Carmen Moreno
Dicen que en la Luna no hay vida, aunque se ha encontrado agua que es la condición previa para que esta exista. La Luna, ese satélite de la Tierra que siempre muestra la misma cara, es la esperanza de supervivencia de la humanidad, la ilusión perenne de la perpetuación de nuestra existencia. Por eso no es casual el título del nuevo libro de relatos de Ángel Olgoso.
Las frutas de la luna reúne veinte piezas en las que el granadino conforma un mundo que no es ajeno al que realmente vivimos. En este nuevo libro, Olgoso, como un orfebre que moldea joyas únicas e irrepetibles, actualiza la cosmogonía latina, la griega, incluso la maya, y seduce al lector edificando un laberinto en el que El Aleph de Jorge Luis Borges adquiere una nueva dimensión.
La cualidad más significativa de Ángel Olgoso es su manera de modelar las palabras para que su idioma y el nuestro, aun siendo el mismo, parezcan absolutamente diferentes. Es uno de esos escritores que ama la construcción eficaz y cuidada; la precisión del adjetivo y la necesidad de la reflexión sin temor a que, a veces, haga la narración más dura, menos ágil.
Las frutas de la luna hace un viaje desde el cielo constructor y un Dios permisivo y también cruel que no comprende a este ser humano dotado de la capacidad de crear vida, pero parece obstinado en destruirla.
Todos los cuentos están llenos de una crítica voraz a la indefensión de las personas frente a los de su especie. Las imágenes resultan sangrantes y no solo conmueven, sino que remueven todo lo poco de esta humanidad que nos van legando estos tiempos de consumismo atroz.
Incluso las enfermedades nos hacen olvidar, como si la propia vida nos intentara advertir de la desesperación y la repetición de lo abyecto, de nuestras miserias.
El eje central del libro es “El caso Lugrís”, un cuento largo o novela corta, con una profundidad de mirada que sólo podemos intuir en un juego de cámaras que obvian el decorado, para centrarse en los protagonistas. Este cuento es una pieza absolutamente brillante del género en el que se propone un descenso al infierno de la locura. No es casual que ocupe el centro del libro y que después de él llegue el terrible “Perlas de Indra”.
Este es un jirón de piel, un rara avis en el panorama cuentístico español. Un cuento que, desde la mejor sensibilidad (esa que no es cursi, ni fácil por lo que conlleva de conocimiento del alma, de depuración de la mirada, de aceptación de uno mismo), construye un espejo en el que vemos morir no sólo a una niña, sino a toda la infancia. El mejor cuento es aquel en el que deseas convertirte en el lobo, o en el dragón, o en el héroe o heroína que devuelve al universo su orden correcto, en el último momento y con banda sonora de John Williams. Y quieres salvar a esa niña. Necesitas devolverle a sus nueve años aquella inocencia sin mácula. Ruegas por entrar en el cuento y vengarte de esos hombres que no tendrán piedad con ella. Te revuelves en tu silla y te sientes sin fuerza.
Es decir, la literatura cobra vida y se hace presente ante tu torpe mirada. Y eso, discúlpenme, no se aprende en ningún taller literario.
A través del libro de Ángel Olgoso revivimos la mejor literatura: Borges y su capacidad de crear un universo propio, Quiñones y sus cuadros costumbristas andaluces, Merino y su intención de encontrar el asunto definitivo de la palabra, la crudeza del Popol Vuh, los fantasmas cercanos de Rulfo…
Dicen que en la luna no hay vida, aunque, quién sabe, quizá la hubo en otro tiempo, o puede que acabe llegando. La Luna, ese satélite de la Tierra, que siempre muestra la misma cara. Sus frutas, al cabo, serán las esperanzas que depositemos en aquello que dejamos de ser, pero aún albergamos en alguna parte, muy dentro de nosotros.
Y, sí, Las frutas de la luna, son, sin duda, esos espejos en los que Dios se refleja para señalarnos circunspecto, y nosotros, esclavos huidizos de la modernidad, vamos olvidando lo que alguna vez nos hizo únicos.
Un magnífico libro de uno de los mejores cuentistas de nuestro país.
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