lunes, octubre 31, 2011

Solo con invitación: Escritores, Salvador Gutiérrez Solís

El Olivo Azul, Córdoba, 2011. 160 pp. 16 €

Nacho Montoto

Hay nombres —de poetas, seudocríticos, novelistas existenciales, conferenciantes todoterrenos, estudiosos del romanticismo más barroco, charlatanes varios y literatos multidisciplinares— que suelen ser frecuentes en los jurados de los premios literarios de cierto nivel —jurados remunerados con más de trescientos euros, seiscientos en algunos casos, muy contados los casos estos. Así comienza el cuento titulado "El poeta en excedencia", incluido en Escritores, el nuevo libro de cuentos de Gutiérrez Solís. Mucho se ha escrito sobre metaliteratura. Muchos son los autores que han iniciado ese camino, sí, pero tras la lectura de Escritores, podemos asegurar que ninguno como Gutiérrez Solís. Escritores aborda con gran lucidez e ironía el oficio del escritor, del letraherido, del cuentista de turno, de los escritores malditos.
Quien haya seguido la trayectoria de Gutiérrez Solís, encontrará —en esta ocasión— un libro de cuentos donde el autor va desgranando los entresijos del mundo literario mezclado con el sarcasmo que —en otro tiempo— nos trajo el novelista Malaleche. 17 historias 17, que nos llevan desde la increíble trama del novelista caníbal a la curiosa—y terrible— historia del detective poeta, pasando por el relato desternillante de "El poeta maldito" o "El torero escritor". Una trama de personajes que se mueven entre el mundo de la realidad y la ficción, siempre, en torno al hecho literario. Apreciables son los microrrelatos "El ensayista en alquiler" o "El difunto poeta", en los que el autor da muestras de su capacidad para condensar en apenas unas líneas esa mezcla de ironía y realidad.
Un libro de cuentos en el que también podemos apreciar la concatenación de personajes, pues en muchos casos, los principales aparecen como secundarios en otros relatos dotando de cierta fragmentariedad a alguno de los cuentos. Pero Escritores no es un libro en el que sólo se abarque la metaliteratura, no. Como es habitual en Gutiérrez Solís, el mundo de la Fiesta Nacional, el fútbol, y multitud de referencias literarias no son ajenas a su pluma, por lo que todas ellas salpican de gestos y anécdotas cada una de las historias que se desarrollan en esta nueva incursión del autor en la narrativa breve. ¿Quién sería capaz de meter en un mismo libro a García Lorca, Jorge Javier Vázquez, Baltasar Garzón, Joselito “El Gallo”, Miguel Hernández, Javier Marías o Alberti? No se asusten, no, son meros invitados al gran convite literario que Gutiérrez Solís ha sabido organizar con maestría dentro de este libro de cuentos donde el lector permanecerá, de principio al fin, agarrado a las solapas del libro.
Si desean conocer los entresijos del proceso literario y todo lo que rodea al mundo de la literatura, en clave de humor, no duden en ponerse manos a la obra y comenzar con la lectura de Escritores, no les dejará indiferentes.


Salvador Gutiérrez Solís: "La Literatura española rebosa mediocridad y medievalismo"

¿Por qué hemos tenido que esperar tanto para leer un nuevo libro de cuentos suyo?

—Casi ocho años… Debería tener una respuesta preparada para esta pregunta y no la tengo. Supongo que se debe a la relación tan particular que mantengo con el relato. Salvo en alguna extraña excepción, nunca me planteo escribir un relato premeditadamente. Por explicarlo de alguna manera, los relatos son los campos de entrenamiento de mis novelas y de los personajes que las habitan. Antes de comenzar a escribir una novela, necesito contar con las suficientes garantías de que las tramas y los personajes van a resistir el tránsito. Esto no quiere decir que Escritores se trate de un ejercicio de reciclaje literario. De hecho, esa excepcionalidad que antes señalaba la representa Escritores a la perfección, algunos de los relatos nacieron y morirán siendo relatos, no son embriones.


Para leer la entrevista completa, haz click AQUÍ.

viernes, octubre 28, 2011

A la vista, Daniel Sada

Anagrama, Barcelona, 2011. 237 pp. 17,50 €

Ignacio Sanz

Bolaño, aquel monje borracho de literatura, dio un listado con siete u ocho nombres de los escritores más relevantes de la América Latina emergente y ahí estaba Daniel Sada. Cuando dejamos de creer en los dioses que nos dieron nuestros padres necesitamos dioses nuevos o, al menos, pequeños ídolos que los sustituyan. Bolaño lo fue. Tantas mortificaciones. Así fue como yo me acerqué a Daniel Sada.
La literatura es un entramado de vasos comunicantes, una urdimbre unida por afectos y estéticas que tratan de ser únicas pero que necesariamente beben en fuentes parecidas. Porque la tradición que el escritor pretende violentar acaba emergiendo siempre por muy original que se pretenda.
Por lo demás, Sada, tampoco es un recién llegado, que anda, como yo, caramba, somos quintos, así se consigna en la solapa, acariciando los sesenta, una edad muy respetable que antiguamente era, virgen santa, el preludio de la ancianidad. Claro que aquel listado de Bolaño seguro que tiene ya sus diez o doce años y entonces Sada andaría colgado de los cuarenta, una edad tan prometedora.
Pero ya está bien de divagaciones. Digo yo que habrá que entrar a matar.
El desierto es el escenario de esta novela que cuenta con varios protagonistas, todos desvalidos, colgados de una existencia precaria, pobres guiñapos, especialmente los dos protagonistas de la historia, es decir, los dos traileros, conductores de trailers, que deciden matar al patrón allá, en una autopista o semidesierta para lanzar luego al trailer por una barranca y que se pudra el jefe que lleva tantos años humillándolos con esos sueldos de miseria que ni sé. Pero el desierto sigue abrazando sus vidas, lo ocupa todo y ellos desguarecidos, cada cual en su casa espartana, casi desértica dentro de una población carente de gollerías, tampoco se encuentran y se desasosiegan y se buscan en ese paisaje irreal y alucinado donde aparecen otros personajes extremos y alucinados también, y la tensión crece, pero no es una tensión policíaca, a ver si los pillan y los enchironan, es una tensión interior, almas vagantes llevadas al límite de la rutina, sin horizontes ni grandes esperanzas como no sea la de la lotería, tan incierta, almas de carne y hueso, pero semejantes a las que aparecen en Pedro Páramo, supongo que ustedes se acuerdan de Pedro Páramo, esa sensación de irrealidad. Claro que Sada goza con el lenguaje, no es tan contenido, tan austero como Rulfo, todo lo contrario, entraría en la estela florida y desparramada de Faulkner y pone el oído al pueblo facundioso que habla y al hablar retuerce el idioma, juega con las palabras, “chillen, putas”, y nos hace disfrutar con esos guiños que sabemos que vienen del lenguaje coloquial mexicano, un río que se desborda en frecuentes anacolutos. Qué exhuberancia.
Y esta es, a la postre, me parece, la gran contribución de Sada a la literatura en castellano, ese homenaje a una manera de contar tan ligada a la manera de hablar del pueblo. Pero también, claro, la atmósfera que crea. Hay que leer esta novela con un vaso de agua al lado porque se pasa mucha sed. Y con gafas de sol porque deslumbra la luz de ese desierto por el que se mueven y de esas ciudades, que no acaban de serlo, más bien poblachones sin orillas, ya se llamen Sombrerete o se llamen Toreeón.
Pero qué digo agua. Si están un poco hartos de refrescos edulcorados y quieren probar el sabor del tequila seco, aquí tienen ocasión de echarse al coleto un destilado puro del desierto.

jueves, octubre 27, 2011

Diario anónimo (1959-2000), José Ángel Valente

Ed. Andrés Sánchez Robayna. Galaxia Gutenberg/Círculo de Lectores, Barcelona, 2011. 368 pp. 22 €

José Luis Gómez Toré

Una de las más fecundas contradicciones que animan la tradición lírica occidental es la que surge entre el yo que dice y el yo que se dice, entre la primera persona que privilegia la lírica y el impulso de despersonalización que anida en el propio lenguaje. Ya en los trovadores provenzales, como recuerda el filósofo Giorgio Agamben en un memorable artículo sobre Valente, las vidas y razós intentan dar cuenta de la figura del creador y de la gestación del poema, y sin embargo los datos biográficos a menudo parecen surgir del propio texto, antes que de un conocimiento exterior al mismo. No en vano nos advierte Gadamer de que la cuestión de quién habla en el poema está lejos de tener una respuesta obvia. En este sentido, llama, sin duda, la atención que Valente, uno de los poetas que más ha repudiado el confesionalismo en la lírica, llevara a lo largo de muchos años un diario. No obstante, quien se acerque a estas páginas con el objetivo de conocer la vida oculta del poeta quedará defraudado. Por el contrario, los lectores que quieran profundizar en el itinerario intelectual de alguien que supo que la poesía no estaba reñida con el pensamiento se encontrarán ante un documento de primer orden. Gracias a la labor de Sánchez Robayna (a quien debemos asimismo la cuidada edición de las obras completas del escritor), contamos con una vía de acercamiento más a una de las figuras intelectuales más ricas y complejas de nuestra literatura contemporánea.
La vida íntima del escritor apenas llega a asomar en algunos pasajes, si bien dichos momentos están cargados de una especial intensidad (como la relación amorosa con Coral o el dolor por la muerte de su hijo Antonio, víctima de una sobredosis). Las más de las veces asistimos a una colección de citas, reflexiones o apuntes, algunos de los cuales servirán de germen para poemas y ensayos posteriores. Buena parte de los materiales aquí recogidos confirman la visión que el propio Valente tenía de sus anotaciones: “Diario anónimo: papeles inéditos de personajes que probablemente no existen, pero que de algún modo deberían haber existido”. Esa obsesión por la impersonalidad de la escritura, o por la pluralidad casi pessoana del que escribe, asoma aquí y allá, mostrándonos la convicción de un escritor para el que la poesía es ante todo escucha, más que habla. No obstante, no todo en este diario mira hacia el espacio acotado del arte. A pesar de que Valente consideraba que la voz del poeta es una voz de extramuros, que no permanece a la ciudad, lo cierto es que como ciudadano no deja de lado la reflexión política, si bien se trata de una mirada que desdeña todo dogmatismo. Esta constatación hace pensar que determinados tramos de su obra poética (pienso, por ejemplo, en El inocente o Presentación y memorial para un monumento) no son episodios más o menos anecdóticos en su trayectoria, sino una línea más o menos subterránea que aflora en poemas muy posteriores como “Hibakusha” de Al dios del lugar (dedicado a la barbarie de Hiroshima) o el poema dedicado a los indios kaiowá de su libro póstumo.
Hay en toda la obra valentiana una búsqueda constante de la libertad, libertad incluso de las ataduras del yo, de una identidad fija que cristaliza en personaje (y que borra al otro, olvidando que “el otro es mi yo disidente”). Por ello, solo un conocimiento superficial del poeta puede encontrar chocante que su interés por la mística no desemboque en un acercamiento a la religión tradicional. Más bien hallamos la actitud contraria: hasta el punto de que en estas páginas, con ocasión de la persecución que sufre Salman Rushdie, el escritor corrobora la validez del aserto marxiano acerca de la religión como opio del pueblo. Y es que para Valente es aberrante todo intento de conciliar el lenguaje del poder con el lenguaje del espíritu (un espíritu que se entiende, no en oposición a la materia, sino como expresión de ésta).
No deja de sorprender la capacidad de Valente para darnos en unos pocos fragmentos, en una pincelada, lo que tantos otros son incapaces de decirnos en largos artículos o interminables libros. Ello no solo da fe de la pobreza intelectual de buena parte de nuestra crítica literaria, sino también de la necesidad de releer al poeta, para, más allá de lecturas simplificadoras, seguir dialogando con una obra que cada vez se revela más necesaria.

miércoles, octubre 26, 2011

Hoteles, Maximiliano Barrientos

Periférica, Cáceres, 2011. 128 pp. 16,5 €

Fernando Sánchez Calvo

Tero, Abigail y Andrea son dos adultos y una niña que huyen a través de un viaje. Un viaje sin límites temporales y espaciales. La última huye porque es menor y acompaña a su madre, pero de tener unos años más también hubiera huido por su propia cuenta. Los dos primeros, por su parte, no huyen porque sean actores de películas porno y se arrepientan de sus vidas laborales: huyen porque buscan “fabricar un pasado en común”, porque con el viaje pretenden construir un “paisaje privado”, íntimo, que no se parezca en nada a su manido paisaje habitual de incomunicación, infidelidades y hastíos varios. Son palabras concretas de los protagonistas, quienes se desnudan con sus declaraciones en un tiempo presente delante de un director de cine, interesado en construir de manera fragmentada un documental sobre el momento concreto en el que los protagonistas escaparon para explicar, de esa manera, su propia vida sentimental, igual de fragmentada que la de Tero, Abigail y Andrea.
De esta sinopsis deduzco que, aunque en esta poderosa y dislocada novela no dejan de aparecer hoteles, carreteras, coches, apartamentos o habitaciones, en realidad más que de paisajes, se está hablando de paisanajes, esto es: del alma de las personas a través del espacio, de la cantidad necesaria de hoteles destartalados, carreteras polvorientas, habitaciones solitarias o coches desvencijados para poder, en el fondo, hablar de tres, cuatro o cinco personas que en un momento de sus vidas se cruzan, comparten soledad, miedo, esperanza y una “aliviadora sensación de no saber a dónde estás yendo” para poco después, al cabo de un día o de unos meses, volver a separarse o a juntarse, pero ya sin el vértigo o ilusión de poder empezar algo nuevo. «Hay orden en el fracaso. Algo sucede, algo intercede y desde entonces caemos», comenta el director del documental concluyendo todavía en el ecuador de la novela. Esto último, por su parte, no sólo sucede en la vida, sino en cualquier proceso vital y con un mínimo de estructura como también lo puede ser el arte de novelar.
Por ello, de esta última deducción intuyo que Maximiliano Barrientos ha trabajado muchísimo en los años previos a éste los textos que componen esta novela, Hoteles, y el libro de relatos con el que la editorial Periférica lo dio a conocer al lector español: Fotos tuyas cuando empiezas a envejecer. Dos piezas fundamentales de la nueva narrativa boliviana, no sólo porque el autor apenas supere los treinta años, sino porque en ellos recoge todo lo que es Hispanoamérica desde ya varias décadas. En Hoteles, y por extensión en Fotos tuyas, está la soledad de Sábato, la enferma perversidad de Onetti, la irónica metaliteratura de Borges y Roa Bastos, la concisión y el desaliento de Rulfo, amén de todos los prodigios estructurales que vieron su culmen en Vargas Llosa o García Márquez. Pero, frente a éstos, y como ya hicieron algunos autores que se dieron a conocer masivamente a finales del XX (léase a Jorge Volpi), Maximiliano Barrientos ha superado el espacio de lo sudamericano. Ya no hace falta mencionar, reivindicar el espacio sudamericano en la narrativa. Tanto es así que en las dos obras que Periférica ha publicado el espacio más importante es el indeterminado, los cruces de carretera, los impersonales hoteles a lo yanqui que han ocupado y vestido prácticamente todos los lugares del mundo. El paisaje sudamericano ahora está en el alma de los protagonistas, los únicos portadores de esa esencia, quienes siguen llevando el desarraigo, la exuberancia, el realismo mágico (disfrútese en Hoteles el episodio del accidente con el caballo para comprobarlo) y la eterna desventura de la incomunicación entre unos personajes que intentan ser felices de la peor forma posible (parafraseo un relato del boliviano) y de los cuales, en realidad, sólo deberíamos filmar los grandes momentos. Ésa es la película propuesta por Barrientos en Fotos tuyas cuando empiezas a envejecer y, por supuesto, en Hoteles: “Editar una vida”, coger sólo lo mejor de cada ser vivo, sólo lo que verdaderamente merezca la pena. La duda: “¿Cuánto quedaría de una vida editada?” Las conclusiones que sacamos tras las dos lecturas mencionadas no son muy esperanzadoras.

martes, octubre 25, 2011

Juntos, Ally Condie

Trad. Rosa Pérez. Montena, Barcelona, 2011. 352 pp. 14,95 €

Victoria R. Gil

Después de vampiros, zombis y demás no-muertos, la literatura juvenil se adentra en la ciencia ficción agitando, que no batiendo, una mezcla de romanticismo y sociedades supuestamente ideales que da como resultado un curioso cóctel de amor y distopías. Con menos violencia que la saga de Los Juegos del Hambre, de Suzzane Collins, que abrió el camino hacia ese pluscuamperfecto futuro con protagonista adolescente, Ally Condie toma el relevo y compone una novela más intimista, en la que el impulso de rebelarse que late en este tipo de historias se cocina a fuego lento.
Los aficionados a la ciencia ficción encontrarán —y disfrutarán descubriéndolas— referencias a los grandes maestros del género. Aquí están las drogas para el inevitable control de la población de Un mundo feliz; la muerte por decreto a la edad más conveniente de La fuga de Logan; el odio por la palabra escrita de Farenheit 451, y una omnipresente y todopoderosa Sociedad tan orwelliana que decide desde qué comen y cómo se visten sus ciudadanos hasta con quién deben casarse.
Ally Condie inicia en Juntos la historia de Cassia Reyes, una joven que empieza a preguntarse si el mundo que conoce es realmente el mejor de los mundos posibles, como siempre ha creído y todos le han asegurado. Y digo inicia porque no sabremos en esta novela a qué respuestas llegará la protagonista, ya que éste es el primer libro de una trilogía, Matches, cuya segunda parte se publicará en Estados Unidos el próximo mes de noviembre con el título de Crossed. Habrá que esperar hasta entonces para desvelar algunas de las múltiples incógnitas que la autora deja sin resolver, ya que es previsible que todas no se despejen hasta finalizada la serie. ¿Elegirá Cassia la ternura o la pasión? ¿El riesgo o la seguridad? ¿La libertad o la obediencia? ¿Sabremos por qué la perfecta Sociedad se equivocó precisamente al seleccionar a su pareja ideal? ¿O acaso no se trata de un error y sí de un experimento, una prueba, un sabotaje…?
Lo ignoramos. Como lo ignora la propia Cassia, con quien asistimos, en el día de su 17 cumpleaños, a la que será la ceremonia más importante de su vida, el momento en que conocerá el nombre y el rostro de su príncipe azul, con el que habrá de compartir un futuro con fecha de caducidad. Contra todo pronóstico, el procedimiento que nunca falla esta vez lo hace y la equivocación —¿Involuntaria? ¿Intencionada? ¿Manipuladora?—  es la espoleta que inicia una reacción en cadena en la conciencia de Cassia.
Con una reflexiva morosidad que sorprende en este tipo de narraciones, más hechas a la premura y la ligereza, la autora muestra la evolución que conduce a la protagonista a replantearse todo lo que hasta entonces había tenido por una verdad incuestionable. Un poema, tan clandestino como evocador, será el primer paso hacia la rebeldía que está por llegar. Pero no será hasta las próximas entregas cuando los millones de lectores que ha cosechado esta saga en todo el mundo descubran el camino que finalmente tomará la joven.
Ally Condie, una ex profesora estadounidense de educación secundaria, ha conseguido un éxito inmediato con esta trilogía por cuyos derechos de edición pujaron siete grandes editoriales norteamericanas, que se ha publicado hasta ahora en más de treinta países y cuyo guión ya se está escribiendo para que Disney lo lleve a la gran pantalla.

lunes, octubre 24, 2011

El violento oficio de escribir, Rodolfo Walsh

451 Editores, Madrid, 2011. 556 pp. 21,50 €

Pedro M. Domene

La vida de Rodolfo Walsh (1927-1977) transcurrió entre grandes momentos de tensión por su activa militancia política, por su vocación literaria, y sobre todo por su curiosidad periodística. En la década de los cuarenta, tras pasar por varios domicilios familiares y colegios, se trasladó a Buenos Aires para completar su educación secundaria. Mediada la década, su vida adquiere una actividad casi febril: un frustrado intento de ingresar en el Liceo Naval, colabora con la editorial Hachette, participa en la Alianza Libertadora Argentina, cursa algunas asignaturas en la Facultad de Humanidades, y ya en 1950 obtiene una mención en el Primer Premio de Cuentos Policiales que organiza la revista Vea y Lea. A partir de este momento se dedica al periodismo y trabaja para Vea y Lea y Leoplán, donde publicará cuentos, artículos de crítica literaria y divulgación cultural. Sus abundantes colaboraciones en la prensa lo señalan como la cumbre del periodismo argentino y, en ocasiones, acompaña sus textos con fotografías que convierten sus reportajes en auténtico periodismo gráfico, y sobre los temas más diversos. A partir de 1956 sus continuas denuncias contra la represión y los fusilamientos de José León Suárez desembocarán en los libros, Operación masacre (1957), hito del género testimonial en la literatura argentina y al que seguirán ¿Quién mató a Rosendo? (1969), y su famosa Carta abierta de un escritor a la Junta Militar (1977). Ernesto Ekaizer relata en el prólogo a El violento oficio de escribir (2011), como, desde varios meses, el periodista y su esposa Lilia Ferreyra viven en una casa modesta, sin luz eléctrica, agua corriente o gas, que han comprado a unos 52 km del centro de Buenos Aires, de donde Walsh viajaría el 25 de marzo de 1977 a la capital para acudir a varias citas y echar en diferentes buzones varios sobres que contienen su famosa Carta abierta..., que condensa toda la labor informativa del año, basada en la fuente documental que forman los cables de noticias difundidas, denuncia el asesinato, la desaparición y tortura de miles de ciudadanos en virtuales campos de concentración que ha creado la dictadura del general Jorge Rafael Videla en las guarniciones militares. Walsh va armado con una pistola Walter PPK calibre 22 que no le salvará la vida, pero será más difícil que lo cojan vivo. Un llamado «grupo de tareas» de la Escuela Mecánica de la Armada y un pelotón de policías le han preparado una encerrona. El militante con quien Walsh debía encontrarse ha desvelado el lugar de la cita, aun le da tiempo a sacar su pistola pero varios disparos le cruzan el pecho en diagonal y apenas llega vivo al campo de concentración de la ESMA. Esa misma noche los militares que se han hecho con la escritura de compra venta que portaba el periodista, organizan el saqueo y bombardeo de su casa, a donde a la mañana siguiente llega su esposa sin conocer la tragedia y advierte que la han volado llevándose su carpeta de documentos y escritos personales.
La edición que 451 Editores presenta con el título de El violento oficio de escribir (2011, aunque la original es de 2007), con prólogo de Ernesto Ekaizer y nota preliminar de Daniel Link, recoge, según este último, la totalidad de los artículos publicados con la firma de Rodolfo Walsh o sus iniciales R.W., o R. J. W.) o el seudónimo, Daniel Hernández. De sus libros o grandes investigaciones, se incluyen ejemplos aislados necesarios para dar una visión fiel del progreso de la obra periodístico; tampoco se recogen sus artículos y prólogos que se considerarían de crítica literaria, tampoco los escritos íntimos y del resto de la obra conocida quedan muchas notas sin publicar y se ofrece una edición incompleta por definición. Según su editor, este libro se titulada así porque el propio Walsh, escribió en un texto autobiográfico que decía los siguiente: «En 1964 decidí que, de todos mis oficios terrestres, el violento oficio de escritor era el que más me convenía». Cuando leemos los abundantes textos de la presente edición, se percibe el espíritu de Walsh cuando afirmaba que pretendía devolverle al periodismo la voz y la identidad de las noticias, los acontecimientos o la dignidad a los personajes que habían sido protagonistas y que de alguna manera dejaban testimonio con sus actuaciones o con su propia vida. El «caso Padilla», su estancia en Cuba y la creación de la agencia de noticias Prensa Latina, los diversos artículos sobre la baja condición social de los trabajadores de la Argentina, son algunos de los textos más sugerentes; en ocasiones, se funde literatura y periodismo, y este último aspectos tanto literario como político, testimonio de una objetividad que, de alguna manera, en la totalidad de la obra de Walsh se completó con los informes de Cadena informativa que ampliaba así su compleja visión del periodismo. La lectura de «La Carta abierta de Rodolfo Walsh a la Junta Militar» vislumbra ese «acto de libertad» con que invitaba a sus últimos lectores y aun hoy a quienes confiamos en ese voluntarioso periodismo caracterizado por la honradez y la exactitud verificada.

viernes, octubre 21, 2011

Solo con invitación: Apuntes de medicina interna, José Manuel de la Huerga

Menoscuarto, Palencia, 2011. 198 pp. 15,50 €

Ignacio Sanz

Los amores adolescentes son difíciles de olvidar. Y los de la mediana edad. Sobre todo cuando tienen consecuencias ulteriores. Por ello, antes que un tratado de medicina, estamos ante un recorrido pormenorizado por los quebrantos del corazón a través de una intensa saga familiar fundada por un médico nacido en el corazón ganadero de las montañas cántabras. También se trata, por extensión, de un recorrido por la intrahistoria de España. El narrador de esta novela es Abel, el nieto del fundador de la saga, recién licenciado en Medicina en la Universidad de Valladolid. Entre nieto y abuelo aparece el tío Berto, con su punto de excentricidad, dedicado también a la medicina. Y conflictos, muchos conflictos familiares soterrados que el narrador nos va contando con sutileza al tiempo que los descubre él mismo, es decir, en tiempo real, pues aunque de cara a la galería, sobre todo de cara a su madre, ha regresado a la vieja casona familiar donde ha pasado los veranos dichosos de su infancia y juventud para preparar el examen al MIR, en realidad está tratando de desentrañar ciertas zonas de sombra de su familia. Y entrando en esas zonas de sombras, el lector se va a topar de frente con pequeños monstruos arquetípicos de la historia de nuestro país.
La novela está poblada de personajes no sólo familiares, abuelos, tíos, primos, también criadas, enfermeras y gente de la vecindad. Y hay, cómo no, tratándose de un recorrido que abarca más de medio siglo, una evolución en las costumbres, pasando del clasismo rancio en el que se mueve la abuela, hasta el desenfado modernistas del primo Asier que pone en solfa con su actitud buena parte de ese rígido costumbrismo. Resulta muy interesante observar una vez leída la novela la evolución de los personajes, es decir, la habilidad que ha tenido José Manuel de la Huerga para dotar de dinamismo prácticamente a todas las criaturas que aparecen en estas páginas. De tal modo que el lector va cambiando su impresión sobre el carácter de todos o de casi todos los personajes, desde la Niña Fea, hasta Mabel, la vieja criada, dechado de sentido común y sabiduría natural, y pieza clave de esta complicada historia dramática, pero salpicada también de pequeñas ráfagas de humor.
El personaje central es el abuelo, el doctor Rojo, fundador de la saga en la que se centra la narración, cuya figura, influido por el ambiente, el narrador tiene idealizada. Pero es el propio narrador el que nos va descubriendo ciertas flaquezas personales y algunas complicidades con el sistema político que le fueron permitiendo escalar puestos en la jerarquía profesional.
Un elemento a destacar en la novela es el cuidado en el lenguaje, tanto cuando describe situaciones derivadas de la práctica de la medicina, ya que consigue hacerlo comprensible para el lector medio sin entrar en tecnicismos, como cuando deja hablar a los personajes populares como Noe, Luisal o Mabel que parecen ciertamente tipos extraídos del corazón de las montañas, expresándose con el sufijo “uco”, que más que una nota de costumbrismo local otorga a la narración carácter de autenticidad. El ritmo es sereno, como un río caudaloso que fluyera por la llanura.
Una vez leída, el lector piensa que tras la novela se agazapa un perfecto guión cinematográfico. Precisamente por la riqueza de matices que ofrecen los personajes y por el rico entramado de situaciones que la conforman.
En definitiva, estamos ante un friso riquísimo de paisajes y paisanajes que se desarrollan a lo largo de buena parte del siglo XX y a los que el autor ha dotado de vida al acentuar sus contradicciones, con la agilidad de un impresionista.


José Manuel de la Huerga: "La pasión mueve el mundo"

Usted es natural de León y lleva muchos años afincado en Valladolid. Sin embargo, en su novela es muy importante el mar y el paisaje cantábrico (los valles, las montañas, la costa). Da la sensación de que esta ambientación no se debe sólo a simples razones literarias, sino que usted tiene un vínculo muy estrecho con ese paisaje, ¿es así o se trata de una apreciación equivocada?
—Para un castellano de El Páramo leonés Cantabria es la ventana abierta al mar. Santander, Laredo, San Vicente de la Barquera… tienen resonancia de verano en los oídos de la gente de tierra adentro. Ahí está desde hace décadas el llamado “tren playero” que sale cada verano desde Valladolid a las siete de la mañana, recorre la provincia de Palencia y “desemboca” en Santander. Los castellanos de los primeros años de la democracia llegaban por riadas, los fines de semana especialmente, para disfrutar de un paisaje cautivador: frente a ellos un mar infinito, a veces caliginoso, y a sus espaldas “praos” verdes y montañas escarpadas. Además, soy de esos niños de los setenta que estudiábamos la geografía de Castilla la Vieja con Santander como salida natural al mar.

Para leer la entrevista completa, haz click AQUÍ.

jueves, octubre 20, 2011

Flores de verano, Tamiki Hara

Trad. Yoko Ogihara y Fernando Cordobés. Impedimenta, Madrid, 2011. 136 pp. 16,50 €

Santiago Pajares

En un par de segundos pueden suceder infinidad de cosas. Pueden morir ciento cuarenta mil personas y una enorme ciudad puede quedar arrasada. Puede dejar huérfanos, desaparecidos, terror y miseria. En sólo dos segundos. Eso fue lo que ocurrió en Hiroshima el 6 de Agosto de 1945 a las 8:15 de la mañana. Cuando eres escritor y algo así te ocurre se convierte en una piedra demasiado grande para cargar y no escribir sobre ella. ¿Cómo se continúa después de algo así?
Años después de la explosión de la primera bomba atómica se creó en Japón una corriente literaria llamada genbaku bangaku, o lo que es lo mismo, la literatura de la bomba atómica escrita por hibakushas, escritores supervivientes de la bomba atómica y otros que tuvieron testimonio directo de ello. Tamiki Hara es quizá su mayor exponente, y Flores de verano, su obra más conocida. Porque en el caso particular de este escritor, la bomba le llegó cuando ni él mismo creía ya que podría soportar nada más.
Hijo de una familia acomodada, vivió una infancia donde la muerte era ya compañera habitual, matando a muchos de sus hermanos y a su propio padre cuando contaba tan solo doce años. Con treinta y seis años murió su madre y con treinta y nueve su esposa, lo que impactó al escritor más que todas las demás muertes juntas. Un año después cayó la bomba.
Esto dio un sentido a la vida de Tamiki Hara, contar lo ocurrido y dejar testimonio de su experiencia.
En Flores de verano podremos saber cómo era Hiroshima las semanas previas a la explosión de la bomba, cómo vivía con la constante amenaza de bombardeos que ya estaban aniquilando las ciudades más importantes de Japón y la eterna pregunta de sus propios habitantes: ¿Y por qué aquí no caen? Y es que no sabían que Hiroshima debía permanecer intacta para comprobar las consecuencias de la bomba. Ahora sabemos qué es una bomba atómica, pero después de la explosión nadie sabía qué había ocurrido ni los devastadores efectos de la radioactividad para los supervivientes. Hay en la ciudad un estanque dedicado no a las víctimas, sino al agua que los que quedaron no pudieron beber, y es que los miles de grados producidos por la deflagración la evaporaron toda.
Estos son cosas que sabemos ahora, sesenta años después. Y lo sabemos porque hubo escritores que estuvieron allí, que sobrevivieron y se empeñaron en hacernos entender la historia. Desde dentro. Desde donde más duele.
Tamiki Hara sobrevivió, pero no vivió mucho más. Escribió Flores de verano, Salmos para consolar el alma de los muertos y El país que mi corazón desea. En esta última narra su situación personal en un cruce ferroviario cercano a su casa en Tokio: «¿No le gustaría a mi sombra desvanecerse pronto en esas mismas vías?» El 13 de Marzo de 1951 Tamiki Hara se suicida tirándose a esas vías.
Compuesta en tres relatos (“Preludio a la aniquilación”, “Flores de verano” y “De las ruinas”), esta es una obra escrita con suma delicadeza. Reposada, pero no lenta. Precisa y metódica. Unos días atrapados ya para siempre en el tiempo, relatados por la mano de un escritor que murió pero dejó tras de sí mucho más que letras y páginas. El testimonio de lo que ocurrió y que nunca más debería ocurrir en tan sólo dos segundos.

miércoles, octubre 19, 2011

Una novela francesa, Frédéric Beigbeder

Trad. Francesc Rovira. Anagrama, Barcelona, 2011. 213 pp. 18,50 €

Julián Díez

El punto de partida ha sido ya extensamente expuesto: Beigbeder, escritor de éxito, maldito de manual en la mejor tradición francesa, que comparte impacto mediático y aura de incorregible con su aquí prologuista Michel Houllebecq, fue detenido una noche por consumir cocaína en el capó de un coche, delante de un local parisino. A partir de ahí, permaneció dos días internado hasta que se decidió su sanción. En ese breve periodo encerrado, vivió una suerte de catarsis que es relatada en esta novela; claustrofóbico, se vuelca en sí mismo y dirige la mirada hacia su infancia, que en las primeras páginas nos asegura no recordar, para ofrecernos después 200 páginas de detalles minúsculos, íntimos, verosímiles y tiernos.
La cuestión clave de esta novela es cómo la magia de un buen literato es capaz de crear una obra memorable a partir de materiales que a mí, y creo que a bastantes otros lectores, nos resultan antipáticos. Beigbeder no duda en retratarse una y otra vez como un pobre niño rico, un pijo muy desdichado por haber tenido que soportar tantas facilidades, un preso de apenas dos días de vivencia que pretende presentar su tropezón como una epopeya digna de un Jean Valjean o un Edmond Dantès. Obviamente reflejado en sus protagonistas de obras previas —especialmente recomendable es la destructiva y eficaz 13,99 euros—, Beigbeder es un personaje ególatra, quejumbroso, siempre con una celebridad conocida en la boca para ponerse a la altura, ocasionalmente misógino, cultureta antes que ilustrado... Sin embargo, consigue, como en tantas ocasiones lo ha hecho la buena literatura con personajes poco amables, convertir a su falible yo, con todos sus defectos y sombras, en un reflejo de la sociedad en su conjunto con el que resulta inevitable empatizar.
El primer mecanismo al que apela para ello es el de esa infancia supuestamente olvidada. Hay en cualquier relato de la niñez ecos comunes que resuenan en cualquiera: la indefensión, la ilusión, la búsqueda de conocimientos y recursos para afrontar la vida futura. Sobre todo, por las sensaciones que producen los instantes más íntimos y sentidos, como los de Beigbeder recibiendo de su abuelo la enseñanza de las cabrillas, las piedras planas que pueden saltar sobre el agua con un buen lanzamiento. Quien más y quien menos, cuenta con el tesoro de un lugar mágico como el Guéthary sobre el que Beigbeder construye sus recuerdos. Aunque todo lo demás pueda resultar impostado o hiperbólico, el sentimiento de pérdida y de añoranza es común.
También lo es para cuantos compartimos generación con él la sensación de infancia arrebatada, que se busca recuperar con placeres triviales y una actitud peterpanesca. La irresponsabilidad de ese paso se vuelve contra Beigbeder bruscamente cuando encara la realidad de los calabozos del Dépôt, como se podría volver en contra de cualquiera de nosotros al toparnos repentinamente con realidades suburbiales o tercermundistas que preferimos ignorar para mantenernos cuerdos en nuestro confortable día a día.
De lo particular, Biegbeder busca llegar a lo genérico desde ese título en el que implica a todo su país en su travesía; lo remacha luego con una de las numerosas frases contundentes que jalonan su reflexión: «(Esta novela) es la historia de un país que consiguió perder dos guerras haciendo creer que las había ganado, para a continuación perder su imperio colonial haciendo ver que esto no mermaba un ápice su importancia». Como Francia, Beigbeder gana en la derrota para terminar volviendo a Guéthary con su hija, en una redención sutil pero inequívoca, y se somete al reto de enseñar a lanzar piedras a la niña en un momento que le roba a los entretenimientos electrónicos. Sale vencedor, como lo hace de este libro en el que consigue, como manifiesta en un momento dado, usar la escritura como un medio para retener el tiempo, al igual que todos usamos la lectura como medio para desaparecerlo.

martes, octubre 18, 2011

Breve historia de un amor eterno, Slizárd Rubin

Trad. Éva Cserhári y Antonio Manuel Fuentes Gaviño. Backlist, Barcelona, 2011. 201 pp. 18 €

María Dolores García Pastor

Hace tiempo leí una anécdota sobre un escritor de éxito al que alguien le pedía un buen argumento para escribir una novela. No recuerdo ni el autor ni el medio en el que lo leí, disculpen pero la maternidad me tiene atontada la memoria. El caso es que el autor se lucía con una frase bastante parecida a esta: “un hombre y una mujer se enamoran, aquí tiene usted el argumento que le hace falta para su novela”. Hay quienes con esa brillante idea no tienen ni para empezar o se pierden en los típicos tópicos y en los sentimentalismos excesivamente edulcorados. En vez de todo eso, Slizárd Rubin nos regala una novela gracias a la que se le ha llegado a comparar con autores como William Faulkner, Milan Kundera, Berthold Brecht o el mismísimo Proust, ahí es nada.
Viajamos a la Hungría inmediatamente posterior a la Segunda Guerra Mundial. Til es un joven humilde aspirante a escritor que narra su historia de amor con Orsolya. Ella pertenece a una familia pudiente que no puede ocultar su simpatía y buena relación con los alemanes durante la gran guerra. Él un proletario que se afana en dar la bienvenida a los soviéticos que llegan para imponer un nuevo orden. Las diferencias de clase y políticas marcan el día a día de la pareja y los reproches y las humillaciones irán haciendo mella en ella. No se trata de una historia de amor al uso, es la crónica de una obsesión. Una relación basada en las desigualdades que empuja a sus protagonistas a entrar en una espiral autodestructiva que se prolongará a lo largo del tiempo con infinidad de idas y venidas.
Pero lo que atrae de este libro no es el morbo que pueda tener una relación intensa y tormentosa que en ocasiones llega al maltrato. Lo que atrapa al lector es, sobre todo, la manera que tiene su protagonista de narrar lo que acontece. En primera persona para hacerlo más cercano, más inmediato, casi palpable. Pero desprovisto de sentimentalismos. El narrador hace examen de conciencia aplicando sobre los hechos una mirada desapasionada y fría, casi indiferente. Sus recuerdos se alternan con los sueños y temores que le asaltan. Y con todo ello rememora con nostalgia un tiempo que no volverá, lo que nos hace recordar al Proust de Por el camino de Swan. Eso y el hecho de que los recuerdos que llegan hasta él nazcan de algunas de sus sensaciones o de la contemplación de paisajes y objetos. Mientras que toda la novela está impregnada de un halo que a mí me recuerda a La insoportable levedad del ser de Kundera.
Desafortunadamente y una vez más la política ha tenido que ver en el hecho de que un gran autor y una gran obra como ésta hayan tardado en tener el reconocimiento merecido. Cuando un régimen político aplasta la libertad de sus ciudadanos quienes se dedican a contar historias tienen dos caminos: el ostracismo o la sumisión. La novela de Slizárd Rubin escrita en 1963 fue redescubierta y valorada en su país en el año 2004 y para poder disfrutarla traducida al castellano hemos tenido que esperar casi medio siglo. Como se suele decir, nunca es tarde si la dicha es buena, y en este caso lo es.

lunes, octubre 17, 2011

Diástole, Emilio Bueso

Salto de Página, Madrid, 2011. 240 pp. 18 €

Ariadna G. García

Hay novelas que, una vez leídas, ocupan un lugar fijo en las estanterías, un espacio reservado, hasta que toca hacer mudanza, donar libros... Son obras, en su mayoría, que nos han gustado, pero no lo suficiente como para releerlas o prestarlas. Diástole, la segunda novela de Emilio Bueso (tras Noche cerrada, 2007), no se encuentra entre ellas.
A medio camino entre la novela de terror, la novela negra, la novela romántica y el tratado de pintura, Diástole nos atrapa desde el comienzo, y a un ritmo de infarto, nos conduce por la vida de dos hombres acabados, cuyos corazones no sienten nada fuera de los límites del arte, o del amor, que al fin y al cabo, vienen a ser lo mismo: fuente de belleza.
Jérôme Fournier es un pintor de 41 años, cuya vida ha sido bastante triste. Ya no queda nada de su talento. Aquellos a los que amó han muerto o lo han abandonado. Se trata de un tipo solitario, poli-toxicómano, a quien la vida concede una última oportunidad para congraciarse consigo y con su obra.
Frente a él (el libro se articula en torno a estos dos personajes, aunque no son los únicos) se alza la figura distinguida de Iván, un coleccionista de cuadros que ha atravesado Europa para encargarle un lienzo: su retrato.
A lo largo de las cuatro noches de posado (desarrolladas en una antigua y ruinosa mansión de los Pirineos), Iván irá relatando los pormenores de su historia, a fin de que la pintura capte todos los matices de su personalidad.
Como resultado, Jérôme pinta un retrato al óleo de estilo expresionista, lo que no es casual. Esa estética pictórica potencia el drama, la angustia de ambos personajes por sentirse vivos. Las pinceladas son violentas, como el pasado de Iván en la URSS y Ucrania. Los colores, intensos, estridentes; como el mono que, de continuo, padece Fournier. El libro está salpicado de referencias a Edvard Munch (El Gólgota), James Ensor (La entrada de Cristo en Bruselas) y Marc Chagall (La caída del Ángel), cuyas obras se caracterizan por el uso de máscaras, la deformación, la expresión del dolor, la búsqueda del misterio, o la oscuridad; temas que envuelven con cada trazo, con cada palabra, a los protagonistas del libro.
Diástole es un homenaje al don artístico, al pulso que late en la carótida de los verdaderos creadores, capaces de sacrificar lo mejor de sí mismos por la idea, la obra en la que creen. Su oficio consiste en perseguir la belleza del mundo: un amor efímero que con el alba se desvanece; un alma abatida por la pérdida de aquello que la hacía palpitar.
Emilio Bueso ha creado una obra original, de una fuerza arrolladora, cuya prosa oscila entre lo desgarrado y lo lírico, lo soez y lo bello, como lo son los extremos por los que se mueve la vida.
Quien lea el libro ya sabe que no podrá colocarlo, junto a otros volúmenes, en una estantería. Lo llevará consigo, lo prestará. Sus páginas arderán por dentro de sus ojos, como un amanecer incombustible.

viernes, octubre 14, 2011

Matemática tiniebla, Genealogía de la poesía moderna, Selección y Prólogo Antoni Marí

Trad. Miguel Casado y Jordi Doce. Galaxia Gutenberg / Círculo de Lectores, Barcelona, 2011. 424 pp. 25 €

Eduardo Fariña Poveda

No es desconocida la tensa relación de Edgar Allan Poe con los círculos literarios y periodísticos de su tiempo. Pese a que no padeció un total rechazo o marginación, su faceta de teórico de la poesía paso algo inadvertida. Algo había en la musicalidad de sus poemas, en la creación rítmica de belleza que defendía en sus ensayos más destacados que no encontró un estudio considerable. La historia es conocida: al otro lado del atlántico, en París, un joven Baudelaire queda conmovido por el destino fatal que el autor de El Cuervo encarnaba; la vida y la obra del autor compartían la misma complicidad de equilibrio que el lenguaje y la imaginación para la construcción del sentido poético. Lo traduce y el mismo experimenta una turbulenta y fascinante existencia de Dandy. Así, la poesía francesa del siglo XIX se hace cargo de la transición del romanticismo al simbolismo en Europa.
Matemática Tiniebla, genealogía de poesía moderna es una acertada muestra de textos de Poe, Baudelaire, Mallarmé, Valéry Eliot , seleccionados por Antoni Marí y traducidos por Miguel Casado (los ensayos franceses) y Jordi Doce (los ensayos ingleses). El título remite a un verso de Pablo Neruda ("Poe en su matemática tiniebla…") del Canto General. Como nos dice Marí en el prólogo, la idea de este libro es de Eliot, ya que en La unidad de la cultura europea (1946) expresa de forma explícita la existencia de una genealogía en la poesía moderna, cuyo origen se encuentra en Poe y en la asimilación de distintas facetas de su quehacer poético por parte de Baudelaire, Mallarmé y Valéry. Eliot confiesa las influencias de esta tradición y agrega que su propia obra y de otros poetas de la primera mitad del siglo XX, como Rilke y Yeats, no pudo ser escrita si tal tradición no se hubiera forjado.
Sin embargo, Eliot duda de la real influencia recibida de la obra de Poe. Marí nos recuerda al comienzo de las notas preeliminares que el poeta angloamericano consideraba a Poe como uno de los peores poetas en lengua inglesa. El decisivo peso de Poe es por el tratamiento intelectual que hacen de su obra Baudelaire, Mallarmé y Valéry, que consigue a su vez que el propio Eliot no escape de esta influencia. Tales ideas las profundiza en su ensayo "De Poe a Valéry", incluido en esta selección. Eliot sabe muy bien que son poetas muy distintos y que representan un siglo de poesía francesa, pero que vieron en la teoría y práctica de Poe la inauguración de una lógica poética plenamente moderna. Eliot reconoce a su modo una incapacidad por parte de la crítica en lengua inglesa: «Dicho esto, a todos nos gusta creer que comprendemos a nuestros poetas mejor que cualquier lector extranjero; pero pienso que deberíamos estar dispuestos a contemplar la posibilidad de que estos franceses hayan visto algo en Poe que los lectores de habla inglesa no han percibido» (p. 340)
Lo expuesto por Eliot confirma la ardua labor de selección y traducción de los ensayos reunidos, muchos de los cuáles ya disponíamos, pero que unidos por la tesis de la existencia de esta genealogía adquieren otro sentido. Son cuatro los ensayos reunidos de Poe y 25 son de los demás poetas. En los de Poe, está condensado lo más relevante de su pensamiento poético. Una de las ideas centrales de tal concepción radica en la sonoridad. Para Poe la música es la esencia sin forma, ya que no requiere hablar sobre las cosas sino que ella habla de la esencia de las mismas. El ritmo y la entonación sin sentido poseen una fuerza insistente y el contenido aparece después de la aparición de la forma. En ensayos como "El Principio Poético" o "La poética de la composición" quedará muy claro la idea de la sonoridad y, en el segundo Poe realiza un auténtico making off de la construcción de El Cuervo, subrayando la importancia de la selección de los tonos y de las palabras adecuadas que permitan la analogía.
La defensa de la poesía como una experiencia autónoma está presente en la mayoría de estos ensayos. Sumada a la aspiración de experimentar un placer estético y excitación extrema, será clave para Baudelaire. En “Nuevas notas sobre Edgar Allan Poe” hallamos «Así, el principio de la poesía es, estrictamente, la aspiración humana hacía una belleza superior, y la manifestación de este principio se da en un entusiasmo, una excitación del alma» (p. 151). Mallarmé en “Sobre filosofía y poesía” nos introduce en como debe ser el armazón intelectual del poema: «El canto brota de manantial innato, anterior a un concepto, tan puramente como reflejar hacia fuera mil ritmos de imágenes. Qué genio para ser poeta; que rayo de instinto encerrar simplemente la vida, virgen, en su síntesis e iluminándolo todo a lo lejos» (p. 217). Valéry en “Le decía yo a Stephane Mallarmé" reflexiona sobre la singularidad de Mallarmé, dentro de la modernidad, investigar el misterio de las cosas mediante el misterio del lenguaje, que alberga esencial oscuridad y resonancias específicas para sus términos y encantamientos: «La eficacia de los "encantamientos" no estaba tanto en la significación resultante de sus términos, como en sus sonoridades y en las singularidades de su forma. Incluso, la oscuridad les era esencial» (316). Finalmente, Eliot al final de “La Tradición y el talento individual” expresara su diagnóstico sobre el rol de emociones en la escritura poética: «La poesía no es un dejar huir la emoción sino una huida de la emoción; no es la expresión de la personalidad sino una huida de la personalidad». (p. 399)
Matemática tiniebla reúne 29 ensayos de poetas fundamentales en occidente que reflexionan profundamente acerca de la fuerza ilimitada del lenguaje y la música propia de la poesía, la melodía del verso. Sus diversos estilos y distintas vidas lo hacen singulares, cada uno debe ser sometido a distintos mecanismos críticos de análisis e interpretación. Pero todos ellos entienden la poesía como una aventura que potencia todas las manifestaciones expresivas que tiene el lenguaje y que brotan de una práctica concienzuda y con una imprescindible conciencia crítica. La selección realizada por Marí, gracias a las traducciones de Casado y Doce, poetas también importantísimos para la poesía española actual, es una invitación para acceder a textos clave para el entendimiento de la tradición poética surgida con Poe a comienzos del siglo XIX y que encuentra un lugar visible en nuestros días.

jueves, octubre 13, 2011

Deshielo a mediodía, Tomas Tranströmer

Trad. Roberto Mascaró. Nórdica, Madrid, 2011. 217 pp. 19,50 €

Marta Sanz

Estos días he leído páginas y páginas sobre la poesía de Tranströmer, y me ha quedado la impresión de que cada lector en su ejercicio de la crítica “barre para casa”: reconocemos en la ambigüedad del texto —sobre todo en la ambigüedad que, tal vez estereotipadamente, define la palabra poética— nuestras propias claves de lectura. Nuestras polillas, los cajoncitos de nuestra memoria, la pereza, unas expectativas siempre limitadas, el olor familiar del ambientador de los armarios o del suavizante… Contra el lugar común sobre la dificultad de leer poesía, yo creo que la poesía es el género más fácil de leer: nadie necesita sacerdotes que le abran los portones del templo del poema que, en realidad, es como un piso de protección oficial, un espacio que el lector decora a su gusto con sillas plegables o veladores rococó.  El poeta descubre nuevos territorios en sus búsquedas y su indagación lingüística; sin embargo, es muy difícil aprender como lector de un poema: como mucho, tenemos la posibilidad de hacernos conscientes de nuestros prejuicios. Quizá, ese esfuerzo de introspección, ese re-conocimiento, ya es más de lo que nos ofrecen otras posibilidades de lectura… Desde estas indecisiones y desde la constatación de estos prejuicios, leo Deshielo a mediodía.
Mientras leía las reflexiones que suscita en algunos de mis compañeros la poesía de Tranströmer no me identificaba casi con ninguna. Ni silencio, ni surrealismo, ni costumbrismo, ni el socorrido misterio, ni palabra revelada y fundacional, ni Orfeo que rescata a Eurídice de la entrañas de la tierra, ni coloquialismo, ni profunda sencillez... En Deshielo a mediodía el poeta es un turista que duerme en un hotel de Shangai, alguien que desde fuera y a la vez desde muy dentro habla de nuestras heridas más comunes. Dentro y fuera. Facilidad y dificultad. Porque esta selección, tan representativa y sutil, presenta una poesía de la simbiosis y la reciprocidad. En sus imágenes, en sus paisajes simbólicos, en su concepción romántica de la naturaleza como alfabeto, el ser humano se funde con la naturaleza y la naturaleza se hace antropomorfa. El sol es albino. Los buitres usan prismáticos, se convierten en hombres en el descubrimiento de las utilidades y, sobre todo, en el hallazgo del valor fundamental de la mirada. Lo sublime del romanticismo se domestica, el hombre es el hombre, lo inaprensible de su identidad sobre la línea del tiempo que, acompañado del ritmo de la música, del tic tac de los relojes que suenan dentro de los versos y sobre los pentagramas, es inexorable: el hombre es el hombre y también el rastro que deja en una naturaleza abstracta que se reinterpreta a través del concepto de paisaje. Existen otras simbiosis: muchos y uno, soledad y compañía. La vida y la muerte se unifican en la putrefacción y “la semilla golpea bajo la tierra.” Se amalgaman, asimismo, naturaleza y cultura porque Tranströmer maneja una acepción de lo cultural como lo no impostado, una acepción casi poundiana donde la cultura es lo que queda después de haber olvidado los nombres. La simbiosis es un solapamiento de planos y conceptos falsamente antagónicos que ayuda al poeta a ver y a entender de otra forma el mundo y la propia poesía.
Pero, como he dicho antes, ésta es también una poesía de la reciprocidad. Porque el catalizador, el elemento mediador, el prisma que consigue sintetizar las contradicciones y darle a la realidad una calidad líquida que se concreta en el imaginario metafórico (el geiser, el aljibe, la fuente...) es la mirada, el ojo del poeta que provoca el deshielo y liga las sustancias. El poeta, con sus ojos y su sensorialidad, inaugura la naturaleza; puede quizá modificar lo real y ahí se intuye un impulso ético, un proceso de humanización, que se irá radicalizando en la obra de Tranströmer. Existe una comprensión, un conocimiento, una escatología en un doble sentido entre el objeto y el sujeto del poema, entre lo mirado y el que mira: la voz poemática no sólo se desliza por la superficie del bosque;  la voz está encastrada en el bosque y se ensucia con las hojas húmedas. La reciprocidad de esta poesía tiene que ver con su vocación creciente de ser cada vez más inteligible, de comprometer a los lectores; tiene que ver con su sustitución progresiva de la abstracción, del misterio de una naturaleza que no se puede abarcar, por otros escenarios más próximos, domeñados, urbanos, así sucede en “Zona de arrabal”, “Tráfico” y “La galería”. En el poema “En el delta del Nilo” se hace una declaración éticamente admirable que vuelve a subrayar la importancia de la mirada: “hay uno que es bueno, hay uno que puede verlo todo sin odiar.” La poesía casi se despoja de simbolismo y  comienza a hablar de conceptos absolutos, de la indignación, de la resignación, de los escépticos, del dinero que cruje… Y se va cerrando la brecha, la escisión, el estigma de la incomprensión y la incomunicación. Se vuelve a la idea, tan terrible como consoladora, de que tal vez compartimos las mismas heridas. Poetas y lectores. Seres humanos de distintas partes del mundo.
En el poema “Códex”, Tranströmer homenajea a los personajes que aparecen en las notas a pie de página. Quizá lo hace porque se identifica con ellos. Hoy Tranströmer ha dejado de ser una nota al pie. Ya no puede ser un hombre de silencio que traspasa la frontera sin que nadie lo perciba. Ya es imposible.

miércoles, octubre 12, 2011

Europa contra Europa, Julián Casanova

Crítica, Barcelona, 2011. 272 pp. 19,90 €

Ángeles Prieto

En un esfuerzo sobresaliente de magnífica estructuración, síntesis y amenidad lectora, se nos presenta este libro de Julián Casanova, al objeto de que todos podamos componer un cuadro serio de este complejísimo y apasionante periodo, reflexionemos y obtengamos nuestras propias conclusiones.
Una época turbulenta que empieza a desplegarse ante nuestros ojos, abriéndose y cerrándose con dos emblemáticas escenas violentas: la que va del asesinato de Nicolás II, su esposa Alejandra y sus cinco hijos en Ekaterimburgo (1918) al suicidio en el búnker de Berlin de Adolf Hitler, Eva Braum, Goebbels y familia (1945). Dos apocalípticas masacres que pusieron punto y final a dos despotismos por completo diferentes, el tradicional y el moderno-destructivo, que sirven de postes válidos para empezar a entender qué cambios se produjeron en Europa entre una y otra.
Pero a diferencia de otro tipo de aproximaciones periodísticas a la Historia, que falsamente nos puedan vender prometiendo erudición con mayor diversión lectora, la virtud de este libro estriba en que está elaborado por un historiador de oficio y con mayúsculas: Julián Casanova. Un historiador que demuestra admirablemente su dominio sobre la apabullante historiografía anglosajona del periodo, que sabe estructurar, ordenar y explicar los hechos con claridad y determinación, de acuerdo a las fuentes, y que sabe cómo hacernos reflexionar, con conclusiones serias, sabiendo cómo cerrar cada uno de los episodios ineludibles para entender la época: la revolución rusa, la Italia fascista de Mussolini, la República de Weimar y el ascenso del Tercer Reich, la guerra civil española, las expansión de las dictaduras por Europa, los efectos y consecuencias de la Segunda Guerra Mundial, el enfrentamiento bélico más terrible y traumático vivido en Europa.
A mi juicio, deberíamos destacar de este libro uno de sus capítulos, el de la Guerra Civil Española, precisamente por su enorme trascendencia para nosotros, a la vez que por la originalidad y seriedad en el enfoque, justo en esta época de auge de la memoria histórica, que ha conducido a realizar todo tipo de comparaciones, en muchos casos anacrónicas. Pero con el libro de Casanova ganamos una innegable perspectiva, como es la de integrar nuestro conflicto en ese escenario mayor de la Europa de las democracias y los totalitarismos, aspecto sin el cual no puede, ni debe, entenderse.
Además, concluida la lectura, este volumen constituye también un interesante libro de consulta posterior, al incluir también una necesaria cronología, índices onomásticos y analíticos y cinco inmejorables páginas de comentario bibliográfico sobre el periodo, que sintetiza una producción ingente, y de suma utilidad tanto para el lector que quiera seguir profundizando, como para el estudiante de facultad que necesite desarrollar todo el periodo en su conjunto, o cualquiera de los capítulos apuntados.
En definitiva, un libro necesario, útil y preciso para conocer mejor quiénes somos ahora como prósperos, pacíficos y cosmopolitas habitantes de la vieja Europa y de qué pasado trágico venimos. Sobre qué terribles ruinas nos erguimos.

martes, octubre 11, 2011

¿Por qué leer?, Charles Dantzig

Trad. Elena M. Cano e Íñigo Sánchez-Paños. 451 Editores, Zaragoza, 2011. 260 pp. 16,90 €

Care Santos

Leer sobre leer, qué enfermiza redundancia. Y qué sinsentido leer lo que opina acerca de leer un señor a quien no hemos leído nunca, a quien es imposible leer en español. Todo ello es cierto, y a pesar de todo este libro es un disfrute para los inquietos redundantes de la lectura, entre quienes, por supuesto, y a mucha honra, me cuento.
Charles Dantzig (Tarbes, 1961), es autor de cinco novelas, ocho libros de poesía y un diccionario muy celebrado en Francia,  Dictionnaire egoïste de la literature française. Toda su bibliografía es inédita en castellano. De modo que comenzar a leerle por este libro -la severa cubierta esconde más un volumen de confesiones que un ensayo- es algo así como una incongruencia, además de un acto de fe. Si lo hice fue porque me llamaron la atención los epígrafes de los capítulos: "Leer por salud ah ah", "La lectura es un tatuaje", "Leer para dejar los libros encima de una mesa", "Leer otra cosa que lo que está escrito" o "Leer para dejar de ser la reina de Inglaterra". A todos ellos, por cierto, yo añadiría uno más, personal: "Leer para probar suerte y, de paso, pasar un buen rato siempre y cuando no se vengan abajo las expectativas". Tal vez demasiado largo, lo sé. Por cierto, que el autor dedica un capítulo a quienes, como yo, leemos dejándonos llevar por los títulos. Y por las cubiertas.
¿Por qué leer?, debo decirlo de antemano, es una obra alejada de la pretensión del intelectual engolado. El reverso de Harold Bloom. Es la obra de un lector nato, de un comunicador, casi de un show-man, siempre al quite, siempre al día, siempre pensando en aquellos que están al otro lado. Aquí no hay grandes postulados teóricos ni, desde luego, se echan de menos. Hay gustos personales -como en la vida de todo lector- y algunas afirmaciones discutibles, por demasiado provocadoras o porque ponen el dedo en la llaga del lugar común, como ésta: "La mala influencia de la lectura es una leyenda tan estúpida como la de su buena influencia". O esta otra: "(Leer) No es políticamente correcto: la lectura excluye". O las palabras con que el autor concluye, sin concluir en absoluto: "Leer no sirve para nada. Por eso precisamente es una gran cosa. Leemos porque no sirve para nada."
Con todo, y pese a su aparente sencillez, el autor cartografía todas y cada una de las posibles razones que pueden acercar los lectores a los libros: analiza la lectura egoísta del escritor, preocupado más por ser el elegido que por sacar provecho a lo que elige; se divierte a costa de los hábitos "sociales" de los lectores, ya sean reunirse en clubes de lectura o presumir ante otros de lo leído, entona una encendida defensa de los "libros malos" -con nombres propios incluidos- que, dice, también tienen su momento; analiza la necesidad de los lectores de encontrarse en aquello que leen, aunque apenas escriba la palabra "identificación"; analiza la compulsiva necesidad de leer que a todos nos afecta en determinados momentos de nuestra vida. Y también se entrega a lo circunstancial, con una serie de páginas deliciosamente dedicadas al dónde, cómo, cuándo o con quién leer.
Puede que este libro no nos propporcione descubrimientos importantes. Pero es divertido y está escrito con una pasión y una contundencia nada comunes. Además, cito al autor: "Leer no es razonable. Hay cosas más importantes, dicen los importantes. Es verdad. Y, sabiéndolo, seguimos como si tal cosa con esas lecturas que nos privan de la vanagloria". De modo que léanlo.

lunes, octubre 10, 2011

La sabiduría de la Toscana, Ferenc Máté

Trad. Beatriz Iglesias. Seix-Barral, Barcelona, 2011. 285 pp. 17 €

Pedro M. Domene

Hace un par de años el cosmopolita Ferenc Máté nos trasladaba en Un viñedo en la Toscana (2009) a ese lugar idílico donde saborear un buen vino, degustar una sabrosa comida casera, disfrutar de los vecinos y, rodeados de un ambiente maravilloso, con un bucólico trasfondo, descansar el resto de toda una vida. En su libro, Máté, contaba sus vicisitudes o sus problemas para encontrar ese lugar idóneo donde convertir su sueño en realidad: conseguir un viñedo y la posibilidad, transcurrido un tiempo, de crear su propio vino, pero no uno cualquier sino el mejor vino de la Toscana, el tópico lugar para comenzar una vida y donde, según testimonia en su texto, se asentaba y ha pasado los últimos veinte años de su vida, tras haber errado por ciudades como Vancouver, Nueva York, Roma y París. En los capítulos que componían la mayor parte del volumen, el matrimonio Máté, tanto Cadance como Ferenc, se dedicaban a desbrozar, eliminar, adecuar, reconstruir y restaurar las ruinas de su futuro, mientras iban conociendo a una legión de toscanos que les ayudaban en la dura tarea. Ferenc transcribe y cuenta minuciosamente sus vicisitudes para convertirse en contadini o granjero italiano, e inicia la búsqueda de vigas, puertas, baldosas antiguas, al tiempo que disfruta con su familia de la comida y de los vinos toscanos cuando celebran, por ejemplo, una antigua fiesta, la del tejado. Pero sobre todo, en primavera, prepararían la tierra, las terrazas etruscas abandonadas, para plantar las primeras vides a mano. Personajes, situaciones y ambientes, y casi un auténtico relato de ficción como podría clasificarse Un viñedo en la Toscana.
En La sabiduría de la Toscana (2011), que no es una continuación al uso, se cuenta cómo los sueños se hacen finalmente realidad. Ferenc Máté enumera, a modo, de crónica su experiencia vital y el sueño que, tanto para él como su familia, se convirtieron en una certidumbre. Transmite su amor por el lugar, la relación con sus vecinos, su apego a la tierra y al vino, habla de su admiración por la gastronomía italiana e incluso de sus hábitos y costumbres, vituperando ese pasado que siempre fue mejor. En sus primeras páginas, se asegura como sin que prevalezca un “saber toscano”, ni “consigna” o “canción” que alabe las virtudes, en este libro se proclama por los cuatro costados la vita quotidiana de los toscanos, los lazos que unen a estas gentes, la cotidianidad, sus tiendas y sus mercadillos, el desarrollo de la hermosa artesanía, el cuidado de viñedos y olivares, las prolongadas comidas en familia y amistad, su gastronomía, en general, compuesta y condimentada por los productos cosechados en el lugar. Desde Montalcino, donde los Máté se asentaron, el narrador nos habla del lugar y de los aspectos relacionados con la infancia, la calidad de vida, los vecinos, la organización y el hogar, así como numerosos y acertados juicios sobre la globalización, la economía, o el bienestar de las zonas rurales para alejarse del estrés y a donde a uno, realmente, lo conozcan y saluden a diario que, según el narrador, supone una acertada elección para que los hijos crezcan y se desarrollen en la naturaleza. Apasionado del lugar, Máté consigue contagiarnos sus vivencias, ensalza una existencia idílica, declara su amor a la tierra, rica en pasado y presente, o se atreve apuntando ciertos tintes ecológicos que derivan en el autocultivo de los alimentos que cada lugareño cosecha. La casa toscana, la diversión, el negocio familiar, y el concepto multigeneacional se suceden en las páginas de La sabiduría de la Toscana y otras curiosidades que no dejarán al lector indiferente, como no menos curioso resulta el «Apéndice» final, en realidad, un auténtico recetario que recomienda Pino Luongo, miembro de una quincuagésima generación, que enseña a amar el arte de la cocina, y en la actualidad regenta un restaurante en el norte de Manhattan: primero una enumeración de los condimentos esenciales y naturales: aceite de oliva, odori, ajo, hierbas aromáticas, tomates, pasta, pan y legumbres como esencia de la cocina toscana y, se añaden, varias recetas cuyo ingrediente fundamental es el pan aparte de las típicas y sabrosas pastas con sus respectivas salsas. Una auténtica pequeña muestra de cocina tan sugerente como deliciosa.
Este libro, en realidad, contagia esa infinita alegría de vivir, constata la ilusión por las cosas sencillas, o el placer que obtenemos de ellas, y sobre todo ofrece un canto a la fraternidad humana. Buena lectura para momentos de descanso como la época estival presupone, sin que por ello bajemos la guardia sobre nuestra inmediata realidad vivida y de las abundantes posibilidades con que nos encontramos a diario.

viernes, octubre 07, 2011

Severina, Rodrigo Rey Rosa

Alfaguara, Madrid, 2011. 112 pp. 16 €

Miguel Baquero

Una joven entra en una librería y, con el mayor disimulo posible —pero sin escapar, sin embargo, a los ojos del dueño— roba un par de libros. Al cabo de unos días vuelve a aparecer y asimismo consigue “levantar” cinco o seis libros sin que suenen las alarmas, ante la mirada perpleja del librero, que no se atreve a intervenir un tanto paralizado por la juventud y belleza de la chica…
Así, de este modo tan sencillo, está planteada Severina, la última novela de Rodrigo Rey Rosa. Un relato de apenas cien páginas ambientado en el mundo de los libros y en el extraño hechizo que una desconocida puede ejercer sobre nosotros. Ese hechizo femenino y eterno que parece cosa de leyenda, algo ajeno a los mecanismos rutinarios, pero que, sin embargo, en cualquier momento, puede aparecerse ante nosotros y complicarnos la vida de una manera que ni habíamos sospechado, quizás mediante un gesto tan sencillo como hurtar un libro de una librería.
Severina es un relato de dudas; nadie parece ser lo que aparente, no se alcanza a comprender en un principio el parentesco o la relación que une a unas personas con otras, o la naturaleza de sus intercambios comerciales… y en último caso son cuestiones que, muchas de ellas, quedaran sin resolver, o quedaran resueltas de un modo que hace sospechar que podrían ser de otra forma, que quizás la explicación dada sea falsa. La novela de Rodrigo Rey Rosa se mueve en ese terreno de las apariencias; no es una novela rotunda que presente la realidad de una forma unívoca y llegue a una conclusión inamovible, sino que —en un acertado concepto de la literatura— nos presenta una visión de los hechos que podría ser la correcta… o tal vez no. Es más, probablemente no, pero el autor no pretende tanto resolver un misterio o solucionar una situación como introducirnos en una duda, como hacernos vivir y respirar la desconfianza y perplejidad del protagonista.
Y al fondo de todo ello, como fondo sobre el que se desarrolla —o sería mejor decir: se desliza— la acción, está el mundo de las librerías, la magia que producen los libros o la pasión que puede suscitar el encontrarse con un ejemplar único o tener entre los dedos un tesoro bibliográfico. En gran medida, Severina es un homenaje de Rodrigo Rey Rosa a esa armazón de palabras sobre la que puede construirse un mundo; un mundo que nada o muy poco tiene que ver con la realidad, es cierto, que se trata tan solo de un reflejo de ella, pero que aún así es también un mundo hermoso y habitable.

jueves, octubre 06, 2011

Nada hay donde la palabra quiebra, Stefan George

Ed. y Trad. Carmen Gómez García. Trotta, Madrid, 2011. 240 pp. 16 €

José Luis Gómez Toré

A pesar de la casi absoluta falta de traducciones en español, el poeta alemán Stefan George (1868-1933) es uno de los nombres fundamentales de la lírica centroeuropea, cuya influencia se dejó sentir en escritores de la talla de Hugo von Hoffmansthal y Rainer María Rilke. Su huella llega incluso hasta el joven Paul Celan, por más que a la postre la deriva de este último supone un cuestionamiento profundo del esteticismo fin-de-siècle, en cuya estela se mueve George. Se trata de una influencia que, en muchos casos, no solo fue la de una obra sino también la de un personaje, que creó en torno a sí un famoso Círculo de admiradores y discípulos, que veían en las enseñanzas del maestro algo más que una estética. Alentaba en ellos la convicción de que en torno al poeta estaba resurgiendo esa “Alemania secreta” heredada del Romanticismo y del Idealismo que prometía una resurrección espiritual de la nación germana. El propio George alentó estas ideas, convencido de la necesidad de que el arte sustituyera a la religión y creador él mismo de una suerte de culto estético en torno a su adorado Maximin, muerto a temprana edad. Recogiendo la influencia de Hölderlin (de hecho, Hellingrath, figura clave en la recuperación del gran poeta, pertenecía al Círculo) y de Nietzsche, de quien hace una interpretación harto personal, George revela hasta qué punto el esteticismo fue, en sus figuras más relevantes, bastante más que pura ornamentación formal. George se mueve en esa extraña tensión, consubstancial a buena parte del arte moderno, entre la autonomía de la obra y su voluntad de convertirse en agente transformador de lo real. Si bien la ideología estética del poeta y buena parte de sus motivos e imágenes se enmarcan en la órbita del Simbolismo, hay que reconocer su capacidad para crear un lenguaje propio, con una decidida voluntad de extrañamiento frente a la lengua común (es de destacar la labor de la traductora, que se enfrenta a una obra tan difícil de verter en una lengua ajena, y a la que quizá quepa reprochar tan solo su empeño, comprensible por otra parte dada la importancia del procedimiento en George, en mantener la rima, que en ocasiones resulta forzada).
Uno de los méritos de esta antología es el haber optado por incluir no sólo composiciones poéticas, sino también textos en prosa (incluso algunos documentos de interés que ayudan a situar al autor en el contexto cultural, social e incluso político de su época). En sus declaraciones estéticas, George nos revela la aparente paradoja de un arte que no desdeña la etiqueta de formalista y que al mismo tiempo quiere ser un camino ascético de superación personal “pues arte no es dolor y no es voluptuosidad sino triunfo sobre el primero y transfiguración de la segunda”. Es muy posible que nos puedan parecer ingenuas algunas declaraciones y que acabemos por deplorar la deriva nacionalista y conservadora de un programa supuestamente apolítico, que no evitó la ambigüedad frente a la barbarie nazi (por más que dos de los hermanos Stauffenberg, pertenecientes al Círculo, participaran en uno de los más sonoros intentos de matar a Hitler). Con todo, lo cierto es que obras como la de George nos obligan a repensar cuánto de auténticamente humano se juega en aventuras tachadas apresuradamente de esteticismo decadente y cuánto de ese fecundo fin de siglo, puente entre dos épocas, sigue vivo en las preguntas de la lírica de nuestra época.

miércoles, octubre 05, 2011

Última isla, Lafcadio Hearn

Trad. Bernardo Moreno. Errata Naturae, Madrid, 2011. 160 pp. 16,50 €

Ángeles Prieto

Cuando en 1964, el director Masaki Kobayashi adaptó magistralmente cuatro historias de fantasmas japoneses del famoso Kwaidan, ganando con su película la Palma de Oro en el festival de Cannes, no podía imaginar que, con el éxito de su film, había devuelto a la literatura europea popular uno de sus vástagos más curiosos e interesantes, el grecoirlandés Lafcadio Hearn.
Autor de culto para tantos cuentistas adscritos al género fantástico, Lafcadio siempre fue un adelantado ético a su propia época, esa segunda mitad del siglo XIX colonialista y racista, pragmática y retórica, donde rompió no pocos moldes y tabúes estéticos, religiosos, sexuales y morales.
Y fue precisamente con esta novela, Última isla, publicada bajo el nombre de Chita. Memoria de la última isla, como inició su propia andadura literaria en 1887, con 37 años, luego de un largo aprendizaje como periodista, cronista de viajes y traductor de autores tan importantes como Maupassant o Flaubert. Carrera iniciada al norte de los Estados Unidos, donde se trasladaría con diecinueve años, tras abandonar fallidos estudios eclesiásticos en Irlanda. Allí conseguiría trabajo como articulista, empleo que perdería al poco tiempo y sin remedio tras sostener relaciones íntimas con Alethea Foley, una mulata, en aquellos tiempos en los que convivir con una mujer de color era motivo de gran escándalo. Mujer que le induciría a una intensa obsesión por el Sur, Nueva Orleáns y las Antillas, su extremoso clima, costumbres indolentes, cultura francesa, exotismo y vudú. Todo lo cual podemos ver reflejado en los magníficos ambientes recreados en esta obra, Ultima Isla.
El título hace referencia a un episodio real acaecido en agosto de 1856 por el que desapareció, tragada por las aguas, una isla situada en el Golfo de México, frente a las costas de la Luisiana, lugar de veraneo frecuentado por la burguesía adinerada. Y esta espléndida novela de Hearn, tomará como referente a una exquisita niña, Zouzoune, salvada milagrosamente y rescatada por un pobre pescador, Feliú, quien la acogerá y criará bajo el nombre de Conchita (Chita).
Aunque bien es verdad que estos personajes y su historia, eje de la novela, pasan pronto a segundo plano ante la fuerza y la garra que emplea Hearn para recrearnos magistralmente el ambiente sureño, verdadero protagonista del libro, con un lenguaje intensamente rico en adjetivos para recrear nuestros sentidos y en un tono verdaderamente apasionado, el mismo que guardaría y emplearía posteriormente en 1890, cuando viajó al Japón y allí conociera a otra mujer, Setsuko Koizumi, hija de samurais, quien le transmitiría toda la esencia del país nipón que ahora podemos disfrutar en sus obras Kwaidan o Kokoro.
Quien ya conozca las obras citadas, no podrá resistirse a Ultima Isla, esta magnífica transmisión del clima y espíritu criollo, y para aquéllos que no, la novela podrá insuflarles un entusiasmo idéntico al que ya sienten, los mejores cuentistas fantásticos españoles de la actualidad, por Lafcadio Hearn, clásico del que se manifiestan como reconocidos deudores.

martes, octubre 04, 2011

Crónicas de oreja de vaca, Andrea Jeftanovic, Juan Terranova y Giovanna Rivero

Prol. Juan Cruz. Bartleby Editores, Madrid, 2011. 197 pp. 16 €



David Vicente

Cuando me encargan realizar la crónica de este libro me hace una ilusión especial. Posteriormente cuando el cartero deposita en mi correo el paquete y comienzo a leerlo, pienso, según voy avanzando en las páginas del relato/diario de Andrea, si soy la persona más indicada para realizar una crítica mínimamente objetiva, deseable por parte de cualquiera que se preste a estos menesteres.
¿Cómo ser imparcial cuando uno lee amigos? ¿Cómo obviar que dos de los integrantes de este libro (Juan Terranova y Andrea Jeftanovic) fueron publicados por primera vez en nuestro país por el que suscribe, fascinado por su literatura? ¿Cómo eludir que uno habita desde niño la ciudad en la cual se ubican geográficamente las tres bitácoras? ¿Cómo pasar por alto que ese mismo año yo también fui parte activa de lo que se narra, que conocí a esos “Jóvenes Escritores en Residencia”, que alguno de ellos posteriormente compartió estancia en mi casa, con mi familia, y hoy presumo de su amistad y camaradería?
Bien, después de darle vueltas, llegué a la conclusión de que quizá sí, de que quizá por eso mismo yo estaba más capacitado que nadie para ponerme manos a la obra con esta reseña, para juzgar con objetividad los hechos y por qué no, su literatura, de la que soy más que conocedor.
Crónicas de oreja de vaca narra la experiencia en primera persona de tres de los integrantes del programa “Escritores en residencia” que cada año promueve la AECID y la Universidad de Alcalá de Henares con el objetivo de dar a conocer nuevas voces de la creación literaria iberoamericana.
Su visita se encuadra dentro del Festival de la Palabra que culmina con la entrega del Premio Cervantes. El año al que se alude, 2009, el galardonado fue Juan Marsé. Como trasfondo la ciudad de Cervantes, Madrid, actos más o menos literarios y una serie de personajes del mundillo.
Al margen de estos apuntes, digamos enciclopédicos y de situación, Crónicas de oreja de vaca refleja la visión de tres personas distintas (pero unidas por un mismo deseo, narrar a costa de cualquier cosa) de nuestro país, de nuestras costumbres, de nuestra manera de entender la literatura, de nuestra manera de relacionarnos, de nuestra visión de lo iberoamericano, de su visión de lo español… Además refleja, probablemente sin ellos pretenderlo (sin duda la única manera posible de encontrar la coherencia), sus miedos, sus incertidumbres, sus deseos. ¿Por qué ser escritor? ¿Para qué la literatura? ¿Qué espera uno de los viajes? ¿Por qué los sinsentidos de ciertas cosas? ¿Cuándo revelarse? ¿Contra qué? ¿Cómo hacerlo? ¿Cuándo es oportuno? ¿Cuándo uno es un cobarde? ¿Hasta qué punto la existencia de uno no es tan vulgar como la de cualquiera? ¿Hasta qué punto la propia vida no es vulgar en sí misma?
El primer relato, el de la chilena Andrea Jeftanovic, se construye a base de elipses, temporales y geográficas. Ella misma lo divide en varias de ellas (Elipses de personas, Elipses de mesas redondas, Elipses de museos, Elipses de teatros…). No es algo falso ni forzado. Están presentes en toda la obra narrativa de Andrea. Intuyo que también en su propia vida. Andrea necesita un lugar que abandonar para volver a retornar y, quizá volver a huir de él. Un tiempo que dejar de lado y posteriormente recuperar. Comparar que hizo el paso del tiempo con todo eso, con ella misma y con los que la rodeaban y la rodean.
Andrea necesita espejos donde mirarse. De algún modo una referencia que no la haga sentirse intrusa, desubicada. También creer que las cosas no suceden por casualidad, que de algún modo hay algo que te obliga a cerrar el círculo, la elipse en este caso.
La literatura de Andrea es sensible, que no sensiblera, empática con el lector, cercana, amable. Aunque no por ello menos reivindicativa. Lo es y mucho. Andrea reivindica hasta la extenuación el papel de la mujer en el mundo, entre otras muchas cosas. Se reivindica así misma y con ello nos reivindica un poco a todos nosotros.
El segundo texto, el de la boliviana Giovanna Rivero, es el más ficcionado. Lo que no significa exactamente el menos real. La ficción a veces se muestra mucho más real que la propia realidad. A fin de cuentas la ficción pertenece a uno mismo, la realidad le es ajena.
Giovanna transforma su estancia en un thriller, con ella como protagonista central, en el que se nos muestra a una mujer asustada, escéptica ante ella misma y ante el mundo, inestable emocionalmente, sensual y sexual. En ocasiones desubicada por encontrarse fuera de su territorio y en ocasiones feliz, como si se estuviese viviendo un viaje iniciático.
En el tercer y último texto, el argentino Juan Terranova, ejerce como tal. Juan se muestra egocéntrico, cínico, irónico, mordaz y crítico. Crítico con todo: con quien le ha invitado (la Universidad y la AECID), con la estupidez humana, con el Premio Cervantes, con la impostura, con la falta de coherencia, con una ciudad provinciana, con su grasienta gastronomía a base de oreja de cerdo. Pero también crítico con él mismo, con el papel que él desempeña. A partir de ahí toda crítica adquiere coherencia, toda crítica está justificada. No se trata de una sátira hecha desde fuera. No se trata de ser espectador de lo ajeno. Si no de ser parte del conjunto. Juan no tiene ningún problema en meterse dentro del barro, en enfangarse hasta las rodillas. Como casi siempre, el sentido del humor resulta un buen arma con el que disparar y con el que redimir las culpas. Al final toda crítica no deja de ser el deseo de mejora de aquello que se aprecia.
Decía el filósofo: a quienes me preguntan la razón de mis viajes les contesto que sé bien de qué huyo, pero ignoro lo que busco.
Puede que este libro no nos ayude exactamente a conocer lo que buscamos, quizá ni siquiera a sus propios autores. Pero sí a tener más claro de lo que huir.
En cualquier caso, lo que es seguro es que nos acerca a tres excelentes narradores, casi desconocidos en nuestro país y que probablemente sean parte de lo porvenir.