podría ver las cosas alguien que no fue concebida por amor, alguien cuyos padres biológicos desaparecieron al poco de nacer ella, alguien cuyos padres adoptivos la utilizaron para cubrir el hueco que antes había dejado un hijo muerto prematuramente? Sin embargo, nada de esto la priva de sentir que es necesario encontrar una salida, una mentira piadosa, cualquier motivo que haga más tolerable todo. Al final de sus historias de perversión y caos suele haber espacio para algo similar a las epifanías, algo que las libra de caer en lo gratuito, en el sensacionalismo barato.
Aquí, cuando en la segunda parte se rompe la narración, entramos en realidad en un terreno que está más allá de la novela. La búsqueda de datos familiares a través de Internet, con la ayuda de dos expertos, zarandea los hechos, la progresión de la historia. Mientras tanto han pasado varios años. Ellen Ballman ha muerto. ¿Quién fue su padre? ¿Y su madre? ¿Tuvo amigas?
Aunque Norman Hecht sigue vivo, también es un enigma. El único enigma aclarado de nuestras existencias es el enigma no aclarado de La hija de la amante. A. M. Homes sabe los nombres de sus verdaderos padres pero no sabe quiénes eran verdaderamente; y al mismo tiempo que se encuentra con ellos comienza a distanciarse de quienes habían sido hasta entonces sus otros padres, los adoptivos. ¿Adónde la conducirán estos acontecimientos? ¿A tener más o menos certezas? ¿A conocerse mejor o a desconocerse por completo? ¿A conformarse con observar en silencio o a formular preguntas? No, el silencio no, jamás.
La penúltima parte del libro, un interminable interrogatorio a su padre, acaba zanjando las cosas, dejando claro que nuestra salvación consiste en poder preguntar a pesar de que nadie vaya a solucionarnos las dudas.
«¿Ya sabes quién soy?»

martes, septiembre 08, 2009

Poesía y caracol, Rafael Courtoisie

Sibilia Editorial/Fundación BBVA, Sevilla, 2008. 64 pp. 5,77 €

Ana Gorría

En una ocasión anterior, el profesor Eduardo Becerra llamó la atención sobre la literatura uruguaya, como la de la tradición de la rareza. Esta denominación tiene a raros como Herrera y Reissig, Lautreamont, Jules Laforgue como máximos exponentes de un discurso que rompe con lo acomodaticio en relación con la forja del propio lenguaje (algunos de estos son bilingües o escribirán sus grandes obras en francés), con la tradición en la que se asientan (como la obra de Herrera y Reissig capaz de crear un modernismo casi antimodernista en los coletazos de este movimiento).
A esta gran tradición hay que sumar a Rafael Courtoisie. Un poeta cuya formación como ingeniero ya de muestras de su inclinación heterodoxa frente a la forja del lenguaje poético. Un lenguaje que también le ha consagrado como narrador capaz de atestiguar los discursos de la crueldad del mundo contemporáneo tanto desde su perspectiva política como desde la perspectiva económica.
Poesía y caracol se establece como el guiño a una de las mayores vetas poéticas del siglo XX: la obra de José Lezama Lima. En las palabras liminares a los planteamientos del libro se invoca la imagen del caracol en el agua, como motivo de la palabra poética, la búsqueda de un sentido ante el que en principio las palabras parecen desgastadas y obsoletas.
Sobre este concepto va a forjar Rafael Courtoisie el libro que se titula de esta manera. Si en más reciente publicación en España, Estado sólido giraba su poesía alrededor de las diversas variaciones que competen a la física de la materia, llevando al extremo la dislocación lógica a través de la metáfora y el símil, en Poesía y caracol gana terreno la poesía de la búsqueda, del íntimo y estremecido contacto con lo real a través del pensamiento.
Poesía y caracol es una indagación en lo real. El discurrir de la palabra en la cáscara del tiempo, extendiendo en la lógica de la poesía el aforismo de Lezama. En las dos partes que componen el libro, Poesía y caracol y Prosas del caracol, su autor disloca las relaciones entre lenguaje, sujeto y naturaleza. Se trata de hablar del deseo, pero también del íntimo y veraz contacto con lo inmediato, cuestionando la seguridad y la certeza del lugar común pero sin negar un asidero que sostenga el discurrir del caracol: Para saber hay que olvidar, para olvidar hay que haber sabido. El vacío, el no saber está lleno hasta el torpe, atiborrado de un conocimiento anterior que olvidó el caracol del cerebro dentro de su larga marcha y cubierto, protegido por la cáscara dela cabeza, por el caparazón del cráneo y de su pelo.
Este libro de prosas y prosías (como diría Lorca) combina la parodia, el cientifismo, la mezcla de jergas, la repetición, la versión como traza de la física sobre la que discurre lenta y paulatinamente el caracol. Desacraliza lo sacro y convierte en sagrado lo profano, subrayando la brillante certeza de su maravilla: A veces, el caracol asoma por los ojos. En ocasiones por la lengua. La fuerza de la mirada, la fuerza de la palabra son capaces de materializar lo imposible, de asimilar a Dios con los gerentes, de situar en la misma posición a los hacedores de pirámides que a los de manzanas, a denunciar el motivo de la autoridad y la obediencia, con textos sobre pastores, ovejas blancas y ovejas negras que funcionan con una evidente carga alegórica.
Poesía y caracol es un canto a la posibilidad de la poesía, que se proclama como Herencia del jardín. Una herencia impura, sostenida en su insostenibilidad sobre el sudor, las lágrimas, la multitud y la muchedumbre que confluyen en el todo en un mundo —el poema— donde lo efímero de la presencia es su propia ganancia: «Todo lo que murmura, musita o barbota/ en mí/ es para los que vienen/a desaparecer.»

lunes, septiembre 07, 2009

Un médico rural y otros relatos pequeños, Franz Kafka

Trad. Pablo Grosschmid. Impedimienta, Madrid, 2009. 147 pp. 17,15 €

Pedro M. Domene

Franz Kafka es, tal vez, el escritor más importante de nuestro siglo. Su vida se traduce en una de las paradojas más surrealistas: judío de nacimiento, alemán de lengua, checo de patria, ejemplo, por otra parte, de la más desarraigada figura de un escritor. Autor de cuentos, sus novelas más importantes aparecieron tras su muerte. Su obra, para algunos, es la meditación acerca de la ausencia de Dios, o esa interrogante sobre el poder y la burocracia, aunque para otros puede ser la apocalíptica visión de un futuro inmediato. Lo que determina la escritura de Kafka es esa necesidad absoluta de librarse de escribir página tras página. Lo mismo que las voces, los gestos, los rostros que a diario observa el escritor deben ser reducidos a la precisa sensación de la palabra, de la frase o del fragmento, según el pulso riguroso que se le exige a la letra. Kafka escribe para vivir, quizá por este motivo el paso de los hechos a la escritura, a la palabra, en concreto, sirve para identificar la gravedad que sus textos presentan y para percibir el sentido último que parecen augurar. Quizá por todo esto, nunca llegaremos a saber si El castillo (1926) es una crítica metafórica sobre el poder o una simple novela de aventuras, con abundantes dosis de humor, si La metamorfosis (1915) es una simple novela realista o la interpretación de una profunda pesadilla en un excelente tono literario, e incluso si un textos como El proceso (1916) encierra una burla a la moderna burocracia tan bien conocida por el escritor. Estas obras y las legadas tras su muerte, muestran la historia de un desgarro provocado por la contradicción que suponía en Kafka la dicotomía entre lo que quería ser: un escritor; y lo que representó, en realidad, en toda su vida: un oficinista.
Pablo Grosschmid traduce Betrachtung para la presente edición de Impedimenta, uno de los libros menos conocidos de Franz Kafka con el título de Percepciones, y fecha el mismo en 1912. Los dieciocho relatos que componen la colección habían sido publicados anteriormente en la revista Hyperion, el 9 de marzo de 1908, ocho textos numerados del I al VIII; una segunda edición, parcial, reunía solo cinco y se publicó en Bohemia, el 27 de marzo de 1910, y una tercera y definitiva, en forma de libro, fue publicada por Rowohlt, en Leipzig, 1913 (aunque apareció hacia el 10 de diciembre de 1912). Fecha que las O.C. (3 vols), editadas por Jordi Llovet para Galaxia Gutenberg/Círculo de Lectores, dan como válida para Contemplación, titulo con que se traduce la colección, y algunos ligeros cambios incluso en los títulos de los relatos. Este es el primer libro que publica Kafka, con una tirada de 800 ejemplares, con una difusión deficiente y un escaso reconocimiento, además aún tendría que pasar una década para que se agotara, y otros tantos años más para que la obra pudiese ser valorada lo suficientemente. Son textos de una extensión variada, algunos apenas ocupan la mitad de una página, otros seis o siete líneas, miniaturas como han sido calificados, y hoy se considerarían auténticos microrrelatos, esa forma narrativa breve y experimental, que surge de ese minúsculo laboratorio de experimentación del escritor, y que Kafka supo llevar hasta el límite mismo. Sus «Niños en la carretera», «Propósitos», «Contemplación distraída», «Los que pasan de largo corriendo» o «Deseo de ser piel roja» son el mejor ejemplo de una irónica visión de las cosas, de una intensidad expresiva poco común, incluso relatos que calificaríamos de transgresores y se convierten en auténticas joyas literarias.
En el período que comprende finales de noviembre de 1916 y julio de 1917, surgieron unas prosas que más tarde formarían de lo que sería el núcleo de Un médico rural. Con la publicación de Un médico rural, en mayo de 1920, la colaboración entre Kurt Wolff y Franz Kafka había concluido. Durante los ocho años que duró su relación comercial fueron publicados, si consideramos Meditaciones en Rowohlt, seis libros en ediciones exclusivas. Tras esta ruptura el escritor había llegado al punto más sombrío de su existencia, motivada también, entre otras cosas, por el agravamiento de su enfermedad. Un médico rural es el sexto y último libro publicado en vida, aunque aún tendría tiempo de supervisar Un artista del hambre (1924). Como en su anterior, algunas de estas narraciones fueron publicadas en revistas literarias. La mayor parte de los manuscritos que componen estas narraciones ya no existen y hoy han desaparecido para los investigadores.
Alfred Döblin llegó a afirmar que los textos de Kafka eran «informes basados en la absoluta verdad, sin invención alguna y, a pesar de su extraña mezcolanza, ordenados alrededor de un centro verídico y muy real» Alguien ha afirmado, de igual manera, que las novelas del checo tienen la esencia de los sueños, pero ¿cuál sería esa esencia de los sueños? En realidad, unas imágenes sucesivas, transparentes y espontáneas, que nos parecen lógicas en todo momento, con la emoción y certeza de que las cosas son profundamente verdaderas y la sensación de que éstas nos tocan muy de cerca.
Buena ocasión para volver a leer, una vez más al maestro checo en Un médico rural y otros relatos pequeños, de la mano de Impedimenta, incluso para quien desconozca su obra y pretenda iniciarse en su mundo, una colección, taxativamente, espléndidamente editada y traducida, textos para seguir insistiendo en la búsqueda de esa esencia que provocan los sueños, los de aquella época y los de ahora.

viernes, septiembre 04, 2009

Payaso de agosto, Günter Grass

Trad. Miguel Sáenz / Grita Loebsack. Bartleby Editores, Madrid, 2009. 130 pp. 14 €

Pedro M. Domene

El Nobel alemán Günter Grass (Danzig, 1927) pinta, esculpe y escribe en su casa de Behlendorf, muy cerca de Lübeck y, en ocasiones, se encierra en un ostracismo voluntario que más tarde convierte en literatura. Algo de esto le ocurría tras la publicación de las polémicas memorias o libro autobiográfico, Pelando la cebolla (2006), en las que contaba cómo casi al final de la Segunda Guerra Mundial, perteneció durante un breve tiempo, apenas unos meses, a la Waffen SS, hecho que, en palabras del más discutido de los novelistas germanos, provocaría un escándalo a nivel mundial, sobre todo durante aquel verano, cuando la prensa alemana publicó ríos de tinta, hubo opiniones para todos los gustos, y algunos de sus más fieles amigos y conocidos le volvieron la espalda. Un año después publicaría en su país, Dummer August (2007), que en esta primavera aparecía como Payaso de agosto (2009), una elegante edición bilingüe de Bartleby Editores, traducido por Miguel Sáenz, con la colaboración de Grita Loebsack. Y lo último, Die Box (2008), una continuación de su autobiografía, que Alfaguara edita y Miguel Sáenz traduce como La caja de los deseos (2009), un nuevo texto donde combina fábula, memoria, humor y algunas otras sorprendentes revelaciones sobre su pasado familiar.
Para Grass el nefasto mes de verano se asemeja a ese payaso circense cuya melancolía se extiende mucho más allá de la pista donde a diario la gente se ríe de él. Una vez más, el Nobel se refugia en la poesía para redimirse de una depresión: dibujos y poemas se convierten en una experiencia donde plasmar sus vivencias más tristes y afligidas. La prensa arremetió, también en esta ocasión, contra Grass y su ejercicio lírico fue calificado de apologético, autocomplaciente, o excesivamente volcado en una autojustificación. Periódicos de izquierda y de derecha postularon acerca del valor lírico de estos poemas, aunque su traductor español, que conoce bien la obra del alemán, habla de una poesía prosaica, sin un excesivo artificio métrico que pretende mostrar, por encima todo, una experiencia vital tan triste como melancólica, pero sobre todo expone el rechazo a una manifiesta prohibición de la libertad de expresión. Y a propósito escribe Grass los siguientes versos: «(...) la vergüenza sale a la luz y en adelante/ la rodea la jauría libre de vergüenza. (...) De un lado a otro la vergüenza, que busca /una palabra igualmente apropiada». En realidad, su poesía siempre se torna en prosa, es decir, ofrece una paralela visión narrativa de sus vivencias más íntimas y, para entender y complementar su mundo, dibuja cabezas de pescado, patatas, verduras, setas, cebollas, animales heridos, botas viejas agrietadas por el paso del tiempo, y además pone de manifiesto su inquebrantable obsesión hacia la naturaleza, especialmente, sensible por los bosques con árboles temblorosos, de distintos tamaños y envergadura. Objetos todos que, de alguna manera, se repiten y prodigan en su anterior tanto narrativa como lírica porque, en definitiva, sus dibujos (a lápiz) complementan a su obra y en Payaso de agosto, escribe sus versos a mano al tiempo que dibuja, o incluso al revés en ese doble proceso donde las palabras se acomodan a las figuras vislumbrando mundos paralelos, con esa dificultad implícita de no poder deslindar en el Nobel su tarea plástica y poética. El sentido pleno del libro está en uno de sus primeros poemas titulado En la picota: «Sucedió después de que/ una piel tras otra/ la cebolla me resultara útil./ Mirad, ahí está despellejado,/ gritan muchos ahora/ que no quisieron tocar la cebolla/porque temían encontrar, no,/peor, no encontrar nada/que pudiera identificarlos/». Quien busque originalidad lírica en estos textos, tendrá que mirar hacia otro lado.