martes, enero 31, 2012

El diablo de la botella, Robert Louis Stevenson

Trad. Federico Villalobos. Ilust. Pablo Ruiz. Traspiés, Granada, 2011. 61 pp. 13,80 €

Pedro M. Domene

Robert Louis Stevenson vivió una infancia feliz, aunque de naturaleza enfermiza, heredada de su madre, debió soportar largos períodos de convalecencias que le llevaron a viajar y pasar largas temporadas en diversos países, buscando una mejoría para su salud. Su hijastro, Lloyd Osbourne, manifestaba que, pasear junto a él, podría convertirse en uno de sus grandes placeres porque, de repente, se creía un pirata, un piel roja o, incluso, un joven oficial de marina con informes secretos para un espía. Stevenson es el escritor que ofreció en sus literatura el fascinante estudio de los hombres que llegan a mantenerse vivos por una especie de fuerza sobrenatural, que no llegan a morir porque rechazan, una y otra vez, la muerte. Abandonó Inglaterra, de una forma definitiva, en 1887, para establecerse en las regiones invernales de los montes Adirondacks, en el límite de las fronteras canadiense y norteamericana. Un año más tarde, emprendería un largo viaje por el Pacífico Meridional, uno de sus grandes sueños, atraído por el clima, la vida exótica y lo primitivo de las islas polinesias: Waikiki, una de sus primeras estancias, distaba cuatro millas de Honolulu. «Este clima, estos viajes, estas recaladas al amanecer; nuevos puertos boscosos, nuevos sobresaltos de temor al chubasco o la marejada; nuevas muestras de simpatía de los gentiles indígenas: la historia de vida es mejor para mí que ningún poema», escribiría el autor en alguna de sus Cartas, paisajes que llevarían a instalarse, definitivamente, en Samoa, en la isla de Upolu, donde construyó «Vailima, su casa grande», en 1891, frente al mar, rodeada de primitivos bosques y, donde el escritor, pasaría los tres últimos años y medio de su vida. Durante todo ese tiempo, Robert Louis Stevenson, encontró una extraña serenidad que quienes convivieron con él pudieron describir, difícilmente; en semejante estado pudo argumentar que, «un escritor que aspira a algo está constantemente muriendo y resucitando». Su trabajo de creación fue tan abundante y significativo como siempre había sido y deambular por los Mares del Sur le llevaría a escribir en numerosas ocasiones sobre el tema, Diversiones de las noches isleñas (1892), Una nota a pie de página de la Historia (1892) o En los mares del Sur (1893). Clasificado por Henry James de escritor exquisito y de ensayista de prosa calculadamente rítmica, el novelista neoyorquino escribiría de él en semejantes términos: «Es un lujo en esta época inmoral, encontrar a alguien que sí escribe, que conoce realmente ese dicho arte».

El diablo de la botella

El diablo de la botella fue publicado por entregas en el Sunday New York Herald desde el 8 de febrero hasta el 1 de marzo de 1891, y en Black and White, un periódico literario inglés, entre el 28 de marzo y el 4 de abril; dos años después, lo incluyó junto a los relatos La isla de las voces y La playa de Fulesá en su libro citado, Cuentos de los Mares del sur (1893). En realidad, Stevenson según llegó a comentarse en la época reelaboraría una leyenda indígena que había oído en los primeros días de su estancia en la isla, aunque parece ser que el propio autor desmintió semejante afirmación en una nota que debería publicarse con su relato, aunque el Sunday omitió la aclaración de Stevenson y provocó un aluvión de malas interpretaciones al respecto, incluso la acusación de plagio. El escritor nunca desmintió la deuda que tenía con un melodrama que había sido representado con éxito en Inglaterra, una obra teatral titulada, The Bottle Imp, basada al mismo tiempo en un relato popular del norte de Europa, impreso en 1810 bajo el título de Das Galgenmännlein, una fábula posteriormente recopilada por los hermanos Grimm y otros autores alemanes a lo largo del XIX. Lo cierto es que, como señalaba Graham Balfour, el mejor biógrafo del escritor, la casa de Vailima se parece a la casa de Keawe, protagonista de su relato, dos ídolos birmanos montaban guardia a ambos lados de la escalera que llevaba al piso superior, en una de las esquinas del gran salón, había una caja de caudales que apenas contenía nada pero que, a los nativos, hacía creer que en aquel lugar estaba encerrado el diablo y que era este quien le había proporcionado al escrito el dinero para construir aquella gran casa.
Keawe es un joven marino hawaiano cuyo barco recala un día en la hermosa ciudad de San Francisco y cautivado por su belleza visita una colina cubierta de palacios, así que en ese mismo instante decide gastar su dinero en hacerse una casa, suntuosa y elegante, como las que allí estaba contemplando. En aquel mismo lugar, un anciano pretende venderle una curiosa botella con un demonio dentro que cumple todos los deseos, aunque cuando haya conseguido cuanto quisiera debería vender la misma por una cantidad menor, de lo contrario su alma iría al infierno. Keawe compra la botella y convierte en realidad a sus sueños, incluso consigue deshacerse de ella sin dificultad alguna. Muy pronto conoce a una joven y consigue la felicidad plena aunque enferma inesperadamente y decide comprar, de nuevo, la botella sin que su joven esposa sospeche nada. Cuando Kokua descubre los poderes de la botella y la dificultad para deshacerse de ella, en su desesperación ambos están dispuestos a sacrificar sus almas por el amor. Hasta aquí, sin desvelar más, el argumento de la obra cuyo tema central es inicialmente la ambición, después el sacrificio y por encima de ambas, la mágica visión isleña y el misterio que rodea a la botella. Stevenson, según Bacil F. Kirtley, consigue darle la trama a su texto ensayado por los clásicos precedentes, una forma definitiva y convertirlo en una obra literaria y al igual que Keawe cumplir sus sueños, permanecer con su amada Fanny en Vailima, como afirma Federico Villalobos, autor de la presente edición ilustrada de Traspiés, un texto que, además, se complementa con la magníficas ilustraciones de Pablo Ruiz.
El 3 de diciembre de 1894, al atardecer, cuando estaba dictando unos fragmentos de su nueva obra, Weir, a su hijastra, gritó de repente: «Mi cabeza, oh, mi cabeza» y quedó inconsciente. Un grueso y rechoncho, pequeño doctor alemán, cuyos servicios fueron solicitados apresuradamente, dictaminó que el escritor estaba agonizando. Hacia las 20:10, tan solo media hora después de sus últimas palabras, Robert Louis Stvenson, fallecía recién cumplidos los cuarenta y cuatro años. Su deseo de reposar en el Monte Vaea, a cuatro mil metros de altura, se convertiría en el reto más inmediato para su hijastro Lloyd, quien desde el amanecer del día siguiente y con un pequeño ejército de hombres iniciaba la apertura de un sendero que conduciría desde Vailima hasta la cima de la montaña, cumpliéndose el deseo de Tusitala, el «narrador de cuentos», como le llamaban los nativos. Sobre su tumba aun pueden leerse los siguientes versos: «Aquí yace donde quiso yacer/ de vuelta del mar está el marinero,/ de vuelta del monte está el cazador», un epitafio del propio Stevenson, recogido en su libro Underwoods (1887), y contiene el poema titulado, «Requiem», cuyos tres últimos versos se reproducen.

lunes, enero 30, 2012

Londres para niños, Jindra Çapek

Trad. Mª Teresa Ruiz Camacho / Katja Wirth. Nórdica, Madrid, 2011. 32 desplegables. 11,50 €

Ángeles Prieto

Me resulta muy grato reseñar, por primera vez, un libro infantil con su correspondiente toque de magia. Porque ese es precisamente el placentero resultado que obtendremos tras disfrutar de Londres para niños, una joyita ilustrada perteneciente a la colección “Soñando ciudades”, que la editorial Nórdica ha tenido el buen gusto de editar y distribuirlos.
Magia que reside en sus fantásticos dibujos, empezando por la propia portada y en todas y cada de sus páginas que, además, son todas despegables, para solaz del niño que lo reciba. Así, en este libro nos encontraremos, lógicamente de forma sintética y con un lenguaje adaptado a críos de 8 a 12 años, plano, historia, cultura y costumbres de los principales lugares londinenses, los más característicos: Piccadilly Circus, Trafalgar Square y su Nacional Gallery, la catedral de St. Paul, Buckingham Palace, Westminster y su Big Ben, la Torre de Londres y su puente.
Es sólo que aparecen también lugares menos emblemáticos, pero mucho más interesantes para nosotros en nuestro afán educativo, como es la Tate Modern. Un fantástico lugar, ideal para que iniciemos a nuestros hijos en la comprensión y disfrute del arte contemporáneo. O la Battersea Power Station, una enorme central térmica hecha de ladrillos para que les podamos explicar la importante cuestión de la revolución industrial y su posterior desarrollo, a la que sin duda debemos nuestro actual nivel de progreso técnico.
Pero además, como los buenos libros de viaje, esta guía aunque breve procura ser lo más completa posible, y es impagable la página final donde incluye información sobre los principales museos (imprescindible visita al de Historia Natural) y los lugares de diversión y entretenimiento, incluso poco destacados en los principales manuales para adultos, como el Pollock’s Toy, con juguetes, marionetas y teatros en papel para aquellas, donde los niños podrán disfrutar de lo lindo. Los parques, el zoo y el Acuario completarán esta guía, con el fantástico consejo de cómo evitarles los establecimientos de comida rápida en otros sitios más sanos, y con decoración especial para ellos.
En definitiva, un libro pequeño, precioso, sintético, donde los niños son tratados como adultos a la hora de emprender (y aprender) la aventura de viajar, sacándole partido a todo cuanto nos encontremos. Una buena opción, esta cuidada y encantadora colección, para iniciarlos en algo que después realizarán el resto de su vida sin nosotros, por lo que animo a los lectores de esta reseña a conocerlos. Y a adquirir esta guía concretamente en el caso de que decidan viajar, con niños, a la increíble Londres.

viernes, enero 27, 2012

Daisy Sisters, Henning Mankell

Trad. Francisca Jiménez Pozuelo. Tusquets, Barcelona, 2011. 511 pp. 20 €

María Dolores García Pastor

El escritor Henning Mankell es mundialmente conocido por su serie de novelas negras protagonizadas por el inspector Kurt Wallander. Pero no menos relevante es su faceta de hombre comprometido y luchador por los derechos humanos que le ha hecho implicarse en numerosas causas. Mankell entrega parte de sus ingresos a organizaciones solidarias y se implica tanto en esas causas que, en ocasiones, ha llegado a poner en peligro su vida por ellas como cuando formó parte de la llamada flota de la Libertad que pretendía llevar ayuda humanitaria a la Franja de Gaza.
De esa vertiente humanitaria y comprometida han surgido también numerosos libros con transfondo social. Entre ellos podríamos destacar el ensayo Moriré, pero mi memoria sobrevivirá, en el que reflexiona sobre el impacto del SIDA en África, o la trilogía compuesta por las novelas La ira del fuego, El secreto del fuego y Jugar con fuego, en la que nos acerca a la complicada vida de las mujeres africanas. Daisy Sisters, su último libro traducido al castellano, se podría englobar dentro de esa parte de su obra destinada a denunciar y dar visibilidad a la injusticia. Se trata de una historia habitada por mujeres que pelean por sus derechos, que se enfrentan valientemente a sus problemas en un mundo de hombres y que poco a poco llevan a cabo sus conquistas cotidianas en el largo camino hacia su libertad.
El libro se publicó por primera vez en el año 1982 en sueco y está ambientado en la Suecia de la segunda mitad del siglo XX, concretamente entre la Segunda Guerra Mundial y las crisis económicas de finales de los años 70. Cuentan sus biógrafos que la idea de este libro nace a raiz de una reunión de operadoras de grúas celebrada en el municipio sueco de Borlänge en la que se pusieron sobre la mesa la complicada situación y la problemática de estas mujeres en la década de los 80. Mankell estaba allí. En la novela el autor nos muestra la vida de diferentes mujeres de clase obrera que toman sus decisiones condicionadas siempre por la presencia y el poder que ejercen sobre ellas los hombres y por lo que les supone el quedarse embarazadas y tener hijos. En concreto tres generaciones de mujeres de la misma familia que se enfrentarán de diferente manera al mismo problema: un hijo no deseado a muy temprana edad y siendo solteras. Sobre ellas caerá indefectiblemente la presión social y la discriminación por cuestión de género.
La historia se inicia con un breve prólogo y está dividida en cinco capítulos. Cada uno de ellos corresponde a un año, 1941, 1956, 1960, 1972 y 1981. Las elipsis, como se deduce a simple vista, son importantes. El libro se inicia con el viaje, casi iniciático (encontraremos alguno más a lo largo del libro), de dos muchachas a través de la frontera sueca en pleno conflicto bélico. Son las Daisy Sisters, como ellas se autodenominarán. Lo que sucederá en esos días determinará la vida de una de ellas y dará pie a lo que vendrá después. Es el origen de la verdadera protagonista. A partir de ahí van apareciendo diferentes personajes, la mayoría femeninos. Mujeres de clase trabajadora que sufren la discriminación y los abusos de los hombres, que deben luchar por todas y cada unas de las cosas que hacen, por llevar adelante cada una de sus decisiones. Mujeres que se equivocan, caen y vuelven a levantarse en una época en la que la mujer estaba supeditada al hombre, primero al padre y luego al marido, en un tiempo en el que darle una bofetada a la esposa estaba bien visto y la violación dentro del matrimonio no era considerada como tal. Sólo hay dos personajes masculinos que alcanzan cierta relevancia y van más allá de su papel de meros secundarios. Se trata del abuelo Rune y de Anders, el viejo cómico. Ambos destacan por su humanidad entre un elenco formado por hombres machistas y en muchos casos violentos.
Mankell escribe desapasionadamente, como un meticuloso notario que hace constar en acta los hechos y lo hace incluso en los momentos más duros o los más emotivos. No oculta ni minimiza las partes más sórdidas de la historia pero tampoco se recrea en ellas, de igual manera que no pone miel innecesaria. No hay juicios de valor, ni éticos ni morales. Y como suele ocurrir en otras de sus obras se observa un desarrollo de la acción algo irregular; cuando parece que nos encamina hacia un lado da un giro y se va hacia otro. Tardamos al menos dos capítulos en saber quién es la verdadera protagonista o hacia donde se encamina la historia. Y Eivor, la protagonista de Daisy Sisters, no es una heroína al uso sino más bien todo lo contrario, una mujer que se equivoca, que cae en los mismos errores una y otra vez pero que, pese a todo, sale adelante, resurgiendo cual ave fénix de sus muchas tragedias cotidianas.

jueves, enero 26, 2012

El erudito de las carcajadas, Jin Ping Mei II

Trad. Alicia Riquelme. Atalanta, Girona, 2011. 1620 pp. 48 €

Ignacio Sanz

A los chinos, tan comedidos y circunspectos, tan protocolarios, también se les calienta la sangre. Cómo no. Aunque, a veces, nos cueste creerlo desde nuestra perspectiva. Todo lo que nos ha llegado de Oriente ha venido filtrado por el peso de los rituales. Tanto en Japón como en China. Esas inclinaciones de cabeza tan ceremoniales que nos hablan de respeto y distancia. Por ello, nos creíamos que no perderían el control y mucho menos las formas. Pero no. Por suerte, cuando un chino se desata la coleta, se olvida de los viejos protocolos y obedece a las viejas pulsiones de la sangre, que nos igualan como personas.
El erudito de las carcajadas es una novela erótica, la primera novela erótica china. Antes de ser publicada en 1617, sus capítulos circularon sueltos de mano en mano para escándalo de algunos bienpensantes. Es, por tanto, una novela coetánea de El Quijote. Mucha aventura y mucha intriga recorre sus páginas descaradas y descarnadas en las que el sexo juega un papel fundamental.
Pero no solo el sexo abierto recorre sus páginas. También las costumbres. Era inevitable. En ese sentido la novela refleja una sociedad estamental muy jerarquizada. Cada personaje está muy marcado en función de la procedencia o del cargo que ejerce. Es decir, que nadie puede saltarse a la torera las normas. Aunque se las saltan. Por ahí comienzas los conflicto que derivan en una intriga riquísima. Hay muchas pendencias y mucho pendenciero salpicando las páginas de esta novela gigantesca en la que los personajes entran y salen como en las clásicas comedias de enredo.
«Este bribón es un monje. ¿Cómo puede ser que, en lugar de observar las reglas de la prudencia, pases las noches con una prostituta y bebiendo vino, alterando el orden de mi territorio? Asistente, lleváoslo y dadle veinte bastonazos. Queda revocado el certificado de ordenación y deberá regresar a la vida laica. En cuanto a la prostituta de la familia Zheng, que le apliquen el aprieta-dedos cincuenta veces y que regrese al prostíbulo, donde quedará al servicio de este tribunal.»
Es un párrafo elegido casi al azar, pero cuyo contenido supongo que sonará a los lectores familiarizados con cierta obras de nuestra tradición occidental, especialmente con La Lozana Andaluza o con La Celestina.
A veces el lector se pierde entre tanto enredo, entre tantísimo personaje como entra y sale, pero la lectura deja un regusto amigable y la certeza de que, pese a las formas, los hombres tenemos las mismas pulsiones y parecidos afanes, ya vivamos en Dinamarca o en Guinea Ecuatorial.
Buena parte de la narración está salpicada de poemas de aliento lírico que nos sitúan en una sociedad que muestra gran respeto por la naturaleza. Las ilustraciones muestran, a veces de manera descarada, las posturas que adoptan los amantes en los momentos de la coyunda.
En definitiva, El erudito de las carcajadas es una rara joya, una obra caótica, traducida y anotada puntualmente por la profesora Alicia Riquelme Eleta, un libro que tiende puentes entre dos culturas que han vivido de espaldas durante siglos y que ahora, por lo que parece, comienzan a mirarse de frente y hacerse cosquillas. Sea bienvenida.

miércoles, enero 25, 2012

Generación Tch!, Benjamín Escalonilla

Planeta-Booket, Barcelona, 2011. 334 pp. 8,95 €

Miguel Baquero

Antes de entrar en los aspectos literarios de esta novela, la primera de Benjamín Escalonilla (Barcelona, 1970), es preciso referirse a su parte “técnica”, a lo que la hace diferente respecto a otras obras que se editan en la actualidad. Publicada por primera vez en formato e-book, y concebida en gran parte para explotar las inmensas posibilidades de este nuevo modelo, Generación Tch! es una novela que, por ejemplo, presentaba en su primera edición electrónica numerosos hipervínculos a lo largo de las páginas para que, por medio de estos “links”, el lector digital pudiese acceder a contenidos visuales, musicales y de otro tipo. Al hacer su trasvase al papel, se han procurado conservar estas posibilidades. Así, el lector digamos “tradicional” o “gutenberguiano” se encuentra, al pie de algunas páginas, con direcciones web que teclear (si es su deseo, por supuesto) en el ordenador (si lo tuviera, también por descontado), a cuyo conjuro entrará en una páginas donde no solo se le muestran temas musicales, canciones o grafismos relacionados con la novela, sino también un blog en el que se mantiene la ficción se podría decir de forma ilimitada, porque dicho blog es, en la ficción, el diario o pseudo-diario que el protagonista sigue una vez concluida la acción de la novela. En resumen, es una muestra, quizás la primera, la más adelantada, de cómo la literatura puede llegar a cambiar no sólo en su práctica sino también en su concepción debido a las nuevas tecnologías. En este sentido, no hay duda de que Generación Tch! tiene un valor indiscutible.
Pero, evidentemente, este aspecto “técnico” apenas si tendría valor, más allá de lo curioso, si no estuviera acompañado por un componente “literario”. Y ateniéndonos solo a esto (evidentemente, el lector puede transcurrir a lo largo de la novela, en papel y en e-book, sin la necesidad de recurrir a estas herramientas tecnológicas) el lector encuentra que al fondo de ese despliegue novedoso hay una historia con sustancia y contenido, una historia, incluso, contada con el buen estilo y la sutileza psicológica de las novelas de siempre. En Generación Tch! se nos habla de un grupo de jóvenes a punto de dejar de serlo que discurren por la treintena pensando difusamente en “hacer algo”, en actuar u organizarse de algún modo contra los excesos del mundo comercial e industrial que nos rodea. Pero en el fondo, quizás, es también una rebeldía contra el tiempo que pasa, contra las viejas amistades que tienden a disgregarse, contra los gustos y las aficiones, que ya no tienen la frescura de otros tiempos. Incluso las relaciones amorosas caen ahora en unos largos silencios incomprensibles, en unas actitudes más tenues y calmosas que no son a las que los protagonistas estás acostumbrados. Y como recurso ante esta opresión indefinible surge un colectivo de lucha, de acción, de pegada de carteles, escándalo en los mítines, sabotaje de actos públicos… lo que sea que, de cualquier forma, los pueda redimir.
Es curioso que, debido a los avatares editoriales, Generación Tch! haya coincidido casi en el mes de su publicación con otra novela, como Ejército enemigo, que trata también de esto, de la reacción contra el sistema mediante la organización de un colectivo, colectivo que en la novela que nos ocupa no es tan violento y radical como en la de Alberto Olmos, sí en cambio más emotivo, ingenuo y esperanzado. Pero, por supuesto, lo que más asombro causa es que ambas obras coincidieran, durante el tiempo de su escritura la una, y ya editada la otra en formato e-book, con el movimiento 15-M, que, en gran manera y de una forma masiva como ambos autores nunca hubieran imaginado, vino a plasmar en la realidad toda esa inquietud.
No tengo duda de que en ambos casos estamos hablando de la existencia de un “signo de los tiempos”, de una fiebre en el aire que los escritores interesados en su realidad y sensitivos, creadores que andan con las antenas desplegadas, saben captar de una forma asombrosa. En el caso de Generación Tch!, esa recepción ha dado lugar a una novela viva, divertida, muy bien elaborada, con unos personajes de gran carga psicológica, una creación que no deja de causar sorpresa, aún más teniendo en cuenta que se trata de una primera novela, por la forma en que el autor ha conseguido dar forma a ese ambiente sociológico y hacerlo creíble y literario a través de sus personajes.

martes, enero 24, 2012

Sólo para gigantes, Gabi Martínez

Alfaguara, Barcelona, 2011. 408 pp. 18,50 €

Amadeo Cobas

Conocí la escritura de Gabi Martínez al leer (y reseñar para este mismo blog) su obra Sudd, y descubrí a un narrador talentoso, con gran pericia a la hora de graduar la tensión narrativa, sabiendo interpolar giros inesperados e imaginando situaciones casi inverosímiles, muy bien resueltas. A la par me sorprendió la estructura de su obra, sólida sobre una trabazón muy bien armada e inatacable partiendo de los rudimentos más básicos en esto del escribir. En Sólo para gigantes hay más oficio aún. ¿Por qué? Porque trazar la biografía de alguien es un camino delicado y largo que amenaza con volverse un páramo, un desierto jalonado por media docena de acontecimientos fundamentales en la vida del biografiado, que es la esencia única que alcanza a retener el lector. Magro premio tras muchas y tediosas páginas…
Esto no sucede aquí, desde luego. Porque Martínez utiliza una amalgama de géneros para diversificar y dar interés a su texto. Recrea pasajes transcribiéndolos como le fueron contados, y no por ende desdeña ficcionar para dar vida a lo oscuro; narra con omnisciencia al tiempo que recaba las opiniones de quienes conocieron a Jordi Magraner, el biografiado (no faltan entrevistas con la madre y hermanos del fallecido, sin ir más lejos); poetiza y engalana con citas el libro, mas no olvida la furia causada por un asesinato todavía impune (para lo que se vale de revolver entre las cartas que enviaba a la familia, el diario que escribía Magraner, a la sazón que intenta rescatar confesiones directas de sus allegados en tierras asiáticas). En resumen, para dar una visión más plural sobre los pensamientos de este naturalista se mete en la piel del escritor que investiga aunque no le asusta arriesgar su propia vida en esta investigación. ¿Qué logra con ello? Traer luz a la historia y un homenaje más que merecido.
Y es que en esta biografía Gabi Martínez nos traslada el mundo convulso en el que le tocó vivir al protagonista, en una región a caballo entre las tradiciones y desconfianza de las tribus pakistaníes y el ascenso fundamentalista de los talibanes en Afganistán. Un mundo y un proyecto de búsqueda al que casi siempre le sobraba ilusión y le faltaban recursos económicos; un mundo extraño para un occidental tildado de «cazabarmanus», aislado y con necesidad de fijar alianzas afectivas para combatir la inmensa soledad que oprime en las montañas a quien no tiene más compañía que sus perros alaskan malamute.
«Tendimos la lápida sobre el cemento y adornamos el contorno con piedras bien escogidas. No hubo discursos. Permanecimos dos, quizá tres minutos en silencio frente a la tumba. A las 18.59 abandonábamos la necrópolis.» Así de sencillo es a veces un recuerdo, así de lejano en la distancia; por eso es tan importante dar a conocer esta biografía y a este estudioso ya desaparecido: Jordi Magraner.
«Gorilas de montaña, grandes babuinos, elefantes pigmeos, caballos remotos…, cada cierto tiempo se descubren especies animales que se creían extinguidas o que sencillamente eran ignoradas». Desde esta premisa, sumada a una inquietud científica se puede partir a la búsqueda del barmanu, el hombre salvaje, el hombre velludo, el hombre de las nieves, el yeti («en tibetano, yeh significa bestia salvaje, teh, lugar rocoso»), llamémosle como queramos. Conociendo este dato podemos partir de la mano de Jordi Magraner, el investigador de origen español que se instaló en Pakistán, en concreto en las montañas del Hindu Kush, para localizar a este ser, vestigio de tiempo pretérito, eslabón más que perdido en el mundo actual, «reliquia» (según definición del científico ruso Boris Porchnev). Homínido del que se encontró un ejemplar, homo pongoides, denominado comúnmente hombre congelado por ser éste el estado en el que fue hallado, estudiado por el zoólogo Bernard Heuvelmans (quien inventó el término criptozoología para definir la disciplina que versa sobre el estudio de los animales ocultos). De estos antecedentes se nutre Magraner y se lanza a la aventura para lograr pruebas científicas de su existencia.
Tiene la obra de Gabi Martínez la virtud de despertar el interés por estos temas. En mí lo ha hecho. Si quieren saber más les recomiendo una visita a la página www.jordimagraner.com, creada por su nieta como un reconocimiento a este valiente, a este intrépido que arriesgó (y perdió) su vida por desvelar uno de los misterios zoológicos más tiznados de controversia. ¿Existe o es una fábula? Opine cada cual como quiera. Lo que es impepinable es que especies animales nuevas son descubiertas hoy en día: tiburones de un solo ojo, ranas dentadas, murciélagos, hormigas… En fin, para más información escriban en el buscador de www.nationalgeographic.com lo siguiente: «Halloween pictures: 9 spooky new species found».
Se sorprenderán…

lunes, enero 23, 2012

Richard Yates, Tao Lin

Trad. Julio Fuertes Tarín. Alpha Decay, Barcelona, 2011. 229 pp. 19 €

Cristina Consuegra

Richard Yates, el popular autor norteamericano responsable de Revolutionay Road (1961), da nombre a la última novela de Tao Lin, el jovencísimo escritor neoyorquino que tiene despistado a medio planeta con su inestabilidad literaria y sus singulares (auto)promociones. En Richard Yates, su autor nos presenta una historia que se debate entre la ambigüedad literaria y el agnosticismo de todo pelaje, y cuyo argumento resulta tan sencillo —chico conoce chica y poco más— que te hace desconfiar de lo leído, incluso de la finalidad de las palabras. Y es que cuando pensábamos que este escritor ya lo había hecho y dicho todo por captar la atención de los medios –espero que también piense en los lectores- con actos promocionales de singular extravagancia, Tao Lin lanza toda su artillería pesada para ofrecer un artefacto literario, otro juguete más con el que poder especular y experimentar.
En la que es su segunda novela, el ejercicio de la ficción queda reducido a la mínima expresión, depuración excesiva que se debate entre la premeditación, asunto que abordaré al final de esta crítica, o el abuso de la célebre goma de borrar borgiana. Richard Yates cobra vida gracias a los diálogos, mejor dicho, al intercambio de emociones y situaciones a través de un chat de Gmail entre una adolescente, Dakota Fanning, y un joven, Haley Joel Osment (sí, el niño de El Sexto Sentido), emociones a través de las cuales transcurren las vidas anodinas, aún por exprimir, de ambos protagonistas, y que abarcan todo el espectro posible de estados de ánimo, sus temores, inseguridades y frustraciones. La ausencia de descripción irrumpe en la historia como consecuencia del uso efectista del chat como motor narrativo, y las referencias, totalmente previsibles, no aportan mucho a la construcción de los personajes estereotipados.
Por lo tanto, qué decir sobre este libro, recurrir a una lectura lógica afirmando que es un título plano que no aporta nada al panorama narrativo, o hacer una parada en esta travesía Lector-Richard Yates-Escritor para reflexionar en torno al hecho creador. Desechando opciones inertes, la lectura en torno a la creación permite considerar la premeditación y sus circunstancias como latitud expresiva a la que Tao Lin intenta llegar. Consciente quizá de la época que vivimos, un tiempo en el que la cultura del esfuerzo no se valora, ni el conocimiento, en el que las habilidades sociales merman y el análisis crítico se diluye entre miles de palabras lanzadas al ciberespacio, Tao Lin, ofrece un libro acorde a esta realidad, por lo tanto, el debate no creo que deba centrarse en si es o no un mal libro, sino en torno a esa extraña pericia que el autor ha demostrado al facturar un objeto que parece hacer suya la teoría crítica de Baudrillard sobre el arte, según la cual dicha disciplina, como la escritura abyecta de Tao Lin, se edifica sobre la impostura y cuya intención reside en reivindicar el sinsentido de un tiempo.

viernes, enero 20, 2012

Cosmópolis (Del flâneur al globe-trotter), VV.AA.

Eterna Cadencia, Buenos Aires, 2010. 304 pp. 21 €

Rubén Castillo Gallego

Muchos escritores se han sentido, a lo largo de la Historia, embriagados por el vértigo o la tentación del viaje; otros, menos líricos o aventureros, se vieron obligados por las circunstancias a desplazarse de su lugar habitual de residencia y conocer mundos nuevos, idiomas nuevos, nuevas costumbres. El tomo que lleva por título Cosmópolis (Del flâneur al globe-trotter), editado por Eterna Cadencia, nos ofrece una interesante selección de impresiones de viajes elaboradas por autores hispanoamericanos desde el siglo XVIII hasta la actualidad. La responsable de esta antología, la profesora Beatriz Colombi, es también la autora del prólogo.
En este vademécum encontramos pinturas espaciales y temporales, retratos agudos que ahondan en la idiosincrasia de múltiples pueblos y hasta descripciones pintorescas, extasiadas o malévolas, de monumentos, tipos humanos o ciudades europeas, americanas y asiáticas. Así, el mexicano fray Servando Teresa de Mier, en sus Memorias (1876), dibuja con desdén a los habitantes de la capital de España, atribuyéndoles una etiqueta harto vejatoria («Son cabezones, chiquititos, farfullones, culoncitos, fundadores de rosarios y herederos de presidios», p.37), costumbres de discutible gusto («Insultan a la gente decente», p.38) y valor de sinécdoque o resumen («Gente sin educación, insolente, jaquetona y, en una palabra, españoles al natural, que con su navaja o con piedras despachan a uno, si es menester, después de mil desvergüenzas», p.39). No más galana ni más complaciente es la visión que el argentino Domingo Faustino Sarmiento elabora sobre el monasterio de El Escorial, en el que advierte «un alma oprimida, helada, torva» (p.50), muy característica de este «extraño y espantable edificio» (ibíd.) que no le evoca al autor otras palabras que cadáver, pólipo o sepulcro. Ricardo Palma, mucho menos extremoso, nos da un paseo por la andaluza ciudad de Córdoba («donde César pasó a cuchillo a veinte mil partidarios de Pompeyo», p.141) y nos cuenta con enorme gracia una curiosa excomunión de golondrinas y los avatares de una escultura de mármol labrada por un morisco... con la uña.
Mudándonos a otros países veremos que la escritora Eduarda Mansilla, después de observar y analizar el papel de las mujeres en Estados Unidos, llegó a la conclusión de que el máximo objetivo femenino no debería ser la emancipación política, sino el influjo en la cosa pública por la vía psicológica o indirecta («¿Qué ganarían las americanas con emanciparse? Más bien perderían y bien lo saben», p.84). La peruana Clotilde Matto de Turner, por su parte, nos da una deliciosa estampa de Venecia, de cuando la ciudad flotante cobijaba a ciento cincuenta mil personas, allá por los comienzos del siglo XX. El guatemalteco Enrique Gómez Carrillo (cuyos auténticos apellidos, Gómez Tible, se cambió prudentemente para evitar las burlas y los chistes de sus contemporáneos) nos ofrece sus crónicas sobre París, Grecia o Japón, siempre llenas de detalles pintorescos y de observaciones notables. César Vallejo, por su parte, nos instala en un tren que cubre el recorrido entre Varsovia y Moscú, para mostrarnos a los dos ocupantes que encuentra en uno de sus vagones: una mujer de salud delicada y un médico que vigila su tos y su bienestar. Ella tiene una mirada azul, habla un francés defectuoso y demuestra tener ideas bolcheviques, mientras que el doctor que la atiende (bien vestido y de modales más que correctos) es burgués. Son, nos dice el poeta, «dos personajes que encarnan los dos frentes históricos de la revolución rusa» (p.245). Pablo Neruda, mucho más esplendoroso en sus adjetivaciones e imágenes líricas, nos mostrará algunos aspectos de Ceilán. Y el cubano Guillermo Cabrera Infante pondrá ante nuestros ojos el puente de Londres, cuyo deterioro se hizo evidente tras un estudio elaborado en 1970. «¿Qué hacer?» —se pregunta entonces el cronista, con su habitual sentido del humor—. «¿Dejar que el puente se cayera como auguraba desde hace siglos la canción de cuna? ¿Reparar lo irreparable? ¿Erigir un nuevo puente de Londres con nuevas piedras? ¿Fotografiar los japoneses el puente que cae?» (p.285).
Si le añaden a estos fragmentos que he seleccionado las visiones de Rubén Darío sobre los falsificadores de arte, de Paul Groussac sobre Chicago o de José Martí sobre Nueva York comprenderán que este libro puede deparar deliciosos ratos de lectura a quienes se adentren en él.

jueves, enero 19, 2012

Conversaciones sobre música, Wilhelm Furtwängler

Trad. J. Fontcuberta. Acantilado, Barcelona, 2011. 110 pp. 16 €

Coradino Vega

Toda vez restituido de su polémica actividad al frente de la Filarmónica de Berlín durante el nazismo, a lo que contribuyeron desde testimonios como el de Yehudi Menuhin hasta el reciente libro de Misha Aster The Reich’s orchestra, y dejado atrás el rechazo que suscitó ese papel manifestado entre otros por Thomas Mann o Toscanini, hoy pocos aficionados a la música clásica pueden dejar de reconocer que Wilhelm Furtwängler fue uno de los más grandes directores del siglo XX. Mediante su peculiar forma de manejar la batuta, con esos movimientos desgarbados como los de un «títere en una cuerda» (por utilizar la expresión de sus propios músicos), y que integraban a la perfección el espíritu y la lógica, el subjetivismo y el método, y el orden y la pasión, Furtwängler demostró el poder de la música para elevar a la humanidad y trascender la realidad más descoyuntada. Pero aparte de un extraordinario intérprete, el director alemán fue también ―como lo puede ser en la actualidad Nikolaus Harnoncourt, por ejemplo― un vigoroso divulgador de la música como prueban a su vez las reflexiones que, por expreso deseo de su viuda, fueron recopiladas y publicadas tras su muerte. A ese cuerpo pertenecen estas seis conversaciones mantenidas con el musicólogo Walter Abendroch en 1937, a las que se les ha añadido el debatido ensayo escrito por Furtwängler diez años después sobre la atonalidad y sus repercusiones en los oyentes.
Las seis conversaciones llevan, por este orden, los títulos siguientes: «Influencia de la obra musical en el público», «Distintas dificultades en la interpretación musical», «Lo dramático en las composiciones de Beethoven», «Acerca de la Novena Sinfonía de Beethoven», «La creatividad en la interpretación» y «El compositor y la sociedad». Sin embargo, son escasos los pasajes especializados que impiden aplicar su lectura a cualquier otra rama del arte. De hecho, todas las ideas que se desarrollan en ellas no sólo serían perfectamente aplicables a la pintura, la arquitectura o la literatura, sino que mantienen una vigencia asombrosa para todos aquellos creadores o diletantes preocupados por la hendidura abierta entre el arte contemporáneo y a quienes supuestamente va dirigido. El discurso de Furtwängler puede resultar en un principio altivo, conservador, hasta cierto punto normativo, pero leído con atención desprende una coherente contundencia, una subjetividad exenta de dogmatismo labrada desde el amor a la vocación de una vida, una amplitud de miras y una flexibilidad ―tan conocedora como comprensiva― que anula de inmediato la falsa y simplista primera impresión que pueda llevarse quien lo lea superficialmente o desde el prejuicio.
La idea que preside estos textos es hacer accesible a un círculo lo más amplio posible las múltiples experiencias y las maduradas ideas de un artista ante los problemas que el arte suscita, haciendo fructíferas sus preguntas por medio de un esfuerzo constante de una claridad expositiva que no vaya en detrimento del rigor ni de la exigencia. Así, en la conversación con la que se abre el libro, Furtwängler concibe al público como una «masa sin voluntad propia» cuya reacción (perezosa, instintiva y caprichosa) depende, sobre todo, de las circunstancias especiales del momento. Pero a partir de ahí analiza en qué consiste esa psicología del público y cómo la posteridad se basa en gran medida en ella: «En el arte, que es la expresión del hombre, sólo el hombre da la medida de las cosas». La primera condición para emitir un juicio relevante es dejar que pase el tiempo. Y muchas obras modernas no calan por esa falta de perspectiva pero también por su pretendida ausencia de claridad, dependiente en demasía del detalle y la conciencia técnica y alejada por ende de una estructura que abarque su conjunto. La música de Bach, Mozart o Beethoven perdura porque fueron creadas sin perseguir ese efecto. Pues el afán por buscar el efecto fue precisamente lo que empezó a abrir la irrestañable brecha que aún sigue abierta. El exceso de efectos, que Furtwängler observa a raíz de Wagner y de Liszt, fue en realidad un intento de salvar esa distancia entre público y artista, pero fracasa cada vez que trata de crear a partir de la comunidad en vez de crear la comunidad a partir de la obra: «Hay obras de arte que producen efecto porque quieren producirlo. Y las hay, a su vez, que lo producen por el simple hecho de existir. He aquí la causa de por qué el efecto en unas disminuye con el tiempo y en otras no». La cuestión estriba en expresar con claridad lo que se quiera decir, lo cual presupone una cosa: que alguien tenga algo que decir, o sea, atreverse a mostrarse como es, desnudo, sin ayuda de nadie. Furtwängler reproduce las palabras de Goethe: «Si alguien tiene algo que decirme, debe hacerlo claro y simple. Ya tengo bastantes complicaciones dentro de mí», porque, a su parecer, de esas complicaciones nace en buena medida el arte moderno que ha perdido de vista «las obras que los hombres necesitan y desean en lo más profundo de su ser», a pesar de que sus reacciones sean tan vagas e indecisas a primera vista.
En la segunda conversación, Furtwängler plantea lo «fácil» que resulta interpretar por ejemplo a Stravinsky o Debussy, y lo «difícil» que es extraer el alma de las a priori mucho más «fáciles» partituras de los «clásicos». Al virtuosismo es preciso añadir calidez, sensualidad y ternura de sentimientos: «En la música de los grandes maestros clásicos intervenían por igual los nervios, los sentidos, el temperamento y la inteligencia. Las partes se creaban con el todo y a partir del todo, y el todo se creaba con las partes». Eso es a lo que Furtwängler llama el gran contexto que, de alguna forma, ha perdido de vista el arte moderno en su evolución del todo a lo particular, renunciando a la integración de los distintos elementos. Al fijar su mirada en el detalle, los músicos se volvieron cada vez más incapaces de ver las relaciones mayores y tener en cuenta el todo convirtiéndose en síntomas más que en testigos de su época. Eso, además, deriva en la confusión que nos ha convertido en unos niños sin capacidad crítica, sin competencia para juzgar, a los que paradójicamente les parecen infantiles los clásicos. El intelecto le ha ganado la batalla a las emociones. Y el resultado de esa hendidura es una perfección fría, sin matices sentimentales que valgan, por lo que el arte está condenado a convertirse en un solitario «jardín de invierno». El oído del público no se ha desarrollado al mismo ritmo que la música. Pero, en lo básico, el alma humana no ha cambiado. Todo arte que pretenda representar una totalidad de experiencia es difícil, y así no resulta raro que lo aparentemente fácil sea lo más difícil, «pues ya no necesita la fuerza espiritual del hombre entero como medio de transmisión, no necesita ser representado e interpretado con el corazón, sino sólo con la inteligencia y los nervios».
Aunque Furtwängler insista en no generalizar, no deja de advertir cuáles son, a su juicio, los factores que hacen que la música clásica esté en peligro. La tarea del intérprete es menos técnica que espiritual. Por ello aconseja entrar en el alma de cada obra y autor: en la épica de Bach, en la engañosa fluidez natural de Mozart, en la alegría de vivir de Haydn o en el dramatismo de Beethoven, de quien curiosamente resalta su trabajoso empeño por simplificar en contraposición a las mitologías extendidas en torno al primer genio romántico. El camino del padre de la Novena más conocida de todos los tiempos consistía en ir del caos a la forma, es decir, justo en el sentido contrario del compositor contemporáneo que se empeña en la complejidad deliberadamente.
Por su parte, en la quinta conversación, Furtwängler se burla del intérprete que «ha aprendido a posar», robustece el carácter apolíneo de su dionisíaca forma de entender la música, y separa lo necesario de lo que sólo es artificio. Además, avisa ―como si se tratara de un recado a Karajan ‘avant la lettre’― de que una técnica estandarizada crea retrospectivamente un arte estandarizado, y recalca que si bien en el terreno de la técnica nos hemos convertido en titanes, en el de las emociones nos hemos vuelto niños. Leyendo entre líneas la conversación titulada «El compositor y la sociedad», se puede inferir que Furtwängler no fue precisamente el títere de Goebbels. En ella ironiza sobre la proliferación de teóricos y expertos, y sin tapujos sostiene que «la inocencia, una vez perdida, no puede recuperarse; [pero] los poderes realmente creativos sólo lo son en el estado de la inocencia», de ahí que la lucha de Wagner fuera la del artista moderno contra un entorno moderno en el que «se niega al artista toda soberanía, libertad y espontaneidad de expresión, se le prescribe lo que debe hacer y lo que no, lo que debe sentir y querer para poder contar con tener repercusión, [y] para ser “moderno”». Concluyendo: «El miedo al sentimentalismo no es sino miedo a algo que anida en el propio corazón».
Por último, el ensayo sobre la música tonal y atonal que cierra el libro sintetiza las ideas desplegadas en las anteriores conversaciones. Sin maniqueísmos ni censuras morales, Furtwängler llama al pan pan y al vino vino. ¿Por qué el público mantiene una actitud hostil hacia gran parte de la música contemporánea? Al respecto, Furtwängler procura huir tanto de los reaccionarios convencidos como de los superprogresistas, pero deja claro que toda obra se expone a ser contrastada con las otras, lo cual estrecha el marco contemporáneo hasta la asfixia obligándole a compartir su lugar bajo el sol con los Bach, Beethoven y compañía: pues «no puedo aceptar que, como sucede hoy a menudo ―por razones evidentes―, la nueva música y la antigua sean tratadas como dos mundos diferentes que nada tienen en común y se excluyen mutuamente; que el músico de hoy tenga que ser el enemigo irreconciliable del músico de ayer». Eso provoca una competencia abrumadora y deriva en un sistema de selección despiadado. Y aunque el arte nunca haya sido un asunto de masas, dice Furtwängler, no deja de tener comicidad cómo afloran cada día, aupados por la prensa, diez o doce genios cuando sólo ha habido unos pocos grandes artistas a lo largo de la historia. Pero Furtwängler no ridiculiza la música nacida al socaire de las doctrinas de Schönberg. La respeta. Resalta su valor y le reconoce el mérito de ser el signo del progreso, producto del clamor por lo nuevo, la exigencia teórica y el esfuerzo por avanzar a cualquier precio. No obstante, aclara que Wagner no fue su precursor, ni Mozart, ni Beethoven: cuando compuso su Tristán e Isolda, Wagner no se propuso inventar el cromatismo, sino simplemente encontrar la expresión musical más adecuada a sus necesidades poéticas. La teoría no debería preceder nunca a la práctica, sostiene Furtwängler, quien lamenta que el derroche de inteligencia que requiere la música atonal pague su precio con la falta de valores vitales: cuando el arte pierde el mundo como referencia y se reconcentra en sí, surge la desorientación y la incertidumbre. Por eso Furtwängler admira su libertad, pero teme su lógica consecuencia: «La antipatía de todo aquel que no está dispuesto a sacrificar su equilibrio biológico a las consideraciones del individualismo intelectual». Quizás se exceda, un tanto sospechosamente, a la hora de identificar tonalidad con «ley natural», pero le redime su apuesta por que coexistan ambas tendencias como la imagen más fiel de la época.
En definitiva, las reflexiones de Furtwängler, más que encendidas, son apasionadas, eruditas, didácticas, y contagian muy bien el brío con el que, desde el atril, interpretó legendariamente a Beethoven, Brahms o Wagner. Son el resultado de la exigencia moral de un artista que se preocupó por la evolución de su arte e intentó buscar respuestas a preguntas que aún siguen siendo objeto de debate. Pero, por encima de todo, son una perdurable declaración de amor a la música clásica.

miércoles, enero 18, 2012

La Casa de Cristal, Simon Mawer

Trad. Catalina Martínez Muñoz. Tusquets, Barcelona, 2011. 451 pp. 20 €

Cristina Consuegra

Siento una especial atracción hacia el vínculo que se establece entre la ficción literaria y el espacio. Quizá por este motivo he leído, con una actitud cercana a la obsesión, a Onetti y Faulkner —por esa manera única, exclusiva, de crear geografías, mundos habitados por personajes que sólo tienen sentido en esos territorios implacables—, o por esta misma razón, siempre me ha agradado la lectura de novelas en las que el territorio actúa casi como un protagonista más de la historia, sirvan de ejemplo títulos como El nombre de la Rosa y Drácula.
En La Casa de Cristal, de Simon Mawer, primer título traducido al castellano de este británico afincado en Italia, el autor plantea la historia de un lugar, Villa Landauer (Das Landauer Haus o Vila Landauer), nombre imaginado para una realidad llamada Villa Tugendhat, obra del arquitecto alemán Ludwig Mies van der Rohe, símbolo del esplendor de la Primera República de Checoslovaquia, situada en la periferia de Berno (Město, en la novela), y símbolo de una Europa que soñaba con ella misma tras la Gran Guerra. Simon Mawer toma como punto de partida este lugar fascinante y, desde lo que ha vivido, habitado y presenciado ese territorio, genera una historia que comparte con la realidad, además de lo mencionado, los diversos estadios cronológicos por los que atravesó la villa construida por Van der Rohe: la invasión Nazi y la posterior ocupación soviética.
Como he escrito, esta es la historia de un lugar pero también la de sus habitantes: la del matrimonio Landauer, Viktor y Liesel, y sus hijos; la del arquitecto que da vida a la casa, Rainer von Abt; la de Hana, amiga inseparable de Liesel; y la de Katalin, prostituta de quien se enamora Viktor Landauer. Personajes que se ven condicionados por las exigencias de un tiempo y por la relación que cada uno de ellos establece con la casa, con su luz, con su fascinación, pero también con aquellos ángulos, rincones imprecisos, donde todo y nada es posible.
La Casa de Cristal se presenta a través de un prefacio, “Retorno”, para situar al lector en un presente, primer acercamiento a la complejidad de una historia aparentemente lineal, aproximación al futuro/presente de unos personajes que darán forma a las diversas ficciones que Mawer distribuye a lo largo de las cinco partes que componen esta novela, partes que siguen un orden estrictamente cronológico, aunque los personajes, en buena parte del argumento, se sumerjan en vacíos temporales que les permite seguir adelante con sus existencias.
En la primera parte del libro, el autor centra buena parte del entramado narrativo en la arquitectura de los protagonistas que, como proyecciones de la Villa Landauer, se sirven de la luz —razón, emoción— para existir en ese territorio tan agónico como espléndido que fue la Europa de los años treinta, antesala de la Segunda Guerra Mundial. Con multitud de sueños ante sus ojos, Viktor y Liesel Landauer conocen al arquitecto del que todos hablan, Rainer von Abt, símbolo de una nueva era, y le encargan la construcción de una villa distinta, de la que todo el mundo hable, donde el mundo comience y termine. Von Abt concede vida a ese lugar que se erige como un homenaje a la luz y su cartografía; cuanto más grande se hace la Villa Landauer, más se distancia el matrimonio. Cuanta más luz penetra en cada una de las habitaciones de la casa, mayor oscuridad penetra en los cuerpos de sus habitantes. Mientras, en el corazón infernal de Europa, se fragua el horror cuyo eco llega a la «brillante y aciaga» Primera República de Checoslovaquia modificando las identidades de quienes esperan lo inevitable, la invasión Nazi, modificando el compromiso de quienes soñaban con una Checoslovaquia infranqueable, libre. Perdurable.
El resto de las partes que componen La Casa de Cristal se suceden a través de las huidas, reales o imaginadas, de los diversos personajes, metáforas de un tiempo y un espacio que permiten su supervivencia: la del matrimonio Landauer y sus hijos; la existencial de Hana en busca de una subjetividad más libre; la justificación científica de la supremacía de la raza; la delación de aquellos que han sido cobijados para lograr huir de un pasado eterno. Huidas que abrigan los lugares con silencio. Y entre tanta evasión urgente, Villa Landauer, poderosa, imperturbable, cronista privilegiada de una época y un tiempo, dignifica a un pueblo convirtiendo, de este modo, a La Casa de Cristal en un gran ejercicio de compromiso literario.

martes, enero 17, 2012

Futuralgia, Jorge Riechmann

Calambur, Madrid, 2011. 726 pp. 38 €

Ariadna G. García

Rara avis. Cuando Jorge Riechmann publicó su primer poemario en 1987 (Cántico de la erosión, galardonado con el Premio Hiperión), el espectro de la poesía española abarcaba tres campos: la “otra sentimentalidad”, que abanderaban los poetas granadinos Luís García Montero, Javier Egea y Álvaro Salvador (denominada también, según diferentes críticos: “poesía de la experiencia” o “figurativa”); la “poesía del silencio”, a cuyo frente estaban, entre otros: Andrés Sánchez Robayna, Vicente Valero y Concha García; y una poesía de corte experimental, próxima al surrealismo y a la inmersión en el subconsciente (Juan Carlos Mestre, Blanca Andréu...). El poemario de Riechmann, sin embargo, no se ajustaba a ninguno de estos moldes. En lo sucesivo, tampoco. No es un autor que siga las corrientes donde todos se bañan, sino un zahorí que va buscando el agua escondida bajo el suelo.
Calambur recoge en Futuralgia la obra poderosa, amplia y ecléctica de un poeta único. El propio Riechmann reconoce en Material móvil (1988) que vive “en la intersección de fronteras incendiadas/ reales imaginarias e imposibles”, espacio que también habita su creación poética, equidistante del hermetismo y de la cotidianidad, de la denuncia y del sexo, de la urbe y del campo, del verso y de la prosa, de la imagen cruel y de la delicada.
Futuralgia, que recoge todos los poemarios, publicados e inéditos, escritos por Riechmann entre 1979 y el 2000, es un volumen imprescindible no ya sólo para los asiduos lectores de este filósofo y ecologista con alma de matemático, sino para quienes deseen embarcar en una aventura estética e ideológica que no les deje indemnes, edifique su conciencia y avive su deseo de una transformación del estado del mundo.
Entre las novedades editoriales que ofrece el libro, encontramos obras de juventud (El miedo horizontal, La verdad es un fuego donde ardemos, Borradores hacia una fidelidad y Coplas del abandono), dos espléndidos poemarios de cuño amoroso (Figuraciones tuyas, La esperanza violenta) donde encontramos versos memorables («Nada nos salva. Nada salvo acaso/ la densa quemadura de tu piel en la mía»), y una pequeña colección de textos (Tanto abril en octubre) que Riechmann localiza dentro de un hospital y que nos sobrecogen por su tema (el cáncer), por su tono (vitalista) y por el amor que desprenden. Algunas de estas composiciones ya aparecieron en la preciosa antología Amarte sin regreso (1995), elaborada por el propio autor.
Pero si Futuralgia es una obra indispensable para todo amante de la buena literatura se debe a que reúne a muchos de los mejores poemarios de la última década; libros que cuestionaron nuestro concepto de lo real, que propusieron un nuevo lenguaje lírico, que denunciaron grietas, que abrieron horizontes, y que nacieron con la firme voluntad de alentarnos y de acompañarnos.
Con el primero, Cántico de la erosión (1987), Riechmann sitúa su poética en unas coordenadas: «Poeta urbano, sí, qué duda cabe», pero como afirma en su ensayo Poesía practicable (1990), no habla de su vida, sino desde ella; «estética y moral van juntas», no concibe una obra alejada del compromiso, idea que también defiende en dicho ensayo: «Aceptar para la poesía el papel de ornamento en un mundo inhumano es indigno». En el Cuaderno de Berlín (1989), Jorge Reichmann recurre a una voz diferente (sardónica, cínica) para criticar los medios con que la gente es aplastada y humillada en un espacio urbano, y su vez, ofrece algunos de los poemas de amor más bellos que se hayan escrito en la lengua de Cervantes, entre los que destaca el soberbio Incredulidad («No eres/posible,/no es posible/ que todo el calor del mundo/haya cobrado la forma de tu cuerpo/…/no es posible el latido de tu sueño/cuando convoca/paisajes como caricias, dédalos susurrados/de fraternidad y auxilio y maravilla,/no es posible la paz de tu vientre rubio/si te busco debajo de las sábanas. /…/ Eres lo más real y no es posible»). Material móvil y 27 maneras de responder a un golpe se publicaron juntos en 1993, en ellos encontramos el germen, la semilla, de la conciencia histórica y universal que a partir de ahora se convertirá en el sello de la creación literaria de Riechmann. Los versos del libro, en ocasiones, parecen greguerías, y además, nos resultan escandalosamente actuales. Riechmann: un hombre visionario: «La economía/el baile de los vampiros», «Europa es una flor/carnívora», «Curiosa sociedad ésta en la que/el uso de la palabra/revolución/se reserva para los presuntos cambios /en el empaquetado de la bollería industrial»… El corte bajo la piel (1994) prosigue esta senda, que se va adentrando en nuestra realidad inmediata («Que la buena marcha de la economía exige no reparar/en minucias como la supervivencia de la especie»), hasta el punto de que llega hasta el corazón de los recortes sociales que padecemos hoy, entre otros: el cierre de quirófanos y plantas en los hospitales. La obra de Riechmann no evita su responsabilidad con el Hombre. Al contrario, gira en torno a ella. Por esa razón, anima a los lectores “a la rebelión”, a la «sublevación frente a los ignominiosos poderes que destruyen la vida» (Poesía practicable). Baila con un extranjero (1993) es un libro más imaginativo y misterioso. El sujeto lírico nos seduce con la suavidad de su lenguaje, que tan pronto nombra a las cosas menudas, cotidianas (Elogio de una naranja cubana en 1988, Elogio de las palomas de ciudad, Alabanza de las babosas…), como al amor y al deseo (Alabanza de los trenes verdaderos, Elogio de la superviviente, Alabanza sucinta de la enamora, o el bello Elogio de la durmiente). Poemario, pues, de celebración no exenta de una crítica a la democracia, al poder de los banqueros, a las violaciones a mujeres, al capitalismo salvaje, o a la guerra de Irak… Los temas del libro, su estética, oscilan como péndulos de un lado a otro de la vida, plural e inabarcable. Donde es posible la vida (1994) y La lengua de la muerte (1997), constituyen el contrapunto idiomático de la obra anterior. Violentos, descarnados, angustiosos, llenos de imágenes gores… son muy poco condescendientes con sus lectores, a los que tratan sin un ápice de amabilidad. Futuralgia, además, compila el libro de poemas que con más lucidez ha deslegitimado la presunta verdad de los mass media: El día que dejé de leer El País (1997). Bajo la influencia del poeta salvadoreño Roque Dalton (Historias prohibidas de “El pulgarcito”), Riechmann elabora sus textos a partir de diferentes artículos periodísticos. En consecuencia, gana un nuevo registro (narrativo y prosaico) para su creación literaria. Los poemas denuncian el escenario económico (la precariedad laboral, el neoliberalismo), y lo hacen combinando las aseveraciones taxativas con los ejemplos concretos de varios seres humanos (obreros, prostitutas…). Pero no sólo. El libro es mucho más. La mirada del autor se expande desde un centro en multitud de direcciones que nos llevan a Bangladesh, Turquía, o a Corea del Norte. Se trata, seguramente, de su poemario más ambicioso. Con él, Riechmann reinventa el concepto de globalización como un proceso de desposesión e injusticia a nivel mundial. Por último, Futuralgia se cierra con La estación vacía (2000), poemario de textos breves y de carácter hermético.
Calambur nos ofrece con esta cuidada edición de Futuralgia la posibilidad de tener todos los poemarios de la primera etapa creativa de Riechmann; tarea complicada hasta ahora, debido a su frenético ritmo de escritura. El título de la colección parece remitirnos a un presente escoltado por dos tiempos inexistentes: el futuro y la nostalgia por lo desaparecido. En ese espacio intermedio, tomando partido por su ahora, Riechmann se dirige a nosotros para compartir la complicidad de su doble testimonio público e íntimo, así como la toma de conciencia amorosa y social.

lunes, enero 16, 2012

Tristessa, Jack Kerouac

Trad. Daniel Ortiz Peñate. Ediciones Escalera, Madrid, 2011. 110 pp. 16 €

Miguel Baquero

Poemas al borde mismo de la depravación, eso es Tristessa, una novela donde Jack Kerouac lleva, podría decirse, hasta sus últimas consecuencias la “escritura automática” que desarrollo, sobre la base, en gran medida, de las improvisaciones jazzísticas que tanto admiraba. Aunque publicada por primera vez en su país en 1960, Tristessa fue escrita en 1956, antes de que la publicación de En el camino, un año después, diera al autor fama mundial. Por aquella época, Kerouac ya había recorrido Estados Unidos en compañía del inolvidable Cassady, viaje que dio argumento a En el camino, ya había habitado en la San Francisco disoluta y salvaje de Los subterráneos y acababa de descubrir la filosofía zen saltando de tren en tren, oculto en el Silbador Nocturno a lo largo de California, base de su tercera gran novela, Los vagabundos del Dharma
El hombre que llega a México D.F. en 1956 es un tipo cansado, que busca un alto en el camino para poner orden en los escritos, en las experiencias, en la filosofía y en la vaga sabiduría que ha ido acumulando durante todos esos años. Para ello se instala en una azotea de la capital mexicana, un lugar que ya había visitado de pasada en anteriores ocasiones y donde sigue instalado Bull, un viejo colega de él y de Burroughs que muchas veces ha hecho de camello de este en sus escapadas al otro lado de la frontera. En esa azotea sobre los deslavazados tejados de una de las zonas más pobres del De-efe, donde Kerouac se ha instalado para tratar de ultimar sus tres grandes novelas, o acaso sólo porque ahí le han llevado las confusas circunstancias, Kerouac coincide con El Indio, con una mujer llamada Cruz, y sobre todo con Tristessa, una joven mexicana. Los tres son adictos a la morfina, adictos hasta la desesperación, hasta la extenuación; adictos hasta consumirse a sí mismos.
En su compañía permanece Kerouac durante un tiempo, compartiendo sus vicios y miserias, inyectándose él también cuando le ofrecen… y expresando, que es sin duda lo más importante, todo aquel mundo sórdido, pero al mismo tiempo trascendente por su cercanía casi inmediata con el hecho de la muerte (en cualquier momento, por alguna mala dosis, por una rencilla con los proveedores, simplemente por un mal paso con la pasma) mediante esa técnica de escritura espontánea y sincopada, libre y desprejuiciada, que consigue en algunos momentos poner la lector la carne de gallina por su sinceridad, por su verdad, por su entrega… Especialmente impresionante es la segunda parte del libro, cuando Kerouac, un año después, vuelve a la misma azotea en busca de Tristessa, de la que definitivamente siente que se ha enamorado, pero no, desde luego, con un amor convencional, sino con un amor de intensidad desesperada. En esta parte, como digo, en que al fin la encuentra, en que en su compañía recorre las más turbias y sucias calles de la ciudad, en que se emborracha hasta el máximo de la vileza, hasta la inmundicia, hasta quedar derrumbado en las calles y que los viandantes le pasen por encima, los desconocidos le roben impunemente, los drogadictos le ignoren… En esta parte en que la suciedad y la degradación se extienden por las páginas, es cuando con mayor nitidez descubrimos, al fondo del todo, un corazón humano, un ser vivo e igual a nosotros como pocas veces se nos ha mostrado en una novela, una onza de oro, un corazón pensante sumergido en el cieno…
Una novela, en fin, Tristessa, que da testimonio de la auténtica altura que llegó a alcanzar un escritor auténtico dispuesto a plantearse las más turbias preguntas y llegar hasta las últimas consecuencias.

viernes, enero 13, 2012

El vigilante del fiordo, Fernando Aramburu

Tusquets, Barcelona, 2011. 192 pp. 16 €

Victoria R. Gil

Fernando Aramburu aborda en El vigilante del fiordo uno de sus temas recurrentes, que ya fue el motor principal de su anterior recopilación de cuentos, Los peces de la amargura, y que vuelve a estar presente en su última obra, Años lentos, con la que este autor vasco afincado en Alemania ganó el pasado mes de noviembre el Premio Tusquets de Novela: el terrorismo. Tres de los ocho relatos que integran este volumen desvelan las consecuencias de esa violencia indiscriminada, no importa de dónde venga ni con qué siglas se identifique. En «Chavales con gorra» se trata del miedo; en la narración que da título al libro, de la culpa, y en «Carne rota», un collage de vidas truncadas tras los atentados del 11-M, de la propia tragedia.
Aramburu elige estilos variados para cada unos de estos cuentos y distintas profundidades en las que fondear. Así, «Chavales con gorra» resulta breve y sutil, quizás para adentrarnos sin brusquedad en lo que ha de venir, ya que es el texto con el que da comienzo la obra. Con una narración clásica y unas pocas pinceladas, el autor nos muestra que huir no siempre equivale a escapar y que sobrevivir al miedo puede ser tan difícil como hacerlo a la propia amenaza terrorista.
En «Carne rota», Aramburu ilumina con una serie de flashes casi fotográficos los efectos del 11-M en un mosaico de personajes que han sido víctimas, supervivientes o testigos de los atentados. El relato, que comienza y termina con las dos mismas palabras, al igual que cada una de las partes que lo componen, salta de manera rápida y fugaz de un protagonista a otro, encadenados tanto por esa figura retórica como por la tragedia que les ha unido, aun sin conocerse. No caben aquí la contención ni la sutileza, sólo la rabia y el dolor.
«El vigilante del fiordo», el título con que se cierra esta terna, se desdobla en dos estilos literarios muy diferentes para dar voz a la duplicidad de vidas con la que su protagonista, un funcionario de prisiones interno en un sanatorio mental, trata de enfrentarse a la culpa provocada por la explosión de un paquete bomba. Por un lado, un texto dramático, al que no le faltan las acotaciones que detallan la actitud de los personajes al igual que en una obra de teatro, describe la realidad del sanatorio; por otro, un relato intimista y claustrofóbico, atrapado en la mente en fuga de su narrador, muestra la actividad imposible de ese vigilante de fiordos que será incapaz de impedir la catástrofe, repetida una y otra vez.
Estos tres cuentos representan en sí mismos la cruel secuencia del terror: la amenaza, el atentado y sus secuelas. Y su conclusión no puede ser más desalentadora, ya que tras la violencia sólo parece aguardar la locura. Aunque quizás la locura no sea más que un modo diferente de lucidez.
Los ocho relatos que integran El vigilante del fiordo no comparten un único tema y, sin embargo, todos ellos participan de algunas fugas y de muchos fracasos, ya sea desde el absurdo que late en «Mártir de la jornada» y «Mi entierro», la implacable mirada infantil de «Lengua cansada» o el misterio con el que se viste «La mujer que lloraba en Alonso Martínez», un relato fantástico y casi onírico, que Fernando Aramburu dedica a los autores José María Merino y Óscar Esquivias.

jueves, enero 12, 2012

El Archipiélago / Der Archipelagus , Friedrich Hölderlin

Ed. bil. Helena Cortés Gabaudan. La Oficina de Arte y Ediciones, Madrid, 2011. 120 pp. 18 €

José Luis Gómez Toré

La actualidad de Hölderlin sigue siendo un enigma y en ese enigma bucean tanto Helena Cortés, traductora del poema El Archipiélago y autora de una valiosa introducción al mismo, como Arturo Leyte, responsable del epílogo que cierra este volumen, editado con el cuidado y el buen gusto al que nos tienen ya acostumbrados los libros de La Oficina. ¿Por qué, mientras que tantas recreaciones de la Antigüedad nos resultan de cartón piedra, Hölderlin nos sigue emocionando cuando nos habla de Grecia, de sus gentes, de sus dioses? ¿Qué hace que su obra resulta clásica sin incurrir en los pecados del clasicismo? Tal vez porque, como los citados autores apuntan, en el poeta alemán la fascinación por Grecia es tan grande como su certeza de que por ahora Grecia es un sueño irrecuperable (quizá en buena medida porque ni siquiera la Grecia histórica coincide con la Grecia soñada). A ese contraste entre la evocación heroica del pasado y el tiempo de miseria del presente contribuyen las fotografías de diversos autores, que establecen un irónico diálogo (no exento de amargura) con la mirada del poeta.
Con todo, la mayor aportación de este volumen es la arriesgada apuesta que lleva a cabo su traductora al intentar emular el ritmo del hexámetro original, en un fascinante juego lingüístico no solo entre el español y el alemán, sino también de ambas lenguas con los metros griegos (y en menor medida, latinos). El resultado es ciertamente iluminador, entre otras cosas porque pone de manifiesto hasta qué punto era para Hölderlin importante la cuestión del ritmo, la necesidad de que la música del lenguaje acoja un pensamiento en absoluto independiente de esa base musical que permite abrir el pensar hacia una dimensión mítica. Desde un amplio conocimiento del mundo del autor pero también de las cuestiones rítmicas (la introducción incluye un memorable estudio sobre métrica), Helena Cortés consigue darnos un nuevo Hölderlin, que es a la vez el mismo: el poeta en el que la mirada hacia el pasado se trasfigura en expectativa, en el que el poema no es tanto el monumento de un tiempo irrecuperable, como tal vez el único espacio en el que ese tiempo existe y se hace posible.

miércoles, enero 11, 2012

Perros, gatos y lémures. Los escritores y sus animales, VV.AA.

Errata Naturae, Madrid, 2011. 205 pp. 19,90 €

Ángeles Prieto

Aunque ya en el mismo Génesis se establece la relación de dominio, superioridad y depredación del hombre sobre los animales, esta supeditación tajante no ha sido así en todas las épocas, porque además ha dependido mucho del tipo de animal con el que nos relacionemos, de la cultura que estemos estudiando y del estadio evolutivo de aquélla. Así, hubo tiempos en que las ratas negras sirvieron de mascota, del mismo modo que los perros o los piojos son considerados alimenticios actualmente en algunas partes del Globo.
Pero sólo en la última década de nuestro país, hemos empezado a interesarnos en serio por esta apasionante cuestión, abordando académicamente la relación con los animales al margen de la zoología, siendo objeto de investigación universitaria por historiadores y ensayistas varios (recomiendo Los animales en la historia y en la cultura, VV.AA. Universidad de Cádiz). Atención motivada indudablemente por la opinión pública y su creciente concienciación frente el maltrato animal, intentando fijar límites. Porque también es verdad que la relación de cariño o apego del hombre con determinados animales es muy remota, teniendo presente que ya aparece en la literatura egipcia antigua el deseo de protección hacia los gatos.
Una introducción al tema que me era necesaria a la hora tanto de abordar, como de aplaudir, el magnífico trabajo recogido en este volumen, Perros, gatos y lémures, donde plumas muy prestigiosas de este país exponen sus diferentes visiones de la relación hombre-mascota, muchísima más compleja, íntima y honda de lo que podemos determinar a simple vista.
En líneas generales, los artículos aquí reunidos podemos dividirlos en dos grandes grupos: Por una parte, unos escritores han optado por relatarnos algunas de las más felices y fértiles uniones entre hombre y animal de la historia de la literatura. De este modo, un brillante Antón Castro abrirá el volumen con la fascinante relación, culminada con hermosas y emotivas palabras, entre Lord Byron y su perro Boatswain, mientras que Carlos Pardo optará por Jules Laforgue, amante de perros y gatos. Pilar Adón nos introducirá en la deslumbrante Virginia Woolf, Elizabeth Barrett y sus obras respectivas, para culminar con la historia, absolutamente lograda, que José Carlos Llop nos relate sobre los lémures del increíble Cyril Connolly. Un último artículo este, narrado con tal acierto, que me hizo de inmediato acudir a la biblioteca en busca de libros publicados por ambos.
Pero la segunda parte del libro la veremos revestida de índole más personal y entrañable, abordando la relación particular de los autores con sus propios animales. Relación que abre Soledad Puértolas y la cierra con la misma maestría Andrés Trapiello. Y entre ellos, la siempre aguda Marta Sanz y Martínez de Pisón, con su hondura característica, para culminar el volumen con auténticos fuegos artificiales.
Y es que las últimas muestras de pirotecnia final, y de embrujadora literatura, corresponden a la interesante historia de Truman Capote, con su perro Charlie y la culminación de esa obra maestra titulada A sangre fría, que nos relatará con acierto Berta Marsé; a la historia de Cortázar con su increíble gato Teodoro W. Adorno, narrado con tiento y mucho estilo por Andrés Ibáñez y, sobre todo, al artículo firmado por ese genial y cálido erudito que acabamos de perder, sin todavía poder asumirlo. Me refiero a Félix Romeo, quien en un prodigio de humor desconcertante, e increíble talento, nos irá uniendo las increíbles relaciones entre Burroughs, Stein, Genet, Chukri y los Bowles con sus no menos fascinantes animalitos.
Mi conclusión es que con este volumen no estamos ante un libro más, sino frente a una apuesta narrativa lúcida y brillante, y un libro al que vamos a volver muchas veces sobre un tema interesante del que aún nos queda mucho que contar. Con el único handicap de que los autores aquí reunidos ya han dejado el listón muy alto.

martes, enero 10, 2012

El frente ruso, Jean-Claude Lalumière

Trad. Paula Cifuentes. Libros del Asteroide, Barcelona, 2011. 186 pp. 17,95 €

Cristina Consuegra

A mediados del siglo XIX, el realismo se configura como movimiento fundamental para entender todo lo que acontece en torno al sistema artístico imperante. Esta corriente basada en el minucioso análisis de la cotidianeidad, que se aleja de la imaginación/ficción como instrumento de representación del ser humano, y que se distancia de la subjetividad promovida por el romanticismo, sirve como caldo de cultivo para una de las grandes novelas de todos los tiempos, Memorias del Subsuelo (1864), de Feodor Dostoievski. Esta novela, mitad tratado literario, mitad tratado ideológico, proporciona a la historia de la literatura un personaje contundente e incendiario, el hombre del subsuelo, protagonista que sirve como referencia al hombre absurdo nacido durante el existencialismo francés. El hombre del subsuelo y Meursault, protagonista de El Extranjero (1942), de Albert Camus, comparten mucho más que la inercia como motor narrativo, como acción de su inapetencia vital; comparten la firmeza de ser víctimas de un mundo —su visión del mundo— y la insensibilidad hacia el presente que les toca habitar. Entre las páginas que componen ambos títulos encontramos no sólo gran literatura, sino grandes conceptos que todavía perturban al ser humano, incógnitas en torno a las cuales vamos trazando interrogantes; conceptos como la frustración, la violencia, la libertad o la rebeldía irrumpen en cada página para golpear al lector, mejor dicho, para golpear su identidad, recordarle que quien sostiene el libro tiene la capacidad para poder cambiar las cosas, aunque la génesis de esta sacudida provenga de la propia desesperanza.
En El frente ruso hay mucho de estos personajes y conceptos tamizados por la visión inteligente de su autor, Jean-Claude Lalumière, escritor primerizo de 41 años que ha facturado una de esas novelas que promete convertirse en título imprescindible de la literatura francesa reciente. Lalumière reinventa a los dos personajes citados para repetir esa fórmula incesante, quizá eterna, del escritor: cuestionar la realidad, el presente, escribir sobre aquello que no debemos dejar atrás, que no debemos olvidar. Desde las primeras páginas de este perfecto manual de uso y costumbres de la administración pública francesa —ambiente que conoce bien el autor ya que es funcionario—, el protagonista es descrito a través de la supremacía paternal, a través de las frustraciones de un matrimonio de la periferia parisina, una madre que sueña con retener a su hijo en casa, el lugar inquebrantable adonde el fuego no llega, donde la llama se extingue; y un padre estricto, meticuloso, que cree en la cultura del esfuerzo y esto, a su vez, le hizo creer que podía haber sido alguien distinto a lo que el tiempo y la vida ha convertido. Así, entre miedos y falsas creencias, Lalumière comienza a presentar la existencia de un protagonista que sueña con viajes/huidas a países conocidos gracias a las lecturas de la revista Geo, lecturas/sueños que lo conducen a opositar al Ministerio de Asuntos Exteriores, obteniendo una de las ochenta plazas a concurso.
Desde ese instante, desde ese primer momento en el que este todavía héroe cree lograr aquello que pensaba nunca iba a poseer —la posibilidad de otra vida, la diplomacia, la libertad, el viaje, la huida— el humor se apodera de la trama de la historia, argumento que Lalumière apoya en una estructura narrativa sencilla pero eficaz, de prosa milimetrada, sin artificios. Porque El frente ruso nos cuenta, por encima de todo, la historia de un hombre normal, un tipo soñador que se acostumbra al fracaso y la desesperanza, a la incapacidad para solucionar aquello que la vida va situando en el camino/viaje. Así, con los ojos del fracaso, el lector se adentra en la vida normal de un tipo corriente que el destino colocó en el peor lugar, el departamento de «Países en vías de creación. Sección Europa del Este y Siberia», es decir, el denominado frente ruso, en el momento menos preciso. Con un jefe anclado en los delirios de otro tiempo y unos compañeros sometidos por la rutina burocrática, nuestro protagonista, el mismo que en la infancia anhelaba recorrer el mundo, observa cómo su realidad se desvanece entre las paredes blancas de un despacho eterno, calibrado para la normalidad del fracaso, al fin y al cabo, «la historia de una vida es siempre la historia de un fracaso».

lunes, enero 09, 2012

Brañaganda, David Monteagudo

Acantilado, Barcelona, 2011. 288 pp. 19 €

Santiago Pajares

Todo escritor es una historia en sí misma, y si no es así, el editor debe inventarla para poder vender, para poder contar algo que anime a un posible comprador a elegir ese título y no otro. En el caso de David Monteagudo, esta historia es: Maquinista en una fábrica de cartón corrugado decide, a la edad de cuarenta años, ponerse a escribir. Escribe diez novelas en ocho años hasta que Jaume Vallcorba, de Ediciones Acantilado, decide publicar una de ellas, Fin, y esta se convierte en un pequeño éxito editorial con treinta mil copias vendidas.
Es, sin lugar a dudas, una bonita historia para vender a un autor, y con él, sus libros. ¿Pero qué podemos sacar de esta historia? Ya no vivimos en el siglo XIX ni la cultura es sólo accesible a unos pocos. Cada uno escoge a lo que quiere dedicarse fuera se su horario laboral, ya sea ver la televisión, tomar cervezas con los amigos o aguantar el tronco de la torre humana como casteller (tarea que por cierto David Monteagudo ejerce junto a su colla). Y este gallego residente en Cataluña decidió leer a los clásicos y escribir en un pequeño apartamento de cuarenta metros cuadrados donde viven él, su familia, más de mil libros y ninguna televisión (A mí lo de no tener televisión sí me parece una gran historia).
Tras la publicación de su gran éxito Fin y su siguiente novela, Marcos Montes, la cual creo que ha pasado quizá un poco más de puntillas, nos llega ahora su tercer trabajo publicado (que no escrito, ya que esta fue en realidad la primera novela que escribió), Brañaganda.
Esta es una novela de enormes influencias autobiográficas. Está ambientada en un pequeño pueblo gallego que da título al libro, donde el autor transforma el nombre de su aldea natal, Brañatuílle. En este pueblo vive Norberto, narrador del libro e hijo de la maestra local (igual que en la vida real del autor) y un polifacético padre, guardabosques de profesión y pintor de cuadros por afición (el padre de David Monteagudo era un oficinista que un día decidió dejar su trabajo de oficinista para dedicarse a las variedades). Esta aldea es atacada por el lobishome, una criatura mítica a medio camino entre el animal y el humano que se ensaña con las aldeanas en las noches de luna llena. Entonces ese pueblo, aislado y arraigado a las viejas tradiciones, debe decidirse entre creer en la superstición o aferrarse a la lógica de los nuevos tiempos. Pero no sólo estarán en riesgo los propios aldeanos, sino también los secretos que se guardan a la luz de la lumbre, secretos que amenazan con romper la estabilidad familiar del propio Norberto.
El propio autor ha declarado en entrevistas su siempre presente miedo al fracaso, sólo superado por la tenacidad heredada de su madre. Sabiendo que esta es en realidad su primera novela, y conociendo la enorme influencia familiar presente en esta historia (David Monteagudo sólo se atrevió a comenzar a escribir tras la muerte de su padre), creo que el resultado es mucho más que satisfactorio. Aunque quizá la historia en sí pueda adolecer de cierta estructura, la frescura con que describe las tierras en las que vivió en su niñez y los tipos de gente que las poblaban compensan enormemente la balanza. Porque hay grandes momentos en estas páginas, pasajes hermosos que se quedan contigo y desaparecen para volver a aparecer tan sólo al final, con las últimas explicaciones del libro. Y somos nosotros, como lectores, los que debemos decidir si creemos en el lobishome de la novela, si nos decantamos por las antiguas tradiciones o por esta lógica cruel de los tiempos que nos toca vivir ahora. En Brañaganda encontraremos un pedacito de tiempo gallego, tiempo donde todo era más sencillo y a la vez, mucho más sincero.

miércoles, enero 04, 2012

Tierra de bárbaros, Norberto Luis Romero

Paréntesis, Alcalá de Guadaíra, 2011. 295 pp. 14 €

Ángeles Prieto

Hombres sapo, monjas que levitan, médiums, la maldición de una momia comechingona, tigres borgianos que aparecen en Buenos Aires y en Córdoba, la metrópolis y el interior, civilización o barbarie, Juan Manuel de Rosas y Facundo Hernán Quiroga son algunos de los múltiples elementos que transitan por esta historia y que, conducidos sabiamente por un auténtico festín del lenguaje, concluyen en un final apoteósico que convierten a esta novela en un placer difícilmente olvidable. Uno de esos libros que es imposible dejar olvidado en el asiento del autobús y que, una vez terminado, sientes ganas de volver a empezarlo de nuevo.
Su autor, Norberto Luis Romero, de origen argentino pero sobradamente conocido en el cada vez más reducido mundo de las letras excelentes, firma esta novela tras una ingente y larga trayectoria jalonada de piezas excepcionales: El momento del unicornio (Tropo editores), que recoge cuentos verdaderamente magistrales; La noche del Zeppelín (Valdemar, véase crítica de Miguel Baquero en este mismo blog) novela trepidante; Ceremonia de máscaras, Bajo el signo de Aries, Emma Roulotte es usted o Signos de descomposición son algunas de sus obras que todo lector entendido debería conocer.
Y aunque podríamos encuadrar su argumento dentro de lo que se ha venido en llamar “literatura de realismo mágico”, yo no lo consideraría así dada la consistencia y el rigor histórico demostrado en su desarrollo, así como por la naturalidad que en el desconocido y deslumbrante paisaje argentino del siglo XIX presentan sus personajes, nada excéntricos en él, a mi modesto entender, por mucho que puedan parecernos.
Un mundo espléndido pero también de trabajo duro, de crecimiento y prosperidad económica, por el que Argentina se abría a los estados europeos con su estatus de tierra de promisión para todos los desventurados, hambrientos de pan y sedientos de justicia, que llegaron para llenar aquel país de gentilicios y eufonías procedentes de todos los confines de la Tierra. Un lugar de acogida para metecos, un territorio mestizo, increíblemente rico, gentil y culto. Pero también una tierra de bárbaros y salvajes, como sabiamente nos indica su autor, donde ya aparecen flotando cadáveres en los muelles, lamentable señal de que ya existe la “mazorca”, aquella penosa institución gansteril del periodo rosista, que se vio tristemente continuada por la “patota”, en el siglo veinte.
Pero es que además, esta no es una novela histórica strictu sensu, entendiendo por tal el registro escrupuloso de hechos históricos, pero puestos al servicio o servir de atrezzo, a las aventuras de una pareja protagonista. Hay más, muchísimo más, hay mensaje profundo bajo un desfile de personajes de marcado carácter y personalidad, algunos aparentemente locos, siempre fuertes y competitivos, donde la fantasía de Norberto se despliega para atraparnos en un ambiente único y magistral, decididamente original, quizá el mayor logro de esta brillante novela.
Todo ello con un lenguaje rico, musical y subyugante de hermosas palabras, sin concesiones a la vulgaridad, ni a los trillados lugares comunes, de los que esta novela espléndidamente está exenta. Un mundo que no deberíamos dejar de visitar porque con este libro crecemos: nos hace más libres, cultos, críticos y felices. Y lo cerramos con provecho.