viernes, febrero 27, 2009

Lo que arraiga en el hueso, Robertson Davies

Trad. Concha Cardeñoso. Libros del Asteroide, Barcelona, 2009. 487pp. 21.95 €

Sofía Rhei

En un solo personaje, espectador privilegiado al mismo tiempo que partícipe, se describe la historia de todo el siglo XX. A bote pronto se me ocurren Vida y destino, de Vasili Grossman, Autobiografía de Alice B. Toklas, de Gertrude Stein, El tambor de hojalata, de Gunter Grass, Hijos de la medianoche, de Salman Rushdie, La muerte de Artemio Cruz, de Carlos Fuentes, Novecento, de Baricco, Chiquita, de Antonio Orlando, Memorias de una caja a prueba de hormigas, de Mark Helprin, Lestat el vampiro, de Anne Rice (sí, el porno para chicas también puede tener su barniz histórico). Puede que la biografía (novelada, en la que ficción y fuente se contaminan) como metáfora de las transformaciones sociopolíticas sea una de las razones de ser de la novela en tanto que género, si es que de tal puede hablarse. Muchos de estos títulos se refieren específicamente a un país.
La lenta y fragmentaria construcción de la identidad canadiense y la correspondiente necesidad de mirarse, a la menor oportunidad, en el espejo de Inglaterra, son dos de los temas a los que el galardonado autor Robertson Davies sacó más partido a lo largo de su vida. No debe olvidarse que él mismo se educó en Oxford a pesar de haber nacido en una pequeña ciudad de Ontario, al igual que Francis Cornish, el protagonista absoluto de la novela de hoy. La historia de su protagonista transcurre entre Canadá y Europa mostrando tanto la permeabilidad de los diferentes tejidos sociales a algunas ideas como su tenaz resistencia a otras, y recoge las consecuencias de ambas actitudes gracias a la visión panorámica que permite el paso del tiempo.
Tras una breve introducción, que recoge el hilo argumental del tomo anterior de la trilogía (este libro es el segundo), la historia se convierte en una biografía al estilo clásico, empezada a narrar desde la generación de los abuelos de Francis Cornish, futuro pintor, millonario, falsificador y espía. Con estilo ameno y una interesante técnica, casi cinematográfica, de observación psicológica de las cosas pequeñas, que podríamos llamar plano detalle, se va desgranando la infancia, adolescencia y edad adulta de este controvertido personaje a ambos lados del Atlántico.
No se trata de un libro moderno, e incluso puede que sea intencionadamente anticuado, como si el autor tratara de ignorar todas esas cosillas que habían pasado en la literatura en las últimas cuatro o cinco décadas. La estructura es una línea temporal, lo que constituye un reto para el estilo (que Davidson supera brillantemente), pero esto no hace más que subrayar esa voluntad del escritor de convertirse en un "pintor de historia", de tratar de llegar a esa escritura atemporal que parecen poseer algunos clásicos. Lo que pasa es que no es tan fácil saber cuál es la causa y cuál el efecto en lo relativo a que un libro se convierta en un clásico o tenga una escritura aparentemente atemporal.
El punto de vista acerca de lo sobrenatural está basado en una tradición documental ligeramente poetizada (ángel de la biografía, daimon de la inspiración), y su función es poco más que pretexto biográfico; escrita veinte años después de El mago de John Fowles, la novela de Davies parece anterior.
El curioso hecho de que el artista empiece a practicar su arte mediante la observación y copia de naturalezas muertas humanas (los cadáveres de la funeraria) me ha traído a la memoria al pintor de muertos de Las horas náufragas, de Mercedes Chozas.
A pesar de tratarse de la vida de un pintor y de sus elecciones, las reflexiones acerca de los innumerables nexos entre el arte y el poder económico no ocupan un lugar fundamental en la novela, cuya prioridad es el retrato naturalista de los personajes, las pasiones de la mente y las del espíritu, las debilidades del cuerpo. Hay mucho diálogo, una de las tácticas del autor para hacer amena la lectura.
Cronista excepcional, sí. Posee la voluntad de dibujar el fresco de la historia viva, de retratar a cada miembro de las fotos oscurecidas en carne y sonrisa, de reunir lo que merece ser reunido, de decir muy bien lo que ya ha sido dicho. Sin embargo, los hilos entre lo que ya ha sucedido y lo que está sucediendo, o lo que va a suceder, y la exploración de todo lo que queda por decir, se echan de menos en este libro.

jueves, febrero 26, 2009

Esa polilla que delante de mí revolotea. Poesía Reunida (1982-2008), Olvido García Valdés

Galaxia Gutemberg, Barcelona, 2008. 460 pp. 25.50 €.

José Luis Gómez Toré

La concesión del Premio Nacional de Poesía a Olvido García Valdés (Santianes de Pravia, Asturias, 1950) por el libro Y todos estábamos vivos, recogido en este volumen, supuso tan sólo la confirmación de lo que era un secreto a voces entre muchos lectores, la constantación de que estamos ante una de las trayectorias más interesantes y arriesgadas entre las voces que se dieron a conocer en la poesía española de los años ochenta. Esa polilla que delante de mí revolotea, precedido de un inteligente prólogo de Eduardo Milán, recoge los libros La caída de Ícaro, Ella, los pájaros, Caza nocturna, Del ojo al hueso y el ya citado Y todos estábamos vivos (en estos dos últimos poemarios es, probablemente, donde su escritura se muestra más convincente, donde se nos hace más necesaria). Se incluyen además en el volumen algunos inéditos así como varias notas de la propia autora sobre el hecho de escribir, que constituyen un complemento nada superfluo a la lectura de los poemas. García Valdés se muestra como una lúcida lectora e intérprete de sí misma aunque en su prosa sigue presente, aunque en sordina, esa perplejidad ante la existencia y ante la propia escritura que encontramos en toda su poesía.
Precisamente, en dichas notas, la autora destaca la yuxtaposición como mecanismo central de su poesía, que, a su entender, es una «escritura realista, quiero decir literal». Conviene pensar con detenimiento la cuestión del realismo, porque éste no cabe entenderse a la manera que fue predominante en el canon oficial de la poesía de los ochenta y de los noventa. En la escritura de García Valdés, realidad e irrealidad no son tanto antónimos, como dos formas de nombrar el enigma de la vida. Como para Alberto Caeiro, el heterónimo de Pessoa (con el que, sin embargo, poco tiene que ver el yo lírico de estos poemas), el misterio de las cosas parece residir no en su profundidad, sino en su superficie: en lo que parece una recreación de «la rosa sin porqué« de Angelus Silesius y de la rosa de nadie de Rilke y Celan, García Valdés escribe «Recogida, salvo/ la vida, nada esconde la rosa» (Del ojo al hueso). Por ello, no es de extrañar que el sistema imaginario sobre el que se sustenta su obra sea más metonímico que metafórico: la extrañeza que produce su escritura no se logra, excepto en raras ocasiones, mediante mecanismos de sustitución metafóricos sino mediante la yuxtaposición de presencias, de fragmentos de experiencias, de objetos, de discurso. En estos poemas lo literal deviene símbolo y lo real, la máxima irrealidad: cada fragmento de lo real, huérfano de un contexto sólido, adquiere así un aire fantasmal y a la vez se nos muestra extraordinariamente nítido. Contribuyen a ello las estructuras paratácticas, el frecuente asíndeton y el uso personalísimo de los signos de puntuación, en especial de la coma, que convierten todo en una enumeración que, aun cuando parece responder a una lógica discursiva, se nos antoja casi siempre caótica.
«Lo que llamo niñez no aparece como tiempo y espacio de felicidad, sino, en todo caso, de intensidad, de la intensidad con que se percibe una —quizá inherente— condición desdichada de habitar el mundo». Así se expresa García Valdés en «La poesía, ese cuerpo extraño», una de las notas sobre la escritura incluidas en el libro. La intensidad que nos transmite esta poesía tiene que ver tal vez con esa mirada que proviene de la infancia, una intensidad que no siempre es vivificante y puede convertirse en una carga para un yo que es a la vez infantil y adulto. Ante la mirada asombrada de esta poesía, la vida se vuelve irreal en el espejo de la muerte; la muerte parece una ilusión ante la evidencia doliente o gozosa de la vida.
Esa enigmática oposición parece teñir también la vivencia del cuerpo, que es al mismo tiempo lo indeclinablemente nuestro y lo otro, así como la experiencia turbadora del lenguaje. La voz poética no oculta el desarraigo de un lenguaje que no sabe quién dice y se dice en el poema. La radicalidad con que se presenta la experiencia del habla nos sitúa ante la dificultad de decir yo con convicción («ese yo que es el miedo» se nos dice en La caída de Ícaro). ¿Es el yo el que crea el lenguaje o es el lenguaje el que se inventa un sujeto, un yo? Ese enigma del yo obliga asimismo a la escritura a tomarse muy en serio la responsabilidad de decir tú. Hay que mostrarse precavidos ante la posibilidad de nombrar al otro y a lo otro, ante el riesgo de convertir al otro en un objeto, borrado en la violencia del discurso. Y es que «Todo dice poder, calla/ carencia» (Y todos estábamos vivos). De ahí que, pese a la apariencia ensimismada de esta escritura, casi onírica a pesar de su fisicidad, no se soslaya una dimensión ética en el decir: «no mentir,/ no mirarse al ombligo, no ser/ deliscuescente, no llegar/ al decálogo» (Caza nocturna). La respiración de esta escritura consiste en un ir y venir de lo exterior a lo interior y de esta interioridad de nuevo al afuera de un mundo que no está al margen del lenguaje. Pero esa interioridad trasciende al sujeto. Como dice en Caza nocturna, «Condición/ de real al margen de lo real./ Lo real dice yo siempre en el poema». La poesía se convierte así en un ritmo respirado, a veces acompasado, otras veces entrecortado, acelerado, nervioso, pero siempre formando parte del impulso de una voz que afronta con lucidez la coexistencia de la vida y la muerte, del cuerpo y de su sombra. De esa sombra que es tal vez el lenguaje.

miércoles, febrero 25, 2009

Solo con invitación: Hacia la luz, Care Santos

Espasa, Madrid, 2008. 302 pp. 19,90 €.

Hilario J. Rodríguez

«Esta mañana, al regresar a casa, subí en el ascensor con una mujer a la que no había visto en mi vida. Sólo sé que iba al tercero, ni siquiera me miró a los ojos al decírmelo. Aunque en la calle no hacía frío, ella llevaba un echarpe anudado alrededor del cuello. Parecía una serpiente intentando estrangularla. Me llamó la atención porque la falda de aquella mujer apenas le llegaba hasta las rodillas y porque las mangas de su blusa eran cortas. Quizás, pese a no ser friolera, tenía la garganta delicada. Puede que esta misma noche intervenga en un recital poético o que sea una profesora con alumnos demasiado díscolos o que vaya a cantar madrigales en el Liceo de Barcelona. También podría ser que necesitara recordar algo importantísimo y llevar una prenda alrededor del cuello la tranquilizase más que ponerse un reloj de pulsera al revés. O que quisiera ocultar a su novio un inexplicable chupetón. O que el novio ya hubiese visto el chupetón y el echarpe ocultara una cicatriz perfecta…»
Una desconocida, un echarpe, un ascensor y alguien que da forma a un relato con esos elementos. Care Santos, por ejemplo. Mucha gente, al leer sus novelas, suele dar por hecho que no van con ella, que son puras invenciones, productos de una imaginación febril, inquieta. Yo no estoy tan seguro. Antes de seguir, me gustaría dejar claro que soy amigo de Care y que posiblemente no sea la persona más idónea para hablar sobre sus libros, aun así creo que conocerla me proporciona cierta ventaja con respecto a quienes no la han tratado jamás. En más de una ocasión nuestra amistad me ha permitido acceder a su particular laboratorio de ideas. Gracias a eso, he logrado unir piezas que a cualquier otro le resultarían distantes. Por eso el aparente desarraigo de su obra, con miles de páginas yendo en direcciones contrapuestas, a mí nunca me desconcierta. Sé que —como yo— ella es una nómada perpetua, una narradora forastera que busca su territorio allí donde la guíen la pasión y la curiosidad. Poco importan las dificultades, los obstáculos. Tampoco el miedo. Basta con una breve noticia en un periódico o con una conversación escuchada a medias; basta con un recuerdo que regresa de pronto o con una coincidencia anómala; basta con una súplica o con un susurro… En Hacia la luz lo que despertó el interés inicial de Care fue la muerte y las extrañas ramificaciones que se establecen a partir de ella.
Walter Benjamin recordaba en Sobre el programa de la filosofía futura y otros ensayos cómo durante la Edad Media la muerte aún no había sido desplazada del contexto social y los adultos llevaban a sus hijos al pie de la cama de los moribundos, para que pudiesen asistir a una valiosa lección antes de que su maestro expirase. Hoy en día eso ya no es posible. La sociedad occidental ha decidido higienizarlo todo y desplazar la muerte a los márgenes, quizás porque no es demasiado rentable. Algo así no tendría mayor importancia si tras la punta del iceberg no hubiese otras cosas sepultadas. Por un lado están muchos más asuntos que se intentan borrar, como la enfermedad, la pobreza, la vejez o la ignorancia; y por otro está el cinismo con que se habla sobre lo anterior en los foros públicos, demostrando un inquietante interés la mayoría de las veces.
Lo que está claro es que, en términos literarios, los lectores accidentales prefieren visiones optimistas de la muerte o de la enfermedad, mientras que los más sesudos prefieren los ominosos trazos del pesimismo. Al final, sin embargo, la actitud de unos y de otros es igual de intransigente. Si los primeros se abstienen de leer libros como Bajo el signo de Marte, los segundos no reparan en las posibles virtudes de Hacia la luz. Por desgracia, lo que empuja a las dos partes a reaccionar así no es en ningún caso una cuestión estética o ética sino una cuestión de temperamento. Los primeros se quejan de lo triste que es la autobiografía del suizo Fritz Zorn (un seudónimo de Fritz Angst) y los segundos se quejan de lo vigorosa que es la novela de Care Santos (y ya sabemos que hoy el vigor se deja para los vigoréxicos y para los gimnasios). Como no quiero establecer jerarquías entre ambas posturas, me conformaré con decir que no comparto ninguna de ellas.
«¿Aún te acuerdas de la desconocida con la que me encontré esta mañana en el ascensor? Bien, te dije que el echarpe anudado al cuello encubría un buen número de hipótesis narrativas, lo que no te comenté es que a veces llego a las historias a través de inopinados caminos, porque antes me pierdo en especulaciones filosóficas, sociológicas o como quieras llamarlas. Y en el caso de la mujer con el echarpe me ha sucedido algo así: al verla me dio por pensar que ocultaba algo, seguramente un linfoma o una inflamación del tiroides. Hace años le oí decir a mis padres que muchos enfermos creen que llega con ocultar los órganos dañados para que su mal desaparezca. Según parece, bastantes personas prefieren no saber, confían en la ignorancia, pero la ignorancia sólo les libra de ser conscientes de que la tempestad se les echa encima, no de sus consecuencias. De poco vale esquivar la palabra cáncer si al fin y al cabo va a ser el cáncer, y no un catarro, el que acabe matando a uno. No entiendo a quienes siempre esquivan las evidencias. Y, por supuesto, esta mañana no pude entender a la mujer del ascensor. Ojalá supiese cuál era la evidencia que estaba ocultando. Como no lo sé y como va a ser difícil que alguien me saque de dudas, creo que escribiré un libro sobre personas que ocultan cosas, sobre personas que se niegan a aceptar cosas que les afectan, sobre la mortalidad y la inmortalidad, sobre la palabra y el silencio, sobre el miedo y los mecanismos para vencerlo…»
Hacia la luz es el equivalente literario de una película comercial seria. Su velocidad no le impide pensar a sus páginas. De hecho, los pensamientos suelen ser tan trepidantes como la acción, porque abordan un tema como la eutanasia sin dejar nada en el tintero. Recopila, medita, cuestiona, expone, aventura… Su despliegue resulta asombroso, como si antes del proceso de escritura hubiese habido otro proceso aún más largo y trabajoso, de igual o mayor importancia. Es como JFK (ídem, 1991), donde Oliver Stone exploraba el asesinato de John Fitzgerald Kennedy desde todos los ángulos posibles. La novela no se permite tiempos muertos ni derivaciones. Tiene muchas cosas que decir. Y una historia (varias) que contar. Una mujer debe reconducir su vida, un hombre debe cuestionar sus planteamientos éticos y profesionales (que quizás sean la misma cosa y él no se haya dado cuenta), un médico comprende la diferencia entre opinar y actuar, y varios moribundos se preparan para una aventura que harán en solitario, la última de sus vidas.
Buena parte de la literatura política (o comprometida o informativa o como quiera llamársela) que se hace en Europa siempre me ha parecido como escuchar un debate entre torys y laboristas en la Casa de los Comunes de Gran Bretaña o, en menor medida, como escuchar a nuestros representantes políticos en el Congreso de los Diputados. Las palabras pueden sonar más o menos convincentes, pero las propuestas suelen resultar decepcionantes porque rara vez contienen la urgencia que requiere el presente. Parece como si los novelistas obedeciesen las mismas reglas protocolarias de los políticos, haciendo una literatura tranquila y cabal, para jubilados y no para gente a la que de verdad le interesa conectarse con el tiempo que le ha tocado vivir. A menudo las novelas carecen del lado más salvaje de aquello que pretenden poner en evidencia, están atrapadas por constreñimientos similares a los de cualquier informativo donde se intenta no ofender al público más allá de lo razonable. Hasta cierto punto, son anestésicas, nunca sobrepasan ciertos límites (fijados por la decencia, además de por cuestiones relacionadas con la necesidad de abarcar a un mayor número de lectores). Por eso me gusta la falta de remilgos y la agresividad de Care Santos, que nunca se anda con coñas cuando quiere contar algo de provecho sobre temas como la eutanasia. Estoy de acuerdo con que posiblemente el libro no sea uno de esos artefactos minimalistas y crueles, graciosos pero sin gracia, fríos como un témpano, maduros en la forma y juveniles en el contenido, tan sugerentes que a veces no dicen nada; sin embargo, ningún lector podrá negar que es emocionante de principio a fin.


Care Santos: «Experimento al vivir un placer sin límites y tendré al morir una satisfacción sin límites»


—Tu obra suele articularse a partir de mecanismos de ficción y temas reales o de actualidad, pero en ningún caso la situaría en terrenos afines al Nuevo Periodismo, tampoco la considero híbrida (tal y como se entiende el término hoy en día, aunque toda literatura tiene su punto mestizo).
—Me interesa la realidad como punto de partida, no como fin en sí misma. Tiene que ver —supongo— con las razones que me llevan a escribir. Retener la realidad es una de ellas. Aunque no basta con eso. Si yo conociera de primera mano un crimen como el que narra Truman Capote en A sangre fría, contaría la historia del vecino que lo vio todo pero calló porque esa misma noche se la pegaba a su mujer con otra. Más que la realidad, me interesan sus intersticios, la grieta por donde todo se resquebraja. Y con respecto a las hibridaciones: hace tiempo que quiero escribir novelas que combinen géneros supuestamente populares y otras cosas. La novela de terror, el thriller de médicos, el realismo social, la novela sentimental e incluso la novela negra están en Hacia la luz.


Lee la entrevista completa aquí

martes, febrero 24, 2009

Creta lateral travelling, Agustín Fernández Mallo

Editorial Sloper, Palma de Mallorca, 2008. 138 pp, 18 €.

Inés Matute

Sabemos, porque así lo ha afirmado, que a A.F.M le gusta la imagen de una cama elástica perfectamente tensada: a simple vista, nada ocurre en esa superficie muerta, pero si dejamos caer cualquier objeto, por leve que sea, al mínimo roce saldrá rebotado con una energía que en apariencia no guarda relación con esa cama, un paisaje quieto y casi mineral. Para Agustín, esa es una de las posibles definiciones de belleza: la tensión que es sinónimo de inquietud. Por ese motivo, supongo, y buscando la belleza, buscando la tensión, el autor gallego escribió en el año 1998 una obra tan desconcertante como aguda; un texto inclasificable embrión de todo lo que habría de venir después, pues Creta Lateral Travelling no es un libro de viajes al uso, ni un recorrido por la isla griega con itinerarios, anécdotas chispeantes y pellizcos de queso feta. Aunque sí participe de la aceleración medida de un buen Sirtaki. De hecho, nada en Fernández Mallo se inscribe dentro de los parámetros de lo previsible, pues, como él mismo ha afirmado en más de una ocasión, «mis textos producen zonas híbridas, cartografías literalmente monstruosas, y es esa zona fronteriza la que me interesa investigar». ¡Qué diablos! La poesía bebe de tantas fuentes como el mundo que la rodea, y en el caso de Agustín, sirve, disfrazada de prosa, maquillada de ciencia, para situarnos en el presente.
Fiel a su proyecto de hibridación de géneros, de temas y de voces, y años después de una publicación casi clandestina —pese a todo, Premio Café Mon de Palma de Mallorca, año 2004—, C.L.T adquiere su verdadera dimensión al ser contrastada con las dos primeras obras de la Saga Nocillera: ahí está todo, comprimido, esbozado, apretado en una primera píldora. Qué puedo decir. A ratos, en esta lectura que también es un viaje y un recorrido por una Creta privadísima, Fernández Mallo me recuerda a Ray Loriga. Un Ray Loriga con imágenes más potentes y aligerado de palabras. Palabras, las justas, las que perfilan al poeta excéntrico que juega a explicarnos una fórmula y no atina, ofreciéndonos, a cambio, un paisaje irrepetible del cual, extrañamente, ya formamos parte.
Román Piña, el editor, ha tenido el buen gusto de aportar, además, dos ensayos del autor con los que la edición queda más completa. Sus títulos, Poesía postpoética: hacia una nuevo paradigma y Un diagnóstico, una propuesta, nos dejan bien claro que el azar o el ingenio aquí no pintan nada —ni el uno ni el otro garantizan buena literatura— y que en este encaje de bolillos que es su escritura, todo se mide, todo se pesa, y, sin embargo, fluye con una precisión que no deja de ser intuitiva. La precisión intuitiva que David Brooks reivindica constantemente.
Un libro para disfrutar y también para reflexionar, para hacerlo nuestro, no me cabe duda.

lunes, febrero 23, 2009

Los números del elefante, Jorge Díaz

Planeta, Barcelona, 2008, 426 pp, 19,50 €.

Recaredo Veredas

Nos encontramos frente a un auténtico novelón realista, de la estirpe más clásica y perdurable. No es una obra de vanguardia y, posiblemente, nunca lo podría haber sido. Por esa misma causa podrá ser disfrutada dentro de cincuenta años con la misma intensidad con que lo es ahora. Su única innovación proviene de un leve toque metaliterario, tan sutil que no resulta cargante. Por supuesto muestra las variopintas peripecias que disfruta —y sobre todo sufre— un peculiar héroe durante su largo viaje circular, cuyo comienzo y fin es la miseria, con breves paradas en el esplendor. La circularidad es fruto de los caprichos de la suerte lo que siempre —y mucho más en un drama— resulta sumamente peligroso pero la maestría del autor y su conocimiento, tanto de la extraña lógica del azar como de la percepción que de esa lógica posee el lector, consiguen que la verosimilitud se mantenga.
Los números del elefante muestra cómo un desdichado labriego, criado en la más dura posguerra española, puede convertirse en uno de los amos de Rio de Janeiro. También exhibe el crecimiento y decadencia de un sueño llamado Brasil, un país destinado a convertirse en una auténtica potencia mundial que por las mismas causas de siempre —la corrupción, la más negra avaricia— nunca levantó el vuelo. Díaz se aproxima a la novela histórica, pero no termina de irrumpir en el género por la falta de intervención del antihéroe en la alta política de su país. Sin embargo, la narración de las peripecias históricas no desentona, al contrario, funciona como un perfecto correlato del auge y caída del protagonista. El país se convierte en un personaje más que, como Bernardo, soñó con la prosperidad. Contemplamos con nitidez la degradación de las favelas, el triunfo de Brasil en el mundial del 58, la eclosión de Brasilia. Es una novela llena de derivaciones, de minúsculas subtramas que por sí solas poseerían un poderoso interés narrativo, desde el suicidio del presidente Getulio Vargas a la trágica vida de Garrincha, aquel futbolista brasileiro que pudo convertirse en el mejor del mundo y a quien el alcohol y la mala vida convirtieron en el reverso oscuro de Pelé. El excelente pulso de Jorge Díaz, su absoluta conciencia de lo que es importante y lo que es superfluo, evita la desfocalización.
La elección de punto de vista no sigue, como suele ocurrir en los best sellers más premeditados, criterios de facilidad. Al contrario, la opción elegida es la más difícil, tanto desde una perspectiva técnica como puramente comercial: la primera persona. En el tramo final el lector comprende que es la única posible. Escoge a un narrador, además, de una cultura y una formación muy limitada, lo que se manifiesta en su lenguaje y podría coartar las posibilidades expresivas que, sin embargo, no quedan suprimidas, sino perfectamente adaptadas a las limitaciones de la voz. Evidentemente a veces el discurso se desvía y crece más allá de sus limitaciones pero el vigor de lo narrado impide la incoherencia. La descripción espacial es perfecta. Rio de Janeiro, como ocurre con el propio Brasil, se convierte en un personaje más, contemplamos sus lujos y sus miserias —concretados en el crecimiento y degradación de las favelas, que pasan de ser barrios humildes a convertirse en auténticos sumideros—. Es una voz turbia, dominada por una culpa indefinida, instalada en un lugar tan profundo, con tantas raíces, que su supresión resulta imposible. Cuando el narrador pierde a sus hijos nos hallamos frente a una tragedia, pero el autor no tiene que esforzarse para que así lo creamos. Puede mantener su sobriedad ya que comprendemos a la perfección su manera de contemplar el mundo. Sabemos que nunca exhibirá su dolor.
Convierte a los despiadados mafiosos sean personajes complejos, abocados irremediablemente a una muerte violenta y, si las suerte les complace, a una brevísima gloria. Los hay justos e injustos, compasivos e innobles. Tanto como los políticos, con quienes establece un curioso paralelismo, que demuestra la inverosimilitud de la realidad histórica: los servidores del pueblo resultan mucho más pintorescos que los delincuentes declarados que, en comparación, parecen puros personajes de realismo sucio. Gracias a esos matices logra que comprendamos la difícil relación que mantiene el protagonista con su antagonista y salvador, ese otro emigrante gallego llamado Albino, con quien mantiene un agradecimiento y una rivalidad eternas.
Además Jorge Díaz domina a la perfección recursos narrativos tan difíciles como el ritmo. Es capaz de narrar cuarenta años en una página y que lo escrito resulte plenamente coherente con el resto de la obra. Tal es su templanza que logra incluso máximas magistrales: Estos cuarenta años me he dedicado solo a ver pasar el mundo delante de mis ojos. El sorprendente desenlace —emplazado en el límite del exceso— pone en duda la certeza de todo lo mostrado pero al mismo tiempo realza su condición literaria, su vigor artístico.

viernes, febrero 20, 2009

Los domingos de Jean Dézert, Jean de la Ville de Mirmont

Trad. Lluis María Todó. Impedimenta, Madrid, 2009. 128 pp. 15.30 €

Rubén Castillo Gallego

Uno de los atributos más loables de un editor consiste en saber descubrir dónde están las obras realmente dignas, publicarlas con esmero y con elegancia, y darles la adecuada difusión. Es lo que Enrique Redel, máximo timonel del fino sello Impedimenta, está diciendo en los últimos tiempos con loable constancia. Y una de sus últimas apuestas es la que traigo hoy a esta página: la curiosa novelita que lleva por título Los domingos de Jean Dézert, de Jean de la Ville de Mirmont, un estilista sorprendente al que la Primera Guerra Mundial clausuró la respiración en 1914, después de una carrera literaria tan corta como prodigiosa.
El protagonista es un gris funcionario de veintisiete años que trabaja en el Ministerio de Estímulo al Bien. Carece de ilusiones, escribe la palabra “Nada” en muchas páginas de su Diario, se aferra a su trabajo con una lánguida indolencia y cobija ideas tan extenuadas como malheridas por el desánimo («Jean Dézert hace suya una gran virtud: él sabe esperar. Durante toda la semana espera el domingo. En su ministerio, espera el ascenso, mientras espera la jubilación. Una vez jubilado esperará la muerte. Él considera la vida una sala de espera para viajeros de tercera clase», páginas 25-26). Su única relación amistosa es la que establece con Léon Duborjal, con quien coincide a la hora de la cena en el local de madame Chênedoit, y con quien charla de temas neutros y banales. Pero un día la vida del rutinario empleado Dézert sufre un vuelco cuando conoce en el Jardin des Plantes a Elvire Barrochet, una hermosa muchacha que, con su atropellada anarquía vital y su jovialidad pizpireta, llenará sus horas de novedades. Esta ‘intromisión’ descabala el régimen de vida que hasta ese momento ha respetado con escrúpulo, e imprime un cierto aire de novedad y hasta de humor a su vida (diálogos como el que nutre la página 88 parecen escritos por el propio Miguel Mihura). El padre de Elvire, que es distribuidor de coronas funerarias, tenía otros planes («Yo había soñado con dar a mi hija a un marmolista y así asociar mis intereses a los de mi yerno», páginas 95-96); pero acepta al muchacho con liberalidad. Y en entonces cuando se produce la gran sorpresa: planificada ya la boda, Elvire Barrochet se echa súbitamente atrás, con el peregrino argumento de que su novio tiene la cara muy larga (página 105). Y Dézert, como no podía ser de otro modo, decide suicidarse. Elige, eso sí, hacerlo un domingo, para no perturbar el ritmo de su trabajo...
La fineza de esta prosa, sus diálogos deliciosos, la pintura de personajes, la delicada ambientación... Todo contribuye para que consideremos Los domingos de Jean Dézert una de las obras más exquisitas que nos ha deparado el panorama editorial español en los últimos tiempos. Impedimenta sabe lo que se hace, sin duda alguna.

jueves, febrero 19, 2009

Los hechos: Autobiografía de un novelista, Philip Roth

Trad. Ramón Buenaventura. Seix Barral, Barcelona, 2008. 254 pp. 19.50 €.

José Manuel De la Huerga

Un poco más allá del medio del camino de la vida, tan dantesco, es donde si situó Roth, allá por 1988, para escribir esta biografía literaria. Estaba en la cincuentena e intentando salir de una profunda depresión.
Así que bajo el estado de shock psicoanalítico (su conocido personaje Zuckermann le reprocha al final «pero, venga, ¿de qué estuvisteis hablando el psicoanalista y tú, durante siete años?»), el autor se tumba en el diván literario, pone el espejo retrovisor y nos dibuja los primeros años de su vida y de su formación.
Hasta ahí todo correcto, incluso aceptable. Pero permítanme uno de esos llamados excursus, una circunvalación para ver la ciudad desde un punto de vista más apropiado. Tengo bien reciente la lectura de Los libros que nunca he escrito, del también judío George Steiner. Su crítica se puede leer en este blog. En el capítulo dedicado a Sión y las basuritas varias tan antiguas como el Antiguo Testamento, Steiner cita al Führer. Dice que Hitler atribuía la creación de la conciencia a los judíos, y con sabiduría le matizaba: «yo diría que la mala conciencia».
Es ahí donde quería parar. Esta autobiografía es fruto de la mala conciencia de hijo de judíos de la diáspora, de alocado amante y pésimo esposo y de niño simpático y progre que vende la imagen de rebelde contra el sistema económico, político y social americano de posguerra. No deja de justificarse desde la primera página a la última. Primero con la treta literaria: abre la autobiografía con una carta explicativa a su personaje más celebrado, Nathan Zuckermann, su alter ego, para terminar el relato con la respuesta del personaje dando caña al bueno de su creador. Uno no puede evitar relacionarlo con las «nieblas» creativas que envolvían a nuestro Unamuno más castizo y filosófico y a esos personajes que se revelaban o buscaban a su creador, según les pete.
Se lo pregunta el personaje al final, ¿por qué te ha dado ahora por escribir una autobiografía? La respuesta está al principio y es doble. Por un lado la coquetería de pavo real literario. Quiere «visibilidad biográfica», y él mismo diagnostica su grado de visibilidad/vanidad: «En el péndulo de la autoexposición que oscila entre el mailerismo agresivamente exhibicionista y el salingerismo secuestrado, diría que yo ocupo una posición intermedia.» Y por otro, esta cosa del diván de la que tanto dependemos los escritores burgueses occidentales: «desmitologizarme para inducir la despatologización».
Bien. Pero esta autobiografía ¿es realmente biográfica con tanto filtro ficcional, la carta a su personaje y la respuesta final de éste? Lo será, pero una autobiografía a su medida, «bonachona», «por la vertiente chico simpático», como le termina acusando Zuckermann. Y el título, ¿es el más adecuado? Tengo mis dudas. No son hechos desnudos, objetivos, o por lo menos tendentes a la objetividad como verdad necesaria, como el propio autor desearía, para su curación. Sino que son hechos pasados por el cedazo de los recuerdos (que como decía Ramón Gómez de la Serna encogen como las camisetas), de la posición de hijo de la diáspora judía, de la clase media americana de posguerra y de una imagen falsa de sí mismo, de niño rebelde contra el sistema, dentro del sistema americano, del que se beneficia.
Pero entiendo que un escritor occidental de éxito, mediático, no podría escribir otra biografía. La opción era escribirla o no escribirla. El propio Zuckermann le recomienda no publicarla, pero no le hace caso. El cincuentón necesita el tratamiento de la visibilidad/vanidad. En cualquier caso siempre se aprende algo de las experiencias que se salen fuera de los cauces establecidos del novelista habitual. Y es que el escritor brilla en los momentos de máxima acidez, o sea, cuando vuelve a ser escritor de sí mismo. Dos momentos estelares: después de ser requerido por un tribunal de la comunidad judía para explicar su supuesto antijudaísmo en un cuento, Roth escribe: «Sobre mi sándwich de carne ahumada —qué menos—, dije: Nunca volveré a escribir sobre los judíos.» Y después de un tempestuoso primer matrimonio, escribe sobre su mujer: «Fue, sin duda alguna, el peor enemigo que he tenido, pero, ay, también fue nada menos que la mejor, entre todos mis profesores de Escritura creativa: especialista por excelencia en la estética de la ficción extremada.»
Estos momentos de tratamiento de sí mismo como personaje atolondrado, sin concesiones, son los que me reconcilian con el texto y con el autor. Me hacen pensar que acaso ésta sea una de las primeras autobiografías de escritor occidental que retrata con fidelidad nuestra condición vanidosa, descerebrada, caprichosa y frívola. Pero como el propio Zuckermann le asesta en su crítica a Roth: «Mi impresión es que has escrito metamorfosis de ti mismo tantas veces, que ya no tienes ni idea de qué eres o has sido alguna vez.»
La traducción de Ramón Buenaventura ha sido un excelente ejercicio literario, interpretando con solvencia nerviosismos e inseguridades de una prosa narrativa reflejo de los tipos desquiciados de la modernidad.

miércoles, febrero 18, 2009

La maravillosa vida breve de Oscar Wao, Junot Diaz

Trad. Achy Obejas. Mondadori, Barcelona, 2008. 309 pp. 22,90 €

Guillermo Ruiz Villagordo

Tengo que confesarlo: este libro no es lo que esperaba. Por la información que tenía sobre él, que fue la que guió mis expectativas, pensaba que sería una especie de farsa postmoderna a lo La conjura de los necios, algo parecido a Absurdistán (que fue precisamente mi última lectura en este blog) pero con dominicanos en lugar de rusos. Juzguen si no por su protagonista: Oscar Wao, un nerd (aquí diríamos “friki”) obeso dominicano apasionado de la ciencia ficción y las novelas de fantasía que no tiene ningún éxito con las chicas. Es decir, lo que equivale a decir un antidominicano (a lo mejor creen que exagero y que tengo en mente un estereotipo, pero les aseguro que cualquier dominicano varón sabe qué es lo que su patria espera de él). Imaginaba entonces las andanzas de este pobre chico en una América que no entiende por su doble marginación friki y latina en un texto tragicómico que sin duda revelaría mil aristas.
Pero he aquí que en realidad de lo que habla esta novela es del fukú, la maldición que pesa sobre la familia de Oscar, una larga cadena de desgracias de la que él sólo es el último eslabón en el que se ceba, que impide que sus historias de amor lleguen a buen puerto, que trunca sus carreras profesionales, que rompe en añicos sus sueños. Por ello se nos van contando de forma alternada las vidas tanto de Oscar como de su madre Belicia (su lucha por salir de la pobreza y llegar a ser alguien), su hermana Lola (rebelde ante el camino que decidió seguir su madre pero no por ello menos perdida), su abuelo médico (primer miembro de la familia sobre el que se cernió la maldición, por obra, cómo no, de Trujillo) y su amigo Yunior. Sobre este último, mencionar que parece ser el mismo que aparecía en el anterior libro de Diaz, su recopilación de relatos Drown (titulada Los boys en la versión española de Mondadori y Negocios en la mejor traducida por Eduardo Lago publicada por Vintage en Estados Unidos), un trasunto del autor que como aquél aprecia la literatura y es presumiblemente el narrador de todo el libro y no sólo de los fragmentos en los que aparece como personaje.
Este fukú y la narración de las peripecias de la familia en distintas épocas de los años 50 hasta la actualidad permite el surgimiento del tema principal de la narrativa dominicana desde mediados del siglo XX: la dictadura de Trujillo. No debe extrañarnos esta recurrencia, ya que nuestro propio país usa y abusa de la de Franco, que arrastra buena parte de los esfuerzos narrativos de viejos y jóvenes artistas. Sin embargo, hay una diferencia fundamental, y son los elementos tan exagerados (y, a pesar de ello, la mayoría de las veces completamente reales) de su imperio: la proverbial rapacidad de Trujillo con toda hembra dominicana, la sutil campaña de desprestigio que el régimen organizaba contra todo aquél al que se detectase molesto con el status quo del momento, los espantosos calabozos en los que los prisioneros pasaban a llevar una semivida, las durísimas condiciones de vida del pueblo campesino intentando incorporarse a la ciudad (desde luego, nada más con ellos ya estaba hecha una novela, como descubrió con muy buen tino Vargas Llosa en La fiesta del Chivo). Para proporcionar una información más exacta sobre esa realidad dominicana tan desconocida para todos los que viven fuera de la isla y de paso dar un tono más sarcástico a su discurso, el narrador incluye unas notas a pie de página mediante las que el lector conoce en cuatro rasgos a diversos personajes de su historia reciente, como Joaquín Balaguer, Porfirio Rubirosa, Jhonny Abes, María Montez…
Sí, cuando se termina de leer esta novela uno se da cuenta de que no es lo que esperaba encontrar, pero a esas alturas poco importa porque ha asistido a una hermosa historia de amores y esperanzas contrariadas que además nos ha iluminado de dominicanidad. Y sobre esas historias de amor quebradas, ¿de verdad se trata de una maldición o todos y cada uno de nosotros ha pasado por ellas sin necesidad de atribuírselo a una misteriosa fuerza oscura?

martes, febrero 17, 2009

El pez volador, Hipólito G. Navarro

Ed. Javier Saez de Ibarra. Páginas de Espuma, Madrid, 2008. 184 pp. 13.46 €

María Ruisánchez

Vivir del cuento se llama la colección de la editorial Páginas de Espuma donde Hipólito G. Navarro ha publicado su última antología, El pez volador. No sabemos si el autor podrá vivir o no del cuento, pero de lo que no hay lugar a duda es de que los escribe con una absoluta maestría. No en balde, acaba de recibir el premio de la prensa andaluza por este libro que combina el humor más absurdo con la crudeza de infancias, recuerdos o vidas solitarias. En total veinte cuentos escogidos concienzudamente de entre los que destacan, al menos para mí, Los frutos más dulces, Las especies protegidas, 27/45 y Sucedáneo: pez volador. La edición se cierra con una entrevista, autor por editor partido de lector, donde uno puede descubrir o al menos entrever el por qué de esos cuentos: una infancia durísima, un lector compulsivo, un biolugus interruptus y sin nunca perder la sonrisa. Todo a la coctelera, y el resultado una constante revolución narrativa, una experimentación hilarante, loca, cómplice. Unos cuentos multimedia, que interactúan con el lector y ponen a prueba reiteradamente su inteligencia y su tesón para atrapar una narración que se escapa ante sus ojos, enlazándose esquiva dos páginas más allá. Un juego, una maravilla.
Quizás por ser El pez volador una antología encontramos en ella, varios Hipólitos. Si bien, todos usan el lenguaje con la fluidez del que escribe en trance, y el desahogo del que se divierte haciéndolo. Hay en estos cuentos algunos que destacan por su crudeza. Son de esa clase de cuentos que te obligan a cerrar el libro en cuanto lo terminas, porque no quieres todavía cambiar de tercio, pretendes mantenerlo aún un rato en el cielo del paladar, disfrutando del desasosiego y la honda tristeza que te dejan. Son para mí, claros ejemplos de esto, Los frutos más dulces y Las especies protegidas. El primero podría tildarse de escrito más a lo “clásico”, siempre entre comillas, que el otro, que es una auténtica obra de arte, digna de ser enmarcada, con una narración hipnótica, evocativa, sonámbula y de filibustero. Se me permita el último calificativo, ya que sin darnos cuanta, según avanzamos en la lectura de Las especies protegidas, las palabras te abordan y te despojan de algo tuyo, que invariablemente pones al leer, no sólo este relato, sino también Los frutos más dulces, ya que en ambos te implicas. De ahí que al concluirlos, cierres el libro mientras te pliegas al unísono, sorprendida con sus finales, conmovida y con visos de melancolía.
Para contrastar hay otros cuentos de carcajada, de dulce desenfreno, en el que las amarguras se cubren de almíbar, sin dejar de estar ni un momento presentes. Muestra Hipólito G. Navarro el humor no sólo en el lenguaje, sino también en la trama como en 27/45 en el que ese auto-crédulo personaje (si se me permite el adjetivo) sopla 45 velas de su tarta, mientras se convence de que cumple 27. No hay ni uno sólo de estos cuentos que no te descoloque. Otro desternillante es a Buen entendedor (Dieciocho cuentos muy pequeños redactados ipsofácticamente), desde mi punto de vista brillante en su planteamiento, aunque me sobre la última parte en la que se explica lo anterior. Cada cual que entienda.
No obstante, si por algo destacan los cuentos de Hipólito G. Navarro es por ser una constante experimentación, una búsqueda, una vuelta de tuerca. Una narración que sorprende, con la que trastabillas, volviendo a la vertical gracias a un trasfondo de peso. Una narración agridulce. Recuperando la metáfora de la coctelera, leernos un cuento de Hipólito G. Navarro viene a ser como tomarnos un margarita. Y leernos esta antología, margarita a margarita… Imagínense.

lunes, febrero 16, 2009

El poder y el delirio, Enrique Krauze

Tusquets, Barcelona, 2008. 373 pp. 21.15 €

Lorena Bou Linhares *
Firma invitada

El poder y el delirio de Enrique Krauze ha sido publicado por Tusquets en España para ser distribuido también en América Latina, a excepción de Venezuela. Un libro que revise la historia de la democracia venezolana y critique determinados aspectos de la política de Hugo Chávez no invita a tramitar una solicitud de importación. Sin embargo, con otra cubierta y bajo otro sello editorial, el último libro de Enrique Krauze ya está a la venta en las librerías venezolanas. En un principio, varias editoriales se negaron a coeditar el libro, pero Editorial Alfa, cuya colección Hogueras se ocupa del análisis político nacional, decidió asumir el reto, nada desdeñable tratándose de un libro que reconoce la vocación social del régimen chavista pero que cuestiona el «personalismo autoritario» del presidente Chávez.
En 1959, justo cuando triunfa la Revolución cubana, en Venezuela gana las elecciones el demócrata Rómulo Betancourt. Treinta años después, en 1989, cuando cae el muro de Berlín, la izquierda venezolana radical inicia la cuenta regresiva que llevará al país «de la democracia a la revolución». Esta paradoja, el «sentido inverso» de la historia contemporánea de Venezuela, es precisamente el punto desde el que parte Enrique Krauze para analizar tanto la política actual venezolana como su repercusión en el resto del continente latinoamericano.
Para entender las circunstancias que permitieron el triunfo electoral de Chávez en 1998 y su actual permanencia en el poder, el autor se sitúa en los comienzos de la democracia venezolana, señala los aciertos y fallos de cuarenta años de bipartidismo y recorre la biografía del líder del llamado «socialismo del siglo XXI». Si bien la crónica dirige los capítulos –Enrique Krauze plantea sus opiniones a medida que narra sus dos viajes a Caracas y el ínterin en México–, una profusa documentación bibliográfica y una serie de entrevistas a personalidades antichavistas y chavistas acompañan las reflexiones en torno al conflicto entre democracia y revolución.
El poder y el delirio trata el problema del mercantilismo estatal de la «Venezuela Saudita» y el abuso de poder por parte del carismático (y mediático) Chávez, pero sobre todo da voz a personalidades venezolanas que son prácticamente desconocidas fuera de Venezuela y cuya opinión es crucial para entender a un país en donde una miss y un militar golpista coincidieron en unas elecciones.
Ex guerrilleros (Américo Martín y Teodoro Petkoff), historiadores (Manuel Caballero, Simón Alberto Consalvi, Elías Pino Iturrieta y Germán Carrera Damas), representantes de la Iglesia y de la comunidad judía, ex militantes del chavismo (Luis Miquilena y Raúl Isaías Baduel), dirigentes estudiantiles y escritores (Guillermo Sucre y María Fernanda Palacios), con todos ellos conversa Enrique Krauze. La variedad de perspectivas y la calidad de los análisis no pueden dejar indiferente al lector. «Perón y Chávez se parecen hasta en el culto a Evita», afirma Manuel Caballero; «[Chávez] se ha convertido en un caudillo militar», asegura Luis Miquilena. Muchos de los interlocutores cuestionan el anacronismo de la Revolución bolivariana, la manipulación de la historia, el clima de descalificación y odio, la militarización de la sociedad, la ilegalidad y la corrupción; todos reprochan el carácter intervencionista y excluyente de un gobierno que desconoce la autocrítica.
Pero frente a la opinión de un sector de la sociedad venezolana se cuelan las razones del bando contrario, los partidarios del chavismo. Diputados y ministros (Aristóbulo Istúriz, Jorge Rodríguez, Alí Rodríguez Araque y José Vicente Rangel) descalifican los años de democracia que precedieron a Chávez, explican los logros de las políticas sociales del actual gobierno y asoman la certeza del carácter mesiánico de su líder. “El chavismo es un fenómeno telúrico”, señala José Vicente Rangel. Por su parte, escritores de la izquierda radical (Vladimir Acosta y José Roberto Duque) critican la falta de radicalismo en las medidas izquierdistas del gobierno. «Admiro a Chávez (…) pero Chávez no ha tumbado las estructuras. Siguen allí explotados y explotadores», sostiene José Roberto Duque.
De entre las muchas voces que se dejan oír, la de los historiadores Manuel Caballero, Simón Alberto Consalvi, Elías Pino Iturrieta y Germán Carrera Damas, así como la de Teodoro Petkoff y Américo Martín –ex guerrilleros que ahora representan la izquierda democrática–, son las que tienen mayor presencia: con ellas se despliega el estudio de tres figuras clave: el ex presidente Rómulo Betancourt, el Libertador Simón Bolívar y el propio presidente Chávez. En oposición a Betancourt, Chávez rehúye la alternabilidad en el poder; con respecto a Bolívar, no sólo lo venera, sino que explota en exceso su postura antiimperialista. Ambos enfoques constituyen uno de los temas más polémicos del libro, como también lo es la crítica a los modos como Chávez asume la reencarnación de los héroes de la patria. En cada debate Enrique Krauze es firme en sus argumentaciones, hasta el extremo de asegurar que ni Marx ni Plejánov habrían sido chavistas. La razón, el rechazo al «culto al poder unipersonal».
Sin duda, la política exterior de Chávez es bien conocida (cómo olvidar el «váyanse al carajo, yanquis de mierda»), pero no lo es tanto su política interna, de la que precisamente se ocupa El poder y el delirio. La agudeza con la que el autor reflexiona sobre el pasado y el presente venezolanos es razón suficiente para la lectura de un libro que tampoco desestima la ironía. «En el país de Andrés Bello, un veterinario dirige la cultura.» Semejante frase es la conclusión a la que el historiador mexicano llega tras conocer que el actual ministro del Poder Popular para la Cultura es un veterinario con un máster en trasplante de embriones y reproducción animal.

* Lorena Bou Linhares nació en Caracas en 1977 y reside en Barcelona (España) desde el año 2002. Estudió Filología Hispánica y se ha especializado tanto en Literatura Comparada como en el área de la edición. Actualmente trabaja como lectora y correctora en varias editoriales. Es asidua colaboradora en diversos periódicos y revistas de Venezuela y España.

viernes, febrero 13, 2009

Solo con Invitación: España, Manuel Vilas

DVD Ediciones, Barcelona, 2008, 240 pp. 14 €

Eduardo Fariña Poveda

Una novelista que escribe libros de relatos. Un poeta muy narrativo. Un cuentista demasiado poético. Un aragonés de ficción latinoamericana. Un español de ficción norteamericana. Un ciudadano del futuro nostálgicamente hispano. ¿Cuántos Manuel Vilas son posibles?. Esa es, al menos, la pregunta que uno podría formularse al leer España, novela que reflexiona y (des)confecciona su status fragmentario, proponiendo una pluralidad de dudas e incertidumbres deliciosas, salvajes, conmovedoras, necesarias. A través del recorrido conceptual e imaginario que este hacedor de narradores tiene y reconoce la posibilidad de España como nación y su flujo cultural visible; va añadiendo dichos y detalles fundamentales en el imaginario occidental. Política, terrorismo, ciencia, tecnología y la situación de la novela actual son algunos de los ejes que obsesionan a los protagonistas de estas historias. Con audacia y astuta megalomanía estos personajes se irán (des)presentando frente a los lectores, signados como propuestas tecnológicas de identidad.
España parecería ser la historia de un país en la medida que los lectores asumimos la necesaria ficción jurídica que puede ser cualquier nación dentro del contexto actual para poder pasear por las ruinas teóricas y los telúricos recuerdos que nos exaltan la vida y donde las perspectivas de quien observa se hacen irreconocibles. Edmundo Paz Soldán en una reseña señalaba: «es un enorme cuentista, sus juegos con la perspectiva del narrador y con personajes llamados Manuel Vilas logran insuflar vida nueva a estrategias posmo que ya se habían gastado por culpa del repetitivo Paul Auster». Vilas ya venía trabajando en una narrativa que privilegiaba ante todo la transformación de los sujetos y la disolución de estos en un escenario que de algún modo nos dirigía a Zaragoza, a una Zaragoza tan mágica y camaleónica como los mismos sujetos, concursantes desaforados y movedizos que recortan lo real de un modo considerable. En Zeta (DVD, 2002) ya nos encontramos con mezclas hibridas y con acusado movimiento transgresor, relatos que recuerdan a los capítulos-relatos de España, donde personajes extravagantes e historias curiosas pueblan el imaginario de una capital aragonesa festiva. Y en Magia (DVD, 2004) las cuotas de nihilismo y pasión logran una arquitectura más cercana a lo que podría ser novela en términos convencionales, pero saneada por el sueño de lo inclasificable que de tanto mezclarse y anunciarse, deviene misteriosa y adopta un contexto contundente, exigiendo al lector atento la capacidad para releer muchas estrofas que gustarían saberse de memoria. José María Pérez Álvarez decía sobre las reacciones frente a la novela: «Y yo, que no soy crítico, acudo a una librería y compro el libro (los libros) de Manuel Vilas y me sumerjo en ellos (…) a esa violenta poesía, a esa forma extraña y singular de enfrentarse a un texto narrativo que viola todas las fronteras. Pasen adelante y juéguense la vida». Han pasado 4 años desde Magia y España y las palabras de Pérez Álvarez se ganan el mérito de ser de las primeras en vaticinar lo que desarrollaría Vilas más adelante, ahora que sus libros han ganado más lectores capaces de jugarse esa vida que él señala y se sitúan en lo más interesante de la narrativa escrita: España.
El arranque viene con el sugestivo El Noevi o tecnología de la repetición, un cuento en donde un grupo de investigadores diseñan el Noevi, que se trata de un proceso de “Resurrección” de la verdad a partir de lo que pensaron los otros. Pareciera ser que toda la Novela es un Noeví, cuidadosamente elaborado para que nuestro imaginario hispánico, cuya forma se examina aquí una y otra vez, pueda expandirse. En el Cadáver encendido, observamos el transcurrir de una vida mediante episodios dignos de una Madame Bovary o María Font de Los Detectives Salvajes. La mayoría de las narraciones de España son relatos que van en búsqueda de algún tiempo tecnológico perdido, para deshacer lo leído o buscar en las ruinas de alguna moral algún fragmento, alguna invitación a lo omnipresente, a recostarnos en el esplendor de la hierba. En Vacaciones se va por el rastro de Lezama Lima. Aquí Vilas desarrolla más extensamente sus propios métodos poéticos, que muchas veces se han vinculado apresuradamente en corrientes asociadas al realismo sucio. El cuento recuerda bastante al poema de Resurrección (Visor, 2005). El Inmaduro, en cuanto a encorsetar el deseo de cambio en alguna circunstancia, para que el mismo final del relato pareciera ser un microrrelato. Tanto en este poema como en este relato vemos los muchos que en potencia somos.
Lo que de alguna forma compone el eje gravitacional de la novela es la idea de que las cosas y personas no están constituidas por elementos permanentes e invariables. Probablemente, la esencia de éstas no sea más que una humorística expedición hacia su propia intención de definición. Así, lo característico del ser humano es sólo un reflejo del instante que está viviendo. La tiranía de lo vivido o por vivir se teje en la moral. Nietzsche afirmaba en Más allá del bien y del mal que toda moral es una tiranía contra la naturaleza y contra la razón, cuya estructura no era más que una semiótica de los afectos. Es una afirmación semejante la que nos conduce al instante en donde Max Brod decide finalmente inventar a Kafka. En El último Motorista (como tantos fragmentos del libro, había sido colgado por Vilas anteriormente en su blog) nos encontramos con una celebración del editor (también hay que estar atentos a la aparición del editor de este libro, Sergio Gaspar), y sobre todo, la invención misma del escritor. Negándose a cumplir su promesa de privarnos de esos manuscritos, Brod emerge como un mártir muchas veces vilipendiado y en España asume el rol de un verdadero arquitecto de afectos posteriores. En Misión Imposible, que cierra el libro, nos enfrentamos al riesgo de que la zonificación de nuestras actividades pueda ser absolutamente inútil en resultados pero estéticamente estremecedora. Al verse casi vacío de sangre pero aún con vida suficiente, el personaje reflexiona y se las ingenia para sostener un espectáculo y no aburrir a una audiencia. El humor, el aburrimiento, el nihilismo y la celebración de la vida son temas muy presentes en la obra de Vilas, unidos a la política, las mutaciones del tipo mejillón cebra y las nuevas tecnologías hacen de este y de sus otros libros, una inteligente literatura que ya no podrá pasar desapercibida.
En el poema Resurrección, del mismo poemario que le da título, afirmaba el hablante que en el universo la vida era la vanguardia frente a tanta roca helada o caliente. Con ese mismo principio, el libro es una invitación a encabezar la vanguardia y a fragmentar el fragmento. Muchas lecturas son posibles y la invitación ya esta hecha. La novela como análisis de la identidad nacional española de los últimos 30 años y como compleja revisión de lo hispánico en diálogo con lo posmoderno. España alberga escrituras íntimas que cargadas de humor, hacen posible la mutación en las relaciones humanas.


Manuel Vilas: «El humor es la sangre de la inteligencia»

Si bien es cierto que Manuel Vilas había despertado con su narrativa muchísimo interés por parte de la crítica más arriesgada, es con España donde ya entendemos que hay un salto significativo. La mirada atenta de críticos como Vicente Luis Mora, la inclusión en antologías como Golpes, ficciones de la crueldad social (DVD, 2005) coordinada por Vicente Muñoz Álvarez y Eloy Fernández Porta y Mutantes: Narrativa española de última generación (Berenice, 2007) de Juan Francisco Ferré fueron pasos importantísimos para el conocimiento de muchos de lo que proponía Vilas y muchos otros autores, acerca de una narrativa que escapaba de las etiquetas más comerciales. Sobre esto, España y otras cosas, Manuel Vilas nos comenta.

Cuéntanos cómo te preparas para escribir un poema, relato o novela. Cómo te inspiras previamente.
No soy un profesional. No escribo durante mucho rato seguido. Necesito música para escribir. Y no cualquier música. Más o menos esta música: The Velvet Underground, Johnny Cash, The Who, Patti Smith, Lou Reed, Simon y Garfunkel, John Cale, Elvis Presley y Joy Division. A veces incluso Dylan.


Lee la entrevista completa aquí

jueves, febrero 12, 2009

Ni de Eva ni de Adán, Ámélie Nothomb

Trad. Sergi Pàmies. Anagrama, Barcelona, 2009. 173 pp. 15 €

Care Santos

Puedo imaginar al editor de Amélie Nothomb frotándose las manos al saber que su última novela, la que iba a publicar en el 2008, y que ahora aparece en España, regresaba argumentalmente al Japón que tan buenos dividendos —literarios y económicos— arrojó en aquel libro que para muchos representó el descubrimiento de la autora belga, Estupor y temblores. Pues sí, en esta novela, Nothomb regresa al Japón en el que nació y vivió hasta los cinco años y que añoró durante los quince siguientes, para luego recuperarlo ya veinteañera y dispuesta a fundirse con el país a la manera japonesa. Es decir, trabajando en una gran compañía y sufriendo todas las vejaciones que el rígido sistema laboral nipón es capaz de infligir a un empleado (que son muchas, como sabemos todos los lectores de aquella novela). El encanto del Japón que nos explica Nothomb en sus novelas radica en el amor y la perplejidad a partes iguales con que ella lo observa. La suya es la mirada de una occidental, y por tanto realza aspectos que a nosotros nos pueden resultar chocantes o divertidos, con absoluto conocimiento. Pero, a la vez, es también la mirada de alguien profundamente enamorado de la cultura nipona, de su gente, de sus costumbres, y por tanto amable con ella. Hay extrañeza, pero jamás desprecio. La perplejidad está moderada por la admiración. Eso es lo que convierte su mirada en única y en irresistible.
También en lo referente a su temática es particular esta novela. Según ha dicho la propia autora «es el único de mis libros en el que ningún ser intenta destruir a otro». Suponiendo que no entendamos el amor como la más sublime maniobra de destrucción inventada por el ser humano, claro, porque esto es lo que cuenta esta historia: una historia de amor. Y como siempre ocurre en estos casos, uno destruye y el otro resulta destruido. También regresa la autora a sus novelas autoficcionales, como Estupor y temblores —cuya trama es simultánea en el tiempo a la de ésta—, Metafísica de los tubos o Biografía del hambre. Y eso después de sus dos últimas entregas, bastante más flojas: Acido sulfúrico y Diario de golondrina. El de la autoficción es un registro en el que se maneja bien, en parte por la ironía con que ha sido capaz de construir su propio personaje, y en el que es divertido advertir hasta qué extremo escribe para sus seguidores, intercalando referencias a otras novelas de las que no cuenta nada y que supone en conocimiento de todos. Sin duda, puede permitírselo.
La historia de amor de Ni de Eva ni de Adán confronta a una veintañera Amélie que regresa a Japón con la intención de estudiar el idioma y buscar trabajo, y que para sufragarse los estudios da clases de francés a japoneses. Así conoce a Rinri, un joven de su misma edad, multimillonario y exquisito, prendado de la lengua de Voltaire —y de todo lo francés, por extensión—, de quien se enamorará a las pocas lecciones. Con él conocerá algo mejor el país que tanto admira, y eso incluye episodios turísticos como una visita a Hiroshima o una ascensión al monte Fuji y otros más auténticos, como las veladas familiares en casa de su novio, en las que nunca consigue vencer la animadversión que despierta en los padres y los abuelos de él sólo por ser «una occidental demasiado expresiva».
Como siempre en Nothomb, hay minimalismo narrativo, multitud de anécdotas hilarantes, autoparodia, metáforas que sustituyen escenas completas —la más astuta y a la vez la más delicada es la descripción del ciclón que sirve para explicar un fin de semana de sexo entre los dos protagonistas— y reflexiones lúcidas, pequeñas perlas que por sí mismas justifican una lectura. En este caso, son especialmente emocionantes las que llegan al final, otra marca de la casa —los finales de Nothomb merecen la pena incluso en sus novelas más flojas, lo cual no es mérito pequeño—, al hilo de la huida que emprende la protagonista, contra todo pronóstico: «Uno debería tener siempre algo de lo que huir, para cultivar esa maravillosa posibilidad. De hecho, siempre hay algo de lo que huir. Aunque sólo sea de uno mismo.»
La escena final de la historia sirve también de justificación de la novela misma: «Decirle a alguien que se ha terminado es feo y falso. Nunca se termina. Incluso cuando ya no piensas en alguien, ¿cómo dudar de su presencia dentro de ti? Un ser que ha contado para ti siempre cuenta». Es un buen colofón, que además deja claro a aquellos que no lo supieran que Nothomb es una de esas escritoras capaz de escribir una novela para narrar el vuelo de una mosca que le sedujo en una tarde cualquiera. No importa lo que cuente, importa la originalidad de su voz, su particular manera de ver el mundo y de reírse de él sin dejar de analizarlo. Por eso la literatura de Amélie Nothom es una droga. Legal, por fortuna.

miércoles, febrero 11, 2009

Cuadernos de la guerra y otros textos, Marguerite Duras

Ed. Sophie Bogaert y Olivier Corpet. Trad. María Condor. Siruela, Madrid, 2008. 364 pp. 25 €

Elvira Navarro

«¿Que la vida es triste? Bueno, pero quiero averiguarlo yo, ¿comprende?, yo solita y hasta el fin, y tanto como pueda», le dice una sirvienta a un viajante de comercio en El square. Se trata de una declaración de principios: «yo solita y hasta el fin, y tanto como pueda», aunque lo único que haya que ver sea la tristeza, pues el verdadero mal no es que la vida sea penosa, sino la indiferencia.
¿A qué llamamos “vida”? Quiero tener esta pregunta delante para escribir sobre los Cuadernos de la guerra, escritos entre 1943 y 1949, y que no tratan sólo ni fundamentalmente de la ocupación alemana de Francia, aunque también. Los acompañan otros textos: La infancia ilimitada y seis relatos, y lo interesante de ellos, al igual que de la obra entera de esta venerada y repudiada autora francesa, es la celebración casi suicida de cualquier estado que quiebre la normalidad, es decir, la convención. El porqué de la pulsión durasiana en contra de cualquier establishment de la realidad queda bien claro en estos Cuadernos, que son, en su mayor parte, autobiográficos: la convención quiere la muerte de los que no se atienen a ella. Y la convención es, en primer lugar, dinero.
La tragedia de no tener dinero es lo que se cuenta en el Cuaderno rosa marmolado, el primero del volumen y el más importante, pues en él está el origen de la escritura de Duras. Hija de maestros que emigraron a Indochina, el cuaderno cuenta cómo la madre de MD trató de hacer fortuna gastándose los ahorros de veinticuatro años de funcionariado e hipotecando parte de su sueldo en unas tierras que resultaron ser aluviales (esta narración es el origen de Un dique contra el Pacífico). El resultado: una madre enloquecida y arruinada, un hermano que les robaba y les pegaba para fumar opio, otro hermano que vivía aterrorizado y Marguerite, que soportaba palizas y humillación, y que no obstante estaba llamada a redimir al clan familiar, pues así lo decidió su madre al obligarla a estudiar. Cualquier escritor blando habría sacado de aquí traumas y nihilismo a manta, y sin embargo, y esto es lo importante, Duras hace de la tragedia una escuela de afirmación vital, recogiendo el testigo de su madre, la cual «soñaba como no he visto nunca soñar a nadie. Soñaba su desgracia misma, hablaba de ella con orgullo, no conocía la verdadera tristeza sino solamente el dolor, porque tenía un alma de una violencia regia que no se hubiera complacido en la aceptación que toda tristeza comporta». Y es que entregarse a la tristeza es resignarse, claudicar, morir. ¿A qué llamamos “vida”? A la actitud de vivir, de afirmarse y aprender contra viento y marea, de no dejarse matar.
De esta actitud salen afirmaciones tan sorprendentes como: «En toda mi existencia he experimentado revelaciones tan poderosas, tan poderosas y tan soberanamente convincentes como algunos insultos de mi hermano mayor, si no es leyendo a Rimbaud, a Dostoievski. Fue quizás el primero que me inculcó esta tendencia, que todavía tengo, a preferir la obra de inspiración a cualquier otra», o esta otra, máxima de su literatura: «Me abstengo de juzgar, como lo hacía entonces. Me gustaría conservar intacto el brillo del Acontecimiento que para mí era mi hermano mayor. Era injusto y ruin como lo es la suerte y como lo es todo destino. Su ferocidad para conmigo tenía algo de cabal y en el fondo algo de puro. Su vida se desarrollaba tan implacable como una fatalidad, y nos infundía respeto. El tejido de golpes e insultos que me infería era el tejido mismo del que estaba hecha su alma, no había margen».
No me extiendo más, pues el quid de estos cuadernos ya está dicho. Añadiré que al relato de infancia se suman esbozos de El dolor, Albert de Les Capitales, Ter el miliciano, Madame Dodin (estos títulos son parte de la obra primeriza de MD), y textos autobiográficos. Para los amantes de Duras, entre los que me cuento, son todo un festín.

martes, febrero 10, 2009

Flores para un cyborg, Diego Muñoz Valenzuela

EDA, Madrid, 2008. 196 pp. 14.25 €

Pepe Cervera

En Flores para un cyborg, uno de los seis libros que hasta la fecha ha publicado su autor, Diego Muñoz Valenzuela, (Chile, 1956), se cuenta la historia de un científico experto en robótica, Rubén Arancibia, que después de pasar varios años exiliado regresa a su país, Chile, acompañado de Tom, cyborg que ha construido a su imagen y semejanza. A tal extremo llega el parecido de la máquina con el aspecto de su creador, que es capaz de pasar por éste en «reuniones sociales, cócteles, conferencias, almuerzos, partidos de béisbol y a más de un seminario inútil», incluso llega a superarlo en cuanto a relaciones sociales, ya que el androide aprende rápido a lucir un encanto del que Arancibia carece.
Pese a haberse convertido en un país democrático, en el Chile que el protagonista se encuentra permanecen latentes los vicios de la anterior dictadura. Los antiguos torturadores están ahora al mando de negocios excesivamente conectados con el actual gobierno; aquellos que administraban el país continúan manejando ahora excesiva información que les permite mantener un estatus privilegiado con la connivencia de jueces y políticos. La corrupción está en el orden del día. Rubén Arancibia y un viejo amigo, activista opositor al régimen, Ricardo Bell, se plantean darle al Perro Torres, torturador y asesino, una píldora idéntica a las que él administraba.

«— ¿Dárselas a ese hijo de puta? ¡Claro! Pero es muy difícil. Ningún tribunal lo condenaría. No conseguiríamos nada con esos magistrados corruptos o, en el mejor de los casos, inertes.
—No hablo de tribunales, hablo de justicia. Dejar seca a esa alimaña.»
Lo que a priori parece una empresa etérea y descabellada toma cuerpo rápidamente y se transforma en una idea palpable gracias a la implicación del hombre de acero, cuyos principios y reglas morales coinciden con los que rigen el comportamiento de su creador. El cyborg se convierte en el instrumento con que su hacedor llevará a cabo la revancha. Se desata una oleada de violencia para resarcir el daño que les fue causado. El argumento que trabaja el autor posee por sí mismo una importante carga de tragedia, sin embargo Diego Muñoz Valenzuela va salpicando su prosa con las dosis justas de humor para desdramatizar el punto de vista del lector, quien no puede evitar la reflexión pero tampoco dejar escapar una sonrisa —como la que provoca la obsesión del cyborg por conseguir un apéndice viril que le permita mantener relaciones sexuales con mujeres de carne y hueso. Tom adquiere sensibilidad y capacidades humanas; sorprendentemente la máquina desarrolla cierta facultad de sentir, es capaz de querer y conseguir que le quieran. Ruben Arancibia lo considera un amigo, un hermano, un hijo, y a lo largo de la narración se percibe la reciprocidad de esos sentimientos. Para la lectura del libro de Muñoz Valenzuela, además del ya mencionado sentido del humor que lo recorre, adquiere importancia la soltura de la prosa, la facilidad con que se avanza: no es difícil liquidar las más de 260 páginas de tirón. Los objetivos que el protagonista y sus cómplices se asignan van cayendo y lo que se planteó en un primer momento como una reparación puntual e irreprochable empieza a perder freno tomando visos de venganza. El protagonista lo advierte casi al mismo tiempo que el lector: «—Haces justicia por tu mano y te conviertes en uno más de ellos, un vampiro que jamás se cansará de succionar la sangre de sus víctimas…», le dice al cyborg después de su último trabajo. A un pelo estamos de cuestionar la rectitud de sus hazañas cuando una veta de esperanza viene a apaciguar las malas conciencias.
A Diego Muñoz Valenzuela se le conocía en España por haber sido incluido en la Antología de cuentos chilenos que en 2006 preparó el italiano y especialista en literatura hispanoamericana Danilo Manera para la editorial Siruela; en Chile ha publicado otra novela y cuatro colecciones de relatos. Ahora se le puede encontrar en las librerías españolas gracias a la labor de E.D.A. libros (http://www.edalibros.com/), que poco a poco, de manera injustamente callada y con unos libros de muy buen tacto, está elaborando un catálogo nada despreciable —en su colección “Los días terrestres” ya ha publicado a autores como Guillermo Busutil, José Eduardo Tornay, David Roas, Federico Fuertes Guzmán—: Flores para un cyborg es una prueba más de ello.

lunes, febrero 09, 2009

Guinea, Fernando Gamboa

El Andén, Barcelona, 2008. 384 pp. 18,50 €

Carmen Fernández Etreros

Desde las primeras páginas de esta novela de Fernando Gamboa, el lector de Guinea se siente espectador de una aventura, de un viaje. Guinea tiene todos los ingredientes de la novela de aventuras: Un país desconocido, una voluntaria española indefensa que se debate entre la soledad y la duda, una violencia inesperada, una naturaleza difícil de controlar,... Una ficción documentada que como señala el autor Fernando Gamboa en una nota «ha creído necesaria para describir la escalofriante realidad».
En aras a esa realidad vivida y transmitida por la protagonista en la barra del bar de un desvencijado hotel, el narrador nos lleva de la mano por un pequeño país africano, Guinea Ecuatorial que fue una desconocida provincia española hasta hace cuarenta años. Pero en la actualidad, a pesar de poseer una de las mayores reservas petrolíferas del continente africano y una gran riqueza natural que sorprende con sus desconocidas selvas vírgenes, sus escondidas tribus como los ‘akas’ y sus animales salvajes como los buscados gorilas, este país sufre una cruda etapa de represión por parte de sus dirigentes.
La novela de Gamboa, viajero incansable y autor de La última cripta, nos recuerda a obras de Vázquez Figueroa como África llora, y ese género de novela de aventuras en la acción marca el argumento y el ritmo de la novela. La protagonista de esta novela Guinea es Blanca Idoia, una joven antropóloga que llega llena de ilusiones al país gracias a una ONG, y tras una corta estancia es detenida arbitrariamente en un control de carreteras por no llevar documentación. Blanca Idoia, ante su sorpresa, será conducida a una oscura celda, torturada brutalmente, y finalmente condenada a muerte en una parodia de juicio por militares guineanos. La protagonista se verá obligada a huir sin remedio para sobrevivir en una desesperada carrera a través de la selva ayudada por los nativos y, sobre todo, por Gabriel Biné, un guineano que huye como ella y que se convertirá en su guía y su ayuda. Blanca Idoia conocerá la pobreza extrema, el hambre, la injusticia, así como las enfermedades que azotan África como la malaria o el sida. Pero también conocerá la belleza salvaje de la selva, la ayuda generosa de los habitantes de Guinea, la vida diaria de los pigmeos o el comportamiento de los gorilas.
Destaca como el narrador logra conectar esa experiencia con el cambio profundo en el carácter y el destino de la protagonista Blanca. Del viaje físico de la protagonista nos traslada al viaje interior del personaje de Blanca Idioa con estas palabras:
«Me enjaboné y me pasé la esponja por fuerza, casi con saña. Sentía que África se había filtrado por los poros de mi piel, y que no sólo me había traído conmigo el parásito de la malaria, sino también algo más indefinible, más oscuro. Un tipo de tristeza desesperanzada que no había sentido antes. Sentía rabia. Miedo. Odio. Amor» (página 284).
En la novela se mantiene una hábil tensión basada en un ritmo cercano a lo cinematográfico, basado en la imagen y en la acción, y un diálogo entre los personajes fluido y dinámico. Un libro duro sin duda, en el que no faltan las escenas cruentas, que cuenta una «experiencia real inventada» que nos acerca a los acontecimientos que viven muchos seres humanos indefensos que viven en Guinea, ese país desconocido.

viernes, febrero 06, 2009

21 relatos contra el acoso escolar, edición de Fernando Marías y Silvia Pérez

SM, Madrid, 2008. 262 pp. 7,80 €.

Juan Pablo Heras

Ya sabemos que la violencia en la escuela no es un accidente de nuestro tiempo. Nos lo recuerda, por ejemplo, el dibujo que aporta Carlos Giménez a esta antología, y que replica los ya sobradamente conocidos de sus álbumes de Paracuellos, recordándonos que el acoso escolar no siempre fue «entre iguales». Como tema, tampoco ha escapado a la atención de la literatura, quizá porque en las situaciones de acoso se revelan a la vez la crueldad primaria del hombre y las perversiones implacables de la civilización: recordemos, por ejemplo, el terrible relato de Roald Dahl Galloping Foxley. Pero la razón por la que Fernando Marías y Silvia Peláez han convocado a 21 autores para escribir estos relatos es la misma que, entiendo, justifica la subvención con la que el Ministerio de Cultura ha apoyado su edición: que la sociedad se ha puesto en guardia, y que ha llegado la hora de no mirar hacia otro lado cuando observemos a niños haciendo sufrir a otros niños. Por eso estos 21 relatos se presentan contra —y no sobre— el acoso escolar.
Antes de abrir el libro, a mí me sedujo la idea de ponerme en el lugar de los autores que habían recibido el encargo, de imaginarles ante una página en blanco que de pronto se hace encrucijada: ¿dónde focalizar el relato? ¿En el maltratado? ¿En el maltratador? ¿En los testigos? Por suerte, la compilación aporta todo tipo de puntos de vista, como prueba de la vocación exploradora con la que muchos de estos autores han enfocado la cuestión palpitante.
La colocación del primer y último relato está sabiamente estudiada. Comienza el libro con Chico omega, de César Mallorquí, un relato básico y fundamental, una suerte de grado cero del acoso, una instantánea desoladora y certera del corazón encogido de un niño que se despierta todas las mañanas para encaminarse al infierno en el que se ha convertido su colegio. Se cierra con Marcar un gol, de Care Santos, una tranquila mirada al pasado de una mujer adulta que ha dejado atrás el sufrimiento, que ha sido capaz de aprovechar su talento para salir adelante, pero que ni olvida ni perdona.
Entre los demás relatos merecen ser destacados aquellos que se atreven a penetrar en la mente oscura del maltratador. Aprende, de Espido Freire, para mi gusto el mejor del libro, consigue alumbrar, con una admirable economía expresiva, el trasfondo de maltrato que se esconde tras cada maltratador, la espiral maldita que se enrosca entre generaciones sucesivas y que lacera todo lo que toca. Entre los otros relatos que se colocan en esta perspectiva, merecen especial mención los de Ricardo Gómez —quizá el más adecuado, por ritmo y lenguaje, para el lector joven— y Gonzalo Moure, que opta por una mirada lírica. Lola Beccaria, por su parte, consigue reunir el doble punto de vista de acosador y acosado en un solo relato.
Otros autores han optado por incluir como personajes a los padres y sus dificultades para detectar lo que sus hijos callan. Ana Alcolea y Elena O’Callaghan i Duch coinciden en contraponer los puntos de vista de madre e hija ante una situación que, con demasiada frecuencia, cae en el olvido de los secretos inconfesables. Las dos caras de la misma moneda, de O’Callaghan, se fundamenta en un hecho real y suma a su valor literario el de testimonio ejemplar.
Al margen de otros tres relatos —los de Lorenzo Silva, Montserrat del Amo y Alfredo Gómez Cerdá—, que divergen de la temática predominante y cuyo contenido no puedo desvelar sin chafar su lectura, también merece la pena destacar la presencia de varios testimonios autobiográficos (o al menos así lo parecen) que nos retrotraen a épocas pasadas, a situaciones que resultarían exóticas a los lectores jóvenes si no fuera porque el acoso es una misma forma de miedo con distintas máscaras. Es el caso de los relatos de Jordi Sierra i Fabra, Carlo Frabetti y Gustavo Martín Garzo. El de Frabetti, Fidel Castro y el general Moscardó, aporta una refrescante nota de sentido del humor; Memoria, de Jordi Sierra i Fabra, resume en pocas páginas la experiencia que ya recreó en su novela Sin vuelta atrás, la misma, por otro lado, que le convirtió en escritor. Quizá en todo escritor se esconde un niño inadaptado, un espíritu incómodo que se refugia en otros mundos —los libros— para escapar de los lobos. Y es por eso que el acoso escolar no es, simplemente, un tema de moda, ni este libro un título oportunista, sino, en cambio, una muestra más del valor social de la literatura.

jueves, febrero 05, 2009

Cuentos Completos IV / V, Philip K. Dick

Trad. Carlos Gardini y Manuel Mata. Minotauro, Barcelona, 2008. 471 pp/446 pp. 22 €/24 €

Alberto Luque Cortina

Para quienes no conozcan a Philip K. Dick (1928-1982), la inevitable referencia a películas como Blade Runner (Ridley Scott, 1982), Minority Report (Steven Spielberg, 2002), o Scanner Darkly (Richard Linklater, 2006), inspiradas en algunas de sus obras, puede servir de estímulo suficiente para adentrarse en la narrativa de uno de los grandes escritores de ciencia ficción del siglo XX. Dick, más conocido por su obra novelística, desarrolló, al igual que muchos de sus colegas de generación, una importante labor cuentística: más de un centenar de relatos recogidos en cinco volúmenes que Minotauro viene publicando desde 2005. Los dos últimos, editados en 2008, incluyen cuarenta y dos relatos escritos entre 1954 y 1981, un vasto periodo en el que se advierten diferentes etapas creativas dentro del universo literario y personal del autor, ambos íntimamente imbricados.
La evolución temática de su obra, fascinante y diversa, corre paralela a su trayectoria vital. Así, una parte considerable de los cuentos escritos en los años 50, los tiempos de la guerra fría, describen futuros apocalípticos en los que la Tierra ha sido arrasada tras una nueva y devastadora conflagración mundial. Encuentro en estas epopeyas pulp algunos de sus mayores logros, debido en buena medida a su habilidad para crear, con gran escasez de medios, ambientes inquietantes, capaces de provocar en el lector una desazón parecida a la producida por algunos pasajes musicales de los cuartetos de Shostakovich, las obras de Varese o de Elliot Carter. Dentro de esta temática se halla uno de los mejores y más desasosegantes relatos del autor, Los días de Perky Pat (IV), una joya de la ciencia ficción y una reflexión sobre el consumismo y la manipulación de las masas.
Precisamente el control de la sociedad a través de realidades artificiales o virtuales es uno de los temas recurrentes en la obra de Dick, pionero, entre otras corrientes, del ciberpunk. Esta ficción es en ocasiones creada por el mismo hombre -El patrón de Yancy (IV)- o bien por seres alienígenas -Artefacto precioso (V)-. La manipulación conduce a veces a la alienación del individuo, al desdoblamiento de la personalidad o directamente a la paranoia: el protagonista no sabe realmente qué ha hecho -Síndrome de alejamiento (V)-, quién es -Nosotros, los exploradores (V)- o qué es -La hormiga eléctrica (V)-, por citar algunos ejemplos.
De este modo, el mundo se desenvuelve con la apariencia compleja de algunos dibujos de Escher. Esta superposición de realidades engañosas es especialmente significativa en el último periplo creativo del autor, muy influido por sus experiencias personales –psicotrópicas, paranoicas y místicas-, y tienen su máximo exponente narrativo en La fe de nuestros padres (V), otro de los grandes relatos de Dick y uno de los cuentos de ciencia ficción más perturbadores que se hallan escrito.
Por lo demás, la temática del autor es muy variada: el misticismo y la religiosidad -La cajita negra (V)-, la precognición o visión del futuro –El informe de la minoría (IV) o Un juego sin azar (V)-, los viajes en el tiempo -Mercado cautivo (IV)- las invasiones alienígenas -Juego de Guerra (IV) o La guerra de los Fnuls (V)-, o el futuro controlado por las máquinas –Servicio técnico (IV)-, argumentos recurrentes del género que en las manos de Dick adquieren un tono mayor del acostumbrado por la originalidad de los planteamientos y el desenvolvimiento de la trama.
Como sucede en este tipo de compilaciones, el resultado es desigual: algunos cuentos son obras maestras de la ciencia ficción, mientras que otros no pasan de ser meros divertimentos de serie B a veces insatisfactoriamente concluidos, en los que puede intuirse una apresurada resolución fruto quizá de compromisos editoriales o simple dejación. Esta irregularidad es especialmente evidente en el quinto y último volumen, el más complejo y oscuro de esta colección, si bien cuenta con algunos relatos excepcionales. Este hecho no obsta para disfrutar del complejo y creativo universo dickiano, cómico, desolador, o aterrador por momentos, casi siempre emplazado en un futuro inmediato, inquietantemente familiar para el lector contemporáneo, en el que el individuo es el único eje alrededor del cual gravita una realidad siempre compleja y con frecuencia tenebrosa.