viernes, diciembre 31, 2010

Solo con invitación: Pampanitos verdes, Óscar Esquivias

Ediciones del Viento, A Coruña, 2010. 160 pp. 16 €

Ignacio Sanz

¿Qué música late en estos cuentos para que nos atrapen como nos atrapan hasta convertirnos en lectores rendidos y encandilados? Quizá sea la naturalidad, la fluidez narrativa, esa manera de contar como si estuviera meando, que diría Delibes. Lo cierto es que Óscar Esquivias, despliega en estas historias un poder de seducción que nos arrebata. Y no es que se ponga estupendo estilísticamente hablando, no, que va, son sus personajes desvalidos y atormentados, con sus pequeñas neuras, con sus flaquezas, sometidos a situaciones extremas en su cotidianeidad, los que misteriosamente nos atrapan.
Se trata del segundo libro de cuentos de Óscar Esquivias, cuyo nombre aparece en antologías y que lleva entregado al género desde sus inicios como escritor, en plena adolescencia. Y nació en 1972. Algunos de estos cuentos habían aparecido en revistas o en libros singulares. Es decir, que estamos ante un conjunto de cuentos que han tenido un rodaje y, como sabemos, en el rodaje se pierden las aristas. De ahí que algunos resulten redondos en su versión última.
Aunque sea la novela el género al que con más dedicación se ha entregado con siete u ocho títulos, hay que señalar que, por la intensidad de sus relatos, Esquivias está especialmente dotado para el cuento.
Con su primer libro de relatos, La marca de Creta, fruto del acarrero de sus cuentos iniciales, le dieron contra todo pronóstico el premio Setenil, 2008, tan prestigioso. Y digo contra todo pronóstico porque competía con nombres consagrados. Había en aquel libro piezas memorables, cuentos que anidan para siempre en la cabeza del lector y lo acompañan en su rodaje.
Comencé a leer Pampanitos verdes con miedo, pensando si volvería a sonar aquella música que advertí en La marca de Creta. Pero pronto se disiparon las dudas. La travesía de esta lectura, azarosa por demás, por circunstancias ajenas al libro, ha resultado una travesía feliz. Arranca con un cuento memorable, “El chico de las flores”, protagonizado por un joven repartidor de flores fascinado no tanto por una actriz madura como por la fascinación que esta actriz ejerce en su madre. Es, por tanto, un cuento a varias bandas con un desenlace sorprendente y feliz. Al final del cuento, Esquivias hace todo un alarde de concreción narrativa en un párrafo magnífico que sintetiza con cuatro o cinco frases una noche de pasiones desatadas.
Le sigue “El estudiante de Salamanca”, un cuento con vocación de novelita, de ambiente entre grotesco y esperpéntico, que retrata la llegada a principios de curso de un estudiante acompañado de su padre a un hostal salmantino. El lector asistirá con perplejidad a una serie de acontecimientos chocarreros escritos con una naturalidad espeluznante.
Esa naturalidad espeluznante, salpicada por ráfagas de humor y alguna pincelada de ternura, sigue presente en los siete cuentos restantes y en el “Monólogo del técnico de sonido” que no voy a glosar pormenorizadamente. Eso sí, nada tienen que ver entre ellos. Describen situaciones y ambientes dispares, que sitúan la acción en Chicago, Roma, o Madrid pasando, cómo no, por esa zona rural de Burgos con epicentro en Sasamón, tan querida para el autor.
Se los recomiendo vivamente. Estoy seguro de que van a disfrutar, aunque a veces, se les agríe el gesto porque lo que se cuenta resulta perturbador o chocante cuando menos. Pero ustedes seguirán deslizándose página a página, dejándose llevar como en volandas por un maestro en el arte persuasivo y sereno del bien contar.



Óscar Esquivias: "En toda mi literatura hay una entraña teatral"

En los cuentos de Pampanitos verdes aparecen varios elementos comunes: adolescentes como protagonistas, la transición de una edad a otra, el encuentro con el desengaño –o con el mundo adulto–, la autoafirmación sexual y también una evidente alegría de vivir, que los personajes transmiten. Sin embargo, son cuentos escritos con independencia unos de otros. ¿A qué se debe esta homogeneidad?
Si soy sincero, no lo sé. Cada cuento surgió en un momento y en unas circunstancias distintas, pero al agruparlos en el libro sentí que, ciertamente, tenían elementos comunes y un intenso aire de familia. Esta homogeneidad no está buscada y supongo que tiene que ver con algunas inquietudes profundas mías que no he racionalizado.


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jueves, diciembre 30, 2010

También mis ojos, Laura Rosal

Cangrejo Pistolero, Sevilla, 2010. 64 pp. 10 €

Elena Medel

La poesía respira en dos tiempos: inspira con la decisión, espira con las dudas. Se escribe firme, aunque pregunta a la vez; jamás da por sentado, pero sí por mudable. Que la poesía camina junto a la indagación y el asombro lo demuestra sin titubeos este primer libro de Laura Rosal (Jerez de la Frontera, Cádiz, 1988), y lo confirman sus poemas, breves y callados como signo de interrogación, aguardando a que el lector responda o —al menos— comparta el no saber.
En También mis ojos Laura Rosal sabe: traza un camino, lo bifurca, duda y decide. Andrés Neuman alude en el prólogo a «una mezcla sagrada entre ida y vuelta (…) entre candor y descreimiento», y los versos de Laura bambolean entre las opciones, porque siempre existe algo más. Así, frente al «rojo (…) de los labios» y «de las uñas» y de la «dulce estrategia/ Derrotada» que debe borrarse, el azul con el que llueve en la cabeza, con el que muerde «despacito» —con qué delicadeza recurre Laura a los diminutivos— «el dolor caníbal de la muerte», o el celeste con el que se morirá, o el violeta al que huele el vientre del amado, o el «blanco indómito» y el «sol níveo». Y contra el frío, el calor del cuerpo: «No me tenses la cintura», pide Laura Rosal, «Ni te introduzcas como agua/ Ni me beses los párpados.// No me recuerdes el frío».
Porque estos poemas se leen, se visualizan gracias a su poderío plástico —como muestra, el poema “Los dormidos se sueñan de nuevo...”, casi una fotografía—, se tocan desde la portada (aperitivo para la hermosa edición, ilustrada por Erika Espinosa): el cuerpo y el vacío, la piel y la cicatriz, el amor y el dolor inevitables. También los ojos de Laura Rosal observan, y por tanto sienten, y por tanto lloran, igual que los nuestros, pero también la «nuca helada», los «párpados», los «dedos de niña», «la piel sobre la hiel sobre la miel» observan, sienten, lloran, dicen. En definitiva el cuerpo «todo», el «cuerpo niña», el «cuerpo boca»: «el cuerpo» que «se sabe» «temblando», que se estremece con un escalofrío y «deja descender» su «perfume», que vertebra el poemario. Dos pulmones para su pronunciar quebrado, el de poemas como “La luz está en pleno declive...”: una dicción leve como la del haiku (desliza Laura Rosal: «Un pájaro en el pecho/ No una tristeza/ un sollozo enjaulado»), que «solo», como nos cuenta en el verso final, habla «de desiertos».
Y una escritura despojada, en la que el silencio se amarra a su «cintura», «desciende/ como vino», «afilado/ (...) arañando la carne», en la que la palabra se toca y rompe «el poema», que en un verso lleva la contraria a Federico García Lorca —«La ciudad es sueño», afirma Laura Rosal en un poema—, y en su expresión se rinde a su decir —como ocurre en el poema “No sé mirarte sin muerte”—, que privilegia a los sentidos: se escucha y se mira, se acaricia... La poesía de Laura Rosal respira, sobresaltada y verdadera, en dos tiempos: inspira consciente de qué pretende decir, de cómo quiere sonar. Se expande en su feminidad rotunda, milita en el poema y se apropia de las obsesiones que la crítica histórica colgó a las mujeres escritoras, reinventándolas. Laura Rosal escribe desde la conciencia de ser mujer, escoge para las citas que abren cada bloque a Anne Sexton, Alejandra Pizarnik (dos de los poemas de También mis ojos nacen, creo, de su lectura: “Siempre me preguntas por qué...” y “Porque hay máscara en el viento...”), Nuria Ruiz de Viñaspre y Marguerite Duras: el corazón a tumba abierta, el corazón a flor de piel, el corazón de carne de metáfora, el corazón de metáfora de vida.
Laura Rosal
traza un mapa: ahí sus coordenadas, ahí su árbol genealógico. Pero al mismo tiempo, la poesía de Laura Rosal espira: «la piel (…) escuece al despertarse», se tambalea entre qué sí, y qué no. «Bienvenidas, raíces», susurra Anne Sexton, y Laura Rosal confiesa entonces que vuelve «al origen», y cierra los ojos para «dejar caer la vida,/ Rogarle que no duela», y escribe un poemario sobre el amor y el deseo como motores de los días, un poemario que ahonda en las raíces con significado de origen, y un poemario que trepa a un cielo que equivale al aire, y al final. Su poesía inspira y espira: es cuerpo, pureza y emoción.

miércoles, diciembre 29, 2010

el apocalipsis de los trabajadores, valter hugo mae

Trad. Martín López-Vega. Alpha Decay, Barcelona, 2010. 208 pp. 17 €

Recaredo Veredas

Esta es una reseña entusiasta. La causa es el hallazgo de un espíritu que creía perdido para siempre. el apocalipsis de los trabajadores supone el regreso de la primacía del lenguaje. Una pretensión que creía devorada por el dominio de la palabra exacta —tantas veces maravilloso, aunque no siempre imprescindible— y el temor a lo superfluo.
La influencia de los clásicos de la literatura portuguesa contemporánea, como Lobo Antunes, es palpable aunque valter hugo maes mantenga con soltura su carácter. El rastro se percibe, por ejemplo, en su querencia por el monólogo interior y en la elección de un realismo crudo y compasivo a un tiempo, alejado de la complacencia o la exhibición de penurias. Los protagonistas de esta novela oscilan entre la lucidez y una fantasía infantil, enternecedora, tal vez imprescindible para su difícil supervivencia. Tanto como eludir el apocalipsis que menciona el título, que define la tragedia de una clase trabajadora devorada por los mismos que afirman luchar por su bienestar. La eliminación de las mayúsculas es correlato del intento de supresión de los privilegios que alienta a la narración (es una novela social, por mucho que la fantasía y el poder verbal del autor le alejen del tópico).
El registro escogido por valter hugo maes es muy literario pero no resulta superfluo: responde a los sentimientos de los protagonistas y a sus peripecias. Sus densas frases y su regreso a ensoñaciones celestiales o soviéticas, no resultan triviales porque las palabras escogidas son las únicas posibles. Y cuando solo resta la opción de la densidad no hay palabrería. Esta densidad no le aleja de unos personajes emplazados en la humildad y no implica una posición de superioridad. El autor les mira a la cara. De hecho el reconocimiento de la dignidad de los trabajadores —una frase tristemente demodé— es una de las metas, por no decir la meta, de esta novela. Una búsqueda que se mantiene firme hasta las últimas páginas, culminadas con un desenlace coherente, anticipado incluso en las primeras páginas, pero difícil por su cercanía con la solución fácil, con el Deus ex Machina. Sin embargo el autor elude con habilidad —apelando a la pura técnica, a la construcción de una escena bellísima— el peligro.
El narrador oscila sin temblores en un espectro que comienza en la tercera persona y termina en el monólogo interior. Se toma unas libertades notables, solo admisibles en escritores muy veteranos, muy seguros de su obra. Sus atrevimientos quebrarían, en autores inexpertos o torpes, la indefinición de la tercera persona: «…desistiendo de la caminata como exhausta y sin más fuerzas, de tan grande que era su disgusto, pero sin detenerse, como si fuera un personaje de ingmar bergman, con planos muy cercanos de su rostro alterado, escrutado por la cámara, invadido por los espectadores de la sala de cine sin ninguna piedad…».
No nos encontramos ante un libro perfecto pero proviene de un escritor brillante como pocos. De un autor que posee el difícil don del lenguaje y la capacidad para escribir sobre temas trascendentes sin caer en la pedantería o la reiteración. Un autor, aunque sea un término gastado, necesario. el apocalipsis de los trabajadores representa la auténtica renovación de una tendencia que se presuponía dañada por la postmodernidad y una demostración de la valentía de la narrativa portuguesa.

martes, diciembre 28, 2010

Una historia conmovedora, asombrosa y genial, Dave Eggers

Trad. Cruz Rodríguez Juiz. Mondadori, Barcelona, 2010. 410 pp. 24,90 €

Julián Díez

«Quiero que todo el mundo presencie mi juventud», explica Dave Eggers en una falsa entrevista para ingresar en un reality show que ocupa unas cuantas páginas en el medio de esta novela. Falsa no porque la entrevista no se hiciera, sino porque como de costumbre en este libro, se mezcla realidad y ficción. En concreto, Eggers aprovecha esa excusa para contarnos un montón de cosas que no ha sido capaz de hilar en el relato autobiográfico. Por ejemplo, lo que tal vez sea su principal núcleo ideológico, y el de buena parte de la generación actual más creativa: «Nací en una ciudad y en una familia y la ciudad y la familia me ocurrieron a mí. No me pertenecen. Son de todos. Es software compartido. (...) ¿A qué viene lo del exhibicionismo? Es un término ridículo. Alguien quiere celebrar que existe y tú lo llamas exhibicionismo. Es mezquino. Si no quieres que nadie sepa que existes, para el caso, mátate».
Así pues, Una historia conmovedora, asombrosa y genial es la historia del joven Eggers, que tras la muerte sucesiva de sus dos padres debido al cáncer, se muda con su hermano de diez años, Toph, a California, al mítico Berkeley universitario, progresista, y creativo. Aunque parte de los hechos han sido alterados, en esencia la historia es real y expuesta de manera detallada, impúdica, facebookiana: seremos informados de la regularidad en las masturbaciones de Eggers, sus ligues exitosos y fallidos, su cariño por su hermano y la forma en que lidió emocionalmente con el fallecimiento de sus padres.
Lo que hace de este un libro especial, más allá de esa impudicia que, personalmente, me resulta por momentos incómoda y superflua, es el entusiasmo vertiginoso con el que está escrito y vivido. Efectivamente, es una celebración de la juventud, de la energía y las ganas de vivir, en un contexto difícil, en términos que tal vez resulten ejemplares para el pesimismo que nos rodea. En particular, gracias a que está escrito de una manera que sólo puede calificarse como desbordante. Eggers ignora cualquier tipo de barrera narrativa y creativa con un prólogo enorme, digresiones continuas, y cualquier experimento que se le ocurra siempre que le sirva para su propósito: narrar su historia de la forma más amena, precisa y empática posible.
Esta suerte de Gran Gatsby suburbial y grunge ha terminado por convertirse en un clásico contemporáneo: fue elegido recientemente por The Times como el duodécimo libro más importante de la década, codeándose con Sebald, McEwan o Atwood. Sin embargo, no había sido publicado hasta este año en castellano, mientras las restantes obras de Eggers eran traducidas puntualmente. Realmente vale la pena: el que el momento que retrata tal vez fuera una época ilusoria o que sus ideas de fondo quizá se quedarán viejas pasado mañana —o tal vez fue anteayer» no empaña que se trata de verdadera literatura, de un testimonio de época que seguramente perdure.

lunes, diciembre 27, 2010

Nieve de otoño, Irène Némirovsky

Trad. José Antonio Soriano Marco. Salamandra, Barcelona, 2010. 96 pp. 10 €

José Morella

Lo que más me impresiona de Némirovsky es que desde muy joven supiera que la verdad es un pececillo huidizo que no vamos capturar jamás (sin que eso signifique que no exista o que Némirovsky no creyera en su existencia, cosas sobre las que no tengo la menor idea). Nieve en otoño no tiene como tema la Revolución del 17, ni el París de los exiliados, ni la vejez, ni la nostalgia. El tema es, creo yo, cómo todas esas cosas, al miralas, se vuelven el pececillo que huye.
Vemos lo que pasa a través de Tatiana, una niñera que lleva toda su vida criándole los hijos a una misma familia aristocrática rusa por la que siente devoción. Cuando lleguen los rojos y la familia se vea diezmada y obligada al exilio, podremos ver a la vieja Tatiana de un modo muy diferente dependiendo de nuestra idiosincrasia de lectores, nuestras ideas políticas, nuestra sensibilidad y muchas otras variables. La veremos fiel o reaccionaria, estúpida o sabia, ilusa o positiva, tozuda o tenaz, pero nos resultará difícil arriesgar un juicio sobre el personaje si no queremos que sea, perdón por la redundancia, un juicio arriesgado. En lugar de verdades Némirovsky coloca, desperdigadas por el texto, pequeñas frases o detalles que sirven de minúsculas puertas, dedos indicadores que apuntan a facetas de la verdad pero que para nada lo son. Por ejemplo: poco antes de que tengan que salir pitando para Odesa, el cabeza de familia, al que Tatiana crió y al que quiere como un hijo propio, le riñe por no mandar tapar unos agujeros por los que se cuelan las cucarachas, aduciendo que eso es muy poco higiénico. La vieja niñera responde: «Sabes muy bien que es señal de prosperidad». Ese es el tipo de frase que nos señala, de un modo indirecto y contundente a la vez, por rara que parezca la combinacion de adjetivos, una de las piezas del motor de la narración: se diría que sólo en una sociedad insoportablemente desigual puede cristalizar un meme cultural que diga que las cucarachas son señal de riqueza, salud y prestigio. Los pobres son tantos y su pobreza tan aguda que jamás les dura un alimento lo suficiente como para que aparezca por allí cucaracha alguna. Cuando comen algo no dejan caer migas para ningún bicho. Ese tipo de marcas existen en las sociedades donde la desigualdad se ve a simple vista. Todavía hoy, en China, por ejemplo, la gente no quiere tomar el sol: estar moreno es de campesinos. La expresión equivalente en español es “trabajar de sol a sol”. A nosotros también nos pasó lo mismo.
Sólo en sociedades tan desiguales hay revoluciones tan crueles, pero para explicar esto a Némirovsky no le sirven perogrulladas de causas y efectos. Ella sabía que entre la desigualdad de la sociedad rusa y la crueldad bolchevique no hay una relación tan reduccionista y cartesiana como la de causa y efecto. Se trata más bien de dos manifestaciones de una misma cosa mucho más compleja y grande de lo que alcanza a comprender una persona. Solidifican, eso sí, en un cristal precioso para alegría de los lectores; en un personaje estupendo, contradictorio como nosotros, verdadero, ahora sí, y denso: la vieja Tatiana.
Antes de que Tatiana se reencuentre con sus amos en Odesa y viaje a París (donde jamás entenderá nada, no se adaptará y será tratada con un creciente fastidio por la familia a la que tanto adora) Némirovsky nos ofrece un crudísimo intercambio entre la niñera y el cocinero Antipas, un borracho que en la noche de su muerte se muestra comprensivo con los jóvenes revolucionarios («Bastante nos han chupado la sangre esos malditos cerdos, esos sucios barin»), y a la vez aúlla de nostalgia por su amo, uno de los cerdos que acaba de criticar: «!Alexánder Kirilóvich¡ ¿Por qué nos dejaste, barin?» Igual que Tatiana, Antipas representa la desorientación absoluta en la que quedan los siervos. Están en tierra de nadie. Sienten ternura y agradecimiento por no haber vivido en la más sucia miseria, pero al mismo tiempo algunos toman conciencia de haber sido esclavos. Tatiana parece no darse cuenta nunca de ello, pero yo creo (y esto es puro producto de mi mente torpe, que siempre interpreta un punto de más) que a Tatiana la acaba de matar un golpe de conciencia, el primero, último y único de su vida, que se cuela entre los pensamientos de su demencia senil. Una vaga, no verbalizable y dolorosa conciencia de haber sido usada. Una conciencia de clase, al fin y al cabo. Antes de eso añorará, mientras su mente y su cuerpo se deterioran, las antiguas fiestas en Moscú en las que los jóvenes se adentraban en el bosque por las noches con criados que los precedían con antorchas. Las criadas de París, en cambio, los abandonan una tras otra porque no soportan a una gente que «vive de noche, duerme de día y deja los platos sucios encima de los muebles». Es decir, (y esto tampoco lo dice Némirovsky) acostumbrados a tratar a los criados casi como objetos que están allí para ellos de un modo automático y maquinal. La vieja Tatiana no se acostumbra a los techos bajos de París, ni a la oscuridad de las casas. Lo ve todo lúgubre. Pero no lo es tanto. La comparación que le nubla la vista es haber sido testigo de cómo viven los indeciblemente ricos: ahora lo normal le parece poco. Echa de menos la mansión, los ventanales, la luminosidad, los grandes salones, las noches de fiesta con 50 músicos que caben en el interior de una de las galerías de la casa. Echa de menos la desigualdad a cuya sombra se cobijó toda su vida. Ella, sin embargo, será más víctima de la Revolución que los demás personajes. Toda la familia acaba adaptándose a París. Los barin le dan sentido a su nueva vida. Escuchan jazz, pasean por el Bois de Boulogne, se besan con jóvenes a escondidas, se transforman poco a poco. Tatiana no podrá.

viernes, diciembre 24, 2010

Feliz Navidad

La navidad para un niño en Gales, Dylan Thomas

Trad. María José Chuliá García. Edición bilingüe. Nórdica , Madrid, 2010. 76 pp. 15 €

Pedro M. Domene

La Navidad es esa entrañable fiesta familiar que celebran universalmente las buenas gentes del mundo y que, de alguna manera, revisa las voluntades y el sentimiento del amor, al menos, durante unos días al año. De carácter humilde y campesino, ha llegado hasta nosotros envuelta en decoración y luces, fiesta y cena familiar, villancicos y regalos que convierten su significado en algo, evidentemente, social y consumista. La literatura nunca ha sido ajena a estos días festivos a los que, tras los tradicionales dulces y belenes cristianos, se han incorporado, la nieve, los árboles adornados, y el famoso Santa Claus, de evidente tradición nórdica. Algunos de los autores más destacados han puesto su mirada y su pluma para celebrar con nosotros una blanca festividad. Durante años se ha considerado que Canción de Navidad (1843), de Charles Dickens, ofrece una visión dura y denigrante de la sociedad británica del XIX, un relato breve donde abogaba sobre la condición del proletariado más pobre y las consecuencias de un empobrecimiento progresivo. Una visión del pasado, del presente y del futuro, en la víspera de la Navidad llevan a su protagonista, Ebenezer Scrooge, a cambiar su actitud vital para mostrar el amor y la solidaridad entre sus semejantes, sobre todo con su empleado, Bob Cratchit y su pequeño hijito enfermo, Tiny Tim. Truman Capote ofrecía con Una Navidad (1983) el relato de la soledad de un niño que cuenta su Navidad sin padres o con unos que resultan extraños para él, solo el recuerdo de su anciana amiga Sook, y su extrema bondad, logran paliar el descubrimiento de que, en realidad, Papá Noel tampoco existe. Entre ambos libros, La Navidad para un niño en Gales (1955), del poeta Dylan Thomas, sobresale, más de cincuenta años después de su publicación, quizá porque el poeta Thomas encontró esa interrelación entre su verso y la prosa, algo tan inevitable como el resultado de la vida misma.
En este cuento de La Navidad para un niño en Gales ocurren aquellas cosas que nos recuerdan al mágico territorio de la infancia. El mes de diciembre era blanco, siempre nevaba en Navidad, los niños se protegían las manos del frío envueltas en viejos calcetines, les tiraban bolas de nieve a los felinos y Jim, junto al narrador, se convertían en tramperos con gorro de piel y mocasines en busca de su presa, pero los dichosos gatos que eran muy listos no aparecían nunca. Thomas sitúa su relato en un pueblo de la costa de Gales y todo empieza con un fuego en la casa de la señora Prothero: bomberos, policía y ambulancia, fue, según el narrador, una Nochebuena con muchos avatares. Y luego estaban los carteros que hacían su camino con la nariz colorada, y las botas llenas de hielo; y, también, estaban los regalos: los útiles, tapabocas, bufandas, boinas, o los libros, y los inútiles: bolsas con muñequitos de gominola, patos de goma, cuadernos de dibujo, o el juego de la Oca. En la noche de Navidad siempre sonaba algo de música y aquellas eran noches largas y tranquilas. Dylan Thomas da brillo, con su prosa, al valor de una irrenunciable fiesta universal, la Navidad, una celebración que sigue teniendo ese extraño poder de convocatoria en muchos hogares del mundo.

jueves, diciembre 23, 2010

99 fábulas fantásticas, Ambrose Bierce, ilustradas por Carlos Nine

Libros del Zorro Rojo, Barcelona, 2010. 95 pp. 18,90 €

Ignacio Sanz

Desconcertante escritor el norteamericano Bierce, ligado a la literatura del horror y que posiblemente muriera fusilado en México, donde se perdió su rastro en plena revolución. Una muerte que de algún modo anhelaba, porque tras una vida llena de ajetreos y enfrentamientos con la sociedad bienpensante de la época, lo último que quería era morir entre sábanas. La novela Gringo viejo de Carlos Fuentes, llevada luego al cine toma como punto de partida a Bierce, cuya muerte difusa ha dado lugar a todo tipo de leyendas y especulaciones.
Se dice que tenía una pluma envenenada y que era cínico hasta el agotamiento. De modo que creció rodeado de muchos enemigos. Sus obras no han dejado de publicarse de modo que junto a Poe o Melville, es uno de esos escritores norteamericanos de referencia de finales del XIX y principios del XX.
La fábula es un género que se aviene bien con este tipo de escritores porque produce cierto distanciamiento con aquello que se quiere denunciar. Su carácter didáctico las convierte en un género aparentemente menor. Pero siempre ha habido fabulistas. Partiendo de Esopo, el griego primigenio que tantos continuadores tuvo hasta llegar a nuestros días a través del gran Augusto Monterroso. Otro agudo inteligente.
Las fábulas de Bierce nos recuerdan a las que hemos leído o nos han contado tantas veces. La zorra y las uvas, El perro y el cocodrilo taimado, La serpiente y el hijo del campesino. Tantas y tantas. A veces son recreaciones de las antiguas, es decir que están escritas siguiendo la estela de aquellas. Pero hay en ellas una mordacidad que nos acerca más a la sensibilidad de nuestro tiempo. No podía ser de otro modo.
Traigamos, a modo de ejemplo, una de las 99 que contiene este libro, una de las más breves, la que hace el número 26, titulada: El Consejo del Correccional. «Sospechosos de designar maestras a cambio de indecorosas recompensas, los miembros del Consejo del Correccional de Doosnoswair fueron reemplazados por un Consejo totalmente compuesto por mujeres. En poco años terminó el escándalo: no quedó ni una sola maestra en el departamento.»
Casi siempre resultan corrosivas. Estilísticamente no se pierden en florituras. Van derechas a donde quieren llegar. Y resultan desconcertantes por su crueldad. Pero ya hemos dicho que a Bierce se le relaciona con el horror.
La edición, muy cuidada, lleva unas ilustraciones de Carlos Nine en la que no faltan elementos oníricos.
En suma, este libro resulta entretenido y nos permite acercarnos a uno de los clásicos de la literatura norteamericana cuya estela sigue viva un siglo después de que nos abandonara para siempre su inquietante autor.

miércoles, diciembre 22, 2010

La subasta del lote 49, Thomas Pynchon

Trad. Antonio Prometeo Moya. Tusquets, Barcelona, 2010. 192 pp. 14 €

Miguel Baquero

Escrita a mediados de los años 60, en California por más señas, en mitad del vendaval hippy que comenzaba a crecer por aquel entonces, entre el trasiego de drogas alucinógenas, y con la herencia, que todavía persistía, de excesos y desparrames de la generación beat, este segundo libro de Pynchon, tras el inmenso, en todos los sentidos, V, participa de mucho de ese ambiente frenético y flipado, viajero y transgresor. Como se ha dicho muchas veces: para leer a Pynchon es necesario abandonarse a la lectura, al igual que se hace al leer un poema, sumergirse en el curso de las palabras sin intentar darle una explicación.
En La subasta del lote 49, tras un principio formal, e incluso solemne –una mujer ha sido nombrada albacea testamentaria de un antiguo novio que tuvo, encargada de gestionar la liquidación y subasta de cierto lote de pertenencias, el lote 49- , la historia, paso a paso, o mejor salto a salto, va desde dicho arranque introduciéndose en un extraño mundo paranoico, de personajes estrafalarios, sobre el que parece planear la sombra, nada menos, que de una conspiración postal (el lote 49 es, al parecer, una colección de sellos).
Uno de los temas principales de Pynchon, y que apunta con especial fuerza en esta novela, es el tema de la paranoia, de la manía persecutoria. Los personajes se mueven en un mundo donde no acaban de tener claro si los hechos suceden de forma inocente y natural, por simple y sana casualidad, o se deben a una trama en la sombra, a alguna alucinación, o se trata de una trampa tendida por el hombre que murió y en la que están prestos a caer. Esa sensación desasosegante, en que debajo de las páginas parece palpitar otro mundo o se está ultimando una conspiración, es uno de los grandes logros de esta novela, de un gran barroquismo formal y de un cierto afán de ruptura con el lenguaje convencional.
El objetivo de Pynchon es construir una realidad literaria en la que el lector nunca esté seguro de lo que ocurre, ni siquiera de que sea cierto lo que acaba de ocurrir. Es un mundo confuso, como el que entonces se estaba armando, y hoy ya está plenamente en marcha, donde la información nos llega en exceso y, aunque tratemos de organizarla de forma lógica, nunca tendremos una visión cierta de lo que constituye la realidad. La verdad, si es que acaso existe. La realidad narrativa de Pynchon es compleja, extensa, contradictoria a veces, ambigua, no es posible comprenderla en su totalidad, así como nosotros no comprendemos nuestra entorno, y nos vemos obligados a extraer los fragmentos que podamos para construir con ellos un espacio lógico, que es a lo que tiende nuestra mente, pero que no es la realidad, porque cada lector habrá extraído de esta novela sus fragmentos propios. Escrito, por tanto, su propio libro.

martes, diciembre 21, 2010

No hay terceras personas, Empar Moliner

Acantilado. Barcelona, 2010. 176 pp. 16 €

Victoria R. Gil

No hay terceras personas estuvo a punto de titularse A ella no le gusta que se sepa, uno de los diez cuentos que, bajo la apariencia del humor, esconden una acidez que perdura en el ánimo del lector inadvertido. En palabras de la propia autora, descartó ese título por ser “demasiado poético”, una decisión acertada, porque la colección de relatos que nos ofrece se acerca más a la despiadada caricatura que a la candencia de un soneto. Con una espoleta de efecto retardado camuflada entre sus páginas, este libro se lee con la ligereza de un soufflé y se digiere con la lentitud de una fabada. Y la sonrisa con que se juzgó desde la distancia lo ridículo y hasta lo esperpéntico de sus personajes se convierte días después en una sutil desazón que no da tregua. ¿Cuánto hay de uno mismo en esos hombres y mujeres ocupados en lo superfluo y detenidos en la estupidez?
Con una ironía que desemboca las más de las veces en humor negro, Empar Moliner nos ofrece una muestra de lo más patético de la condición humana, desde la necia peluquera del cuento que abre el libro, La sesión de maquillaje, doblemente ciega por su ufana ignorancia y por su obcecada indiferencia, hasta el mediocre periodista de La contra, quien combate su torpeza con argucias de trilero. Mezquinos los unos, ineptos los otros, egoístas todos, así son los protagonistas de No hay terceras personas, que componen, además, como ese título que ya es un cliché en las rupturas de pareja, un estereotipo del que la autora se burla sin la menor compasión. Quizás la crueldad que no falta en algunos de estos retratos busque, en el fondo, que el reflejo deformado de nosotros mismos nos haga reaccionar.
No tiene Empar Moliner la culpa del escalofrío que nos recorre durante la lectura de La pregunta es: ¿Por qué este cambio de registro?, con esa más que madura mujer obstinada en luchar contra el tiempo provista de cosméticos y cocaína; o de La Guía Michelín, donde los propietarios de un restaurante disfrazan su decadencia con artimañas de patio de colegio. La autora catalana no ha hecho más que volcar en estos diez relatos lo más grotesco de nuestra sociedad, y en este siglo XXI, más cambalache aún que el anterior, “donde uno vive en la impostura y otro roba en su ambición”, ¿quién se libra del juego de las apariencias? «El viernes por la noche mantienen las luces abiertas y el personal en el restaurante, como si dentro hubiese clientes. A las once –una hora en la que ya no aceptarían a nadie a cenar— envían a todo el mundo a casa. Si hubiese venido alguien (algo bastante improbable) le habrían dicho que el restaurante estaba cerrado al público porque había unos vips. La gente, cuando dices esto, siempre piensa que ha venido el Rey».
No hay terceras personas es el tercer libro en castellano que edita Acantilado de esta autora catalana, que fue actriz de teatro y cabaré, como gusta de recordar, y compagina ahora su trabajo como periodista con una escritura que se acerca a la crónica social, entreverada de todo el sarcasmo y la mala leche de que es capaz. Y es capaz de mucho. Léanlo y me darán la razón.

lunes, diciembre 20, 2010

Gozos de Nuestra Señora del Saliente, José Antonio Sáez

Port Royal, Granada, 2010. 103 pp. 10 €

Pedro M. Domene

La poesía religiosa mariana no está de moda, aunque en un breve repaso literario la tradición nos llevaría a los albores de la Edad Media para constatar, durante siglos, la presencia indiscutible de notables autores en la historia de la literatura española: Gonzalo de Berceo, Arcipreste de Hita, Alfonso X el Sabio o el Marqués de Santillana, ejemplos de un ejercicio lírico que se prolonga, además, hasta nuestros días, sin duda, en una suerte de devocionarios que bien pueden considerarse como el sentir popular de una advocación a la Virgen en sus múltiples manifestaciones.
En el monte Roel, en la sierra almeriense de Las Estancias, se ubica un Santuario dedicado a Nuestra Señora del Buen Retiro de Desamparados, o el denominado Saliente. Allí acuden las gentes sencillas y humildes, con una inquebrantable fe para acogerse a la protección de la Señora. José Antonio Sáez (Albox, Almería, 1957), tras una intensa labor poética iniciada con Vulnerado arcángel (1983), y a la que han seguido, La visión de arena (1987), Árbol de iluminados (1991), Las aves que se fueron (1995), Libro del desvalimiento (1997), Liturgia para desposeídos (2001), La edad de la ceniza (2003), Lugar de toda ausencia (2005), Las Capitulaciones (2007), obra de profundo calaje, y Limaria (2008), donde el poeta se identifica con la belleza del lugar. Ahora entrega, Gozos de Nuestra Señora del Saliente (2010), libro de devoción y fervor, que forma parte de esa advocada tradición con que se encuadra la cuaderna vía berciana, aunque el autor opta por estrofas de cuatro versos alejandrinos sin rima, tiradas de dieciséis versos, que se estructuran en cuatro estrofas. La huella de los autores citados, además del Canciller Ayala, Gómez Manrique o Juan del Enzina, están muy presentes en los versos de un poemario que el autor divide en cinco cantos: «Anunciación del ángel a Nuestra Señora», «El Magnificat», «La mujer envuelta en el sol», «Poemas en cuaderna vía» y «Gozos del pueblo». En las tres primeros cantos, las estrofas se componen de versos alejandrinos, el cuarto canto es un claro homenaje a Berceo, y en el quinto se suceden toda una amplia variedad de ese denominado verso popular que contrasta, muy acertadamente, con la solemnidad de los anteriores.
Comienza el poeta su invocación a la Virgen, «Ilumina, Señora, a quien en ti confía/ para echarse al camino que a tu lugar conduce./Nuestra flaqueza asiste, conforta en la zozobra, /sustenta voluntades, en la duda sé báculo». Solicita su mirada, su protección, resuena las campanas llamando a la alegría, recuerda su promesa de la resurrección, es la exaltación de los humildes. Coplas, seguidillas, redondillas, cuartetas o liras, evocan el canto del pueblo, y así resulta la advocación más hermosa que nadie pueda imaginar, paisaje y gentes se confunden en esa travesía en que se concreta la romería hasta la ermita: «Señora del Saliente: tú que inspiras mis pasos/ en esta travesía que emprendí temeroso», una visión coral de la mejor tradición mariana que ningún devoto pueda imaginar, con esa libertad absoluta que se otorga el poeta, libre de prejuicios o modas, reivindicando en un monólogo interior la intensa devoción a una Madre que bendice a sus hijos, alivio de los apenados, consuelo de los afligidos, en los más claros días azules, en las cálidas tardes, de este valle de lágrimas. Poemario, en suma, de connotaciones espirituales altísimas, de armoniosa elegancia y finura expresiva, alejado de las tendencias poéticas actuales, muestra la perspectiva de una profunda fe que respeta el valor literario de honda tradición lírica.

viernes, diciembre 17, 2010

Una tierra mansa, Ignacio Sanz

Isla del náufrago, Segovia, 2010. 193 pp. 12 €

José Manuel de la Huerga

La bonhomía de apariencia despistada de Ignacio Sanz le confiere el mejor salvoconducto para transitar desde el olvido de los anónimos de cualquier tierra a la memoria que enciende cada noche la candela de los que deben ser recordados.
Una tierra mansa son dieciséis historias de la Tierra de Pinares que tienen la virtud de mutar y adaptarse a la imaginación del lector de cualquier latitud del globo: los que no somos de esa tierra nos vemos en otra mansa parecida, la nuestra. Siempre hay una tierra mansa nuestra. Porque cualquier lector de las vastas extensiones desheredadas, mesetas peninsulares, dehesas o desiertos del mundo, encontrará a través de estos personajes el ángulo justo para ver a los suyos sufriendo en silencio, y con entereza.
Tampoco me quiero poner melodramático. Porque si además de saberse situar, por empatía, en la carne de sus criaturas, el autor proyecta sobre los relatos otra virtud consustancial a su forma de ser: una cierta indiferencia mezclada con unas gotas de socarronería, podríamos decir que hasta de displicencia, que les viene bien a esos personajes solitarios y realmente trágicos. Nada de contemplaciones, ecuanimidad y templanza ante las adversidades. Así se enfrentaron a sus días y a sus muchas noches solas tantos hombres y mujeres de los pueblos de la España de la Transición, y así consiguieron llegar hasta antes de ayer, aunque fuera a rastras.
¿Con qué voz me he quedado, de tantas tan subyugadoras y sinceras? El que desee aprender cómo conseguir una voz auténtica en primera persona (de esas que resuenan y permanecen con un eco de ondas concéntricas) que se asome a estos relatos de Ignacio Sanz. O como él, se patee los pueblos semidesérticos de la Castilla rural, se acode en la barra del único bar y escuche no los lamentos, porque esta gente no se lamenta, sino los comentarios breves y lacónicos de los cincuentones solteros, sin mujeres cuyo único horizonte es el domingo para beber, merendar en la bodega y de vez en cuando ir a recrearse con Berta, una prostituta de la capital. Que escuche también al pastor al que los lobos le comen las ovejas y cómo se enfrenta sin suerte a esos otros lobos de dos piernas que se sientan trajeados tras los rimeros de expedientes de la Administración regional. O que intente pegar la hebra con las mujeres mayores que pasaron tanta hambre en la posguerra, que vieron a un tal Esgüesado comer carne de oveja enferma y otras atrocidades. O que regresen a sus pueblos como señoritos de ciudad, y se asomen a esa ventana terrible del pasado y vean los pupitres de madera y la pizarra y los mapas mundis llenos de polvo, imposibles de redimir.
Sin duda es la voz en primera persona de estos personajes lo que les levanta del papel. Es un libro que bien podría ser escuchado. Muchos de sus relatos tienen su origen en lo que unos y otros y otros de más allá le contaron al narrador que recoge, mezcla, macera y sobre todo, espera con paciencia, aguarda a escuchar las voces de los ecos. Y, sin embargo, no son las palabras terruñeras que salen de las bocas de los habitantes de Valdepinos, como quien no quiere la cosa, lo que da personalidad y poder calorífico a esos personajes. Es su respiración contenida, son sus silencios que el narrador respeta. Son los huecos a los que nos asomamos, como quien ve el cuerpo accidentado dentro de un coche, entre las tierras, de un ser querido, y tiene que meditar unos segundos qué hacer, con quién hablar, qué decir. La tierra mansa produce el silencio contenido de los apaleados por la vida.
Si Mascarones de proa, la entrega anterior que leímos de este escritor infatigable, nos invitaba a la fiesta de la imaginación marinera en este secano nuestro, en Una tierra mansa nos acompaña a hundir raíces mansamente como el pino, sorber la poco agua que queda y aguantar lo que dé una respiración contenida a prueba de fuego.
Y que el lector no se engañe, éste no es un libro de relatos. De igual manera que el micelio se esconde y crea redes bajo la tamuja de los pinares, este libro nos muestra las caras de los hombres y mujeres de una tierra irrepetible y, desde luego, en vías de extinción. Pero que aún nos deja un consuelo: por su palabra justa, algunos de ellos no habrán vivido en balde, y quedarán en la memoria de los que los leemos, escuchamos y admiramos.

jueves, diciembre 16, 2010

Mujeres lo bastante ricas, Honoré de Balzac

Trad. Wenceslao-Carlos Lozano. Periférica, Madrid, 2010. 125 pp. 13,50 €

Salvador Gutiérrez Solís

Uno se puede pasar la vida leyendo a Balzac. Yo lo hago, y me es grato reconocerlo. Y no es necesario repetir lecturas, buscar interpretaciones ocultas, estudiarlo, analizarlo, someterlo a examen, acudir a nuevas traducciones. Me refiero a cantidad, la obra de Balzac es tan amplia y descomunal que, me temo, habríamos de renunciar a la actualidad, a lo contemporáneo, para lograr alcanzar el objetivo. Tampoco es una mala idea, visto lo visto y leído lo leído.
Balzac trazó la arquitectura de la novela del presente, trasladó el género a una dimensión terrenal: las personas, personas de carne y hueso, y sus circunstancias, sus miserias y grandezas, pasaron a ocupar un papel principal. Es lo que el propio Balzac denominó Comedia Humana, en clara contraposición a la Divina, y que no deja de ser el más extenso y meticuloso escaparate de caracteres, personalidades y perfiles humanos que nos ha proporcionado la Literatura.
Balzac, como su vástago más prolífico, Rastignac, siempre quiso dejar atrás su pasado de provincias y pan negro para ser “alguien”, un semejante tal vez, uno más, en la exquisita sociedad de la capital, en la Corte, en los salones de baile. Buena parte de su obra se ocupa de este huida, y, por tanto, retrata y disecciona a sus protagonistas, instalados o aspirantes, ricos de fábula o nuevos acaudalados, poetas hampones, mujeres ambiciosas o sometidas. Las mujeres, tal y como lo atestigua el título que hoy nos ocupa, son esenciales en la narrativa de Balzac. Misógino y admirador, las amó y odió con semejante intensidad, tanto en su vida privada como en su Comedia Humana.
Con frecuencia tratamos de buscar en el pasado reciente o en el presente autores que aguanten el disfraz de Balzac. Capote, Wolfe o Umbral se citan con asiduidad. ¿Y por qué no Easton Ellis, Ángel Antonio Herrera y hasta el mismísimo Jaime Peñafiel? Las comparaciones son siempre odiosas, en cualquier caso. Sin embargo, no puedo dejar de imaginarme a ese Balzac actual, en su versión española, de copas con Nati Abascal, el más dicharachero en las fiestas de Almodóvar y devoto seguidor de Mujeres Ricas, ese programa alucinante y abominable que bien le habría proporcionado más de una mujer digna de ser exportada a su universo literario.
Acierta una vez más Periférica, especialista y especializada en recuperar joyas literarias escondidas bajo la herrumbre de lo inminente, devolviendo a la luz de hoy un texto del Balzac más soberbio y contenido. Imponente siempre, el escritor francés se siente especialmente cómodo en las distancias medias. Y nos regala, al mismo tiempo, un estupendo y clarificador prefacio de Wenceslao-Carlos Lozano. Motivos más que suficientes para adentrarse en la lectura de estas Mujeres lo bastante ricas, pieza fundamental para el coleccionista y anzuelo inevitable para el no iniciado en la obra balzaciana.

miércoles, diciembre 15, 2010

Pistola y cuchillo, Montero Glez

El Aleph Editores, Barcelona, 2010, 128 pp. 18 €

Miguel Baquero

Hay que aclarar, antes de nada, que el último libro de Montero Glez, Pistola y cuchillo, no es una biografía de Camarón de la Isla, pese a lo que pudiera pensarse por lo que dice la faja que lo envuelve o por la portada. Pistola y cuchillo es una narración en la que el célebre cantaor aparece como personaje protagonista… quizás algo más: una novela en la que la acción gira en torno a la figura del de San Fernando, y a la fascinación que, en su día, ejerció sobre aquellos que le rodeaban y quienes trataron con él. Se alude, sí, a varios capítulos de su biografía, se retrata su inveterada pasión por el tabaco, o se pintan algunos rasgos famosos de su personalidad, como su aire distante o el laconismo con que se solía expresar, pero, a pesar de ello, la novela de Montero Glez no es la crónica novelada de una vida. El objetivo de este libro no es reconstruir unos pasos sino recrear, durante unas páginas, una presencia: la de Camarón de la Isla. Su planta, su manera de sentarse al filo de la silla, su modo de romper a cantar, su figura, su arte…
Para poder cumplir este objetivo, el de invocar a alguien y que el llamado resulte eficaz, se necesita, por encima de todo, de cualquier técnica o de cualquier truco de oficio, escribir con verdadera entrega, con auténtica pasión por el personaje al que se rememora. Este era, a mi entender, el principal riesgo de una novela como ésta: el que sin “verdad” no puede sostenerse. En que, cierto modo, sólo cuanto más sincero y genuino fuera el sentimiento, sólo así podrían tener sentido las páginas, y en el momento en que el escritor desfalleciera o, aún peor, se refugiara en el elogio continuo, el ditirambo o la hipérbole excesiva, el edificio podría venirse abajo. Sin embargo, siempre he tenido a Montero Glez, desde sus primeros libros, por un escritor valiente, en el sentido de no rehúye caminar al filo de la navaja, es más, suele encontrarse a gusto allí donde las novelas se juegan a cara o cruz, donde un detalle lo decide todo … y en este caso, lo genuino y verdadero de su pasión por Camarón hace que, sin red debajo, atraviese el alambre y consiga llegar hasta el final.
Como en otras novelas de Montero Glez, no es en ésta tampoco importante la trama, o no está armada la novela en torno a ella. Lo importante es el ambiente, los personajes, el clima que consigue crear el escritor; lo que ocurre podría decirse que es lo de menos, y prueba de ello es que la acción parece a veces detenerse durante muchas páginas en un mismo punto, punto del que el narrador va y vuelve mediante recuerdos; así mismo tampoco importa demasiado si la acción llega a resolverse o no. Para quienes creemos que las buenas novelas no son, o no deberían ser, una sucesión de peripecias, rápidas y ágiles, de fácil lectura y aun más fácil olvido, sino la construcción, mediante el estilo, de un mundo paralelo y un ambiente en el que sumergirse, cada novela de Montero Glez supone todo un acontecimiento. En el caso de Pistola y cuchillo, otro más.


Otras reseñas de Montero Glez en la Tormenta:
-Pólvora negra
-Manteca colorá
-Diario de un hincha

martes, diciembre 14, 2010

Ciclos del tiempo, Roger Penrose

Trad. Javier García Sanz. Debate, Barcelona, 2010. 292 pp. 21,90 €

Deni Olmedo

Quien más, quien menos, está familiarizado con el concepto de entropía. A todos alguna vez nos han explicado el ejemplo del huevo que cae de una mesa o de la copa que se rompe en mil pedazos. Es decir lo que al principio era un orden más o menos definido se transforma en desorden. La Segunda Ley de la Termodinámica nos justifica esto: la cantidad de entropía (o desorden) del Universo tiende a incrementarse con el tiempo. Y esto es aplicable a cualquier objeto o sistema en estudio. Y a quien se le ha roto una copa, se le habrá venido a la cabeza que la copa se recomponga y salte del suelo al lugar del que se cayó. Imposible, ¿verdad? Pues no. Físicamente es posible. Pero estadísticamente es tan improbable que terminamos por aceptar que no puede suceder. Y así es: nadie ha visto a la copa o al huevo estrellados saltar del suelo y recomponerse.
Así comienza Sir Roger Penrose (1931, Colchester, Essex, Inglaterra) su ensayo Ciclos de Tiempo: poniéndonos en la pista de lo que significa la entropía para distintos sistemas referenciales, desde lo microscópico a lo infinitamente grande (y es que, al fin y al cabo, algo tan vasto como el Universo mismo debe sus propiedades y las leyes que lo rigen a las de las partículas elementales que lo componen). Y, atendiendo a lo que nos explica esta Segunda Ley, si retrocedemos en el tiempo, tenemos que llegar a un estado inicial, el Big Bang, en el que el valor de la entropía tenía que ser, por fuerza, extraordinariamente mínima. Pero, ¿esto no se contradice? O, como se pregunta en voz alta el propio Penrose: «¿Cómo un suceso tan increíblemente violento y tórrido puede representar un estado de entropía extraordinariamente minúscula?». Aunque, lo realmente curioso, es comprobar cómo los restos de esa gran explosión, la llamada radiación cósmica de fondo, siguiendo todos los modelos inflacionarios clásicos conocidos, llevan a la misma conclusión: esa radiación (que no olvidemos, es el resto de un estado de entropía mínima) lleva asociada el mayor valor de entropía del Universo. Algo hay, y Penrose así lo señala, que no cuadra. Aunque los resultados macroscópicos se empeñen en decir lo contrario. El error es tomar como base la mecánica newtoniana y no la de Einstein. Si nos basamos en esta última, el estado de “equilibrio térmico” que, se supone, existía en la radiación de fondo, no existe. Pero entonces, ¿de dónde proviene esta entropía? Aquí entran en juego los agujeros negros, la mayor fuente de entropía del Universo actual, como el que existe en el centro de la Vía Láctea. Frente a la entropía creada por tales objetos, la del fondo de radiación de microondas, que se pensaba era la que contribuía mayormente a la entropía del Universo, resulta casi despreciable.
Pero —otra vez pero— cuando nos detenemos a ver qué condiciones tenía que tener la singularidad previa al Big Bang, nos encontramos de nuevo con otra contradicción: estas condiciones, o bien era especiales y únicas para nuestro Universo, o bien esta singularidad previa era de entropía máxima. A esta conclusión se llega a través de un modelo de colapso en el que se incluye un tremendo amasijo de agujeros negros. Eso nos lleva a un estado de singularidad muy complicada y de entropía enormemente alta que es muy distinta a la singularidad altamente uniforme y de baja entropía que parece haber tenido nuestro Big Bang real.
Penrose propone lo siguiente: en un futuro remoto, en que la única actividad del Universo será la evaporación de agujeros negros supermasivos, existirá (y quien esté interesado en saber cómo, tendrá que sumergirse en la lectura de Ciclos del Tiempo), una manera de pasar de esta situación —en apariencia de lenta agonía, y llegando al final de su eón— a un nuevo comienzo (a un nuevo Big Bang y a un nuevo eón) y a un nuevo Universo, tan lleno de vida como sus antecesores. Un eón, para los no iniciados, es el término acuñado por su autor para denominar el periodo de tiempo transcurrido entre dos big bang. Y todo ello, sin violar la Segunda Ley de la Termodinámica, auténtico eje central de este trabajo.
La pregunta que inmediatamente se le formula al lector más ávido es: ¿Cuántos eones previos han existido? ¿Es un proceso infinito? ¿Hay pruebas de la existencia de eones anteriores? Tanto para el lector que sólo pretenda satisfacer la parte más “filosófica” de esta nueva teoría (porque, no lo olvidemos, es simplemente una teoría, que necesita confirmación física) como para el lector que pretenda ir un poco más allá (y que se encontrará con dos apéndices repletos de desarrollos matemáticos que dan sentido a todo lo formulado por el autor), este es un trabajo indispensable, de una de las mentes más sobresalientes de la física actual y de todos los tiempos.

lunes, diciembre 13, 2010

El hombre que mató a Durruti, Pedro de Paz

Aladena, Málaga, 2010. 120 pp. 14 €

Miguel Baquero

Hay libros que, por encima de las circunstancias y las trampas del mercado, están llamados a destacar y probablemente a permanecer. Libros que, sin mayor ayuda que sus lectores, en un boca a boca paciente y constante, alcanzan un reconocimiento, segundas ediciones, y son vertidas a otros idiomas. Es el caso de El hombre que mató a Durruti, la primera novela escrita por Pedro de Paz (Madrid, 1969; autor también de El documento Saldaña y Muñecas tras el cristal). Editada originariamente en el año 2003, en el momento de su edición ganó el premio José Saramago de novela corta y hoy vuelve a las librerías, tras haber sido traducida al inglés, en una nueva edición, ampliada y comentada, a cargo de la editorial Aladena.
En El hombre que mató a Durruti, novela, como se ha dicho, con la que el autor se inició en la escritura y publicación de un libro, Pedro de Paz intentó conjugar dos de sus grandes pasiones, como son el estudio del periodo histórico correspondiente a la Guerra Civil española, y la novela policíaca. Para ello, De Paz centró su atención en un acontecimiento de aquellos días sobre el que, tantos años después, y quizás para siempre, siguen existiendo sombras, como fue la muerte del líder anarquista Buenaventura Durruti. Oficialmente, Durruti fue alcanzado por la bala perdida de un francotirador en una de sus inspecciones al frente establecido en la Ciudad Universitaria; pero ya desde el primer momento fue cuestionada esa versión y se barajaron otras hipótesis que desmontaban lo difundido por las autoridades y posteriormente por los historiadores.
Sobre la base de ese suceso que siempre se ha presentado confuso, De Paz traza una historia en la que, varios meses después de la muerte del cenetista, dos mandos del ejército republicano, ex policías en tiempos civiles, reciben el secreto encargo de establecer las verdaderas circunstancias de la muerte. Sus pesquisas, que parecen avanzar por buen camino (es decir, por camino diferente al de la versión oficial), pronto se verán entorpecidas por una serie de personajes interesados en que no se remueva el hecho. Porque la conclusión a la que, finalmente, llegan el comandante Fernández Durán y el teniente Alcázar resultará, desde luego, además de sorprendente, incómoda y perjudicial para muchos sectores.
Uno de los mayores méritos de esta novela es que, igual que sucediera con Poe, quien, desde la distancia y la atenta lectura de los periódicos, sólo que desde otra perspectiva, pudo solucionar un caso criminal en El misterio de Marie Roget, aquí Pedro de Paz da realmente con una solución para la turbia muerte de Buenaventura Durruti. La solución más posible, según posteriormente han reconocido varios historiadores, teniendo en cuenta la documentación, exhaustiva y exacta, que maneja el autor. Aunque se trate solamente de una teoría, el lector de esta novela reconocerá que parece ser, sin duda, la más aceptable. Incluso con su sorprendente vuelca de tuerca final.
El otro mérito de la novela es su estilo, sencillo, directo al objetivo, pero tampoco rápido ni desaliñado. Un estilo sereno y pausado que se detiene en su justa medida para darnos una hondura psicológica de los personajes y pintarnos los escenarios con la vivacidad requerida. Un estilo, en fin, maduro y pleno, sorprendente al tratarse de una primera novela y que ya apuntaba las maneras y el oficio que llevarían en años sucesivos a De Paz a escribir magníficas novelas.
Señalar, por último, que en esta segunda edición el libro se completa con varias páginas dedicadas al estudio de la vida y peripecias de Buenaventura Durruti, un hombre de quien se dijo que su vida “es imposible de narrar. Se parece demasiado a una novela de aventuras” (Ehrenburg), y asimismo con varias averiguaciones posteriores relativas a otro de los personajes fundamentales de este relato, el sargento Manzana, que dan noticia de los últimos años de su vida, una vez ya exiliado en México al final de la contienda.

viernes, diciembre 10, 2010

La banda de los corazones sucios. Antología del cuento villano, VV.AA.

Selec. y Prol. Salvador Luis. Baladí, Madrid, 2010. 283 pp. 21 €

Pablo Mazo Agüero
firma invitada *

Advertía Screwtape, el diablo de C. S. Lewis, que el camino más seguro al infierno, antes que una súbita caída, es un deslizamiento gradual y progresivo; «la suave ladera, blanda bajo el pie, sin giros bruscos, mojones ni señalizaciones». Ténganlo en cuenta si se animan con esta banda de los corazones sucios, que ya desde su mismo prólogo garantiza un «contenido ominoso», pues a partir de ahí no podremos sino dejarnos caer de relato en relato hasta despeñarnos jovialmente entre bajos instintos y buena literatura.
Salvador Luis ha reunido en este volumen catorce cuentos con sus correspondientes villanos, y sus cómplices en este empeño han sido Jon Bilbao, Antonio Ortuño, Mariana Enríquez, Vicente Luis Mora, Alberto Chimal, Marian Womack, Juan Terranova, Sergi Bellver, Matías Candeira, Rocío Silva Santisteban, Juan Carlos Márquez, Leonardo Cabrera, Lara Moreno y Javier Payeras. Una extraordinaria selección de autores para invitarnos a echar un vistazo al abismo, de la que se pueden destacar varios aciertos: los textos inéditos —ambos tremendos— de autores con una sólida trayectoria en el panorama del relato español actual como Jon Bilbao o Juan Carlos Márquez; la presencia de autores hispanoamericanos menos conocidos por estos pagos pero a los que queremos seguir encontrándonos, como Mariana Enríquez, Alberto Chimal, Juan Terranova y otros; el descubrimiento para muchos de las virtudes narrativas de Marian Womack o Sergi Bellver
Si la nómina de autores es seductora, la de los villanos no le va a la zaga: por ahí desfilan célebres psicópatas históricos —el Petiso Orejudo, Josef Fritzl, Albert Fish— y ficcionales —Norman Bates—; celosos policías de fronteras y ex-comandantes nazis escondidos en el corazón de la selva amazónica; dictadores de los puestos por la CIA o de esos otros a los que les ponían los salmones. Barba Azul y el Doctor Octopus. Y el mismísimo Dios —el del Antiguo Testamento, el que no está por encima del Bien y del Mal y, desde luego, no es Amor—.
Los temas que surgen al paso de estas malas compañías van desde la reflexión sobre los límites entre la «normalidad» y la locura, o la fragilidad de las convenciones sociales, hasta el origen del mal y su potencia seductora. Hay también lugar para el ajuste de cuentas, para el perdón y para una buena dosis de humor negro. El resultado es una notable y desenfadada muestra del mejor cuento hispano actual, y una jugosa y recomendable lectura.


* Pablo Mazo Agüero (Santander, 1977) ha realizado estudios de Periodismo y Filosofía en la Universidad Complutense de Madrid y la UNED. Es autor de diversos trabajos de investigación relacionados con el ámbito de la comunicación, la literatura y el cine, y actualmente es editor en Salto de Página.

jueves, diciembre 09, 2010

Aquelarre. Antología del cuento de terror español actual, VV.AA.

Salto de Página, Madrid, 2010. 416 pp. 22 €

David Vicente

Conviene, creo, antes de abordar la crítica de este libro, aclarar dos cosas. Primera, desconfío por norma de las antologías, al igual que desconfío de los recopilatorios de música por Navidad. Casi siempre responden más a intereses comerciales que a proporcionar a los lectores literatura de calidad. Segunda, nunca he sido un fanático del género de terror. No digamos ya un entendido.
Con estas dos confesiones por delante y deshabilitado, probablemente, para afrontar con rigor esta reseña, podemos continuar.
Si bien nunca he sido, como decía, un apasionado de este género, considero que tanto éste, como cualquier otro, en ningún caso son literatura de segunda fila. Es más, creo que la mayor parte de las grandes obras de la literatura universal se encuentran, de uno u otro modo, adscritas a muchos de los llamados géneros populares.
El de terror cuenta además con una ventaja sobre el resto: nunca pasa de moda. También con un inconveniente: nunca pasa de moda. Por el lado de lo comercial, sabe que siempre encontrará un público fiel. Por el contrario, del lado del creador (en este caso el escritor), es difícil reinventar y ofrecer algo nuevo dentro de un campo tan trillado a lo largo de los siglos (no olvidemos que los primeros cuentos orales alrededor de un fuego ya utilizaban el espanto como principal reclamo).
Sin embargo, Antonio Rómar y Pablo Mazo nos garantizan en el prólogo que presenta la antología que lo que encontraremos dentro de sus páginas será el mismo terror de siempre, pero renovado por completo. “Sin duda una estrategia de venta”. “Un prólogo más que pasa la mano por el lomo del autor (autores, en este caso)”… No sabía hasta que punto estaba equivocado.
Aquelarre es una exquisita selección de cuentos de terror de autores españoles en su mayoría publicados anteriormente en otras tantas antologías o libros particulares, apenas 7 de los 24 son inéditos (lo que desde luego no le resta ni un ápice de mérito a los editores). También, como nos habían prometido Antonio y Pablo, es una selección de cuentos que “indaga en lo terrorífico apoyándose en la tradición, pero con una mirada que presenta a los lectores de hoy algo más que una simple revisión de los tópicos del género”.
En sus páginas podemos encontrar guiños a muchos de sus practicantes más ilustres, como Poe (Gatomaquia), Stephen King (La mancha) o H.P. Lovecraft (La luz encendida). También los clásicos fantasmas (Carroñeros del miedo o Circulo Polar Ártico), vampiros (Caries o Nox Una) o zombies (Mascarilla), y, por supuesto, todo tipo de terror psicológico al más puro estilo Hitchcok (Instantáneas o El ángulo del horror)… Siempre desde el personalísimo punto de vista de cada uno de los autores que componen esta antología y envueltos dentro de unas claves que proporcionan una vuelta de tuerca, esta vez de verdad, a lo que ya todos conocíamos.
Pero sobre todo lo que podemos encontrar en Aquelarre es una exquisita selección de relatos, más allá del género al que pertenezcan.
Es difícil que dentro de un conjunto de cuentos, con independencia de si pertenece a un solo autor o a varios, no haya ni una sola falla. Casi imposible. Éste es el caso. En Aquelarre el lector sólo encontrará tres tipos de relatos: los buenos, los muy buenos y los excelentes. Simplemente Los arácnidos de Félix J. Palma o Medusas de Ismael Martínez Biurrun serían suficientes para justificar la compra de este libro sin más argumentos, por poner dos ejemplos más que notables. Impagable, sin destrozar nada al lector, la relación entre esa abuela/araña y su avaricioso nieto; o la tensión contenida (y posteriormente desbocada) entre el viejo pescador de medusas y el joven matrimonio anclado en la rutina. Por no hablar del cuento de Norberto Luis Romero, El banquete del señorito, a caballo entre la mofa y lo grotesco, pero inquietante como pocos. Y aquí paro, prefiero que descubran ustedes lo que se encontrarán dentro.
En definitiva, un libro redondo y, créanme, no se encuentran muchos en los estantes de las librerías, que reivindica el terror, el cuento, y sobre todo la buena literatura.
Volviendo al comienzo, creo recordar que empezaba este artículo mostrando mi desconfianza hacia las antologías y mi falta de pasión por el género de terror. Se me olvidó decir que eso era antes de haber leído Aquelarre. Después de su lectura, mi desconfianza ha decrecido y, si no un fan, el terror ha ganado un adepto.
Y desde luego, como antes, sigo empeñado en creer que muchas de las grandes obras de la literatura se encuentran adscritas en los géneros más populares. Aquelarre es una prueba de ello. Así que, a asustarse toca.

miércoles, diciembre 08, 2010

El sueño del celta, Mario Vargas Llosa

Alfaguara, Madrid, 2010. 454 pp. 22 €

Care Santos

Irlandés de nacimiento, diplomático inglés, comprometido con las injusticias que el colonialismo belga -bajo el mandato de Leopoldo II- cometió en el Congo y más tarde con la explotación de una multinacional inglesa en la selva peruana, autor de unos diarios escandalosos y tal vez falsos, Roger Casement era, antes de que Vargas Llosa se fijara en él, un personaje casi desconocido. Y ello a pesar de la biografía que le dedicó Brian Inglis -inédita en España-, de su espeluznante estudio sobre el Congo, publicado en nuestro país por Ediciones del Viento (La tragedia del Congo, donde el trabajo aparece junto a otro de Arthur Conan Doyle y un breve texto de Mark Twain) o de las alusiones que se hacen a él en la biografía de Joseph Conrad, firmada por John Stape.
Ahora, después de que la concesión del premio Nobel a su autor forzara a adelantar la publicación del libro y de que las televisiones nos hayan mostrado el proceso de impresión de una novela de cifras millonarias, Roger Casement conoce un postrero e inesperado momento de gloria. Desde luego, la peripecia vital de este personaje controvertido, que la pluma de Vargas Llosa nos muestra tan apasionado como cargado de contradicciones, interesará a un amplio espectro de lectores. La acción arranca en la cárcel inglesa donde Casement espera la condonación de su sentencia de muerte. En las primeras páginas, el personaje inicia la rememoración de su biografía al mismo tiempo que trata de mantener viva la mínima esperanza que le mantiene aferrado a este mundo. Apenas tiene contacto con unos pocos personajes -el sheriff, su prima o la intelectual Alice Stopford Green- y a través de ellos conoce los pormenores de un proceso que el lector sabe perdido de antemano, pero que no por ello pierde un ápice de intensidad. En paralelo, discurre la historia de su vida, cargada de emoción y dramatismo. El relato de las atrocidades que el rey belga cometió en el Congo sólo queda eclipsado por el de los desmanes perpetrados por la Peruvian Company en las selvas de Iquitos. La narración, además del empeño de un solo hombre por denunciar las calamidades que parecían más irremediables, da cuenta -una vez más en la obra del Nobel peruano- del alcance de la crueldad humana. Vargas Llosa sigue los pasos de la agitada biografía de Casement para helarnos la sangre con la descripción de las atrocidades cometidas en dos regiones tan distantes entre sí como el Congo o la Amazonía peruana, pero unidas por una codiciada materia prima: el caucho.
En el relato amazónico, que llega superado el ecuador de la historia, se halla la mayor intensidad de estas páginas. Vargas Llosa narra con buen pulso, con oficio, con agilidad, con emoción. Pasa de puntillas sobre las supuestas homosexualidad y pedofilia del protagonista, como si el asunto no le interesara, o como si le desviara de su verdadero objetivo, que es denunciar los males del mundo. A pesar de todo, las ambigüedades del personaje quedan bien reflejadas, y sin tapujos. Sólo al final, cuando se nos cuenta, acaso con demasiados pormenores, la lucha patriótica irlandesa de Casement -que Vargas utiliza para lanzar el mismo mensaje que ayer mismo repitió en la Academia Sueca: que los nacionalismos no conducen a nada o, por lo menos, a nada interesante-, pierde el relato algo de fuelle, aunque lo recupera en la estremecedora escena final.
Cerrado el libro, quedan algunas dudas. ¿Tenía necesidad Vargas Llosa de escribir una novela como ésta? No me refiero sólo a la necesidad histórica, literaria. Desde luego, para el lector que desee conocer estos hechos históricos, sin duda es más interesante consultar el material original, surgido de la mano del propio Casement. En ese sentido, es una estupenda noticia la publicación, el año que viene, de los controvertidos diarios del irlandés, que prepara Ediciones del Viento.
En cuanto a la necesidad literaria, qué duda cabe de que esta es una novela que ha obligado a su autor a una exhaustiva documentación, que por fuerza ha inlcuido numerosas lecturas y más de un viaje. Por no hablar de la recreación fiel de un personaje de enorme simbolismo histórico, no sólo para la lucha contra la injusticia, también para la independencia irlandesa. Y tanto esfuerzo, ¿para qué? ¿Para dar a conocer al gran público, ese que jamás leería un informe "técnico" publicado por una editorial independiente y pequeña, una figura digna de ser reivindicada? ¿Para aportar su granito de arena -o su montaña- a una buena causa? ¿Porque, con la edad, el autor de Los cachorros, acaso se sienta mejor entre estos mimbres épicos, históricos, grandilocuentes? ¿O porque donde más feliz es, como alguna vez ha dicho, es entre los anaqueles atestados de las bibliotecas donde se documenta?
Sea como sea, soy de la opinión de que el esfuerzo merece la pena. Puede que no se trate del Vargas Llosa de La casa verde, Pantaleón y las visitadoras o de Los cachorros, sino de otro más asentado, menos espontáneo, más curtido por el oficio, más pesimista, más dado a la exageración y, en definitiva, más viejo, pero leerle sigue siendo un festín, tanto para sus lectores de siempre como para los que lleguen atraídos por el asunto histórico, el carisma del héroe, lo ignoto del tema o el relumbrón del Nobel. Y esa capacidad de resistencia al paso del tiempo es algo de lo que muy pocos novelistas pueden presumir.

martes, diciembre 07, 2010

Encanto y desencanto de un hombre sin gracia, Andrés Portillo

Isla del náufrago, Segovia, 2010. 210 pp. 13 €

Ignacio Sanz

Se trata de la primera novela de Andrés Portillo, nacido en Madrid en 1967. También es la primera novela que publica esta pequeña editorial cibernética que es Isla del náufrago. La leí de un tirón. Al final, casi luchando contra el sueño. Es que no podía parar. De esas veces en las que uno se siente atrapado por la trama que te empuja a seguir.
El título es muy revelador. El hombre que cuenta su propia historia no está dotado de ninguna gracia especial, más bien al contrario, es uno de esos individuos que se hacen transparentes, en los que nadie repara, carente de carisma, un individuo que por momentos podría parecer estulto. No tiene un alto concepto de sí mismo. Su vida tampoco es que haya estado salpicada de grandes acontecimientos. La grisura se ha adueñado de él, pegado a una madre que quedó viuda recién casada; atrás quedó la figura de un padre que se suicidó antes de que el hijo naciera. Todo ello le arrastra a una vida monótona, ramplona en la que no ha habido ningún acontecimiento digno de tal nombre.
Pero, de pronto, y ahí es donde arranca la novela escrita en primera persona: «Por aquel entonces yo era un hombre gris y sin gracia. Sin embargo, inesperadamente, la chica más guapa del baile se fijó en mí». Esa chica se llama Paula y es la protagonista de la historia junto con Camilo, el narrador.
A partir de este primer párrafo el lector asiste con asombro a una historia que resulta chocante al principio, pero verosímil, porque la vida se ha encargado de aleccionarnos al respecto, una historia contada con nervio, que avanza poco a poco ante el estupor del lector que se siente cautivo de esa relación que ha comenzado en el baile entre el narrador, un hombre de cuarenta años y la muchacha espléndida y cautivadora de veintitrés. Las escenas de sexo salpican las páginas y la historia se va enredando con la presencia de personajes secundarios perfectamente dibujados, desde el ex novio de Paula, un tipo marginal y violento enganchando a las drogas, hasta Sara, su compañera de trabajo en una tienda de ropa de la calle Goya.
Posiblemente la eficacia del estilo resulte decisiva. Y digo eficacia, que no brillantez. Abundan las frases cortas, casi eléctricas, así como los cambios de escenario y los diálogos especialmente convincentes cuando llegan las discusiones y los desencuentros violentos. Por supuesto que no voy a contar la trama y mucho menos el desenlace, pero el lector piensa que esta historia de arrebato y pasiones entre dos personajes tan dispares contiene el guión de una película.
Todo un descubrimiento Andrés Portillo que hasta ahora, por lo que dice la pestaña, sólo había publicado un libro de cuentos y al que, tras esta entrada triunfal en la novela, deseamos mucho éxito en sus futuras entregas.

lunes, diciembre 06, 2010

Nada es crucial, Pablo Gutiérrez

Lengua de Trapo, Madrid, 2010. 248 pp. 18,60 €

Emilio Ruiz Mateo

¿Qué pasa en esta novela de Pablo Gutiérrez? Pasa todo y no ocurre nada. Pasa lo de siempre: a Lecu y Magui, sus protagonistas, les cuesta vivir, se les hace difícil encontrar un paisaje que se acomode a su historia, una cama que les caliente la noche, una familia para el portarretratos. Pero nada más alejado de esta narración que una estructura de planteamiento-nudo-desenlace, no se atrapa al lector aquí por el avance de la historia, sino por la prosa aguda, quebradiza y sorprendente de Pablo Gutiérrez, que juega una y otra vez a doblar la esquina y cambiar de calle.
Gutiérrez irrumpió en las librerías en 2008 como lo suelen hacer las grandes obras: en voz baja pero progresivamente, reincidiendo en numerosas conversaciones entre los lectores más avispados con eso de “Acabo de leer una novela de un autor nuevo que me ha dejado con la boca abierta…”. Rosas, restos de alas (La Fábrica Editorial) vino a demostrar que había hueco para escribir de otra manera, que un título tan sugerente ocultaba lo que prometía: prosa poética, aventurarse en el lenguaje, otra forma de mirar los temas eternos. Si aquella primera novela se adentraba en la compleja mente de un ser en huida de sí mismo, Nada es crucial se mancha los pies en el extrarradio urbano, en unos años 80 que poco (nada) tienen que ver con “movidas” musicales y mucho con una marginación social poblada de jeringuillas, pobreza y vacío. Lecu y Magui, los únicos personajes que tienen nombre propio en la novela (los demás reciben apelativos que desmienten la siempre falsa distancia del narrador: el Sr. Alto y Locuaz, la Sra. Amable, Buenchico, el Hombre Raro) proceden de situaciones familiares que superan el adjetivo “desestructuradas”: lo suyo es más bien venir de la nada dolorosa, de historias personales con poca superficie de agarre.
Pablo Gutiérrez es capaz de construir una novela con un protagonista (Lecu) que no llega a construir una frase completa, de resumir la reinserción de un paria con una lata de albóndigas, de caracterizar a un personaje en un solo detalle (“gafas llovidas de motitas de dentífrico”) o cambiar de temporada con una sencilla sensación (el verano puede ser simplemente “salir a cenar sin secarse el pelo”). La grandeza de este escritor de poco más de 30 años y alejado de saraos y camarillas literarias (al único “grupo” al que pertenece es al de los mejores narradores jóvenes en español, según la revista Granta) reside en pequeños detalles como estos, pero también en arriesgadas apuestas narrativas a las que, a pesar de haber publicado sólo dos novelas, uno ya siente que nos tiene acostumbrados. Si en Rosas, restos de alas nos quedábamos boquiabiertos con aquella endiablada capacidad que tuvo para insertar un hecho de la actualidad más amarillista en un relato tan delicado como aquel, en Nada es crucial hay que esperar hasta las últimas páginas de la novela para que el milagro se produzca. Esquivando cualquier tentación de spoiler diremos que el giro que se produce en la voz del narrador al final de Nada es crucial es una de esas jugadas que todo escritor inquieto envidiaría. La extrañeza que a lo largo de la historia nos ha producido esa voz cobra sentido, y lo hace de la manera más sorprendente, demostrando que aún quedan piscinas a las que lanzarse de cabeza, y que a veces se acierta. Ni Nocilla, ni cinismo fácil ni impostura: aquí lo que hay es un escritor diferente, y eso bien merece una lectura. O dos.