viernes, julio 29, 2011

Pigmeo, Chuck Palahniuk

Trad. Javier Calvo. Mondadori, Barcelona, 2011. 272 pp. 19,90 €

Santiago Pajares

Un accidente en carretera. Un coche destrozado. Un atasco y las líneas avanzando poco a poco, coche a coche. Y pasas al lado, despacio. Y miras. No puedes evitarlo. Un libro de Chuck Palahniuk es exactamente eso. Sabes que va a ser impactante, sabes que en cierta medida va a ser incluso desagradable, pero no puedes evitar leerlo. Chuck Palahniuk se ha convertido en un autor de culto, primero en EEUU y después en todo el mundo a raíz de la adaptación cinematográfica de su novela “El club de la lucha, dirigida por David Fincher y protagonizada por Edward Norton y Brad Pitt, que ha llegado a convertirse con el paso del tiempo en todo un himno generacional. Pero podía haberse quedado ahí, como un incidente aislado, fruto de las circunstancias. No ha sido así. Libro a libro ha resultado ser todavía más impactante. Puede parecer una loa exagerada, pero reconozco que con el tiempo se ha convertido en uno de mis autores favoritos por méritos propios. Cada uno de sus libros puede resultar como un puñetazo en el estómago, pero como dicen en El club de la lucha, no es hasta que alguien te golpea cuando de verdad te sientes vivo.
Chuck Palahniuk no sólo es un escritor peculiar, sino una persona peculiar. Relata en uno de sus libros de memorias cómo empezó a tomar anabolizantes al tiempo que hacía pesas para ver cómo aumentaba el tamaño de sus bíceps al tiempo que disminuía el de sus genitales. Según él mismo cuenta: “Cuando ves que tus testículos pasan del tamaño de higos al tamaño de pasas descubres que es un buen momento para dejarlo”. Porque él habla así, como un accidente de tráfico que no puedes dejar de mirar.
Alguna vez he tenido que detener la lectura de algún fragmento de sus libros porque me estaba mareando. No he sido el único. Como él mismo narra, en alguna de las lecturas de sus cuentos ha llegado a desmayarse un buen porcentaje de la audiencia. Yo cuando leí esto también lo consideré exagerado. Pero vamos a hacer una cosa. Primero lee “Tripas” y después me lo cuentas. Si todavía estas consciente.
Este relato está incluido dentro de su novela Fantasmas, en realidad una compilación de cuentos cortos unidos por un tema común, el de escritores que buscan excusas para no tener que escribir.
Una de las cosas más impactantes de la literatura de Palahniuk son sus temas. Descubres sobre lo que está escribiendo y apenas puedes creerlo. Te dices: “Solo Chuck podía escoger este tema”. Y su nueva novela Pigmeo no es una excepción. En ella, un grupo de terroristas adolescentes liderados por Pigmeo, de 13 años y baja estatura, viajan a EEUU para acometer un atentado terrorista masivo. No se especifica de qué país son, aunque la sombra de Corea del Norte sobrevuela todo el libro. El libro está compuesto de comunicados a sus superiores por parte de Pigmeo (autodenominado agente-yo), que mostrará las incongruencias de la sociedad americana y los propios avances de su proyecto apocalíptico a través de un lenguaje forzado y artificial. Es ver el mundo que siempre has conocido a través de las gafas de un niño-soldado al que no podrás conocer jamás. Un niño entrenado para matar, que relata en todo momento qué llaves podría realizar para matar o lesionar a todos los personajes que le rodean. Y todo aderezado con pseudocitas de los grandes líderes/tiranos de la historia: “La necesidad de cagar después de comer no significa que comer sea una pérdida de tiempo” Mao Tse-Tung.
Pero como en todo adolescente, las hormonas juegan un papel fundamental en sus historia. Obsesionado con acostarse con su hermana adoptiva, tendrá que poner en una balanza sus deseos carnales y sus objetivos.
Las novelas de Chuck Palahniuk no son para todo el mundo, eso esta claro. Como tampoco lo son los puñetazos en el estómago. O el caviar. Es un autor que te va a encantar o a horrorizar, no va a haber término medio. Yo lo adoro y confío que tú también.

jueves, julio 28, 2011

Salmo y otros cuentos inéditos, Mijaíl Bulgákov

Prol. Jesús Palacio, Trad. Raquel Marqués García. Nevsky Prospects, Madrid, 2011. 158 pp. 17 €

María Dolores García Pastor

Cuando pienso en Mijaíl Bulgákov me viene a la mente aquella lista de las veinte novelas del siglo XX que publicó un diario de tirada nacional a finales del siglo pasado y que yo recorté y pegué en mi libretita de lecturas pendientes. Allí descubrí su obra El maestro y Margarita, la que le dio la “inmortalidad” literaria aunque, ironías de la vida, fue publicada póstumamente gracias a los esfuerzos de su esposa. Esa gran novela, que se convirtió en libro de culto en los años 60 y que algunos consideran imprescindible, junto al hecho de que el escritor fuera considerado antisoviético en su momento y que se prohibiera la publicación o representación de todas sus obras, sin duda han influido en el hecho de que hoy una gran parte de ellas sigan siendo desconocidas para el gran público. Si a eso añadimos el prejuicio que muchas veces existe hacia la publicación de relatos no es de extrañar que estos nueve cuentos de Bulgákov siguieran inéditos casi un siglo después de haber sido escritos.
Los nueve relatos que se reúnen en esta obra están impregnados de la potente personalidad de su autor y podemos descubrir en ellos algunos rasgos autobiográficos. Mucho humor negro y satírico y vívidas estampas de la vida de su país tan llenas de ironía y crítica que tenían todos los números para convertirse en víctimas de la censura política como efectivamente ocurrió. También se observa en ellos la huella indeleble de su faceta de escritor de teatro, sobre todo en el uso de los diálogos o yendo más allá y dando estructura de obra teatral al relato que da título a este libro, Salmo. Bulgákov es ácido y mordaz, y su prosa es viva y está salpicada de descripciones breves pero precisas.
Bulgákov fascina con ese poder de fascinación que tienen los grandes de la literatura rusa de todos los tiempos por su marcada profundidad y su realista retrato de la cotidianeidad. Confieso que el período creativo en el que se desarrolla la obra del autor de El maestro y Margarita siempre me ha resultado especialmente atractivo. Esa época de cambios que supuso el espacio de tiempo comprendido entre el final de la revolución y el nacimiento de la joven Unión Soviética, esa época a caballo entre el feudalismo reinante antes de 1914 y los vientos de cambio de los nuevos tiempos. Los camaradas más relevantes frente a la obsoleta nobleza y sus muchos príncipes, y en medio de ellos oscilando entre unos y otros, el pueblo llano que se debate entre lo malo conocido y lo que se promete bueno pero no se sabe cómo va a ser, como esas sandías que uno teme comprar porque no sabe con seguridad si serán tan rojas por dentro como desea. Me gusta esa Rusia-Unión Soviética de principios de siglo con sus anacrónicas tradiciones y sus nuevas formas de vidas que se levantan sobre los escombros de lo que antes hubo ahí.

miércoles, julio 27, 2011

Las damas del rey, Mª Pilar Queralt del Hierro

Roca Editorial, Barcelona, 2011. 231 pp. 17 €

Amadeo Cobas

María Pilar Queralt es una escritora con gran oficio en la novela histórica. Los personajes femeninos los borda con primor, revistiéndolos de un sutil velo que resulta delicioso, sensual, de lo más insinuante, desvistiéndolos del harapo barroco para engalanarlos con el brocado más rico y a la vez transparente, de modo que las interioridades de la mujer (aún las más prosaicas) salen a la luz con discreción aunque sin dejar de manar. En este hontanar fluyen las noticias de la Edad Moderna vistas desde el prisma femenil, aunque no exclusivamente, porque esta autora demuestra con solvencia que tiene capacidad para desvelar lo intrínseco del hombre penetrando en su psique de hace cinco siglos, incluso si éste es un rey de Portugal. ¡Qué digo un rey! Casi podíamos decir EL rey de Portugal, porque Manuel I no fue un rey más al frente del reino luso, sino uno de los que le otorgó más esplendor, riqueza y extensión territorial.
¿Qué le tocaba a la mujer moderna de la realeza? «…como hemos aprendido desde nuestra niñez, no somos más que servidoras de los intereses del reino», escribe Isabel de Aragón, reina de Portugal, a su hermana Juana (luego conocida como la Loca), dejando bien palpable algo más que sabido: las alianzas entre linajes se consolidaban con enlaces concertados de los vástagos. Para arrinconar a aquel que molesta nada hay como matrimoniar con el heredero de la corona del país fronterizo para que suponga una amenaza velada… o flagrante, según el deseo de romper las hostilidades que desemboquen en una guerra. Y este papel de “moneda de cambio” que significan las hijas y los hijos de los reyes representa la estabilidad de un entramado de relaciones urdido en el plano político, en absoluto en el amoroso. Por eso, quizá, que los cortesanos se escandalizasen sin poder entender el surgimiento del amor entre dos jóvenes unidos por ellos al firmar un contrato matrimonial. Verbigracia, que Juana de Aragón se enamorase de su esposo Felipe de Habsburgo hasta casi perder la razón no lo entenderían los que aconsejaron a los Reyes Católicos que signasen tal pacto con el Imperio reinante en Flandes. De “loca” hubieran tildado a Juana, si no con epítetos más salaces, de haber posado sus ojos sobre la misiva que ella dirigió a su hermana Isabel, donde definía su sentimiento de este modo: «…suyos son mi cuerpo y mi alma. Suyos mis pensamientos y la paz de mi espíritu pues, cuando se ausenta, el cielo se nubla y la oscuridad me atrapa». Precioso, sí, aunque inconveniente cuando a ese regimiento del amor marital se une el goce no dable a una futura reina: «…hermana mía, a ti puedo confesártelo: no quiero hijos que puedan distraerme del amor de su padre; no quiero más obligaciones que ser suya ni más compañía que tenerle siempre conmigo». ¿Enamorada la princesa de su marido? ¡Habrase visto tamaña insolencia, tamaño desvarío! No me extraña que la tildasen de loca…
Ojo, con la mentalidad y los propósitos de entonces, quiero decir…
Las infantas Isabel y María (hijas de Isabel y Fernando, tanto monta, monta tanto) y su sobrina Leonor (hija de Felipe el Hermoso y Juana la Loca) contrajeron nupcias a causa de estos acuerdos de Alto Estado con Manuel I, el rey de Portugal que consiguió, además de lo antedicho, dotar de un prurito extra al arte gótico, decorándolo con motivos náuticos para crear esa variante conocida como estilo manuelino. Aquí se cuentan sus vidas. Y lo hace Mª Pilar Queralt otorgando al lector el deleite de conjugar la narración histórica salpicada de cartas manuscritas rubricadas por los protagonistas reales. Esta abundancia epistolar refuerza la recreación que hace la autora (además de dar un empujoncito a favor de un género literario no demasiado pródigo en el mundo literario patrio). Una autora en cuya pluma la Historia cobra siempre una naturalidad y una viveza actuales, otorgando realce con su dulzura habitual en la forma de describir situaciones, personas y paisajes, partiendo siempre de la base con la que hay que contar al abordar una novela firmada por Queralt: la corrección exquisita con la que escribe.
Por si fuera poco atractivo lo ya explicado para adentrarse en esta novela más que recomendable para los amantes del género histórico, añadamos que al cierre del libro figuran unos apéndices históricos, bibliográficos y dramatis personae que ayudan a situar al lector ante tanto lío de reyes, reinas y demás.

martes, julio 26, 2011

Vidas prometidas, Guillermo Busutil

Tropo Editores, Huesca, 2011. 185 pp. 17 €

Cristina Consuegra

Apenas han transcurrido cuatro meses desde la publicación de Vidas prometidas, de Guillermo Busutil, y este título ya ha alcanzado la segunda edición en un tiempo record, y lo que es más elogiable, en un momento como el actual. Precisamente, creo que uno de los motivos que ha impulsado este libro a una prometedora carrera de fondo es el momento que acontece, mejor dicho, la manera con la que Busutil subjetiva la realidad, cómo la ficciona; el modo narrativo con el que encara lo Real y su reverso. Porque el autor no busca conceder consistencia a ese debate sobre si la ficción debe modificar o no la realidad, simplemente, en ese empeño por dignificar miradas poco habituales, afronta un presente a través de un ramillete de historias que conduce al lector a ese lugar privilegiado donde la realidad se muestra como algo único e irrepetible.
Vidas prometidas, octavo libro en la nómina de títulos de Busutil, está compuesto por trece cuentos que su autor articula en torno a tres ejes complementarios: el afrontamiento de un presente con clara vocación de pasado, la disección de una realidad multiforme y la cartografía sentimental de los personajes que componen las diversas historias. A esta tríada hay que sumar la prosa implacable, transfronteriza, que emplea el autor a la hora de ejecutar las historias, prosa que se ve reforzada por ese tono audaz que Busutil logra en este libro de cuentos, un tono que suele acompañar a aquellos escritores conscientes de que sus propias existencias, irreversiblemente, están trenzadas con asuntos ficcionales.
“Estrella sin ley”, primer cuento del libro, es un relato en el que su autor hace confluir los tres elementos temáticos. Intuyo que esta selección de orden no ha sido hecha por azar o capricho, ya que es el cuento responsable de embriagar al lector, sumergirlo en una suerte de estado que trasciende al tiempo, una historia deliciosa en la que el fútbol, los duelos crepusculares en un patio de colegio, la firme creencia en la literatura y el latir desbocado de un horizonte que se aproxima con traje de juventud se presentan como motores de la narración, y donde la memoria es empleada, según advirtió Nabokov, como negociadora del tiempo, como instrumento que todo escritor debe emplear en sus obras. Además, este cuento poderoso esconde entre sus frases, entre los gestos de Gross, Vélez o Zárate, una alteridad no disimulada, alteridad que su autor desarrolla a través de la simbología del territorio memorístico y que hace (re)aparecer en cuentos como “La siesta de Odiseo” y “On the Air”.
En esa reescritura de un tiempo, en ese interpretar borgiano de la memoria a través de todo aquello que nos ha ayudado a ser los adultos que somos —sin dejar de mirar de reojo a ese pasado que siempre permanece alerta—, Busutil realiza un recorrido exhaustivo por las filias y fobias contemporáneas, poniendo el aparato ficcional al servicio de la escenografía social. Este ejercicio reflexivo me hace recordar aquella frase de Doris Lessing sobre la relación escritor/realidad, «Nada es sólo personal», así, Busutil nos habla sobre el acoso laboral, sobre la soledad en la senectud, sobre el poder y sus circunstancias… sobre el miedo a vivir.

lunes, julio 25, 2011

Fuera de lugar, Ricardo Reques

Depapel Ediciones, Córdoba, 2011. 58 pp. 17 €

Pedro M. Domene

Un cuento se juega la vida en las primeras líneas, declara Andrés Neuman, en las últimas, la resurrección. Un micro, no tiene tantas posibilidades, la suya es una suerte de perspectiva y, en ocasiones, una simple mirada. Este género breve, desarrollado desde el Simbolismo francés y el Modernismo hispanoamericano, se sustenta sobre la excepción o, aun mejor, sobre la subversión. Cada microrrelato se convierte en un estado puro de excepcionalidad, como afirma, Manuel Moya, dejándose llevar por lo ilógico de cuanto pueda pensarse. Su mundo, por consiguiente, forma parte de un estado de exclusión, por lo que nada está donde debiera, forma parte de ese otro lugar, como señala el madrileño, afincado en Córdoba, Ricardo Reques en su colección titulada, Fuera de lugar (2011), un libro editado primorosamente por Ediciones Depapel. El narrador forma parte de MuchoCuento, un proyecto narrativo que llevan a cabo un grupo de apasionados cordobeses que están entregando en estos últimos meses arriesgadas apuestas narrativas breves de singular valía. Las ediciones Depapel son realizadas, según sus responsables, de forma artesana, desde la fabricación del papel reciclado, a la encuadernación de forma artesanal, con cosido a mano.
Los microrrelatos de Reques son parcos en su formulación verbal y, por otra parte, abundan en una dureza de gestos que obligan al lector a volver siempre atrás: el humor y el sarcasmo dulcifican ese halo esperpéntico y tenebroso que completa, de alguna manera, la visión del mundo del narrador que, con maestría, se mueve entre lo ambiguo y lo real, entre lo abstracto y lo imaginario. Una especial característica cabe señalarse en este buen puñado de micros de una extensión tan variada como precisa, un ajustado parámetro con que se concibe una pieza literaria breve, conceptos en los que Reques sustenta su mejor acierto, tanto al crearlos como para leerlos, inequívoca referencia a su medida y a su calculada naturaleza, complicidad permanente que se activa de forma automática entre el autor y el lector, puesto pone en escena la paradoja que produce una simple mirada sobre lo leído. En este sentido, veáse el mejor ejemplo, «Perspectiva», y tal vez, «El beso». En igual proporción, los cuentos de Reques presentan una actitud crítica ante una realidad porque muchas de estas pequeñas piezas, contienen una auténtica teoría sobre los problemas y actitudes de nuestro mundo. Y aun cabría añadir el juego fantástico, sin duda, el más propicio para el género, «La venganza del dragón», «La rana», «La roca», que amplían las posibilidades de ese concepto de ficcionalidad en ese cruce textual que siempre hemos defendido. Los textos de este cordobés de adopción reproducen pequeños detalles de nuestro mundo absurdo, parodia y caricaturiza la inmediatez, dignifica personajes excéntricos, eleva a una categoría sumamente expresiva una realidad distorsionada que en estos cuentos celebra ese esfuerzo de poder ser cambiada, sin duda el secreto compromiso a voces del escritor que ambiciona cerrar en un espacio muy pequeño su visión trascendente del mundo y ese, sin duda, es su mayor logro. Ignoro la trayectoria narrativa de Reques hasta el momento, pero tras Fuera de lugar, bienvenido al país de los buenos microrrelatos.

viernes, julio 22, 2011

Trilogía de Alejandro Magno: Fuego del Paraíso, El muchacho persa, Juegos funerarios, Mary Renault

Trad. Miguel Ángel Salas, María Antonia Menini y Rafael Urbino. Edhasa, arcelona, 2011. 576, 576 y 384 pp. 80 €

Julián Díez

No tengo suficientes conocimientos sobre la evolución de la novela histórica para saber si el tipo de perfil que realiza Mary Renault de Alejandro Magno responde a una técnica convencional. Para mí, que leí por primera vez Fuego del paraíso hace ya un par de décadas, Renault me aparece como pionera en esta idea de reflejar a un personaje con una mirada lateral; no a través de su retrato directo, sino a manera de puzzle recogiendo facetas esclarecedoras de su vida que dan el contorno de la figura retratada. En este caso, a través de su infancia y adolescencia —Fuego del paraíso—, la mirada de su amante —El muchacho persa— y su endeble legado —Juegos funerarios—.
Evidentemente, sólo un personaje de la talla del conquistador de Asia podría merecer un esfuerzo tan exhaustivo como el realizado por Renault a lo largo de décadas. Y también es cierto que el retrato es fuertemente partidista y favorable; este Alejandro frágil pero capaz de sobreponerse a sus debilidades para resulta mucho más heroico que el personaje de una pieza retratado previamente, o que el títere de las circunstancias que retrataría más tarde Valerio Evangelisti. Ante sus fallos, Renault es comprensiva o sabe encontrar justificaciones en el legado de una madre castrante y un padre ausente.
Los otros dos elementos importantes que subyacen en la trilogía son sendos mensajes progresistas y que preocupaban de forma personal a Renault. El primero es el de la defensa de la homosexualidad, en el contexto siempre un tanto idealizador del mundo griego. Aunque no llegue a la brillantez de una Yourcenar en Memorias de Adriano, el retrato que hace Renault de las relaciones de Alejandro, en particular con su amante persa Bagoas, es sensual, elegante y cercano; una idealizada mezcla de camaradería y amor con la que resulta fácil empatizar desde cualquier posición sexual.
El segundo es la reivindicación de la multiculturalidad, plasmada en el éxito del proyecto de Alejandro, no excluyente hacia los pueblos asiáticos conquistados, y que contrasta con el posterior afán purificador, helenista, de los sucesores que disputan y destrozan su proyecto conquistador. Renault no fue sólo lesbiana y activista a favor de los derechos de los homosexuales, sino también contra el apartheid en Sudáfrica, y conociendo el dato no es difícil encontrar subrayados de sus ideas en la obra.
Literariamente hablando, la trilogía quizá peca de un leve descenso de su calidad con el paso de los libros, incluso en términos puramente estilísticos, si bien el conjunto resulta al final más que la suma de las partes. Fuego del paraíso, con su retrato de una sociedad macedonia semibárbara, un tanto inescrutable para los más sofisticados griegos, añade a las cualidades de los otros libros matices inquietantes: el entorno del pequeño Alejandro es de continuo amenazante y algo difícil de comprender, el retrato de su madre Olimpia resulta francamente ominoso, y la evolución del pequeño protagonista de niño interesado por sus cosas a joven embarcado en un destino más grande que la leyenda va creciendo en convicción y brío épico.
El tono unas veces intimista, otras grandioso de El muchacho persa resulta un interesante contraste, pero la novela termina por pecar del mismo problema que la práctica totalidad de la obra artística sobre el conquistador: hay demasiada acción fuera de cámara. No niego que tal vez la acumulación de batallas resultaría monótona, pero Renault no acaba de engatusarme como lector cuando se dispone a hacer una elipsis que le evite detallar alguna que otra batalla que decidió el curso de la historia. Aunque cuando la autora se pone en faena, como en el cruce del desierto, resulte más que convincente.
Juegos funerarios es, en comparación, algo más bélica y dinámica, también necesariamente más apresurada dada la amplitud de los acontecimientos que quiere reflejar, pero a cambio reduce sensiblemente la dosis de introspección, dejando a parte de sus personajes, por ejemplo Pérdicas, en mero esbozo. Deja un sabor de epílogo agridulce para toda la época retratada, de oportunidad perdida, que redondea bien el conjunto y encuadra perfectamente el peso de Alejandro en la historia.
Con las salvedades expuestas, esta trilogía es sin duda una de esas gratas lecturas veraniegas que combinan pasión y reflexión, y sin duda lo mejor en materia de ficción que se ha escrito sobre uno de los personajes más apasionantes de la historia universal. La actual reedición de Edhasa es definitiva, casi fastuosa en cuanto a sus calidades materiales.

jueves, julio 21, 2011

El asiento del conductor, Muriel Spark

Trad. Pepa Linares. Prol. Eduardo Lago. Contraseña, Zaragoza, 2011. 136 pp. 14,60 €

Óscar Esquivias

Yo no conocía la literatura de Muriel Spark hasta que esta novelita, El asiento del conductor, cayó en mis manos. Basta leer las primeras líneas para darse cuenta de que su autora es una narradora dotadísima, certera, llena de inteligencia e ingenio: la historia comienza sin preámbulos ni dilaciones, con una energía y un brío casi eléctricos; uno no se ha dado cuenta y la novela ha cerrado sus puertas, nos ha atrapado dentro y ha echado a andar con ligereza, como un tranvía que va soltando chispazos y corre sobre los raíles, muy seguro de la dirección que lleva. El lector también cree conocer el destino: piensa que va a hacer un viaje turístico y que recorrerá con la protagonista, la muy excéntrica Lise, el paisaje amablemente exótico y pintoresco del sur de Europa, ya que el texto comienza con los preparativos de sus inminentes vacaciones. Pero en la literatura de Muriel Spark nada es convencional, y lo mismo que su personalidad literaria se impone (¡nada menos!) a la de Nápoles (la Spark dinamita los tópicos, es la novela ambientada en Nápoles menos napolitana del mundo), también juega con las expectativas del lector: si al principio uno cree que avanza sobre el terreno amable y seguro del humor, pronto se da cuenta de que la sonrisa se le ha congelado en el rostro. ¿Qué ha sucedido? ¿En qué momento las vías de hierro sobre las que corríamos se han convertido en un cable de equilibrista en el que nos vemos avanzando a pie desnudo sobre el abismo? ¿Qué milagro es este? Nos seguimos riendo con la novela, pero ya no sabemos si nos divierte o nos aterra. Spark sigue a lo suyo, con pulso de hierro, narrando a dentelladas, con una fuerza salvaje, y el lector va detrás de ella, atónito, intrigado, fascinado, rendido a lo que la autora quiera hacer con él. Yo tenía la sensación de haber empezado a leer una novela a lo Jane Bowles, con sus mujeres desenfadadas, graciosísimas, con su luminosa ligereza y su simpatía constante, y que de repente –sin que yo notara la transición– esas mismas mujeres (Lise y la anciana señora Fiedke) hubieran terminado protagonizando un relato de Patricia Highsmith, con su atmósfera ambigua, perturbadora, donde acecha siempre la desgracia o el crimen. Así es (o así me ha parecido a mí) El asiento del conductor: una especie de prodigiosa síntesis entre Jane Bowles y Patricia Highsmith.
Sin duda, la impresión que me ha dejado esta lectura habría sido otra si la traductora (Pepa Linares) no se hubiera ajustado tan bien al estilo y a las intenciones de Muriel Spark. Por si fuera poco, el prólogo de Eduardo Lago es magnífico y proporciona todas la claves biográficas y literarias de una autora menos conocida entre nosotros de lo que debiera. Como es habitual en Contraseña, el libro lleva en su cubierta una ilustración realizada expresamente para esta edición: la firma Alberto Gamón y refleja cabalmente el espíritu del relato. Realmente, no se pueden hacer las cosas mejor.

miércoles, julio 20, 2011

La mejor parte de los hombres, Tristan Garcia

Trad. Lluís Mª Tudó. Anagrama, Barcelona, 2011. 304 pp. 19,50 €

Guillermo Ruiz Villagordo

Antes de leer esta novela, tomando como base su contraportada y algún que otro comentario leído por aquí y por allá, pensaba que podría utilizarla como excusa para hablar de Hervé Guibert, el hoy olvidado cronista a través de sus novelas autobiográficas del ambiente gay francés de los 80 y 90 sobre el que se cernió la sombra del sida, que padeció y le llevó finalmente a la muerte, y el apasionante microcosmos cultural que en torno a él tomó forma, con la figura de Foucault descollando sobre todas.
Pero lo cierto es que el fresco que nos ofrece La mejor parte de los hombres abarca desde esa apabullante y desconcertante vida intelectual y política de Francia de la década de los 80, marcada por el cansancio derivado del abuso de los movimientos sociales y una necesidad de hacer algo aunque no se supiera bien qué tras el desencanto que dejaron las cenizas de un mayo del 68 que no condujo a nada, hasta su deriva derechizante en la actualidad, con el hito de la elección de Sarkozy como presidente de la República. Y lo hace con el hilo conductor de Elizabeth, más frecuentemente llamada Liz, periodista de Liberation, narradora de la novela, y su relación de distinto carácter con tres hombres que con su presencia vampírica parecen dotar a su vida de un sentido cuando en realidad la vacían de él: Leibo, filósofo que cambia de chaqueta intelectualmente en múltiples ocasiones en busca de una tranquilidad espiritual imposible de encontrar que concilie su origen judío y su sentido de la fidelidad con la eclosión de la causa de Palestina y su insustancial aventura con Liz; Doumé, corso, líder de Stand, grupo de liberación homosexual cuya principal seña de identidad es su exaltada defensa de medidas contra el contagio del sida en una época que ansiaba libertad de una manera suicida; Will, joven sin formación y alocado de gran belleza proveniente de un ambiente provinciano y cerrado, antiguo amante de Doumé que acaba odiándolo de una manera tan irracional que se convierte en el apóstol del barebacking, doctrina que difunde en el ambiente aprovechando su paulatina conversión en estrella mediática.
Estos tres personajes masculinos, perdidos cada uno a su manera, contaminan la existencia de Liz, en torno a quien se revuelven unos contra otros, sin que ésta llegue a querer deshacerse realmente de ellos para vivir su propia vida, que se convierte así en una farsa en la que se limita a ejercer de espectadora o, en el peor de los casos, de punching ball en el que van a dar todos los golpes cuando éstos, nunca con una dirección clara, la encuentran en su trayectoria. No hay redención, ni para ella ni para ellos ni para el lector, no hay reflexión verdadera a fuerza de reflexionar sobre tantas cosas, sólo la cruda, patética exposición de una época bienintencionada que fue mutando, que se desgajó en facciones, y las facciones en amigos que se perdían por el camino, y que se revela tan perdida como la actual, inmersa en un marasmo cultural y gubernamental que somos incapaces de aprehender.

martes, julio 19, 2011

La enfermedad del lado izquierdo, Esteban Gutiérrez Gómez

Eutelequia, Madrid, 2011. 112 pp. 13 €

Miguel Baquero

«Siempre me había fascinado aquella vista de las montañas (…) Algo en mi interior me hacía sentirme satisfecho cuando la divisaba (…) El perfil de aquellos Siete Picos era mágico para mí».
Así comienza La enfermedad del lado izquierdo, la última novela del escritor Esteban Gutiérrez Gómez, autor asimismo de libros de cuentos, poesías y participante en diversas revistas literarias. Esta su última novela, publicada por la joven pero muy prometedora Editorial Entelequia, narra la historia de un hombre que, sin más bagaje en realidad que esa visión de las montañas y el bienestar que le proporciona, decide romper con todo su pasado anterior, un pasado de rutina, grisura, monotonía, movimientos entrenados y calculados… Sin más horizonte, y nunca mejor dicho, que las azules y próximas —pero que en realidad parecen inalcanzables— montañas azules del Guadarrama, el protagonista de La enfermedad del lado izquierdo decide emprender un camino sin rumbo fijo, pero libre de sus ataduras, que se habían ido somatizando en un progresivo y casi fatal dolor en su costado izquierdo.
Narrada con un estilo ágil y actual, lejos de esos engolamientos trascendentaloides que tan propios son de los libros de auto-ayuda y/o crecimiento personal. La enfermedad del lado izquierdo es una odisea pequeña, pero sincera e intensa, en la que cualquier lector puede verse reflejado. Se trata de ese viaje, en apariencia corto pero seguramente el más largo, hacia lo que nunca debimos dejar de ser. “Nunca es tarde para ser lo que deberías haber sido”, abre el libro una significativa cita de George Eliot.
Por el camino de vuelta a uno mismo (es sintomático que el libro siga una numeración creciente hasta la mitad y a partir de ahí comience a decrecer), por esa ruta de subidas y bajadas, crestas y valles como el perfil de las montañas, el protagonista de la novela irá cambiando toda su concepción sobre la amistad, el compañerismo, el amor… descubriendo la otra vertiente de la montaña, que hasta entonces le habían ocultado los prejuicios, las ideas comunes, el protocolo de este otro lado de la vida, el de las reglas definidas y el de la mediocridad ordenada.
La enfermedad del lado izquierdo es una novela no sólo bien narrada, entretenida, inteligente, sino una novela que invita a reflexionar sobre nuestro alrededor, sobre hasta qué punto nuestra vida se concilia con nosotros, y sobre si es posible romper con la inercia en la que estamos embarcados. A veces, como se dice en un capítulo de la novela, las crisis pueden significar no sólo una tragedia económica, sino una oportunidad para el cambio.

lunes, julio 18, 2011

Almería 66, Francisco Ortiz

Instituto de Estudios Almerienses, Almería, 2011. 150 pp. 10 €

Miguel Sanfeliu

Francisco Ortiz es de los que te dicen lo que piensan, sin rodeos, y cuando lees sus libros te das cuenta de que su actitud ante la literatura es fiel a su actitud ante el mundo. Es autor de la novela Ultima noche en Granada (ediciones Mira, 2009) y el Instituto de Estudios Almerienses acaba de publicar su libro de relatos Almería 66, un libro de textos muy pulidos, que se lee con rapidez, manteniendo un ritmo vertiginoso que no se ve interrumpido ni dificultado por nada, que fluye con naturalidad y tan sólo sobresalta al lector por el contenido brutal, por la rabia, por la mirada fría hacia el lado oscuro del ser humano. El uso reiterado del monólogo interior convierte el libro en una colección de manifestaciones, en un coro de voces, de declaraciones descarnadas, que van conformando una imagen brutal del horror en su estado más elemental. Los personajes que desfilan por estas páginas son víctimas de las circunstancias o de pasiones humanas que escapan a su control. En muchos de estos relatos, no tardas en hacerte una idea de lo que ha ocurrido, de toda la secuencia a la que hace referencia esa voz, a veces fría, a veces dolorosa. Los detalles que escoge, la mirada personal e incisiva que se detiene en aquello que resulta esencial, son muestras de que nos encontramos ante un escritor capaz de convertir en literatura todo lo que le preocupa, lo que le indigna, lo que le mueve a la reflexión. Sus relatos surgen del desagrado ante el mundo, de la rabia ante la injusticia.
Un buen número de historias muy potentes, pese a su brevedad, como “Los ojos de la hermana de Aner”, con ese contraste entre lo que piensa el protagonista y lo que hace; o “Matar al padre”, redondo en su concepción, que nos permite ver el dolor que se disimula detrás de una impostada indiferencia. La desgarrada historia de amor de “El espejo exacto”, la visceralidad incontrolada de “Todo tan fácil”, el impacto de un suicidio en “Adela”, o el irónico colofón, el nexo entre el autor y la obra, titulado “El asesinato”... Historias impactantes, contadas con una economía de medios encomiable, con un estilo en el que predominan las frases cortas, secas, sin rodeos ni adornos. Mezcla los diálogos y la acción, mantiene en un mismo plano los pensamientos del protagonista con los sucesos que se están contando, y presta una especial atención a los detalles, ya que el estilo con el que se cuenta es tan importante como el contenido de lo que cuenta.
La realidad es una de sus fuentes de inspiración, como si necesitara ficcionalizarla para asimilarla. Dramas que golpean y que intenta atrapar, así ocurre en “La llama nunca encendida”, por ejemplo, porque lo que hay que destacar en este conjunto de confesiones y sentimientos es la preocupación que demuestra el autor por ese lado salvaje que encierra todo ser humano, su lado más cruel, las circunstancias más brutales e incomprensibles. Casi puede decirse que nos encontramos ante un estudio sobre la violencia, una reflexión profunda sobre el modo en que muchos conflictos, incapaces de resolverse, tienen consecuencias imprevisibles. La venganza, el crimen fortuito, el asesinato premeditado, la defensa propia, el crimen como aplicación de la justicia... historias que encontramos cada día y a las que peligrosamente parece que nos vamos acostumbrando. Sin embargo, aunque es cierto que predomina el dolor y la desesperación, la rabia y la violencia, también deja espacio Ortiz para la ternura e incluso el humor, cuidadosamente distribuido a lo largo del libro.
Cuando se lee un buen cuento, capaz de traspasar la coraza que llevamos puesta, sentimos una especie de respingo, de sobresalto, un movimiento reflejo causado por el instinto de conservación que nos advierte que nuestras defensas han sido franqueadas. Pues bien, esa sensación la van a tener en más de una ocasión en cuanto se sumerjan en las páginas de este libro.

viernes, julio 15, 2011

El espíritu de mis padres sigue subiendo en la lluvia, Patricio Pron

Mondadori, Barcelona, 2011. 208 pp. 16,90 €

David Vicente

La industria de la literatura, como cualquier otra, ha de inventar cada temporada para alcanzar unas ventas mínimas un cupo de nuevas promesas, autores originales y vanguardistas movimientos narrativos con sus correspondientes representantes. Como casi siempre, todo lo que merece la pena surge al margen del ruido. Es el caso de Patricio Pron, un escritor de aspecto débil y enfermizo, dedos cortos y delgados, pero literatura contundente, que se dio a conocer en España con su novela El comienzo de la primavera.
Patricio probablemente nunca ha trabajado en un almacén de carga y descarga, a diferencia de Bukowski, en unos astilleros, al igual que otros tantos escritores, ni se cubre con la capa de autor maldito y outsider. No le hace falta para que su literatura suene real, sincera, sobrecogedora y, como digo, tan contundente como la del que más.
Si hiciésemos un símil pugilístico podríamos compararle a Pernell Whitaker, ese mítico boxeador de los años 90, campeón de cuatro categorías diferentes, que se movía como una mariposa, pero picaba como una abeja.
Es seguro que más allá de lo que diga la “lista Granta” (que a fin de cuentas no es más que ruido dogmático), Patricio es uno de los autores destinado a superar el fuego de artificio que acabarán siendo la mayoría de sus coetáneos.
Su última novela, El espíritu de mis padres sigue subiendo en la lluvia, no es sino la confirmación de todo lo dicho anteriormente y, quizá en su caso, una novela necesaria y una deuda pendiente con un pasado, el suyo y el de toda una generación de argentinos, los hijos de la dictadura militar y de todos los padres y madres desaparecidos.
Y por qué no, también el de todos nosotros y el de todos nuestros padres. Ya lo decía Terencio, soy humano y nada de lo humano me es ajeno. Máxime en un país como el nuestro, necesitado también de ajustar unas cuantas deudas con el pasado, mal que les pese a algunos.
La novela de Pron, con evidentes tintes autobiográficos (aunque no lo olvidemos, como el mismo advierte, una gota de ficción tiñe todo de ficción), trata de averiguar quiénes han sido los que nos han antecedido, lo que no deja de ser averiguar un poco quiénes somos nosotros mismos. Una tarea que tiene mucho de detectivesca, al más puro estilo policíaco, pero también mucho de bucear dentro de las propias entrañas de uno mismo, algo que requiere sin duda dosis importantes de valentía.
Curiosamente un presidente argentino anterior a los hechos centrales que relata Patricio en su libro, Nicolás Avellaneda, acuñó la famosa frase, que posteriormente quedaría grabada en el campo de concentración de Auschwitz, los pueblos que olvidan su historia están condenados a repetirla. Patricio no sólo no la quiere olvidar, sino que trata de rescatarla en la figura de su padre. (Quien por cierto ofrece una serie de interesantes puntualizaciones a la novela en el propio blog del autor, http://patriciopron.blogspot.com/p/el-espiritu-de-mis-padres-sigue.html, bajo el nombre The straight record: la versión de mi padre).
Sólo una cosa más para terminar la crónica de esta novela construida a base de honestidad, coraje, supongo que mucho esfuerzo y dolor, y buena literatura. Con permiso de Patricio, una rectificación al título. Creo sería (o así me gustaría pensarlo) más adecuado, El espíritu de nuestros padres sigue subiendo en la lluvia. Y que continúe.

jueves, julio 14, 2011

Amor. Poesía reunida, 1998-2010, Manuel Vilas

Madrid, Visor, 2010. 295 pp. 14 €

Ricardo Virtanen
firma invitada*

Me gusta mi poesía, me da alegría cuando la leo, me pone de buen humor, me río, me mete caña, me entran ganas de vivir, me entran ganas de fiesta. Con estas frases sorprendentes prologa Manuel Vilas (Barbastro, 1962) su poesía reunida. A una edad, tiende el poeta a reunir lo que constituye su voz poética (algunos van más allá y reúnen todo lo que se les pasó por la imprenta). Así ha querido titular su poesía Vilas: Amor. Pero que nadie se lleve a engaño. Nada de sentimentalismo y poesía amatoria. En el mundo Vilas, todo se halla hipertrofiado, todo es incómodo, provocador, divertido, ufano. La voz propia del poeta Vilas corresponde con sus tres últimas publicaciones: El cielo (2000), Resurrección (2006) y Calor (2008), que lo han colocado en lugar preponderante en la actual poesía española. A estos libros que, según palabras propias, se editan tal y como se publicaron en su día, sin ningún cambio, se les suman 19 poemas de sus 4 primeros libros: El osario de los tristes (1989), El rumor de las llamas (1990), El mal gobierno (1993) y Las arenas de Libia (1998). Una sabia elección.
El poeta se refiere a sí mismo como “marca Vilas”, que más allá de su producción poética, abarca además sus narraciones Dos años felices, Zeta y, sobre todo, Aire nuestro. Poesía que oscila entre un autobiografismo abrasivo y una parodia del mundo (nuestro, suyo) que agoniza entre sus manos, y que resucita de pronto con aires nuevos. Con El Cielo, Vilas experimentó con un modelo poético que divergía entre una narratividad expresa y un poema de interminables versículos enumerativos sine die (como buen seguidor del gran Whitman). Porque es obvio que, desde un principio, sus textos plantean una historia in medias res donde el personaje ficcional (Vilas, por qué no), vividor, viajante, despreocupado, saca de las casillas a la propia vida. Si no léanse los inicios de "Historia de una camarera": «Encima de la cama estoy, sin sueño, está amaneciendo en Cádiz, se oyen gaviotas trayendo el nuevo día, que yo no sé si viviré…»; "Gambas y navajas", que sería el epítome de lo que es un poema social postmoderno: «Me estaba comiendo unas gambas en un sitio que está cerca del teatro principal / y entró un negro vendiendo cedés, un negro con una sonrisa gigantesca, con un cedé de Julio Iglesias, metido en una bolsita nauseabunda», o aquel sorpresivo que empieza: «Sólo dios sabe por qué se me regaló el don de aprenderme de memoria las manos de todas las cajeras que me han atendido y cobrado alguna vez de mi vida» (de "Las manos de las cajeras").
En estos poemas irónicos y mordaces, y en otro muchos, relampaguea una cultura del pop, cómo no, radical y caricaturizante. Y no son pocos los poemas que presentan una base roquera para su posterior expansión: “Doug Yule” (disparatado diálogo entre Lou Reed y Yule), “Walk on the wild side”, sobre la mítica canción de Reed, “Los chicos están bien”, basada en el éxito de los Who, “1977”, retrato de una época mítica, y que coincide con las adolescencia del poeta Vilas, o el inédito “Danny Boy”, con canción de P. Grainger de fondo.
En muchos de los poemas, Vilas —o su heterónimo ciudadano— está dispuesto a amar al mundo por encima de todo o, en su defecto, a dejarse amar. En “Nueva York”, sátira punzante y dividido en 9 partes, se lee: «Amé su cubo de agua sucia, exaltación y pesadilla, / la vida grande amé, la vida sucia», refiriéndose a uno de los inmigrantes chinos de la ciudad. Una poesía, claro, en parte autobiográfica y expresionista. No pocos textos se inician con la incursión del propio Vilas en la trama poemática: «Manuel Vilas está sentado en un banco de la Catedral de Barbastro» (“Resurección”), «Manuel Vilas salió una mañana de casa. / Le esperaban en un instituto de la ciudad de Zaragoza» (“Mazda 6”), «El 24 de diciembre de 1985 Manuel Vilas estaba de guardia en el Cuartel del regimiento de Infantería de Barbastro» (“1985”) o  «Manuel Vilas sacó todo su dinero de los bancos», incluido en uno de los inéditos del libro, precisamente el que da título al volumen, “Amor”. Aquí se extrema la voz cáustica de su autor: «hoy soy San Vilas, un personaje que reparte todo su dinero a quien se encuentra por la calle». No es raro que leamos: nunca vimos a nadie tan enamorado. La sátira social conlleva un amor dislocado por sí mismo y, también, por un consumismo hiperbólico. Por ejemplo, su preferencia por los utilitarios de todos los modelos: “Madza 6”, “Seat 850”, “Audi 100” o “HU-4091-L”; o su amor por sus semejantes, “Fraternidad”, donde leemos: «me enloquecen los billetes de 500 euros».
En la llameante reunión que significa Amor, destacan sobre todo un puñado de odas al mundo contemporáneo y a la sociedad que nos despieza y que, al tiempo, nos da de comer de la mano. Un urbanitas fabulador en busca del lector insatisfecho, en aras de una provocación que llevarse a la boca. Si tuviera que elegir, me quedaría con poemas como “El comulgatorio”, “El crematorio”, “Las manos de las cajeras”, “MacDonald’s”, “Way out”, “Amor”, “Fraternidad” y el largo poema “Nueva York”. Todos confeccionan un mapa de realidades en los que chirría la existencia. La voz del poeta es esa puerta sin engrasar cuyo sonido —o soniquete— nos habla del interior de la casa, pero además de la fragilidad del mundo que se deshace ante nuestros ojos.
En verdad, a uno, leyendo al poeta Vilas, o al personaje Manuel Vilas, le entran ganas de perderse por los hoteles y playas del mundo. Esta poesía es —como leemos en uno de sus poemas— alegría, gloria, resurrección, dicha, exaltación, gozo, esplendor. El cielo.

* Ricardo Virtanen Madrid, 1964. Profesor, músico, poeta y crítico literario. Estudió Filología Hispánica e Inglesa en la UCM, y Musicología por la Universidad de La Rioja. Es doctor en Filología Hispánica con la tesis “La experiencia vanguardista de Guillermo de Torre”. Es profesor de secundaria y prof. contratado de Universidad.

Autor de numerosos libros de texto, ha publicado el libro de lingüística Lengua resuelta (1999), los poemarios Notas a pie de página (2005), La sed provocadora (2006), el pliego Epitafios (2005) y Sol de hogueras (2010) y, el cuaderno aforístico Pompas y circunstancias (2008). Dentro de la crítica literaria publicó Hitos y señas. Antología de la poesía española (1966-1996) (2001), la ed. de Carpe amorem, de Aurora Luque y una ed. crítica de Almanaque Literario 1935. Ha ejercido la crítica literaria en medios como Prima Littera, Cuadernos del Matemático, El ciervo, Ínsula, La Tribuna, Señales de humo, Per Abbad, Galerna, Empiurema, Zurgai, Ex libris, Paraíso, Cuadernos Hispanoamericanos, Clarín, El mirador de los vientos, Renacimiento o El Maquinista de la Generación, entre otras.

miércoles, julio 13, 2011

Una historia sencilla, Luis Velasco Blake

Caballo de Troya, Madrid, 2011. 144 pp. 13,90 €

Elvira Navarro

Según los neurólogos, la intuición no tiene nada de mágica. Ese pálpito fugaz y poderoso no es más que un cerebro que ya se sabe el camino, y que por tanto no necesita que todos los pasos afloren a la conciencia, lo que explicaría el porcentaje de aciertos. Hago esta aclaración previa porque, para hablarles de Una historia sencilla, voy a empezar con ese concepto altamente problemático que es la intuición, y que me servirá para seguir con otros no menos difíciles de fijar como categorías válidas a la hora de hacer una crítica, a saber: lo necesario y la autenticidad. Digo que son difíciles, y añado que en su dificultad reside su relación con la bondad de cualquier producto artístico, bondad que, como todos sabemos, está siempre puesta en tela de juicio porque en este campo no hay axiomas y sí, en cambio, paradigmas, es decir, ideologías: ahí es donde entran en juego estos conceptos. Sobre la intuición, aprovecharé la anécdota que consigné hace unos cuantos días en una crónica sobre la Feria del Libro de Madrid. Se trataba de una anécdota a propósito de una obra de Joan Didion, El año del pensamiento mágico, título que leí —o más bien observé— una, dos, tres, cuatro veces, pues tenía algo extraño; desde luego, una similitud con cualquier volumen de autoayuda que su presencia en un estante de literatura desmentía, aunque sobre todo, y tal como escribí en la mencionada crónica, lo que el título rezumaba era “algo inevitable, ese latido que está por encima del gusto, o sea, de la moda y del miedo, y que se impone”. Lo que posteriormente averigüé sobre el libro de Didion no hizo sino confirmar la explicación que los neurólogos dan a la intuición y a su alto porcentaje de aciertos (explicación que, por cierto, es una oda al aprendizaje): en efecto, la autora no había tenido elección a la hora de escoger el título, pues tras la muerte de su marido y de su hija se pasó un año convencida de que aquella desgracia había acontecido bajo una causalidad que, para ser tal, había que calificar como “mágica”.
Creo que lo anterior me vale para justificar mi creencia en que los libros que se escriben por necesidad y al dictado de su propia ley suelen albergar una potencia mayor que los que han sido diseñados por el autor para demostrar, o demostrarse, tal o cual cosa. Esto es así porque la obra que genera su propia norma está más al resguardo de las pretensiones de quien la escribe, de sus miedos y sus servidumbres, que la que es minuciosamente pensada. La pulsión creadora es libre, y esa libertad la torna corrosiva y capaz de ir en contra del limitado software mental del propio autor.
Luis Velasco Blake presentó el proyecto para escribir Una historia sencilla en el taller de nouvelle que imparto en Fuentetaja, y al poco nos trajo algo más de la mitad del libro; a ninguna de las trece personas que leímos aquel primer manuscrito nos cupo la menor duda de que Velasco Blake era un escritor hecho y derecho al que tal vez la vida (aún no lo conocíamos mucho) o la falta de confianza en sí mismo le habían impedido tener ya varias obras publicadas; también supimos que el pulso de la novela no admitía objeciones, lo que quiere decir que no las teníamos. Una historia sencilla narra las peripecias de una familia argentina de la segunda mitad del siglo XX a la que las convulsiones políticas, y alguna que otra personal, acaban por deshilachar. Nos aclaró Luis Velasco que esa familia no es la suya, si bien, por la cercanía personal con los acontecimientos que toca, podría haberlo sido. El libro se presenta como una paradójica novela de iniciación, y digo paradójica en la medida en que, si bien se cuenta un dramático destete, quien narra ya está de vuelta de todo y se dedica a hacer balance no con cinismo o descreimiento, sino desde una inocencia que pretende entender y pasar página. No hay aquí esperanza de sacarle réditos a la acusación, o lo que es lo mismo: no hay resentimiento. Los escasos juicios terminantes caen con humor o con sobrada justicia. Eso no es meritorio per se, sino en la medida en que lo fácil, por lo dramático de las circunstancias, habría sido echar hiel. En este sentido, lo que Una historia sencilla despliega es una mirada cervantina, que aspira a una comprensión de los motivos que llevan a los personajes a actuar de una manera u otra. Y aunque los protagonistas, casi todos militantes de distintos grupos de izquierda, nos muestran un fracaso no ya sólo personal, sino colectivo, se mantiene la fe en que no todo está perdido. Por otra parte, tanto la pulsión de comprender como el lenguaje y la sintaxis (un lenguaje y una sintaxis cercanos a la oralidad, de timbre cómplice, amable e incluso cómico) hacen pensar en la filiación del autor con Alfredo Bryce Echenique. Velasco Blake exhibe además un gran dominio del pulso narrativo, y ojo, aunque el tema de la novela es político, que no se asusten quienes piensan que la literatura no debe tematizar demasiadas ideas ni cargar las tintas en los mensajes “fuertes”, pues no hay tal cosa en Una historia sencilla. El título, por cierto, es harto elocuente: en la vida, y en la novela de Velasco, las catástrofes acontecen con (y en mitad de) la mayor sencillez.
Cualquiera que lea esta novela se percatará de que ninguno de los resbaladizos pero ineludibles condicionantes de los que hablábamos al principio (intuición, necesidad y autenticidad) faltan en ella. Luis Velasco Blake obedeció a su intuición, es decir, a la historia que pedía paso, ateniéndose a lo que le era estrictamente necesario para llegar a buen puerto, y olvidándose, como todo buen escritor, de cuanto le resultaba ajeno. Por ello, en el libro palpita esa extraña honestidad que captamos de manera inmediata y que nos lleva a asentir desde el convencimiento.

martes, julio 12, 2011

Ultraviolencia, Miguel Noguera

Blackie Books, Barcelona, 2011. 312 pp. 20 €

Ricardo Triviño

La idea de que un par de tipos sorprendan con un nuevo tipo de humor en un libro difícilmente catalogable. Una especie de antología de chistes gráficos pero sin chiste. Más bien, conceptos, reflexiones que mueven a la carcajada. Hervir un oso de Jonathan Millán y Miguel Noguera cae como una bomba silenciosa, escondido en la sección de cómics de cualquier librería generalista. Es un libro que se encuentra, que llama la atención por su curioso título y su extraña portada, que se lee y que se queda.
La idea de que uno de estos dos autores empiece a correr de boca en boca hasta que acaba sacando un libro. Se lo editan y sale en la tele invitado al programa de Buenafuente, donde hace una mini actuación. El libro y la actuación son material de sus ultrashows, espectáculos de una hora donde presenta sus bizarras ocurrencias llenas de un humor sádico y ridículo donde no hay remate final, no suenan los platillos al final de la broma. Eso que algunos ahora llaman post-humor, que suena a póstumo, que suena a post-tumor, después de la operación. Algo muy asqueroso.
La idea de que lo haya publicado la editorial que consiguió su primer éxito con un libro del cantante de Eels, un tipo cuyo padre era un científico que demostró la existencia del multiverso y se pegó un tiro, un tipo cuya hermana se suicidó para reunirse con su padre en un universo paralelo. En esta extravagante búsqueda de la esencia, Blackie Books vuelve a saborear el éxito con este cómico extraterrestre. Dos ediciones llevan ya con Ultraviolencia de Noguera. "¡Es Dios!" frente a "¿Quién es este gilipollas?" se entremezclan en la red, en lo social. Un pupurrí de opiniones disfuncionales.
La idea de que Noguera no sólo consiguió trabajo en el extinto programa de Buenafuente sino que le imprimieron el libro a pesar de los diferentes textos que ha escrito poniendo en tela de juicio a la editorial. Nos dice que hay algo oscuro en Blackie Books, que esa perrita que tienen de mascota no es trigo limpio. Y ellos no se ofenden. Es más, están encantados. Se ríen con él como lo hace todo el mundo, sin saber muy bien por qué, sin poder descifrar qué narices está sucediendo para que alguien así pueda llegar a ser venerado.
La idea de que esos textos que escribe, que declama Noguera en su espectáculo, que nunca son iguales, que desarrolla in situ a partir de los títulos que lleva apuntados, son bautizados por él como "ideas". Ideas que empiezan en un bar o mirando Telecinco con la frase "La idea de que...", un pie que puede ser imitado por los que lo idolatran o no llegan a más pero que difícilmente puede ser reproducido. Seguramente, será una creación artística tan falta de progenie como lo son los esperpentos de Valle-Inclán o las greguerías de Gómez de la Serna.
La idea de que hay que hacer una reseña y que envíen el tomo de Ultraviolencia perfectamente envuelto, con artículos de prensa elogiándolo, y se empieza a leer siguiendo un ritual. Acariciar la portada de Blackie Books, un delicia, y retirar la banda publicitaria de la segunda edición que llevan todas las segundas ediciones. Una cinta que sólo sirve para molestar a los libreros, para que no puedan colocarlo bien, para que cuando llegue un cliente a la tienda y la vea levemente estropeada, pida un ejemplar nuevo porque considera que ése está roto. A mala leche.
La idea de que se aparte la banda, se tire por ahí, y se empiece a devorar el libro con extremo cuidado. En esas páginas se esgrime crueldad contra ancianas y niños, contra deficientes mentales. El lector intenta evitar convertirse en un ser despreciable como el autor, pero no lo consigue. Se ríe. Risas que unas veces afloran a los labios y otras se quedan en el pecho, no como una comisura bella sino como una carcajada nasal, porcina, una carcajada sucia, una risotada vil. Es desagradable, es incómodo. De alguna manera, se inventa la teoría de que esto es post-humor, de que en realidad es una crítica de la postura contraria. "¡Paparruchas!" escribe metaliterariamente Noguera, "¡Paparruchas!".
La idea de que este cómico sea capaz de aunar humor absurdo y humor negrísimo, de mover desde la reflexión lúcida al espasmo obsceno, de no haber punto medio, de sólo existir extremos, caminar sobre filos de cuchillo. Un humor complicadísimo porque si uno se resbala se mata. El libro tiene altibajos, valles pasada la mitad del libro que hasta entonces no tiene baches. Más que valles, barrancos con zarzas y libros de Carlos Ruiz Zafón en el fondo. Cuando no consigue equilibrarlo todo, el castillo de naipes se derrumba. Pasado el segundo centenar ya se aprecian los mecanismos, la repetición de los mismos. Vuelve a haber chispazos, tracas, pero todo es más pantanoso.
La idea de que aún habiéndolo calado, de haber visto sus armas, se es incapaz de pintarle el retrato. ¡Menudo crítico inútil! ¿Para eso te pagan? No, no me pagan. ¡Menudo inútil crítico! Pensar en imitarlo, en hacer una reseña con su estilo, hacerlo algo desorientado, ¡qué larga por Dios! Encontrarse la banda de publicidad tirada, desplegarla, ver que está llena de texto y dibujitos, ver que tiene una cita que dice que no se deberían escribir reseñas de Noguera sino que debería citarse el artículo de David Foster Wallace sobre Kafka. Eso duele. Un esfuerzo estéril. Una broma pesada. Infinita. Acabar en un anticlímax como raro.

lunes, julio 11, 2011

Vida de Pablo, Carlos Pardo

Periférica, Cáceres, 2011. 312 pp. 20 €

Nere Basabe

Vida de Pablo, a medio camino entre la Bildungsroman y ese género tan actual como polémico que es la autoficción, trata de reconstruir, sin conseguirlo, la historia de Pablo, un artista que acaba trabajando tras la barra de un bar. Y en ese fracaso reside su mayor acierto. Porque tiene Vida de Pablo algo de Esperando a Godot, o de eso de que la vida es lo que pasa mientras hacemos otros planes. Pablo anuncia, en la última página, su visita para el verano que viene, pero se le esperaba el verano pasado. El hilo de la biografía del amigo Pablo se pierde así en digresiones diversas desde las primeras páginas, y las siguientes se siguen completando por sí mismas, para rellenar esa espera vana. Tratando de retratar al amigo, el narrador (Carlos Pardo, un joven poeta pinchadiscos que reside en una pequeña ciudad de provincias del sur) se retrata a sí mismo, y eso es lo mejor de esta biografía “fallida”.
Esas digresiones consisten en innumerables reflexiones filosóficas, discusiones estéticas o poéticas de barra de bar y en un sinfín de títulos de canciones, películas y libros. "Si hicieses una lista con todos esos títulos y la repartieses entre tus amigos, acabarías antes”, le reprocha su novia. Y sobre todo, la digresión principal, el amor, que Carlos retrata sin cursilería, o mejor dicho, con una cursi y brutal honestidad. Me echaba a llorar de amor pensando en sus radiografías, y se lo dije a Pablo pero me contestó que eso ya salía en La montaña mágica” / “Me dije que la excusa del amor me había negado el placer de las mejores oportunidades. Y casi siempre me había vuelto pesimista cuando estaba enamorado. A eso le llaman tener vida interior, que es como el fósforo del tedio. Como si no pudiera ser a la vez feliz y listo”.
“Carlos, es que no somos posmodernos”. Y pese a algunas de sus observaciones o actitudes estéticas, efectivamente no lo son porque, como todos los jóvenes, juegan a reproducir los estereotipos del poeta maldito, entre el alcohol, las drogas, la marginalidad autoimpuesta, la penuria económica de los trabajos temporales y el ejercicio de la leyenda personal (“¡Eh, poetas!”, les gritan en El Corte Inglés), aunque se muevan en una “periferia de París”, muy al sur, que se parece más al kitsch de Torremolinos (el autor insiste en el feísmo de los escenarios). Al pretender hablar de Pablo, Carlos habla de sí mismo, y al hablar de sí mismo, Carlos habla sobre todo de sus amigos (muchos de ellos más o menos reconocibles por todo aquel que siga la escena de la joven –o no tan joven− poesía actual). La amistad juega un papel central en este libro, y de sus servidumbres, su tedio y su posterior enfriamiento se traza aquí un retrato soberbio, en lo que constituye otro de los mayores logros de esta novela: “no hay amigos, sino momentos de amistad”. Dividida en dos partes separadas por una elipsis de años, uno no puede evitar reconocerse tal vez y sentir cierta nostalgia por ese, pese a todo, paraíso perdido que no se supo reconocer a tiempo, cuando los amigos eran los compañeros de un piso destartalado y constituían la única familia (“era una amistad homosexual”), y la precariedad obligaba a la persistencia en un presente perpetuo, sin horizontes: tan solo noches y noches de borrachera y bromas con amigos, esas infinitas conversaciones intrascendentes que saltan de una cosa a otra pero que parecían tan importantes, de Deleuze a una receta de cocina, que hacen juegos de palabras, y que nos sentimos impotentes porque a la mañana siguiente no podemos reproducir o recordar qué nos hizo tanta gracia. Pero Carlos, sí: “nadie rió mi chiste”. Aunque sí hay algunos buenos chistes aquí, y en general un humor sutil, que se mueve entre la crueldad y el indulgente cariño con el que solemos tratarnos a nosotros mismos cuando echamos la vista atrás.
Por último, no está de más decir que esta novela de 300 páginas se lee de un tirón, que las escenas y los diálogos no por repetidos resultan repetitivos (ya sabe, para recuperarse de la resaca no hay nada como ponerse a beber otra vez), pues está escrito con una prosa aparentemente simple, precisa, llena de ritmo e inteligencia.

viernes, julio 08, 2011

Formas de volver a casa, Alejandro Zambra

Anagrama, Barcelona, 2011. 164 pp. 15 €

Ignacio Sanz

Me había leído las dos novelas previas a la que suscita este comentario, Bonsái y La vida privada de los árboles. Ambas me habían resultado desconcertantes o, cuando menos curiosas, por la manera de abordar el hecho narrativo y por el estilo carente de resabios retóricos. La presente sigue estilísticamente la estela de las dos anteriores, es decir, se vale de una mirada oblicua, de una escritura elusiva y sinuosa. El lector se siente un poco perdido al principio por lo que ha de seguir con cierta atención el hilo de la historia para no perder los cabos sueltos de ese río que se va bifurcando conforme avanza.
¿Y de qué va la historia?, se preguntará el lector para ir entrando en materia. Pues bien, aquí Zambra aborda el compromiso político. Estamos en Chile, para ser más exactos estamos al principio en el Chile de Pinochet, aunque no encontremos ni una sola alusión a esta circunstancia. Para ello se vale de las peripecias de un niño de nueve años que ha se seguir los pasos, como si de un espía se tratara, de un vecino suyo que suscita cierta curiosidad. Esta encomienda le llega por parte de una niña algo mayor por la que el niño se siente fascinado. Extraño caso el del niño espía que da lugar a situaciones chuscas y rocambolescas dado el empeño del niño en realizar cabalmente su trabajo. Pero, sobre todo, el lector se va a encontrar con situaciones curiosas en el presente, cuando el niño que había desarrollado aquellas tareas en los años ochenta del pasado siglo, convertido en profesor, vuelve a verse con aquella chica en nuestro presente más inmediato.
Entonces el lector comienza a atar los cabos sueltos, a conocer la precariedad, el miedo y el camuflaje en el que han tendido que sobrevivir muchos ciudadanos chilenos. Y, al mismo tiempo, el lector descubre también, que las dictaduras se sostienen por la pasividad con que una mayoría que acepta el oprobio.
En realidad esta novela tiene una fácil traslación para el lector español, incluso para el lector menor de 40 años porque nuestra historia tiene cierto paralelismo con la de Chile. Y lo mismo cabría decir de Argentina, Paraguay, Uruguy, Perú, República Dominicana, Cuba...
En fin, que, además de estar hermanados por una lengua, lo estamos también por las dictaduras que durante periodos más o menos largos, acabaron socavando la convivencia social.
Uno de los aciertos de esta novela es que el autor apenas se despeina, que no hay proclamas ni consignas, que todo sigue un curso narrativo aparentemente sinuoso, en un plano personal, aunque al final el lector descubre lo irremediable, es decir, la dignidad de unos pocos ciudadanos que no se conforman, que arriesgan su vida. E, inevitablemente, un sentimiento de culpa.
Da la sensación, además, de que, en este caso, la novela tiene algo de desnudo integral, es decir, que el autor, ha abierto las puertas de su propia casa para que nos llegue el olor a podrido que emana de su propia familia. No se trata de una familia descaradamente complaciente con la dictadura, pero sí de una familia tibia, acomodaticia. Es decir de una de tantas familias reaccionarias.
Lo singular, una vez más, es el estilo, la manera indirecta y antirretórica de contar las cosas a la que Zambra nos tiene acostumbrados

jueves, julio 07, 2011

Un hombre sin cabeza, Etgar Keret

Trad. Ana María Bejarano. Siruela, Madrid, 2011. 192 pp. 17,95 €

Cecilia Frías

Pocos permanecerán indiferentes tras la lectura de esta nueva colección de relatos del singular Etgar Keret: escritor, guionista y director de cine israelí que cosecha éxitos más allá de sus fronteras, y ahora toma de la mano al lector para trasladarle hasta inesperados territorios en los que lo surrealista convive con lo cotidiano. Lo podemos comprobar desde las primeras páginas del volumen en las que un joven se queda estupefacto al descubrir que su apasionada amante de día se metamorfosea en un gordito con el que compartir partidos de fútbol y atracones de comida cuando el sol se acuesta. Así, lo que parecía una pega termina por convertirse en la fantasía inconfesable de cualquier chico que se precie: una pareja que alterne las dotes amatorias con las de compañero de juergas.
Y es que en el terreno de lo fantástico se maneja este polifacético artista como pez en el agua. No tanto por los perfiles de sus personajes, principalmente masculinos, esbozados en unas pocas líneas y de una “normalidad” con la que cualquiera podría identificarse, como por lo inusitado de los acontecimientos a los que se precipitan. O quién le iba a decir al protagonista de Jet-Lag cuando pensaba en ligarse a la azafata que terminaría lanzándose al vacío en pleno vuelo. Original resulta igualmente el caso de Liam Goznik, ese muchacho que por una extraña enfermedad genética crecía en la misma proporción en que sus abnegados padres encogían, hasta el punto de tener que sacarlos a pasear en el bolsillo de su chaqueta. Todo fuera por romper con el tópico del judío inteligente pero bajito, subraya sarcásticamente el narrador.
Humor negro, corrosivo que Keret no duda en derramar sobre los estereotipos de su propia cultura y otros usos de la sociedad contemporánea, como una vez más pone de manifiesto al describir la vida de un ginecólogo argentino que terminó de veterinario en Israel, o verter a través de sus personajes comentarios del tipo: «Mi padre dijo que antes, en Israel, una mujer podía ir sola por la calle en plena noche sin tener miedo a nada excepto a los árabes, mientras que hoy esto ya parece Estados Unidos».
Pero que nadie se lleve a engaño: la prosa ágil de Keret no es asunto sencillo aunque pudiera parecerlo a priori. A lo largo de esta treintena de relatos que apenas superan las cuatro páginas vemos desfilar toda una suerte de descabelladas historias en las que con gran capacidad de síntesis se abordan cuestiones que a pocos les serán ajenas: desde esa ambigüedad del destino que a veces se empecina en seguir su curso con independencia de nuestra voluntad (aquel perro malencarado que salva una y otra vez el pellejo a pesar de los infructuosos intentos de liquidarlo por parte de su dueño), a la reflexión sobre la amistad o el peso del azar en nuestras vidas, cuando el narrador nos invita a que fantaseemos sobre la posibilidad de hacernos tan ricos como el protagonista de la fábula: tal vez entonces sería él el que ahora leyese este cuento, nos dice al más puro estilo cortazariano.
Las apelaciones directas al lector se enmarcan, entonces, dentro de este ejercicio de imaginación conjunta en el que tendremos que poner de nuestra parte para perfilar los finales de los relatos, que en numerosas ocasiones parecen de una indefinición deliberada a fin de hacernos colaborar en la labor creadora. Juego extensible a la selección de títulos, que más que orientar sobre el argumento del texto parecen concentrarse lúdicamente en anécdotas periféricas al desarrollo de la trama. Como si con ello nos quisiera advertir de que la mejor manera de afrontar el absurdo que tantas veces preside nuestras vidas fuese con la distancia que nos proporciona el humor.
Y para el que quiera seguir buceando por el universo breve de Keret, recomendamos otras colecciones de relatos como Pizzería kamikaze o La chica sobre la nevera, también publicadas por Siruela.

miércoles, julio 06, 2011

Siempre, Ignacio Elguero de Olavide

Hiperión, Madrid, 2011. 80 pp. 9 €

Ariadna G. García

La obra poética de Ignacio Elguero de Olavide puede dividirse en dos etapas. En la primera encontramos los libros Los años como colores (1998) y Cromos (2000); la segunda se corresponde con los poemarios editados por Ediciones Hiperión, y está constituida por El dormitorio ajeno (2003), Materia (2007) y Siempre (2011). Si bien es cierto que a ambos lados de la zanja es apreciable la huella temática de la poesía épica romana, el diálogo con la tradición poética de los Siglos de Oro, y el tratamiento de asuntos elegiacos (la pérdida, el olvido) o anacreónticos (el placer, el deseo); el estilo, sin embargo, es radicalmente opuesto en una u otra orilla de su creación literaria. A la estética pop de los comienzos (donde abundan las citas, las alusiones musicales o cinematográficas y la escenografía popular urbana), enfrenta Elguero un tono confidencial y meditativo de la mejor estirpe salmantina del siglo XVI. Dentro de esta segunda etapa, los libros van soltando lastre hasta alcanzar la cota de altura que sobrevuela Siempre, sin duda, el mejor poemario de su autor.
En su libro, Elguero dota de carácter simbólico a las coordenadas espacio-temporales donde se localizan los poemas. Todo connota. Nada queda al azar, ni a la improvisación. La lección la ha aprendido de los clásicos. Así, observamos que, según los motivos tratados, tanto el sujeto lírico del libro como la narrataria de los textos, se localizan o bien en un entorno natural (playas, bosques) a plena luz del día, o bien en un espacio cerrado a media noche. Ésta sugiere distintas emociones negativas que van de la añoranza al miedo. La dialéctica presencia/ausencia organiza la obra, que como un lienzo barroco está llena de claroscuros y contrastes de luz.
El pulso que mantienen en el libro la certeza y la incertidumbre determina la estética del conjunto de textos. Ya hemos hablado de la simbología, nos vamos a ocupar ahora de las modalidades oracionales del sujeto que habla. En su afán por detener el tiempo (“trato de retener/ para siempre este instante”, de Asientos contiguos) y por certificar la realidad, la voz que enuncia afirma taxativamente el estado de cosas de su mundo afectivo (“mi noche y mi delirio, tú”; “El deseo es el tiempo que hora habitas”, “Eres relieve, tacto”). Sin embargo, en otras ocasiones, en que las dudas colonizan al amante, la modalidad enunciativa deja paso a la interrogativa. Las preguntas aran la tierra, la llenan de surcos que no alojan ni semillas ni agua. Están a la intemperie, expuestas a nosotros, los lectores, a quienes piden una explicación. Cada interrogación remueve, agita, nuestro propio concepto de lo real (“¿Acaso tú me esperas?/ Sigo pensando en ti/ no sé hasta cuándo”, de Insomnio). Ignacio Elguero, que rinde homenaje con su poemario tanto a San Juan de la Cruz (“Por túneles, bodegas/ voy en busca de ti”, de Tentación) como a Pedro Salinas (“No te persigo a ti, yo aún voy más lejos”, de Dormitorio), es uno de nuestros poetas amorosos más intensos y elegantes. Sus versos rotundos, casi agónicos, redoblan en la mente mucho tiempo después de su lectura (“Te temo, sí/ como a un juego retórico/ donde todo es imagen”, de Límites).

martes, julio 05, 2011

Teatro de ceniza, Manuel Moyano

Prol. Luis Alberto de Cuenca. Menoscuarto, Palencia, 2011. 128 pp. 13 €

Marta Zafrilla

No es difícil encontrar frescura en la literatura actual; la originalidad verdadera, sin embargo, es menos frecuentada. Manuel Moyano ha demostrado publicación tras publicación no sólo sorprender a sus lectores desde argumentos frescos y trabajados, ha sabido dar al público solo la calidad que busca el más escrupuloso lector. Un título de Manuel Moyano nunca defrauda. Un título de Manuel Moyano siempre sorprende. Porque como narrador es ante todo un antropólogo de la realidad, explora la rutina y se zambulle en lo insospechado del día a día. Es capaz de dar brillo al más aburrido silencio y volver patas arriba la rutina más anodina despertando al lector de su mirada cansada y abriéndole los ojos ante el desconcierto que procura siempre la sorpresa de las cosas conocidas.
No piense quien lea estas líneas que el autor que nos concierne aquí se deja llevar por la mera historia que se apodera de su imaginación, nunca es simplemente así en sus páginas. Los fondos de los relatos breves que componen Teatro de ceniza se fundamentan en el buen contenido, sí, pero aparecen revestidos con la mayor de las precisiones lingüísticas. Quien relea cada microcuento de los aquí recogidos encontrará que cada palabra resulta inmejorable, que nunca parece sobrar ni faltar ni una línea, que la historia se ha condensado hasta resultar idónea en su forma y que la prosa gana eficacia siempre a través de los mejores caminos. Y fíjense que hablo de releer porque será sin duda la primera lectura una lectura rápida, presa del hambre de sus palabras y con velocidad de bestseller. Es tan sencillo engancharse a estas páginas que conviene volver a sus historias para detenerse con delicia en cada recoveco de sus letras.
Si es usted fiel seguidor del microrrelato encontrará en Teatro de ceniza piezas antológicas; si no se considera apasionado del género, bucee en estas páginas sin miedo, pues contiene poesía, intensos argumentos y sobre todo buena literatura. Bucee, bucee sin miedo, pero ojo que el agua moja y esta lectura cambia la mirada de sus lectores.

lunes, julio 04, 2011

Filosofía zombi, Jorge Fernández Gonzalo

Anagrama, Barcelona, 2011. 224 pp. 17 €

Santiago Pajares

“El zombi es siempre el alienado, el extranjero, y trae con él nuestro miedo a lo que viene de fuera”.

Jorge Fernández Gonzalo, el autor de Filosofía zombi no es, desde luego, nuevo en el mundo literario. Con 29 años y una tesis doctoral sobre poesía, tiene cinco poemarios publicados y entre otros premios, el Hiperión de poesía, el más importante de toda España. Y ahora nos sale con que ha quedado finalista del premio Anagrama de ensayo. Si esto ya de por sí tiene mérito, conseguirlo con un ensayo titulado Filosofía zombi no hace sino engrandecerlo.
Para el común de los mortales la palabra ensayo es un claro sinónimo de tostón, y uno puede pensar que, aunque la temática sean los zombis, puede llegar a aburrir sobremanera. Entonces la pregunta es, ¿Aburre Filosofía zombi? NO ¿Es realmente entretenido Filosofía zombi? SÍ. ¿Se deja leer Filosofía zombi aunque nunca hayas leído un ensayo? SÍ. Espero haberlo dejado claro.

“El miedo actúa como una pregunta sin respuesta”

No es que los zombis estén de moda, es que no han dejado de estarlo desde principios del siglo XX. Generaciones de cineastas y escritores han utilizado la figura del zombi para exponer temas fundamentales en el ser humano como la supervivencia, el amor, la bondad o la resistencia ante la adversidad. Pero no sólo eso, porque si algo deja claro este libro es que los zombis siempre han sido usados como una alegoría de otras amenazas, desde la guerra de Vietnam hasta el moderno consumismo exacerbado.
Jorge Fernández Gonzalo hace un repaso de toda la filmografía zombi a partir del trabajo de un auténtico gurú del medio, el cineasta George A. Romero, el verdadero introductor del zombi en la moderna cultura popular. Usando como base seis de sus películas comienza a desgranar todo el fenómeno zombi y a buscar referencias en la filosofía, en la literatura, en la política, a veces tan agudas e intrincadas que te preguntas: ¿Cómo hemos llegado aquí? ¿Realmente hemos comenzado hablando de zombis?

“Los personajes son las máscaras de nuestro miedo”

El zombi se distingue de los demás monstruos del género (hombre lobo, vampiros...) por una cuestión de número. Mientras que en el resto de películas si matas al hombre lobo ganas y te salvas, en el contexto zombi no existe salvación posible, tan sólo la duda de hasta dónde podrás aguantar. Es el tetris de las películas de terror. Sabes que caerás, pero no sabes cuando. Entonces se produce algo curioso, que es sobrepasar el miedo a la muerte. No tienes miedo de morir, sabes que morirás, pero no estás dispuesto a convertirte en otro zombi. Hay cosas peores que la muerte, y las ves todos los días. Esa se convierte en la premisa principal. En un mundo donde tenemos acceso a todos los datos, donde estamos sobreinformados y podemos ver desnudos en nuestra pantalla con sólo un par de clicks (uno, si tienes ya un acceso directo), ¿existe algo más que ver un cuerpo desnudo? Sí, verlo desde otro ángulo. Desde dentro.
El libro es un cúmulo infinito de reflexiones sobre el ser humano desde todos los puntos de vista, partiendo siempre desde la temática zombi. Una de mis referencias favoritas es la de la película El amanecer de los muertos (1978), donde dos de los personajes, encerrados en un centro comercial, creen que los zombis les persiguen. Y uno le dice al otro: “No, vienen por costumbre, lo hacían en su vida pasada y lo recuerdan vagamente. Son como nosotros”. ¿Saben los zombis que son zombis? ¿Dónde acaba el humano y dónde empieza el zombi? ¿No hemos hecho nunca algo porque es lo que siempre hemos hecho, sin pensar? ¿No seremos nosotros mismos un estado intermedio entre el humano y el zombi, sin saberlo? De hecho, el propio autor reconoce al final del libro ser un zombi entre otros tantos.

“El arte es para la gente a la que no le preocupan los zombis”

viernes, julio 01, 2011

La bofetada, Cristos Tsiolkas

Trad. Ana Herrera. RBA, Barcelona, 2011. 539 pp. 23 €

Cecilia Frías

Todo comienza con un escenario aparentemente inocente: el de una barbacoa en un barrio residencial australiano un sábado cualquiera al atardecer. Parejas con hijos, amigos, abuelos y demás familia que felizmente se reúnen en casa de Hector y Aisha, los perfectos anfitriones si el lector se asomara ingenuamente a este retablo de vidas en las que todo desprende amabilidad. Sin embargo, y he aquí la clave de la tensión narrativa que con acierto dosifica Christos Tsiolkas a lo largo de la novela, nosotros sabemos mucho más de lo que sucede en apariencia. Como si de unos avezados vouyers se tratase, no dudamos en cederle la mano a este narrador en tercera persona que con pericia nos adentra en los entresijos emocionales de una serie de personajes a punto de estallar.
Solo hay que lanzar la cerilla, una imprudente bofetada del primo de Hector ante la desaforada rabieta del pequeño Hugo, para que la paz familiar salte en mil pedazos. Como si la torta hubiera sido una llamada de atención ante su ineficacia como educadores, los padres del niño responden a la tremenda: hay que dejar el asunto en manos de la policía ya que se trata de un evidente caso de maltrato infantil. Y entonces las reacciones más encontradas se desatan entre los testigos del delito: desde el placer casi erótico de Hector al comprobar que alguien ha tenido las agallas para hacer lo que muchos deseaban con ese enano malcriado, a la indignación de la adolescente que cuida a Hugo o de Aisha, amiga íntima de la hiperprotectora madre de la criatura que se siente ofendida en su propio territorio.
Si el autor nos apresura hasta este momento climático al comienzo del libro en el que inevitablemente tendremos que tomar partido, es solo para que juguemos con él en esta lúdica comparsa de buenos y malos que no hace si no poner de manifiesto la gran hipocresía en la que nos sumerge la sociedad de lo políticamente correcto: el que da un cachete a un niño es un delincuente, fumar mata… cuando lo que realmente resulta perjudicial para la salud de esta serie de personajes es no decir jamás lo que piensan por miedo al juicio del otro.
Hombres que no terminan de madurar a pesar de rondar los cuarenta, mujeres que eligen no ser madres, adolescentes perdidos por sus propias inseguridades, viejos que toman conciencia de la poca dignidad del ser humano cuando la muerte se aproxima. En definitiva, personas de carne y hueso que deben esforzarse para superar la propia insatisfacción. Ninguna generación escapa a la prosa certera de Tsiolkas que con su ojo crítico reflexiona, a través de las ocho figuras que estructuran los capítulos de esta novela coral, sobre el racismo del australiano ante el aborigen, la pérdida de identidad del emigrado o el proteccionismo del “estado-niñera”. Tampoco quedan fuera otros conflictos que atañen a la esfera de lo individual con los que cualquiera podría sentirse identificado: la educación de los hijos, la maternidad como escudo para olvidarse de uno mismo, y sobre todo, el peso de la familia cuando presiona para que tomemos partido con sus tácitos códigos de lealtad.
Puede que en ello resida el mayor acierto del libro: mostrar el lado humano junto al más oscuro de cada uno de los protagonistas hasta hacernos comprender los porqués de sus debilidades, y volvernos a la postre, más benevolentes tanto con ellos como nosotros mismos.