jueves, enero 31, 2013

Zendegi, Greg Egan

Trad. Carlos Pavón. Ed. Bibliópolis, Madrid, 2012. 303 pp. 21,95 €

Julián Díez


Greg Egan es uno de los personajes más curiosos del género de ciencia ficción actual. En la era de la comunicación, un escritor que destaca por sus miradas más osadas hacia el futuro es un anacoreta sin presencia mediática alguna, en un contraste absoluto con buena parte de sus colegas. No hay fotos suyas, no acude a ningún acto, y reside en Perth, una localidad australiana a miles de kilómetros de cualquier otra con aeropuerto internacional: el mejor lugar posible para que nadie le busque jamás. Tal vez ni siquiera exista, y sea una dirección de correo electrónico respondida por algún otro notable. Incluso recuerdo haberle preguntado directamente al respecto a Ted Chiang, otro de los autores del momento: se limitó a decir que ya le gustaría.
No sabemos a ciencia cierta, por tanto, de donde proceden los conocimientos multidisciplinarios que respaldan los argumentos de Egan, plasmados hasta hoy en once novelas y seis colecciones de cuentos publicadas durante los últimos veinte años. Personalmente, admito que prefiero hasta ahora con diferencias sus relatos sobre las novelas. En el formato corto, como le pasa a otros escritores del género, Egan va al grano y no puede acumular sus despliegues de tecnología y especulación científica, con querencia hacia complejos desarrollos de lo que se da en llamar ToE (Theory of Everything, “teorías sobre todo”) que terminan por convertir sus novelas en gigantescos constructos metafísicos. O, por decirlo más directamente, la verdad es que no tengo las herramientas necesarias para seguirle cuando se pone realmente estupendo y se imagina un cosmos entero a su medida.
Zendegi, su novena novela, viene a romper esa línea genérica de trabajo al desarrollarse sobre tecnologías más cercanas y en un escenario más cortoplacista: el Irán de pasado mañana, en su primera parte, y el de dentro de quince años en la segunda. La elección del lugar ya es de por sí curiosa, porque los países islámicos han sido muy raramente objeto de las especulaciones del género. Aunque en los últimos tiempos se acumulen buenas novelas que miran el futuro fuera del marco europeo y estadounidense, caso de La chica mecánica de Paolo Bacigalupi o Brazyl de Ian McDonald
En ese entorno de relativamente baja tecnología, Egan nos viene a mostrar los primeros pasos que podrían dirigir al mundo post o transhumano que retrata en la mayor parte de sus novelas previas. Los protagonistas son por un lado el periodista Martin Seymour, enviado al país para seguir una revolución contra el régimen islamista, y por otro la programadora Nasim Golestani, que trabaja para el entorno virtual Zendegi ("vida", en farsi). Sus historias terminarán por confluir en ruta hacia el primer mapeo cerebral de la historia: la conversión de la inteligencia y la individualidad humana en incontables bits de información que reproducen el pensamiento, con todas las posibilidades que eso supone.
Releyendo lo que llevo escrito hasta el momento, reconozco que la novela puede tener un aspecto bastante temible, pero en esta ocasión no hay para tanto. Egan parece haber hecho el esfuerzo de dirigirse a un público más amplio, y todo coincide para que esta sea no sólo su obra más asequible hasta la fecha, sino una novela francamente recomendable para cualquiera interesado por un futuro “realista” y sin especial preparación científica
A diferencia de lo que ocurre en otros de sus trabajos, el autor australiano introduce aquí personajes capaces de despertar empatía en el lector, en lugar de protagonistas inmersos en futuros complejos que obligan a un esfuerzo de comprensión. El hecho de que el relato se desarrolle en Irán, retratado con una cercanía de detalles que habla seguramente de algún viaje de Egan al país, le permite introducir detalles de ambiente muy interesantes, y mantener sus especulaciones dentro de un territorio más accesible. Incluso es obvio su esfuerzo por incluir explicaciones científicas a través de personajes fuera de su línea de trabajo -muy curioso por ejemplo un futbolista estrella convertido en bits- y algún elemento de humor para desengrasar antes de un final agridulce, algo escéptico, pero perfectamente justificado.
Zendegi es una excelente introducción al trabajo de uno de los escritores que están diseñando el futuro, y que ya había demostrado que podía llevar a cabo especulaciones más cercanas en buena parte de sus cuentos. Es una novela osada en el contexto de la obra de su autor, que deseo fervientemente que encuentre eco para continuar en esta línea.

miércoles, enero 30, 2013

La verdad, Riikka Pulkkinen

Trad. Luisa Gutiérrez Ruiz. Salamandra, Barcelona, 2012. 320 pp. 18 €

Ariadna G. García

En 2008, la escritora finlandesa Sofi Oksanen (1977) publicó una novela soberbia, lírica y violenta a partes iguales, titulada Purga. La estructura narrativa de su libro se divide en tres niveles. El primero tiene lugar en 1992, y relata el tenso encuentro de una joven huida de una mafia rusa dedicada a la prostitución, con una enigmática anciana en su casa de Estonia. El segundo cuenta la dramática historia de la joven, y se remonta a 1991, cuando fue reclutada en Vladivostok y trasladada a Berlín para trabajar en una red clandestina de trata de blancas. El tercero narra el oscuro pasado de la viuda durante la Segunda Guerra Mundial y la inmediata posguerra; un tiempo de amores imposibles, traiciones políticas, venganzas y supervivencia. Con estas tres madejas, que se unen en un final espléndido, Oksanen teje un libro vigoroso. La traducción del libro al castellano la publicó Salamandra en 2011. Esta misma editorial edita ahora La verdad, a cargo de otra autora finlandesa: Riika Pulkkinen (1980). Dicha novela apareció en su país natal en 2010, y sus deudas (formales) con Purga son evidentes.
La verdad simultanea también dos historias desgarradas. La primera transcurre en el presente y tiene por protagonista a los siete miembros de una familia de la clase alta. La fase terminal en que entra el cáncer de Elsa, la abuela (famosa psicóloga), despierta en todos un sentimiento adelantado de pérdida, la añoranza de la seguridad de la niñez y la incredulidad por el paso del tiempo. Las escenas costumbristas del libro (picnic, sauna, paseos…) nos describen a una familia que se ama, pero que se muestra incapaz de exteriorizarlo. El dolor que produce el crecimiento de los hijos (su progresiva independencia), y la propia transformación del cuerpo (“De repente uno se despierta y repara en que es viejo” p.48), los convierte en extraños. A lo largo de la obra, tratarán de luchar contra sus miedos y limitaciones para acompañarse en los días finales de la abuela.
La segunda historia se localiza en los años 60, con el telón de fondo de la Guerra de Vietnam y el movimiento hippy. Su protagonista es un joven y popular pintor abstracto: Martti (el abuelo). Se trata de la historia de un amor prohibido, sin futuro posible; de un hombre casado y su pasión por la asistenta de la casa; de un padre de familia y su deseo incombustible, culpable, hacia la universitaria en quien encuentra la razón de su vida.
El puente entre ambas tramas es el encuentro fortuito, en el armario de Elsa, de un vestido de Eeva, la antigua amante de su esposo, cuya memoria recupera Ana (la nieta mayor), abriendo así la caja de Pandora.
¿Es posible olvidar al amor de tu vida? ¿Se puede perdonar una traición de años? ¿Alguien tiene la culpa de que su pareja se vuelva a enamorar? ¿Qué es preferible, vivir atormentado por los remordimientos o por la cobardía? ¿Se puede ser feliz en cualquier caso?
La verdad, con su hermoso lirismo, nos enfrenta a un mundo donde nada es lo que parece, a un mundo en permanente tránsito, donde la realidad no está garantizada. O quizás sea ese crisol de sentimientos, mentiras y contradicciones, lo único real.

martes, enero 29, 2013

Nadar en agua helada, Recaredo Veredas

Bartleby Editores, Madrid, 2012. 60 pp. 10 €

Cristina Consuegra

Una de las claves de la experiencia de la vida, de su ejercicio, es la mirada extraña, es decir, esa otra forma de mirar hacia el acontecer, hacia el asombro y el misterio. De esto sabe y conoce la poesía, la gran disciplina de la sugerencia y el silencio. La disciplina del simulacro. Nadar en agua helada (Bartleby editores, 2012), de Recaredo Veredas, reúne buena parte de estas claves necesarias para que la poesía respire y conceda el aliento preciso para que el verso exista, para que la palabra despliegue los silencios medidos y así medir el mundo, ajustarlo a imágenes que sólo el verso hace posible; el mismo aliento necesario para que la palabra quede varada en lugares soñados por el poeta, figura siempre alerta, y los que arrastrará a quien esté dispuesto a ampliar territorios sensoriales y extender la geografía de su conocimiento.
Nadar en agua helada es un poemario contundente y versátil a pesar de su precisión, de cierta obsesión por reducir la expresión, y su significado, al mínimo. Un conjunto de 47 poemas que deja en la boca del lector un extraño sabor a madera, a hogar abstracto, quizá perdido o sólo imaginado, pero un hogar que convierte a este poemario en un título atractivo y singular. Gracias a un argumento que queda suspendido en el hielo, del que el lector debe responsabilizarse, y con un ejercicio de la palabra que destaca por su capacidad evocadora y por la presencia perpetua de lo orgánico, este título puede y debe ser considerado como un gran homenaje a la belleza, a la experiencia de la vida, a la constante ficción/realidad y al cuestionamiento de uno mismo.
Cada uno de los poemas que da vida al esqueleto de Nadar en agua helada son pequeñas escenografías, escuetas instantáneas, que el autor entrega al lector, como postales de cierta lógica cronológica, para que la ficción cobre vida, para que esas 47 imágenes de lenguaje introspectivo, que huye de artificios, edifiquen la vida de su protagonista. Poemas como fracturas, como grietas de una existencia, como cuestiones en torno a lo que se es, o sucede. Una vida ficcionada desde el argumento de la poesía.
No es fácil aproximarse al poema desde el territorio prosaico, desde la ficción experimental. Por ello, sorprende que Recaredo Veredas, de habitual pelaje narrativo, haya facturado un título de tamaña solvencia poética. Un poemario que no sólo asume la condición de tal disciplina, sino que se asoma a otros horizontes, como el fílmico y el pictórico, y que convierte a Veredas en una de las voces más singulares y prometedoras dentro del terreno poético.

lunes, enero 28, 2013

Intachable, Víctor Santos

Panini, Barcelona, 2012. 128 pp. 18 €

Jaime Valero

Una de las cuestiones comunes que solemos encontrar en las obras de género negro (ya hablemos de una novela, una película o, como en este caso, un cómic) es su intento por sacar a relucir aspectos ocultos o desconocidos de la sociedad en la que se ambienta la narración. Por lo general, tendemos a relacionar ese lado oculto con el mundo de los bajos fondos, con los criminales y asesinos que operan al margen de las leyes. Pero en muchas ocasiones la podredumbre más inquietante de un país no se encuentra en los más bajos estratos, como esa suciedad que acumulamos en casa debajo de la alfombra, sino al contrario, en el territorio de las altas esferas. Basta un somero repaso de la actualidad política y social de los últimos años en nuestro país para darnos cuenta de la gran cantidad de estafas, malversaciones y otros actos de corrupción que han tenido lugar dentro de nuestras fronteras. Y si escarbamos un poco más, nos damos cuenta que en muchos casos el epicentro de todas estas actividades ilegales ha sido el sector inmobiliario, lo cual dio lugar a una burbuja cuyos efectos seguimos padeciendo en la actualidad. De ahí parte precisamente la historia que Víctor Santos ha querido contarnos con Intachable, aunque sus ramificaciones llegan mucho más allá.
El protagonista es un joven de buena familia llamado César Gallardo, que ya desde su adolescencia dio muestras de una ambición desmesurada y de una absoluta falta de escrúpulos a la hora de conseguir sus propósitos. Ese cóctel de codicia y ansia de poder que caracteriza a César se completa cuando conoce a Gabriel Solís, joven pandillero que con los años terminará siendo un destacado cabecilla del crimen organizado en la costa mediterránea. Juntos asistirán a la llegada de la democracia, al desarrollo de los partidos políticos y sus ideologías, a la expansión económica del país y sus lucrativas oportunidades de negocio, y en todo momento se sirven de cualquier medio a su alcance para proseguir su ascenso hacia la cúspide, Gabriel como empresario y César como joven promesa de la política. Ninguno de estos personajes es real, pero bien podrían serlo, ya que cada lector podrá ver en ellos reflejos de muchas personas de la vida pública (y de dudosa moral). El autor profundiza en ellos y en sus motivaciones, al tiempo que nos presenta la investigación de los policías que andan tras sus pasos, comandados por un veterano agente que lleva en el rostro la huella de sus años de servicio en el País Vasco. A excepción de Unamuno (el literario apellido de este personaje) y de su compañera, Marisa Fuster, Intachable es un cómic sin héroes, donde todos guardan un lado oscuro o cambian de chaqueta a las primeras de cambio. Un mundo plasmado en viñetas en el que nadie confía en nadie y donde no importa el precio que haya que pagar por conseguir lo que se desea.
Con esta obra, Víctor Santos se vuelve a confirmar como uno de los historietistas de género negro más destacados de nuestro país, después de otros trabajos memorables como el que realizó para DC Comics en Filthy Rich (en España, Asquerosamente rica) con guión de Brian Azzarello. Su narrativa es directa y concisa, afilada, igual que los diálogos que pone en boca de sus personajes. A ello hay que sumar un estilo de dibujo heredero del Frank Miller de Sin City que con los años ha cobrado mayor fuerza y personalidad, especialmente cuando trabaja en blanco y negro, aunque también se desenvuelva bien con el color, como demuestra este Intachable y las atmósferas que transmite. Tal vez no sea necesario que a estas alturas alguien nos conciencie del alto nivel de corrupción que se da entre muchos de nuestros dirigentes, pero siempre es de agradecer que queden autores con la pluma en alto dispuestos a denunciar esta realidad que muchos querrían seguir manteniendo oculta.

sábado, enero 26, 2013

Solo con invitación: Mañana los amores serán rocas, Isabel Cienfuegos

Cuadernos del Vigía, Granada, 2012. 61 pp. 10 €

María Dolores García Pastor

Seis son las historias que conforman este libro. Seis entre relatos y microrelatos. Ficciones breves o muy breves elaboradas como si de pequeñas y exquisitas piezas de orfebrería se tratara. Con ese contenido el primer libro de la escritora Isabel Cienfuegos es una pequeña joya, y lo de “pequeña” se refiere a su extensión, en absoluto a su calidad. Una verdadera lástima que se acabe tan pronto porque apetece dejarse llevar por sus escasas sesenta páginas. Es el efecto que causa leer lo que escribe alguien que, como esta escritora, concibe la literatura y la escritura como un placer.
El libro trata del amor y sus transformaciones a lo largo del tiempo, del amor en sus diferentes formas: maternal, erótico, a la ciencia… También trata de la belleza de ese amor. Se inicia con el relato ‘Ratas’ que, tal y como explica la propia autora, es un pequeño homenaje a Tiempo de silencio de Martín Santos y a El árbol de la ciencia de Baroja, dos obras cuyos autores fueron médicos. A partir de aquí, los cinco textos restantes siguen una secuencia temporal ascendente que nos transporta desde la infancia, con el microrelato ‘Adiós’, hasta la edad adulta cuando ya empezamos a pensar, y en ocasiones a vislumbrar, el final de la vida, con el relato ‘Tan fácil’.
La prosa de Isabel Cienfuegos es certera y elegante, delicada, de una naturalidad apabullante. Ya en el título se vislumbra el bagaje lector de esta autora que sigue presente a lo largo de toda la obra, entre líneas, de manera que sus textos dialogan con otros textos ya clásicos además de hacerlo con el lector. Es algo que se hace palpable en ‘Ceremonial’, un relato claramente inspirado en El libro de la Selva de Rudyard Kiplin. Excepto esta historia con vocación de fábula, las otras cinco son narraciones de hechos cotidianos y sus personajes son gente corriente, pero trascienden a lo aparente y tienen una profundidad que nos invita a pensar, a meditar sobre lo que hay más allá de lo que está en la superficie, de lo que se vé.
Isabel Cienfuegos ejerce la medicina como neumóloga, profesión que compatibiliza con la de escritora. Inevitablemente su formación científica y su trabajo dejan una impronta indeleble y visible en toda su obra. Su vocación literaria la llevó hace tiempo hasta los Talleres de Escritura Creativa de Clara Obligado alrededor de los cuales ha surgido un interesante grupo de escritoras con algunos puntos en común en cuanto a estilo y temáticas, aunque todas ellas originales y genuinas. Los cuentos de esta autora han aparecido en diversas antologías conjuntas como los prestigiosos Por favor, sea breve y Por favor, sea breve 2 de la editorial Páginas de Espuma, así como en revistas.
Y para acabar, anótese el lector este título: ‘Pigmalión’. La brevedad se hace arte en este microrelato y uno no puede dejar de maravillarse ante tamaña minúscula maravilla, ni de preguntarse cómo es posible escribir una historia tan bella con tan pocas palabras. Lo bueno si breve… siempre deja con ganas de más.


Isabel Cienfuegos: "No sé si el ser humano está más conformado por células o por historias"


Isabel Cienfuegos (Madrid, 1954) es neumóloga y escritora, profesiones ambas que en su caso se complementan para aportarle una visión particular de la vida que se plasma en su escritura. Escribe desde los trece años y siempre ha sido una lectora voraz. Alumna desde hace bastante tiempo de los Talleres de Escritura Creativa de Clara Obligado, ha publicado varios cuentos en antologías y revistas. Mañana los amores serán rocas es su primer libro en solitario. En esta entrevista nos habla de sus referentes literarios, de su amor por la literatura y de las emociones que despertó en ella el tener entre las manos su primer libro.

Entrevista de María Dolores García Pastor.

Lleva muchos años escribiendo y ha publicado algunos de sus relatos en revistas y antologías conjuntas, ¿qué se siente al tener en las manos su primer libro en solitario?
—Ver el libro editado me emocionó muchísimo. Conocía la portada en imagen, había visto el texto en PDF, pero el “objeto libro” es algo más: un tacto, un peso, el grosor de las páginas, el tamaño, los colores de la imagen, el tipo de las letras, hasta el olor. Todo me sorprendió agradablemente, a pesar de conocer el cuidado y la calidad con la que edita Cuadernos del Vigía. Por otro lado tuve una sensación de extrañeza, de desconocimiento, como si no fuese mío, como si me regalasen un libro ajeno. Al parecer es algo que sienten muchos autores, y quizá tenga que ver con que los textos publicados, de alguna forma, se independizan del autor. Y también lo he vivido como la confirmación de un compromiso con la escritura, una especie de salvoconducto para dedicarme a ello de una manera más intensa.

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viernes, enero 25, 2013

El insólito peregrinaje de Harold Fry, Rachel Joyce

Trad. Ana Rita da Costa García. Salamandra, Barcelona, 2012. 336 pp. 17 €

José Morella

No creo que haya ninguna manera buena o mala de escribir novelas, pero a mí en particular me gustan (gustar no es la palabra, pero ya me entienden) las que me obligan de repente a dejar de leer. A revisar mi vida entera. Pedrada a la cabeza y ¡bum!, desorientación. Cómo me estoy relacionando con los otros y por qué demonios lo hago así —pedrada política—, o cómo me relaciono conmigo mismo —pedrada existencial o espiritual—, aunque al final las pedradas son pedradas y se parecen mucho entre sí. Ahí se queda uno, quieto en plena calle o en el metro o donde sea, inmóvil, con la mirada en un punto fijo y el libro abierto en la mano. La literatura como lo opuesto a la yuxtaposición de distracciones que a veces se confunde con la cultura. Es curioso que muy a menudo las novelas se glosan diciendo que se han leído de una sentada, sin parar: una lectura "ágil". Pero aquí —en el libro de Rachel Joyce, en la historia del (¿caballero?) andante Harold Fry— se da lo contrario. Paradas obligatorias. Te queda claro, como lector, que te estás leyendo a ti. Todo empieza el día que Harold Fry, un hombre mayor, de vida gris, que vive retirado con su mujer, recibe la carta de una antigua amiga que se está muriendo en la otra punta de Inglaterra. Fry escribe una respuesta y sale al buzón para echarla. Sin saber muy bien cómo ni por qué, no la echa. En lugar de eso, camina 1009 kilómetros para responder en persona. No lleva móvil, ni ropa adecuada, ni unos buenos zapatos para caminar, ni tiene la más ligera idea de lo que significa caminarse Inglaterra a pelo.
La escritura de Joyce tiene un valor radical: es la construcción de un texto a partir de la toma de conciencia por parte de los personajes de las experiencias que se saltaron durante sus vidas; las experiencias que prefirieron no tener para poder apartar la vista, de esa manera, a emociones con las que no se atrevían a lidiar. Se trata de una táctica pésima: hacerle la vista gorda a la propia vida. Vivir menos, desperdiciar el milagro de estar respirando sobre la Tierra. El peregrinaje, el camino mismo, ayuda a Fry a entenderlo. Por ejemplo cuando la dueña de una pensión, viéndole en un estado deplorable, le ofrece comida fuera del horario de desayuno: "si aceptaba su amabilidad, si tan solo cruzaba una mirada con ella, temía romper a llorar". Se queda, pues, sin gozar de esa amabilidad. Conforme camina van llegando a su memoria "todas las cosas a las que había renunciado a lo largo de su vida. Las breves sonrisas. Las invitaciones a tomar una cerveza." A medida que Fry rememora esas ocasiones, ocurre que: 1) suelta pesados fardos emocionales y empieza a relacionarse con la gente de un modo distinto e insospechado; 2) Joyce hace avanzar la acción y revela secretos de la trama con cada pequeña epifanía de Fry, de modo que el lector se vaya enterando de lo que de verdad se cuece ahí adentro. De qué les ha pasado a Fry, a su mujer Maureen y al hijo de ambos; 3) el lector también vuelve la vista atrás para repasar su vida y puede ser que entre, tal vez, digo yo, en algún que otro interesante problema.
En el terreno corto, Joyce también me gusta. Harold sale de su casa sin sospechar que va a pasarse 87 días caminando, y lo hace así: «Cerró la puerta de la calle entre ambos (él y su mujer), tomando la precaución de no dar un portazo.» Así de simple. Así es como se da un portazo en una novela sin tener que darlo. El lector oye el golpe sin oírlo y saca ipso facto su lengua perruna de salivar: qué pasa entre esas dos personas, sobre qué historia generadora de portazos son incapaces de hablar. En dos líneas de texto. Es lo que en fútbol se llama regatear en un palmo de terreno.
Las decisiones que Fry va tomando durante el viaje, o al menos las correctas, las toma siempre desde un lugar no racional. Las decisiones le toman a él. Hay una especie de orden de la vida que él recoge como una señal elécrica, como un telegrama del universo que su cuerpo manda a su sesera en forma de orden irrecusable. Crece en él una confianza en su intuición que le hace aprender infinidad de cosas desde la no-mente, o dicho de un modo más coloquial, sin comerse el coco. Sin darle tantas vueltas a las cosas como antes, vueltas que, al fin y al cabo, son muy a menudo excusas que nos ponemos para no encarar lo que nos pasa. Aprende la paz de no tener nada, de despojarse de lo superfluo. Nada satisface y eso está bien. La alegría lo arrasa de repente, lo deja roto y nuevo a la vez. Joven. Aprende que dar y a recibir, dos cosas que son literalmente lo mismo y no se pueden aprender por separado. Aprende, como Thoreau en el lago Walden, «a comer margaritas, manzanilla, linarias, y los dulces brotes del lúpulo». También aprende a no juzgar a los otros ni a sí mismo. A no forzar la realidad. A no reaccionar desde el dolor. No nos extraña que a su mujer se le aflojen las rodillas y no pueda casi hablar al comprobar su transformación, la intensidad de su presencia y su alegría, su mirada nueva que ya no se aparta de ninguna cosa. ¿Dónde quedó aquel inglés estereotípico, de esos que confunden cortesía y frialdad? ¿Dónde está ese hombre que no respiraba por no molestar, ese neurótico a base de ser normal hasta el extremo? Fry ha soltado amarras. Cuando siente hambre o sed, ya no son el hambre y la sed de antes. Son bíblicas. Se come un sándwich que estalla en sus papilas gustativas "como si fuera la primera vez en la vida que comía". Empieza a vivir de verdad.
Pero este despertar no debe confundirse para nada con un fin del sufrimiento. Es un fin de la capacidad de autoengaño, que es algo muy distinto. Harold sólo está empezando. Aún tiene que llegar al otro lado del país. Tiene que ver a su amiga Queenie Hennessy, que se está muriendo. No sospecha hasta qué profundidades de sí mismo tendrá que descender aún en el camino. Yo no recuerdo una combinación más intensa de angustia, honestidad y hermosura que la que se da en las últimas páginas de esta historia. No estamos en absoluto ante la típica novela de aprendizaje. Lo que se nos presenta es un raro e inverso exorcismo, brutal, conmovedor, que me parece que dejará a más de un lector boquiabierto y alucinado, como me ha dejado a mí.

jueves, enero 24, 2013

Los pájaros amarillos, Kevin Powers

Trad. Jesús Gómez Gutiérrez. Sexto Piso, Barcelona, 2012. 192 pp. 18 €

Cristina Consuegra

Tras el atentado terrorista del 11 de septiembre, el concepto de lo bélico cambió vorazmente. El propio ejercicio de la guerra y su recepción han mutado, y su integración en las diferentes parrillas de las cadenas televisivas ha sido recibida como algo natural, casi lógico, una pieza más en ese proceso de deshumanización programada en el que nos encontramos inmersos. Parece que nos hemos acostumbrado a esa globalidad de la violencia, a esa escenografía terrible que es la guerra, a sus sonidos y cadáveres, a las grietas que va causando en la condición humana. Asistimos a bombardeos y masacres con la naturalidad propia de la rutina. Y tras las muertes, nuestras vidas siguen. Las de otros se han quedado en el camino o en una suerte de presente espeso y graso como la glicerina.
La primera novela de Kevin Powers, Los pájaros amarillos (Sexto piso, 2012), rotunda y poderosa, se presenta con vocación de clásico por lo que cuenta y cómo lo cuenta, por escudriñar, en clave de ficción, conceptos que miden nuestra identidad y que aspiran a entender un tiempo de pelaje indescifrable. Este título primerizo muestra una inteligencia narrativa poco habitual en aquellos que deciden emprender sus primeros pasos dentro de una posible carrera literaria, de hecho, reúne buena parte de las características que un autor de obra debe poseer. En el plano formal, Los pájaros amarillos destaca por presentar una estructura ordenada en capítulos que hacen bascular al lector entre diferentes años, un período de tiempo comprendido entre 2003 y 2009, y en torno a tres geografías radicalmente distintas, como proyección de su esencia, Irak, EE.UU. y Europa. Este soporte no sólo otorga a la historia un ritmo dinámico, casi orgánico, sino que refuerza la clave de esta novela, su entramado poético. A esta primera prolongación de esa inteligencia instintiva a la que he aludido, hay que unir una cuestión muy estadounidense, inaugurada por Henry James, a modo de obsesión perpetua, la incorporación de la figura del lector a la trama desde lo formal. Esa responsabilidad del lector para con Los pájaros amarillos se materializa cuando Powers decide dosificar la información, cuando su autor se inclina por controlar el acceso a la misma; esto provoca que el lector encare Los pájaros amarillos con cierta sensación de irrealidad, como si esa guerra –todas las guerras- nunca hubiera existido. Powers logra esta sensación porque se distancia de la crónica estricta, cuestión muy presente en la tradición del género bélico, y porque combina el testimonio con la interpretación, es decir, juega con la variable ficción/realidad.
Las ideas capitales del entramado poético de Los pájaros amarillos es, sin duda, la gran baza de este título; la reflexión sobre la globalidad de la violencia, sobre el sinsentido de la guerra; la identidad, la libertad, el presente como único tiempo posible, la pérdida de la juventud, la familia, la memoria y la amistad convierten a este debut literario en una lectura urgente, prioritaria. Lo formal refuerza el entramado poético gracias a la creación de imágenes literarias de profunda belleza, imágenes que representan/interpretan el horror, la crueldad, la devastación, y que su autor logra acercar a la experiencia de lo bello gracias a una combinación de lenguaje y conocimiento, tan elegante como certero, preciso y honesto, un conocimiento que Powers asume tras vivir en primera persona la guerra de Irak, realidad que le permite diseccionar el aliento de la guerra, conocer su respiración. Quizá por todo ello, esta novela ha sido comparada con títulos que han reflexionado sobre la experiencia de la guerra, como Las cosas que llevaban los hombres que lucharon (Anagrama), de Tim O’Brien, y Despachos de guerra (Anagrama), de Michael Herr, títulos que profundizan en las personas más que en el hecho bélico, autores preocupados por mostrar la devastación que se produce en ambos bandos.

miércoles, enero 23, 2013

Sal en la piel, Suzanne Desrochers

Trad. Francisco J. Ramos Mena. Grijalbo, 2012, 308 pp. 17,90 €

Ángeles Prieto Barba

Saul Below, Alice Munro, Robertson Davies, Mavis Gallant, Margaret Atwood y muchos otros, componen el nada desdeñable plantel de la gran literatura canadiense, tocada por la musa de la hondura y de la belleza. Una literatura que estamos conociendo desde la década anterior, gracias a estupendas traducciones como la que aquí nos ocupa. Autores perspicaces que sin duda, han servido de aprendizaje para esta joven autora a la hora de transmitirnos sentimientos y paisajes.
Aunque hay que advertir al lector que no vamos a encontrarnos en esta narración con una literatura de altos vuelos y riesgo mayor kamikaze, como estamos acostumbrados por estos lares con cada autor que empieza, sino con una opera prima pausada, sencilla, bien escrita, bastante rigurosa desde el prisma de la Historia y sobre todo, deliciosa. Pienso además que nos encontramos precisamente con una novela más que apta para ser disfrutada precisamente por aquellos lectores amantes de tantos títulos anglosajones y decimonónicos, que abordaron el aprendizaje o iniciación de las mujeres, tema clásico en las hermanas Brontë, Jane Austen, Katherine Mansfield, George Eliot, Edith Wharton o Elizabeth Gaskell.
Lo curioso es que surgió como proyecto de tesis para un máster que Suzanne eligió, con la intención de conocer mejor a las “filles du roi”, ochocientas buenas chicas del país vecino enviadas expresamente por Luis XIV, el Rey Sol, para casarse cristianamente y dar hijos a los primeros colonizadores galos del Canadá. Un viaje en modo alguno romántico, pues el porvenir para ellas consistió en sobrevivir a un clima inhóspito, muy hostil, con esposos rudos, mayormente soldados y comerciantes de pieles, que las dejarían largo tiempo solas. Es por ello que muchas se resistieron a embarcar a pesar de que todas ellas sufrieron previamente condiciones de vida paupérrimas, y un tercio de ellas provenía directamente de la Salpêtrière de Paris, entidad de beneficencia donde encarcelaban y obligaban a trabajar a prostitutas, locas, ladronas y huérfanas.
Y con este triste panorama, tras la consulta de archivos, la autora optó mejor por crear esta obra de ficción, con la intención de describir en ella, de manera minuciosa, todos estos ambientes de la mano de un personaje vivaz y luchador, esa Laure capaz de sobrevivir física y emocionalmente a tantos vaivenes como le deparará el destino. Por ello, los tres escenarios claves de la novela: La Salpêtrière, el viaje en barco y el matrimonio y maternidad en Canadá nos los encontramos descritos sin concesiones, con mucho conocimiento de causa y no poca maestría. Aparte las emociones que compartimos, el otro eje no menor de la novela por los padres perdidos, la compañera de trabajo y travesía, el marido y los indios salvajes que consiguen atraparnos e interesarnos por la difícil vida de estas mujeres sin sentimentalismos, a la vez que nos preguntamos si nosotras seríamos capaces de vivir tales experiencias con nuestras cómodas condiciones de vida. Hay que leerlo.

martes, enero 22, 2013

La vida de FF, Federico Fuertes Guzmán

E.D.A libros, Benalmádena Costa, 2012. 215 pp. 15,5 €

Cristina Davó Rubí

La malagueña editorial E.D.A apuesta, sin duda, por nuevos talentos, por esos escritores sin renombre que escriben por pura vocación y que vuelcan en sus obras lo mejor de sí mismos. En esta ocasión publica una novela original, diferente, peculiar, que habla por sí sola de Federico Fuertes Guzmán, su autor, un algecireño con mucha imaginación y no poca creatividad y capacidad literaria. En La vida de FF se despliega toda una serie de recursos lingüísticos, juegos de palabras e imágenes, para avanzar en los quince minutos previos a que suene en el reloj la alarma matinal del narrador, un atribulado aspirante a escritor al que no parece que nadie vaya a darle la oportunidad de escribir una gran obra. De difícil catalogación, esta novela habla, en realidad, del fracaso, de la frustración de querer conseguir algo y obtener lo contrario.
FF es un escritor sin éxito, al que no leen ni elogian más que sus amigos. Desde la enumeración y clasificación de las negativas recibidas a sus manuscritos, hasta la inagotable intención de escribir, pasando por el método utilizado, esta novela repasa todas las posibles técnicas lingüísticas, y más. Curiosamente, como habrán notado, las siglas del nombre del protagonista coinciden con las del autor. Evitaremos averiguar si existe relación o es una casualidad literaria, pues está muy manida la cuestión de la veracidad de los hechos novelados o la posible dosis autobiográfica de una obra. Lo cierto es que FF puede ser cualquier ser humano que se levanta cada mañana para ir al trabajo, afronta la vida con curiosidad, se fija en pequeños detalles que a la mayoría pasan desapercibidos y utiliza la escritura para evadirse de su rutinaria vida y disfrutar. Es lo que consigue, en definitiva, esta historia, divertir al lector con los insospechados vínculos que establece entre las palabras y sus significados, con los magníficos iconos que crea a partir de ciertos vocablos o expresiones. Las ilustraciones corren a cargo del propio autor, ya que estas son indisociables de lo escrito. Una colección, además, de microrrelatos entrelazados con un sutil hilo argumentativo que nos lleva hasta el momento de las siete en punto de la mañana. Un nuevo día empieza para FF. Nosotros ya hemos vagado con él en el territorio de su imaginación, allí donde se fertilizan las ideas. Ingenio, pues, no falta en esta curiosa novela. Ni tampoco una prosa ágil, fluida, en la que se mezclan la divagación y la coherencia, la fantasía y la realidad.
Federico Fuertes, como él mismo confiesa, no escribe para arreglar nada —para eso ya están los libros de autoayuda—. Su objetivo es escribir para sí mismo, lo cual no quiere decir que no le importe tener lectores, qué escritor sinceramente no busca ser leído, pero lo hace sin ajustarse a convencionalismo alguno, es decir, a su manera, guste o no. Es, por tanto, un autor imprevisible, que no dejará de sorprendernos.

lunes, enero 21, 2013

Cuando estás en el baile, bailas, Galgo Cabanas

EDAF, Madrid, 2012. 189 pp. 18 €

José Miguel López-Astilleros

La novela negra de Mario de los Santos y Oscar Sipán, que son los autores que aglutina el pseudónimo Galgo Cabanas, es, parafraseando a Borges, el punto de partida para la invención y el razonamiento, de modo que el marchamo de género no se agota aquí en sus características al uso, porque si bien hay un personaje principal que quiere saber la verdad, asesinatos y corrupción, el primer protagonista es la literatura, que desborda la precisión y la asepsia expresiva clásica del género, dotando a la obra de una profundidad considerable y un estilo con numerosos aciertos poéticos, e incluso líricos.
En un principio nos encontramos con una trama que transita por la superficie, consistente en mostrarnos el mundo que rodea al sastre Carlo Montelongo, la relación con dos de sus amantes, Martina Reynaga y Sera, o la misteriosa muerte de sus amigos. Todo ello en una época sin especificar, pero que suponemos en años en los que aún se utilizaban barcos de vapor, en un lugar de Hispanoamérica también sin concretar, ya que los personajes además de “coger”, beben pulque y jugos. Lo cual proporciona una mayor libertad a la hora de focalizar el detalle en los rasgos humanos de los tipos que transitan por esta geografía, sin la tiranía de los datos históricos. Aunque no por ello la ambientación de la ciudad se vea menoscabada; por el contrario, se nos suministran, por ejemplo, dos elementos capitales y muy efectivos en la pintura del ambiente, como son la omnipresencia de un río, metáfora clásica por donde transcurre la vida y la muerte, indicativo de esto último son los innumerables cadáveres que van a parar a su fondo. El otro elemento es el constante sonido ubicuo de las balas, escuchadas por todos los rincones de la ciudad, a cualquier hora, procedentes de los revolucionarios comunistas y de la policía.
Pero bajo esta apariencia hay otra trama, dividida a su vez en dos, por una parte tenemos los avatares de una banda mafiosa que trafica con opio, que no repara en asesinar a quien representa una dificultad para sus intereses, y por otro lado tenemos a los revolucionarios comunistas que luchan por hacerse con el poder a cualquier precio. Estas dos tramas confluyen en la sastrería de Carlo Montelongo, quien, a pesar de ser el protagonista principal, se sitúa al margen de ambos grupos, tanto que hasta los últimos capítulos permanece ignorante de lo que realmente se cuece en su almacén. Esta dualidad, se verá reforzada por la presencia de dos mujeres que tienen una parte muy activa en el desarrollo de los acontecimientos, en quienes nuestro protagonista verá una única dimensión, la de la pasión amorosa, ni la política ni la delictiva, al menos hasta el final.
El desarrollo de la trama se precipita cuando Carlo decide averiguar quién ha asesinado a sus amigos, a partir de ahí el ritmo es vertiginoso hasta la resolución del enigma, que lo deja sumido en la más absoluta desolación, al comprobar que la corrupción es inherente al ser humano.
Entretejidos en el argumento, dándole consistencia, aparecen personajes secundarios que representan lo mejor y lo peor del ser humano, sea Jairo Casares, el sastre mentor de Carlo Montelongo o el sicario “Dosdedos”, entre otros. Por otra parte, los movimientos climáticos y anticlimáticos respecto de la acción central están muy bien dosificados, estos últimos con los encuentros amorosos del protagonista con la seductora Martina Reynares, el recuerdo de su familia o la rememoración de las sabias palabras del desaparecido Casares, por poner unos ejemplos.
Una novela de amor, de corrupciones, asesinatos, soledades, mujeres fatales, de revolucionarios, traiciones, bajos fondos…, en la que los autores aportan ángulos insospechados sobre los que asomarse a una sociedad en descomposición y al alma humana, con un estilo de indudable calidad literaria. Esta novela recibió el XVI Premio de Novela Negra de Getafe en 2012.

viernes, enero 18, 2013

Islas flotantes, Joyce Mansour

Trad. Antonio Ansón. Periférica, Cáceres, 2012. 120 pp. 16,50 €

Mario Cuenca Sandoval

Hay narraciones que fluyen como un delirio consistente y sostenido en el tiempo, auténticas mareas de imágenes cuya espuma se prolonga mucho más allá del punto y final. Islas flotantes, editada por primera vez en España, es un ejemplar impecable de esta concepción de la novela, o de algo que va más allá de la novela, un dispositivo inclasificable de la inclasificable Joyce Mansour, nacida en Inglaterra en 1928 aunque procedente de una familia sefardita de El Cairo, para rizar aún más el rizo de su identidad étnica, escritora en lengua francesa, fallecida en París en 1986.
Pese a su integración en la corte de los surrealistas franceses de Breton, Joyce Mansour, de quien solo habíamos leído en castellano tres poemarios reunidos por Igitur, Gritos, Desgarraduras y Rapaces (2009), no puede ser tomada por una escritora surrealista pese a que el humus de que se alimenta su obra sea el mismo: las disquisiciones ero-tanáticas que fascinaron a los surrealistas de su generación, aunque apuntaladas sobre el análisis del vínculo entre sexualidad y muerte que Bataille estableció en su clásico de 1957 El erotismo, en cuyas primeras páginas el pensador de Billom ponía en valor esta cita de Sade: «No hay mejor medio para familiarizarse con la muerte que aliarla a una idea libertina».
Como acertadamente nos recuerda Antonio Ansón en su postfacio —merece la pena celebrar, de paso, la musicalidad y fluidez de la traducción—, cada época ha tenido su enfermedad, y cada enfermedad sus escritores (p. 114). Sus circunstancias vitales explican que Joyce Mansour, cuyo primer esposo falleció víctima del cáncer, dedicara sus Islas flotantes, segunda parte del díptico Histoires nocives de 1973, a la gran enfermedad contemporánea -«El cáncer está sujeto a la pesadilla por unas tenazas de cangrejo: (…) es, indudablemente, el hijo de la pesadilla, no el padre» (p. 90)-, desplegando una alucinada y onírica peripecia en un hospital de Ginebra que se convierte en una vorágine de sexo y escatología, todo ello envuelto en un lirismo que hurga en la carne y en el grotesco amontonamiento de los cuerpos.
Servida como un conjunto de asociaciones libres e imágenes de gran ferocidad que parecen talladas con las herramientas de la fiebre, Islas flotantes arranca con la visita de la protagonista a la clínica donde agoniza su padre y desemboca, por un túnel delirante de orina, heces y fluido seminal, en su propio ingreso hospitalario, dejando al lector con «la clara impresión de haber ascendido un escalón en el camino hacia la lucidez: el del asco» (p. 87). El conjunto compone un lienzo orgánico en que la sexualidad aparece como el último y paradójico hilo que comunica a los pacientes con la vida.
Los pacientes aparecen ordenados en varias categorías zoológicas, o incluso botánicas, entre las que descata la categoría de los «grandes enfermos», tendidos en sus camas, que un día serán trasladados a la Morgue, sobre los que la autora se pregunta «si son cuerpos del reino animal o del reino vegetal» (p. 43). Pero también están los que aún caminan, siempre con su miembro fuera de la bragueta, dispuestos a hacer el amor hasta las inmediaciones de la muerte. Los pacientes son islas preocupadas por su propio alivio en medio de la aflicción, cada enfermedad es una isla, y en cuanto a los médicos, a los que Mansour compara con tenistas profesionales, tan saludables y enérgicos, estos, «al igual que los dioses, no se compadecen de los soñadores» (p. 102).
En conjunto, la caracterización del centro médico como una enorme trituradora de miembros y órganos recuerda a la dantesca imagen que de los grandes centros de exclusión nos ofreciera Foucault en su Historia de la locura en la época clásica, los sifilocomios y las leproserías, depósitos de alienados en observación que obligan al interno a renunciar a su trato con el mundo, a des-prenderse (p. 65), único estado en que puede asumirse el ideal ascético, «la famosa renuncia a sí mismo prescrita con mayor o menor claridad por todas las religiones» (p. 65).
En resumen: un relato perturbador, de enorme tensión lírica, que nos confronta con la pregunta de cuáles son los últimos hilos que unen el cuerpo medicalizado con la vida. Sea bienvenida la narrativa de Joyce Mansour al ecosistema de nuestra lengua.

jueves, enero 17, 2013

Leningrado tiene setecientos puentes, Mar Sancho

Tropo Editores, Zaragoza, 2012. 176 pp. 17 €

José Gutiérrez Román

Alguna vez he leído o he oído decir (incluso podría haberlo soñado) que las palabras al entrar en contacto con la memoria y la imaginación pueden llegar a emitir ondas electromagnéticas. O lo que ya sabíamos: que la literatura tiene la capacidad de traspasarnos cuando visitamos las páginas de ciertos libros. Y eso es lo que sucede precisamente con los cautivadores relatos que ha reunido Mar Sancho en este volumen, que sus historias (en forma de onda) siguen cruzando por el lector después de haber cerrado el libro. En Leningrado tiene setecientos puentes hallamos un nexo común en casi todos sus cuentos: el impulso irrefrenable que sienten sus personajes hacia algún tipo de acto clandestino. Así, por ejemplo, nos encontramos con un tipo solitario que cada domingo acude al aeropuerto para robar una maleta; con el geólogo que se desvía de su camino y se adentra en Jericó sin saber por qué y para qué; con un pastor que, en la España franquista, hereda unos manuales para aprender ruso y que hace de ello el centro de su vida; también deambulan por sus páginas un anciano que en secreto regresa a su país de nacimiento para zanjar un amor infantil; un “hombre topo” que, al inicio de la postguerra, vive oculto en el sótano de su casa y que a escondidas sube al hogar; el niño que en mitad de la Patagonia pedalea en busca de otros paisajes más allá de su habitual decorado; la mujer que se hace pasar por hombre para cumplir con un encargo; el grupo de amigos que traslada el cadáver de un amigo hasta su pueblo natal fingiendo que está vivo o una joven que, en plena guerra fría, se ve manejando un extraño artilugio que genera ondas milimétricas (otra vez las dichosas ondas). Todo un abanico de atractivos relatos, cuya ambientación nos lleva desde Bombay o Alaska hasta los austeros pueblos de Castilla. Cualquier lugar es propicio, parece decirnos su autora, para contar historias que a la postre son universales y que tienen que ver con la introspección en uno mismo, la recreación del pasado o el deseo de adentrarse en la vida por un camino nuevo, fuera de la costumbre. Todo aquel que haya intentado escribir alguna vez un cuento sabe que aquí es donde radica su mayor dificultad, en dotar de verosimilitud no solo los aspectos más inverosímiles de la vida, sino también los más cotidianos. Y Mar Sancho lo logra con la precisión de esas “ondas milimétricas” que nos traspasan sin nosotros darnos cuenta. Una curiosidad: hay tres relatos que comparten la temática del testamento y los herederos, algo que no sabemos si es una coincidencia o una elección deliberada, pero que en todos los casos genera un punto de inflexión en la vida de sus personajes. Como se dice en uno de los cuentos: «Hay momentos, instantes apenas, en que de repente dejamos de saber quiénes somos y tampoco hay nadie a nuestro lado a quien preguntárselo». Los dieciocho relatos que componen este libro inciden en ese delicado momento a través de una prosa elegante, con dosis de humor y una mirada perspicaz. Esta es la valiosa herencia que recibirá quien se acerque hasta las páginas de este libro.

miércoles, enero 16, 2013

La hija del tiempo, Josephine Tey

Trad. Efrén del Valle. RBA. Barcelona, 2012. 208 pp. 18 €

Victoria R. Gil

¿Qué sabemos hoy de Ricardo III? ¿Que fue un ambicioso rey, cruel e implacable? ¿Que su cuerpo era tan deforme como su alma? ¿Que se libró, sin importar lo sangriento del método, de todo competidor al trono de Inglaterra, incluidos sus propios sobrinos, dos niños encerrados en la Torre de Londres? Éstos son, sin duda, los rasgos que nos sugiere un personaje tan shakesperiano, a quien los libros de historia, el teatro y el cine han representado siempre como la maldad en estado puro, capaz de la mayor infamia y de la peor traición.
Pero, ¿y si ese tullido y siniestro Duque de Gloucester no fuera más que la imagen distorsionada de la auténtica figura histórica que se oculta detrás? ¿Es posible que, con la impunidad del vencedor, la dinastía Tudor que se instaló en el trono inglés tras la Guerra de las Dos Rosas reescribiera los hechos para ensalzar el nuevo orden por el efectivo procedimiento de difamar el anterior?
Con tan singular premisa, la escritora escocesa Josephine Tey, seudónimo de Elizabeth Mackintosh, escribió en 1951 una sorprendente narración policíaca, considerada un clásico por los amantes del género y elegida como la mejor novela de misterio de todos los tiempos por la Asociación de Escritores de Crímenes de Gran Bretaña. Pero no se dejen confundir por una senda argumental que desemboca en el año 1485 y en un tiempo en el que la Edad Media inglesa está a punto concluir. Ésta no es una novela histórica con un monje por investigador o cualquier otro personaje igualmente sagaz y pintoresco. Alan Grant, su protagonista, es un inspector de Scotland Yard que habita el siglo XX y que, inmovilizado a causa de un accidente y aburrido por la inactividad, decide investigar un crimen ocurrido casi cinco siglos atrás.
Todo comienza con un retrato de Ricardo III en el que, para su asombro, Grant cree observar a «una persona acostumbrada a una gran responsabilidad y responsable en su autoridad. Una persona demasiado concienzuda (…) Un hombre que se sentía a gusto en situaciones de gran relevancia, pero ansioso por los detalles». Tal vez un juez, acaso un príncipe, pero nunca «el jorobado, el monstruo de los juegos infantiles. El destructor de la inocencia. Un sinónimo de vileza». Sorprendido de que su instinto de sabueso olfatee orden y juicio donde siglos de historia sólo han visto deshonor y mezquindad, Grant inicia una investigación sobre Ricardo de Gloucester a partir de biografías, crónicas de la época y la ayuda entusiasta de un joven historiador que suple con labor de campo su obligada inmovilidad en el hospital donde se recupera.
Los más de 400 años transcurridos desde que Ricardo muriera en la batalla de Bosworth (aquélla en la que Shakespeare le hizo clamar, sin éxito, por un caballo) no son un obstáculo para que Grant se afane en descubrir al verdadero asesino de los príncipes de la Torre. Ni tampoco restan efectividad a los métodos policiales que acostumbra a usar diariamente en su trabajo: una lista de sospechosos, un móvil que justifique el crimen, la oportunidad para cometerlo, buscar reacciones extravagantes, confirmar las coartadas, demostrar quién se beneficia del delito… Con ellos y con la tenacidad del policía que sigue un rastro de muerte, el inspector se sumerge en archivos y legajos que lo conducen a revelaciones inesperadas.
¿Mató Ricardo III, último rey de la casa de York, a sus sobrinos, o, por el contrario, lo hizo Enrique VII, primer monarca Tudor? ¿Había más personas interesadas en la desaparición de los herederos? ¿Pudieron cometer otros el crimen? ¿Se produjo, en realidad, tal crimen? Es posible que los hechos, tal y como los conocemos, no sean más que una extraordinaria fabulación y Grant recela cada vez más de las conclusiones históricas, tan faltas de la necesaria lógica deductiva, que lo impulsan a seguir con sus pesquisas: «Se atribuía a Ricardo III la muerte de sus dos sobrinos, y su nombre era sinónimo de maldad. Pero a Enrique VII, cuya “política afianzada y meditada” consistía en aniquilar a toda una familia, se lo tenía por un monarca astuto y previsor. Puede que no despertara mucho cariño, pero era constructivo y trabajador, además de un triunfador».
La verdad, como asegura el proverbio que da título al libro, es hija del tiempo. Y con este sugerente viaje al pasado por el que nos conduce Josephine Tey no sólo tendremos la oportunidad de descubrirla, sino que disfrutaremos de una investigación policial, insólita y apasionante, que nos dejará con la incómoda sensación de que el Ministerio de la Verdad empezó su vergonzosa labor mucho antes de 1984.
La reedición de esta magnífica novela de Tey en la Serie Negra de RBA pone de nuevo al alcance de los lectores españoles a una autora que sólo había sido publicada en nuestro país hace dieciocho años, con una edición de bolsillo de La hija del tiempo difícil de encontrar hoy, incluso en librerías de viejo. Aprovechen esta oportunidad de contemplar el pasado desde una nueva perspectiva y de averiguar si el último rey de la dinastía Plantagenet fue digno de desprecio o de admiración.

martes, enero 15, 2013

Charles Dickens: Mi vida, Claire Tomalin

Trad. Begoña Recasens. Aguilar, Madrid, 2012. 565 pp. 18 €

Ángeles Prieto Barba

Charles Dickens fue el primer gran escritor de éxito masivo en el mundo occidental contemporáneo que ejerció como tal llevando una existencia de escaparate, cara al público, que podemos estudiar. De hecho, tal era su popularidad que en vida él mismo ya designó como biógrafo a su gran amigo el periodista John Forster, quien emprendió esta tarea dos años después de su muerte acaecida en 1870. Y desde entonces hasta ahora, recién celebrado el bicentenario de su nacimiento, ha sido objeto constante de jornadas y homenajes, estudios críticos, históricos, sociales y por supuesto, biógraficos. Pues bien, este ensayo que tenemos aquí, el de Claire Tomalin, es uno de los más serios, rigurosos y mejor trabajados, una biografía acertada y sin duda superior a la de Peter Ackroyd o la de J. B. Priestley, quiénes se centran menos en el personaje, más preocupados quizá por otros aspectos literarios o sociales anexos y consultando asimismo menos fuentes para confeccionar sus visiones particulares.
Porque lo que Claire Tomalin nos va a mostrar aquí no son sólo las condiciones para que surgiera este exitoso e incansable trabajador de la pluma, sino también los claroscuros de una persona compleja, que concentra en sí todo lo mejor, y también lo peor, de la era victoriana. En cualquier caso, un narrador genial con unas extraordinarias dotes de observación y el creador de personajes más importante, tras Shakespeare, de la literatura anglosajona: los inolvidables Barnaby, Amy Dorrit, David Copperfield, los amigos del club Pickwick, Jenny Wren, Scrooge y tantos otros. Hijos propios y personales, nunca caricaturas de personas reales, en un autor que supo y pudo mantener al margen su vida, de su obra literaria. No así del mercado y de la expectación que generaba su sola presencia.
Pero además otro asunto a destacar es que en este ensayo su autora no se limita a narrarnos con detalle los avatares más significativos de su vida (la prisión por desfalcos de su padre, el ingrato trabajo infantil en una fábrica de betunes, pasante de abogados, taquígrafo en el Parlamento, primer amor fracasado, matrimonio prolífico y desgraciado, diversiones, amantes y viajes), sino a trazarnos una vida con coda y sin marcha atrás desde el entusiasta e incansable joven Dickens hasta el maduro, lúcido y desesperanzado. Lo mismo que le ocurrió a esa sociedad suya que supo desterrar los peligros de una revolución social inminente (cartismo), mejorando las condiciones de vida de los desfavorecidos, pero no pudo disfrazar ni mantener ese estatus hipócrita de religión, moralidad y buenas costumbres que impusiera al resto del mundo sus creencias en el progreso material y la superioridad de la raza blanca.
Conmueve muchísimo el Dickens que Claire Tomalin traza porque no sólo estaremos ante el gran escritor de fachada. Por el contrario, nos encontraremos al amante de las chanzas y las juergas con los amigos, al que se embarca en varios proyectos y los termina todos, al ser caritativo capaz de levantar y sustentar económicamente un hogar de acogida para prostitutas, pero también a quien trató con crueldad a su más que digna esposa o al cobarde que escondió a su amante herida en un accidente para que nadie descubriera la relación. O al padre injusto y despreocupado que distó de tratar igual a todos sus hijos. Y a pesar de todo, un ser excepcional con todas sus grandezas y miserias. Por eso, si el objeto de un ensayo biográfico no debe ser otro que conocer al retratado, este es, insisto, el mejor que podemos encontrar en el mercado sin olvidarnos de que luce además, y para colmo, un traducción digna e impecable. Un libro trabajado y brillante.

lunes, enero 14, 2013

Aguilar. Historia de una editorial y de sus colecciones literarias en papel biblia, María José Blas Ruiz

Librería del Prado, Madrid, 2012. 309 páginas. 39 €

Care Santos

En el siglo XIX se separaron por primera vez los oficios de librero, impresor y editor. El editor quedó encargado de la selección de autores y la necesaria criba. El impresor, del trabajo técnico y artesano de elaborar libros, la mera manufactura. Y el librero, se encargó de la venta al pormenor, en la atención personal de los clientes. Esa es una de las muchas cosas que cuenta María José Blas Ruiz en este libro, una verdadera joya para los amantes de los libros, una de esas rara avis que ocurren de vez en cuando y, al tiempo, un  homenaje a los libreros de antaño, puesto que para su elaboración, su autora, María José Blas Ruiz, ha vuelto a los orígenes, escribiendo, revisando puntillosamente y ahora dando a la luz esta monografía sobre el editor que cambió el panorama de los libros y la lectura en nuestro país.
Llevo escuchando hablar desde este libro casi dos años, desde que tuve la suerte de conocer a María José Blas Ruiz a los pies del cañón de La Librería del Prado, en la calle del mismo nombre. Blas es no sólo hija de librero -el recientemente fallecido José Blas- y librera ella misma sino, me atrevo a afirmar, la máxima especialista viva en las colecciones en papel biblia que editó Aguilar desde el año 1928. Unas colecciones que entraron en todas las casas donde había verdaderos lectores, no sólo porque revolucionaron el modo en que se editaba y vendía literatura en España, sino porque aún hoy constituyen ediciones ejemplares: bien traducidas, bien prologadas y editadas con todo lujo. Por no decir que en muchos de esos libros siguen estando disponibles títulos que nunca más han sido editados en castellano. Uno de esos lectores, Luis Alberto de Cuenca, dedica en el prólogo de la obra unas palabras a su íntima relación con estos bellos libros: "Siempre que era mi santo o mi cumpleaños pedía un libro de Aguilar como regalo. Mi abuela María de la Presentación me regaló, por ejemplo, los Crisoles Pan y Hambre, de Hamsun, el segundo con esta dedicatoria: 'Para que no la pases nunca' (...). Desde entonces mi vida ha transcurrido entre tebeos, viejas películas y libros editados por don Manuel Aguilar". De modo que las colecciones a las que Blas dedica mayor atención, que fueron los buques insignia del sello y que hoy perpetúan su memoria, son también hoy las más buscadas por los bibliófilos, que siguen adquiriéndolas, a pesar de que su responsable murió hace casi 50 años. Estas colecciones son cuatro: Obras Eternas, Joya -muy reconocibles y apreciadas ambas en su primera etapa, cuando los bordes estaban pintados-, Crisol y la mítica y única superviviente, Crisolín. El libro ofrece listados completos de títulos, valiosísimos para los coleccionistas, ya que una de las dificultades de este coleccionismo radicaba, precisamente, en el desconocimiento de la nómina completa de obras publicadas.
   A todo ello dedica Blas exhaustiva atención en la segunda parte del libro. La primera, que acaso pueda interesar más a un público general, hace un recorrido por la biografía de Manuel Aguilar, el editor responsable, un hombre forjado a sí mismo, que desde la nada y con apenas recursos consiguió dirigir todo un emporio editorial. Sus inicios fueron posibles gracias al préstamo y la amistad de un impresor y a su audacia para hacerse con los derechos de un libro sobre espiritismo, su primer éxito. Él mismo tradujo la obra y la puso a la venta, en una edición en rústica que luego encontraría continuidad en los muchos, muchísimos títulos de su catálogo. La elección del papel biblia vino dada por la carencia del papel común en tiempos de racionamiento -1938- y a la alianza que logró establecer con un fabricante de papel de fumar de Alicante. Fue un hallazgo feliz porque, a diferencia de otros papeles, el biblia no envejece y, pese a que aparenta lo contrario, es de los más resistentes. Esa fue, sin duda, una de las claves del éxito de las colecciones de Aguilar, ya que el tipo de papel determinó también el gran número de obras que incluía cada volumen. Y desde esos inicios, a la época dorada, en los años 50, cuando Manuel Aguilar tenía sus propios rebaños de cabras que le abastecían de la piel necesaria para sus colecciones y varios impresores madrileños trababan para él al mismo tiempo, puesto que ninguna imprenta podía satisfacer por completo su enorme demanda. Esa es la razón, he aquí otra curiosidad, de que a menudo un mismo libro editado el mismo año presente en las colecciones de Aguilar dos encuadernaciones de colores diferentes.
   Por último, un breve apunte de la microhistoria de este libro y de su autora. Blas admite que podía haber dado su monografía a algún editor, como de hecho intentó, pero ninguno quería atenerse a sus exigencias. Como buena conocedora de la materia, deseaba cierta calidad de papel, impresión en color y gran formato. Antes las negativas de las editoriales comerciales, decidió volver atrás en el tiempo y editarlo ella misma. El resultado es una maravilla que hará felices a los numerosos coleccionistas de Aguilar y a los lectores nostálgicos. Y que, pos supuesto, sólo puede encontrarse en una librería del mundo: http://www.libreriadelprado.com/




viernes, enero 11, 2013

Hablar solos, Andrés Neuman

Alfaguara, Madrid. 2012. 192 pp. 18 €

Amadeo Cobas

«No fue triste. Dispersé sus cenizas y reuní mis pedazos»…
Si en algún momento se ha preguntado usted cómo son las «despedidas de verdad», aquellas que no tienen vuelta atrás, las que jamás se suavizan con la posibilidad de un regreso, Andrés Neuman tiene la respuesta.
Él las define como «fuera de lugar, torpes».
Y no han de ser de otra manera si nos atenemos a lo expuesto en este corolario a tres voces. Un tríptico que narra la vida desde tres planos bien diferentes. El del hijo de diez años, Lito, con la inocencia y la urgencia de la temprana edad, una prisa nerviosa; el de la madre, Elena, pausado, causativo, con la sensatez resultante de soportar los embates de la vida; y por fin el del padre, Mario, atribulado, sincopado, quitándose la palabra, iniciando una explicación que será velada por la idea siguiente, que atropella su previa claridad expositiva. Y siempre en primera persona, como confidencias o reflexiones en voz alta. No, en voz alta no; en voz baja. Un susurro es la narración entera. Y las voces ocupan todos los tiempos: Lito es el presente que ansía rebelarse; Elena es el futuro que se vislumbra incierto; y Mario es el pasado, el mirar atrás como opción más feliz que tender la vista al frente. Tres voces como tres recursos: la primera fustiga con su período corto, asfixiante al orlarse de modernidad con las abreviaturas que el hijo usa en los sms que envía a su madre; la segunda es una lluvia que empapa hasta hurgar lo profundo del alma; la tercera carece de ánimo para enfrentarse al devenir, es una huida a ninguna parte.
Aquí la descarnadura se hace visual hasta dañar: «Cuando entro en su habitación, vestida con la ropa que le gusta, peinada para él, siento que me mira con rencor. Como si mi agilidad lo ofendiera. ¿Cómo estás, mi amor?, lo saludé esta mañana. Aquí, muriéndome, ¿y tú?, me gruñó»… Crudo, pero irrefutable: si un estado de ánimo condiciona una respuesta, ¿qué no ha de hacer una enfermedad?
Respuestas… y preguntas. Podríamos hacernos muchas (y hacérselas a él) sobre la sorprendente capacidad narrativa del escritor. Yo me quedo con una que me sobrecoge y pasma a la vez: ¿por qué sabe tanto Andrés Neuman de la psique de la mujer? ¿Está en lo cierto cuando ahonda en lo intrínseco y trae a la luz esas interioridades recónditas de una chica, su modo de sentir, sus anhelos y motivaciones? ¿Cómo ha logrado descifrar ese lenguaje? ¿Será envidia lo que siento? Quiero pensar que no. Es profunda admiración ante su fértil observación de las féminas y esas introspecciones que considero tan atinadas. No sólo en esta obra en particular, donde borda la mente de Elena, sino a lo largo de su producción literaria (que conozco desde la deliciosa La vida en las ventanas, una sorpresa para mí, y que tuve la fortuna de reseñar hace años para el periódico Heraldo de Aragón). Porque, no nos engañemos, Elena vertebra este trocito de vida en forma de novela, le da consistencia hasta ser el vórtice de una vorágine, la que reflexiona sobre lo trascendente, la muerte y el amor… o sus respectivos antagonismos: el sexo y la vida.
¿Lo he formulado al revés? Me da que no… Pido perdón si me he equivocado.
Esta obra, engalanada con un primoroso armazón literario (expuesta incluso a la comparación frente a textos de otros autores), con deje otoñal, está muy bien trazada hasta su epílogo, largo y empero tan armonioso que ni se nota, fácil de leer porque despierta el interés del lector por su trama y porque le ayuda con la ya referida abundancia del uso de frases breves, donde cada una contiene una máxima, una razón para seguir vivo.
Así es. Que a ningún lector se le oculte que aunque la muerte ronda a quienes se dedican a Hablar solos tras la visita del infortunio, hete aquí un catálogo con las razones para vivir. Y para no estar solo.
A menos que uno quiera, claro…

jueves, enero 10, 2013

Solo con invitación: La hermandad de la nieve, José Vicente Pascual

Ediciones Evohé, Madrid, 2012. 351 pps. 18,60 €

Ángeles Prieto Barba

Mucho me complace cerrar este libro constatando que se escriben en España novelas históricas amenas y rigurosas, tan sólo hay que saberlas buscar. Porque entre tanta loa pastelosa y marujil a princesas embobadas, marqueses aguerridos o reyes descarriados, aún podemos encontrar una novela como ésta, donde los protagonistas son gente del común que no lucen oropeles, ni falta que les hace. En una narración donde tampoco existen personajes femeninos strictu sensu y sí un claro dogma religioso, esa diosa que es la ciudad de Granada con tres personas divinas que la desarrollan plenamente: la que No Dice Su Nombre, Albia Doménica de la Santísima Trinidad y la pequeña niña-viuda Adina (Isabel de Santa María), señoras de origen incierto que tejen toda la trama, en uno de los grandes logros de esta narración tan cuidada.
Otro punto a destacar, no menos importante, es la perfecta transmisión histórica del sistema gremial, protagonista económico de la vida urbana en buena parte de la Edad Media y en toda la Edad Moderna, pero empleando para ello el elemento fantástico de unos neveros que jamás existieron, aunque esté documentado un continuo acarreo de blancos copos, en sus distintas formas, desde Sierra Nevada. Si a eso añadimos que nos relata de forma bastante lograda lo que supuso y cómo se desarrolló la rebelión morisca de las Alpujarras; cómo son y por qué surgen disputas familiares sempiternas, intrínsecas a esas tierras granadinas; la descripción de lugares maravillosos como es la Cuadra Dorada de la Casa de los Tiros, huyendo de la tan manida y explotada Alhambra y el paso fugaz de personajes fastuosos como el increíble Juan Latino, obtendremos con todo ello un cuadro histórico fascinante y rico, en el que merece la pena detenernos. No estamos, ni mucho menos, ante una novela para leer y dejar olvidada en la silla de un autobús, lo que vamos a adquirir es un libro con el que aprendemos Historia con mayúsculas, un volumen para conservar y releer cuando nos haga falta. Por ejemplo, cuando volvamos a Granada.
Todo ello en una trama ordenada e inteligente que mantendrá nuestra atención absorta hasta que logremos terminarla, con un estilo tan cuidado que nos hará sentirnos mimados como lectores. De este modo cualquiera, al tropezar con una novela de este tipo y sin conocer a su autor previamente, un señor muy alejado de circos editoriales mediáticos, se preguntará cómo es posible lograr tal magisterio en esta obra, y el secreto se encuentra en los veinte libros publicados que ya luce este escritor con anterioridad a éste.
Novela rigurosa, como insisto, y por esa misma razón, valiente y políticamente incorrecta, pues todos los que hemos estudiado historia sabemos que, lejos del mito de Al-Andalus como paraíso de las tres culturas, la integración con el Islam, pese a continuados intentos, fue imposible. Como prueba, basta un simple paseo por la costa andaluza, toda cubierta con atalayas, a fin de impedir razzias desde el norte de África. Y es por ello que esta novela, cumpliendo con el deber de no falsear las fuentes, nos ofrecerá en toda su crudeza esta guerra cruenta desde la perspectiva, original e interesante, de ese mismo pueblo llano que la sufrió más que nadie.
Con novelas así, que nos llenan de orgullo, nada tenemos que envidiar a esa novela histórica anglosajona esa que teoría, tantas décadas de inversión cultural, apoyo editorial y lectores entusiastas, nos llevan.


José Vicente Pascual: "Toda esa tramoya no me interesa en absoluto"


José Vicente Pascual (Madrid, 1956), novelista con más de tres décadas en activo, luce en su historial premios como el Azorín, el café Gijón, o el Alfonso XIII, habiendo sido también finalista del Nacional de Narrativa. Entre sus títulos a destacar, La montaña de Taishán (1989), Palermo del cuchillo (1995), Juan Latino (1998), El país de Abel (2002), Homero y los reinos del mar (2009) y Los fantasmas del Retiro (2011).

¿Qué razones históricas, literarias o de índole personal te han llevado a prescindir en tu novela de la Alhambra y preferir esta Granada que depende de Sierra Nevada?
—En La hermandad de la nieve intento contar y explicar el difícil, apasionante siglo XVI en el antiguo reino de Granada, una ciudad y un territorio que en la práctica no conocieron la edad media cristiana y que pasaron directamente del Islam como única visión del mundo al catolicismo de la época, con sus luces renacentistas y sus sombras integristas. Aquel “experimento” de convivencia entre cristianos y musulmanes acabó con una espantosa guerra civil (1568) en la que volvió a discutirse la hegemonía de poderes en el Mediterráneo, y con la posterior expulsión de los moriscos (1609). Para el desarrollo del argumento y la acción sobran estereotipos y lugares comunes. El mito del paraíso perdido nazarí es eso mismo: un mito que puede dar de sí para cierta literatura encandilada por el exotismo, pero de nada servía para mi novela. Los Cuentos de la Alhambra de Irving son una delicada obra literaria, desde luego; pero son cuentos. Los casi 120 años de convivencia entre el Islam y la civilización cristiana en Granada no son ningún cuento sino una realidad histórica que merece ser tratada como tal, por lo que significó y por lo que podemos aprender de la experiencia.


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miércoles, enero 09, 2013

Obra poética (1965-1998), Eduardo Mitre

Pre-Textos, Valencia, 2012. 456 pp. 30 €

José Luis Gómez Toré

Cuando con demasiada frecuencia la poesía se convierte en un fatigoso enfrentamiento entre facciones, en una larga serie de disputas en torno a modas y escuelas, se recibe como un soplo de aire fresco una lírica que se mueve sin dificultad desde las aventuras vanguardistas a la dicción más clásica, y que lo hace siempre con el aire desenfadado y elegantemente sentimental, no exento de humor, casi de poesía popular, de los versos de Eduardo Mitre (Oruro, Bolivia, 1943). En efecto, lo primero que llama la atención en estos poemas es la facilidad expresiva, la aparente espontaneidad de una escritura, que, frente a la mayor parte de la poesía contemporánea, recurre incluso al juego ocasional de la rima, casi siempre asonante. En las manos de Mitre, la poesía parece con frecuencia un juego, pero jugado con la seriedad con la que lo haría un niño, como se aprecia sobre todo en sus caligramas pero también en no pocos de sus versos de apariencia más convencional, que parecen una adivinanza o incluso una greguería: «¡Relámpagos: nubes/ que se abren las venas!».
Este tipo de poesía tiene sus riesgos y en algunos tramos de su trayectoria asoma así una falta de tensión lingüística. No es raro en un escritor honesto, y menos en un poeta, que sus logros mayores y sus puntos débiles estén sorprendentemente próximos. En ocasiones, la ligereza, la encantadora sencillez de los versos de Mitre se acerca peligrosamente a cierto descuido expresivo. Con todo, haríamos mal en juzgar esta escritura desde la visión simbolista del poema como una joya perfecta. Estos poemas son menos artefactos que una forma de respiración, de estar en el mundo. Sé que se trata de una asociación muy personal y probablemente muy discutible, pero esta conciencia vitalista, en la que el escribir se alimenta de la vida y esta a su vez es intensificada por la escritura, me recuerda de alguna forma al Goethe del Diván de Oriente y Occidente, ese libro de senectute tan sorprendente juvenil.
Pese a algunas reticencias, a la postre estos poemas nos seducen con su capacidad para decir el mundo sin ocultar la distancia insalvable entre mundo y lenguaje. Poeta de las realidades más humildes y por eso mismo poeta del milagro, de lo familiar convertido en asombroso, Eduardo Mitre es un poeta de la presencia, de lo que está ahí “por primera vez siempre”. Estamos ante una poesía de la carne hecha verbo y del verbo hecho carne, de una carnalidad que va más allá incluso del elegante erotismo de no pocos de sus versos. En esa atención a la materia no es difícil descubrir al admirador de Lucrecio, de quien, como de otros maestros, ha aprendido que “No hay más ascensión que hacia la tierra”.
Creo que no tiene sentido preguntarse si en estos poemas predomina lo elegíaco o lo hímnico, como tampoco si pesa más la mirada vitalista que el aliento meditativo. Precisamente en esa fusión de actitudes y elementos aparentemente contrarios está el atractivo mayor de su lírica, que conjuga asimismo la rebeldía frente a lo injusto con la serena aceptación de lo que existe: «No hay pregunta bien hecha:/ la vida es un entierro y una fiesta». La poesía es entonces, no un sustituto de lo real, sino una mirada alerta para advertir la fugacidad del milagro y, como quería Italo Calvino, hacer que dure y dejarle espacio: «El Paraíso está aquí./ Abre los ojos/ que abran sus puertas./ Despierta. Está aquí./ No es la dicha,/ es la presencia».

martes, enero 08, 2013

Las leyes de la frontera, Javier Cercas

Mondadori, Barcelona, 2012. 384 pp. 21,90 €

José Manuel Hernández

Existe un relato de la Transición, construido casi en paralelo a los acontecimientos y que se quiere oficial, según el cual el proceso de democratización vivido en España entre 1975 y 1982 fue posible gracias al pacto alcanzado, sin apenas conflicto, por todos los agentes sociales y políticos del país. Aún así, aunque al principio de manera subterránea, no tardaran en surgir voces alternativas que impugnarán, poniéndola en tela de juicio, la trama oficial de los hechos. La mayoría de esas narrativas heterodoxas, ansiosas a menudo por reivindicar el punto de vista propio de una España diversa, van a legitimar su mirada sirviéndose de un instrumento poderosísimo: el que ofrece la lógica del testimonio.
La última novela de Javier Cercas, Las leyes de la frontera, acude también a la dinámica testimonial para recuperar una de las caras b del relato del la Transición española: la del recorrido melancólico por el nacimiento, la eclosión y el ocaso de la potente y trágica cultura quinqui. Los rasgos definitorios de su argumento son lineales y claros: a petición de un escritor que pretende hacer un libro sobre el delincuente común más famoso del postfranquismo, el Zarco, (proyección ficticia del real Vaquilla), el abogado Ignacio Cañas reconstruye una particular historia de seducción y desencanto propiciados por un giro vital: el que produjo, durante su adolescencia de charnego de clase media en Girona el descubrimiento de un universo suburbial poblado por quinquis, y donde reinan soberanas la osadía impune del Zarco y la trasgresión erótica de la Tere. Para habitar ese mundo, Cañas habrá de impugnar una serie de leyes; una de ellas, la más profundamente recubierta de valor simbólico, es la que se desprende de la división férrea de la cartografía urbana: la ley de la frontera entre barrios, clases y mundos que, aún estando tan físicamente cercanos, en realidad se contraponen entre sí.
La economía narrativa de la novela, construida a partir del testimonio de Cañas (y de su álter ego Gafitas, apodo que el Zanco le pondrá nada más conocerlo), se encuentra completamente al servicio de la portentosa labor de reconstruir un mundo que ya no existe. Es así como Cañas-Cercas guían al lector por los recovecos de los bares y plazas de una Girona fantasmagórica, entre el peso de la memoria que la reconoce y las ansias de una melancolía nacional que no consigue evitar el olor a fracaso que todo relato de una pérdida provoca. En esa evocación, el lector consigue también tocar con sus manos la adrenalina que permite al Gafitas, al final del verano del 78 y completamente ajeno a la oficialidad constituyente, dinamizar la barrera de la propia condición y convertirse en adulto.
Si en Anatomía de un instante la prosa de Javier Cercas, gracias a su vínculo referencial con la historia, consigue movilizar la energía poética escondida en los gestos y voces del destello político del final de la Transición, en Las leyes de la frontera la solidez de la ficción conduce al lector por una de las contrahistorias de aquel período. Su hilo conductor está compuesto por las luces que proyecta, como si de una máquina del millón se tratara, la cultura quinqui de periferia, pero también la miseria, la desidia y el abandono que sus chispas reflejan y que la atención mediática destapa. Esa otra frontera, entre ficción y realidad, entre el tiempo del relato y el de la enunciación, constituye la apuesta estructural más sólida del autor, gracias a la cual consigue hacer emerger la inexorable vinculación entre vida y escritura que se desprende del resto de sus obras.
Los lectores asiduos de Cercas descubrirán aquí, además, otro logro: el cultivo cada vez más perfeccionado de una poética de la memoria. Sobre ella se edifica la ambivalencia que se desprende del ejercicio literario de ficcionalizar parte de la realidad; de allí emergerá también el perímetro poroso de la última frontera contra la que el libro parece luchar: la línea siempre problemática que separa el pasado del presente, los ayeres colectivos del hoy cada vez más incierto.