lunes, marzo 31, 2014

Inquieto, Kenneth Goldsmith

Trad. Carlos Bueno Vera. La Uña Rota, Segovia, 2014. 160 pp. 12 €

Rubén Romero Sánchez

«Introduce. Tira. Ata. Un. Dos. Tres. Cuatro. Cinco. Seis. Arriba. De pie. Paso. Cae. Tira. Clic. Tira. Sopla. Camina. Tira. Gira. Gira. Recto. Extiende. Desliza. Estira. Achucha» (p.98). Ya dijo Wittgenstein, en su Tractatus logicus-philosophicus, que de lo que no se puede hablar más vale callar, pero algunos autores siempre le han negado la mayor al buen filósofo, empezando por Joyce, que creó un entramado aparentemente ininteligible al que tituló Finnegans Wake, y terminando por el grupo Oulipo y su manía de escribir novelas sin determinadas letras, por no hablar de los juegos dadaístas de Tristan Tzara armado con un periódico y unas buenas tijeras.
Y hete aquí que llega Kenneth Goldsmith (Nueva York, 1961), autor de varias obras englobadas en el pavoroso y difuminado término de vanguardia y primer poeta galardonado por el MoMA de Nueva York, y escribe una novela de 130 páginas consistente en registrar por escrito todos los movimientos de su cuerpo un día concreto. Ni que decir tiene que, como buen discípulo, Goldsmith venera a sus mayores y escoge el día 16 de junio de 1997 (“Bloomsday”). El autor, en una carta a Marjorie Perloff, autora del epílogo de este arriesgado libro de la siempre interesante La Uña Rota, le confiesa que un buen día se atrincheró en su casa con una grabadora dispuesto a registrar todos los movimientos de su cuerpo, y que luego se dedicó (allá cada cual con sus aficiones) a transcribir y dar forma a su discurso. Ríete tú de la manía de Stendhal de leer fragmentos del código napoleónico antes de escribir para imbuirse de la sequedad de su estilo. Fantasía poética desbocada, al lado de este señor.
Leyendo a Goldsmith me asaltó la duda de si el propio autor se tomaba en serio su propuesta. Ya la nouvelle roman trató de crear pretendidas obras objetivas, sobre todo en la figura de Alain Robbe-Grillet y su famosa La celosía. Pero este movimiento, y esta obra en particular, adolecían de autocrítica y se demoraban en una jactanciosa condescendencia con ellos mismos que en nada les favorecía. La objetividad en el arte, y por extensión en la literatura, es imposible. Todo acto implica elección. Y más aún cuando lo que se pretende es una narración de hechos. ¿Por qué un hecho y no otro? ¿Por qué Goldsmith registra algunos movimientos involuntarios de algunas partes de su cuerpo, como el estómago, y no registra cada latido de su corazón o la circulación constante de la sangre por sus venas y arterias? Goldsmith, como cualquier narrador “convencional”, opta por un punto de vista. Y es aquí donde veo yo la diferencia con otras propuestas. En Inquieto el narrador aparece, no es omnisciente, forma parte de la narración («Por tanto, la lengua no consigue encontrar el laberinto. Yo creo que dentro está calentita», p. 104); además, el gran acierto de Goldsmith es que, a pesar de lo farragoso de las primeras páginas, según transcurre el día el narrador se libera y da rienda suelta a sus instintos poéticos, alentado, también, por la botella de whisky que el personaje se mete por la tarde y que le hace agarrarse una melopea de las de no te menees que le suelta la lengua de modo tal que ni laberintos ni zarandajas que valgan («Así articula palabras el índice. Pela la cresta afilada. Forzado y simétrico y el último al sonido. Deja que los movimientos sigan su curso», p. 102). El autor, de este modo, se refugia en la ironía para evadirse de la pedantería y se las ingenia con un artefacto que se vuelve juego donde al principio sólo había algo ya visto, manoseado y devuelto.
Más cercana a lo lírico que a lo puramente narrativo, esta novela precisa de un lector sin complejos para el que la palabra “argumento” no signifique gran cosa, un lector que sepa lo que se va a encontrar y sepa, además, sacarle rendimiento. El libro está trufado de pasajes paródicos, como la masturbación, la borrachera o, más formalmente, la disposición tipográfica al revés (al más puro estilo Leonardo da Vinci) del último capítulo, y eso es su gran punto a favor. Así, hay que leerlo, como dijo Joyce de Ulises, como una broma, pues casi seguramente nada esté escrito en serio.

viernes, marzo 28, 2014

Niños en el tiempo, Ricardo Menéndez Salmón

Seix Barral. Barcelona, 2014. 219 pp. 17,50 €

Ignacio Sanz

Hace años un amigo me habló con entusiasmo de Ricardo Menéndez Salmón, de su pasión contagiosa por la literatura, de la limpieza y el fulgor de su prosa. No me quedó más remedio que catar a Ricardo. Han pasado los años, tampoco tantos y Menéndez Salmón sigue fiel a sí mismo. La suya es una narrativa atravesada por la reflexión y el conocimiento.
«Contemplada desde el cielo, Creta recordaba a un pez arcaico, de una edad oscura, una especie extinta de un monstruo marino que hubiera encontrado su lugar en las viejas cosmogonías junto a los dioses, los titanes, el amanecer de la cultura.»
La novela objeto de este comentario está dividida en tres partes que se complementan. La primera, “La herida” es un relato largo que describe la enfermedad y muerte de un hijo. El lector queda atrapado por la angustia, la sinrazón, el dolor y el sondolor del que hablan los campesinos segovianos, es decir, ese dolor profundo que escuece y contamina todas las cosas hasta arrastrar a la vida por las veredas de la enajenación.
La segunda parte, “La cicatriz”, describe episodios de la infancia de Jesús de Nazaret con variaciones que lo traen hasta el presente. Si la infancia es el tesoro de cualquier vida, cómo es posible, se pregunta el narrador, que se nos haya hurtado la infancia de Jesús, cuyos episodios de su vida adulta, conocemos hasta la extenuación.
Cierra la novela, “La piel”. Y nunca mejor dicho lo de cierre. Porque el lector podía llegar algo desorientado hasta aquí, incluso algo escamado con el autor por el giro desconcertante que suponen los relatos de “La cicatriz”. Sin embargo el encuentro de Helena y Antonio en Creta durante tres semanas del ardiente verano, envuelta ella en cierto halo de misterio mientras que él aparece marcado por un perfil aventurero o romántico que deviene luego en desafección, derrota y melancolía. Pero el lector descubre entonces que todo tiene sentido, que los relatos que conforman «La cicatriz, relatos entreverados de ensayo, fueron escritos como parte de una curación. Porque como ya se señalara en “La Herida”: “Y se dijo que quizá la literatura no fuera sino otra forma de religión, otra práctica supersticiosa mediante la que se combatía a la muerte como un arma fantasmagórica: la palabra.»
Ricardo Menéndez Salmón es un excelente creador de atmósferas, un depurado prosista capaz de conmovernos con el dolor que imprime a sus personajes. Aunque, en ocasiones, su erudición puede poner en peligro la fuerza narrativa de sus personajes. Sucede en aquellos momentos en los que el conocimiento entra en colisión la fiesta propiamente narrativa, es decir, con la novela. Pero, al final, el lector acaba cautiva. Finalmente tal ha sido mi experiencia.

jueves, marzo 27, 2014

Un mundo soñado, Grace McCleen

Trad. Gemma Rovira Ortega. Salamandra, Barcelona, 2013. 352 pp. 19 €

José Miguel López-Astilleros

Esta es la primera novela de Grace McCleen (Gales, 1981). Fue publicada en 2012 en el Reino Unido, donde fue muy bien acogida por la crítica. En 2013 publicó en su país natal The Professor of Poetry, muy diferente a la anterior, en palabras de la autora.
Si nos dijeran que el tema principal de una novela es el fundamentalismo religioso, seguro que esperaríamos encontrarnos con un drama áspero, y hasta podríamos sospechar que heriría susceptibilidades y provocaría reacciones encontradas. Pues siendo este el caso, nada más lejos. Judith, una niña de diez años y huérfana de madre, vive con su padre, quien pertenece a una secta cristiana, basada en que el Armagedón o fin del mundo está próximo, por lo cual se dedica a ir con su hija de puerta en puerta haciendo proselitismo de sus creencias. El punto de vista en todo momento es el de la niña, que es quien narra en primera persona su historia, por esta razón y porque no faltan buenas dosis de humor, esa aspereza dramática de la que hablábamos arriba queda atenuada, aunque no oculta.
Lo importante no es la acción en sí, sino como elemento necesario para mostrar el aislamiento físico, emocional e intelectual de padre e hija, lectores compulsivos de la Biblia e integrantes de una secta, que les proporcionará la clave para interpretar cualquier signo o suceso. Hay dos motores que desencadenan los hechos por los que transcurre la relación entre ambos personajes y estos con el mundo: el acoso escolar que sufre Judith a manos de Neil, un compañero de clase; y por otra parte, la huelga de los trabajadores de la fábrica en la que trabaja John, su padre, y a la que no se suma, hecho que le acarreará problemas con sus compañeros y vecinos.
Judith es una niña imaginativa, que confecciona un universo propio en su habitación con los materiales que encuentra (papel, algodón…), llamada La Tierra de Decoración (título original del libro, The Land of Decoration), como refugio y defensa ante la hostilidad que Neil desata contra ella y la incomunicación con su padre, embebido en sus creencias. Grace McCleen recrea un mundo que conoce muy bien, ya que ella misma nació en el seno de una familia de fundamentalistas cristianos, y es más, en un momento de su vida se trasladó con sus padres a Irlanda, donde vivieron aislados en mitad del campo, donde, según ella, no se relacionó con nadie que no fuera creyente, hasta que volvieron de nuevo al Reino Unido. La protagonista llega a confundir la realidad con la ficción al creerse en posesión de la capacidad para realizar milagros, además de mantener un diálogo directo con Dios. Ella, pues, desarrolla su imaginación con los elementos que tiene a su alcance y que forman parte de su educación, que son los de la fe que comparte con su padre. Como ejemplo de la impermeabilidad de los cotidianos usos sociales en la vida de Judith, podemos señalar que en ningún momento usa un smartphone o un ordenador, como sería obvio en una niña de hoy día.
Las creencias religiosas de padre e hija no están presentadas directamente como algo negativo, ni con digresiones moralizantes. Sólo a través de ambos veremos que todos sus códigos vitales son emanaciones de su particular concepción religiosa de la existencia, en virtud de la cual observamos que viven en un mundo ficticio, o al menos distante de lo que se considera real por quienes no participan de sus creencias, una fe estricta que no admite la disidencia, a la cual se acerca Judith con sus dudas y preguntas a su padre, quien no le ofrece razonamientos lógicos, sino máximas doctrinales.
El libro es fácil de leer, sus capítulos son breves y el estilo es sencillo y sin alambicados recursos narrativos. Predomina un cierto tono de inocencia en la exposición y en el tratamiento, casi ingenuo, que puede ser engañoso, si es esa la conclusión del lector, y quizás sea ese camuflaje lo que no nos acaba de convencer al tratar un asunto nada inocente en sus consecuencias, como queda sugerido, por otra parte, en la obra.
En definitiva, una novela sobre el fanatismo religioso, la soledad, la incomunicación y el sentimiento de culpa, que interesará a un lector sin prejuicios.

miércoles, marzo 26, 2014

Las muchachas de Sanfrediano, Vasco Pratolini

Trad. Amelia Pérez de Villar. Impedimenta, Madrid, 2013. 160 pp. 16,95 €

Daniel López García

«Los proverbios de los pobres contienen verdades precisamente porque se contradicen. Eso sucede en Sanfrediano o en cualquier sitio donde la gente las pasa moradas para llegar a fin de mes» (51). Las muchachas de Sanfrediano de Vasco Pratolini fue publicada originalmente en el año 1949 y, por fin, en diciembre de 2013, traducida al castellano por la editorial Impedimenta. En las dos sentencias extraídas de este texto con las que he dado comienzo a esta reseña, se podrían vislumbrar los dos ejes fundamentales en torno a los que gira la novela: por un lado, Sanfrediano como espacio que dota de significación al contexto generando un sentido de identidad a unos personajes por el mero hecho de la tradición y la pertenencia a él; por otro, la capacidad popular para la subversión frente al orden de valores morales establecidos y, al mismo tiempo, la asimilación del sistema de convivencia para subsumirlos, provocando que lo que se pudiera intuir como un cambio no sea más que una pequeña alteración dentro del contexto compartido.
De esta forma, en la novela de Vasco Pratolini se puede identificar cierto aire costumbrista, en la medida en que el escritor consigue una perfecta ambientación del espacio y el tiempo que retrata. Parte de una mirada que se centra en el microcosmos del barrio de Sanfrediano describiendo sus calles, sus gentes, las ocupaciones en las que desarrollan su vidas, sus prácticas y sus conflictos interpersonales, así como la forma en la que estructuran su devenir familiares y vecinos. No obstante, ese ángulo acaba abriéndose a un nivel macro hasta el punto de reflejar algunas de las tensiones y nuevas dinámicas sociales de la Italia de posguerra: la guerra partisana contra el fascismo, la influencia norteamericana o las diferencias económicas del país, como ya ha sido apuntado. En este sentido, más allá de esos aires costumbristas, Las muchachas de Sanfrediano encuentra mayor acomodo en la estética neorrealista de la época, ofreciendo un retrato de los sectores más desfavorecidos de la Italia de posguerra, basada en una representación de la realidad tal cual era, apoyada en un estilo narrativo ágil, que combina la ingenuidad y el desparpajo, y sostenida en un esquema narrativo tradicional, sin ambages formales.
De la fotografía que el escritor realiza del barrio de Sanfrediano destacan sus mujeres: hermosas y arrogantes, señoritas con carácter altivo, habilidosas en los oficios en los que se educan, trabajadoras que en el conocimiento de sus destrezas guardan su valor más preciado, ya sean oficinistas o esparteras, costureras o silleras, «A las muchachas de Sanfrediano, sean guapas, o feas, con verrugas en la cara o con ojos de Virgen María, por sus manos las reconoceréis: son su misterio, su orgullo más íntimo, su dote. Y son blancas como la leche, con los dedos largos y esbeltos como un huso» (19). Frente a ellas, aparece el personaje masculino de Aldo Sernesi, conocido popularmente como Bob por su gran parecido al actor Robert Taylor. En contraposición a estás, Bob es presentado como «un galán de extrarradio que disimulaba con su belleza y su descaro lo ridículo de su papel, y despertaba envidia, pasiones y amarguras» (39). A pesar de la fuerte impronta de las muchachas del barrio, todas claudicarán frente a los encantos físicos de Bob que, como el casanova de Sanfrediano, irá hilvanando romances con diversas de ellas como un pasatiempo, con el simple objetivo de su gozo y disfrute: «Su imaginación, como su ingenio, era limitada: no le permitía ni profundizar en el juego ni variarlo; sus emociones le bastaban tal como eran, siempre superficiales, puras vanidad y suficiencia» (40). Esta historia sobre las conquistas de Bob se configura como el motor de la novela. La toma de conciencia de forma colectiva por parte de las mujeres de su papel, objetos en los divertimentos de este don Juan arrabalero, será el detonante para el desenlace de la historia, en el que ellas aparecerán como unas Bacantes dispuestas a hacer justicia y él como un pelele cobarde sin margen para su defensa. No obstante, los deseos de este grupo de furias, basados en la moral imperante del barrio de aquella época en relación al amor -la necesidad de amar a un único hombre que las devuelva del trabajo en la calle a casa y las declare el objeto exclusivo de su pasión-, instaurará de nuevo el orden establecido tras el conflicto, aplacando tanto a ellas como al casanova.
Las muchachas de Sanfrediano es una nóvela ágil, agradable y entretenida en su lectura. No presenta aspiraciones didácticas, ni articula denuncias más allá de las propiamente expresadas por la descripción del contexto. Aún así, es un texto que expone algunas ideas y dinámicas, presentes en el transcurso de la acción en un tiempo y espacio concretos, de las que se desprenden posibles interpretaciones que tendrán un mayor desarrollo en la preocupación literaria años más tarde.

martes, marzo 25, 2014

Ritmo de lucha, Eva Alarte Garví

Poeta de Cabra, Madrid, 2013. 77 pp. 10 €

Fernando Sánchez Calvo

Vengo de leer un soplo a la cara. Vengo de leer un poemario que no me va a sacar a la calle (eso ya lo decidiré yo, si acaso) pero que sí me va a servir para ajustar cuentas conmigo mismo, con los demás y con estos tiempos. También me va a servir para mirarme en el espejo y calibrar si mi conciencia individual y social van de la mano o una de las dos sigue con la lengua fuera a la otra. De la misma manera le ha servido a la española Eva Alarte Garví, afincada desde hace ya un tiempo en la vecina Italia como profesora del Instituto Cervantes, quien publica su primer poemario en una edición cuidadísima de doscientos ejemplares en la colección Bolsillo Poesía de la editorial arriba citada.
Con tres partes, “extraseco y sin prólogo” para que el lector extraiga sus propias conclusiones, nos adentramos en una Introducción de controversias donde, recuperando a los grandes maestros de la poesía social de los 50 y posteriores (por supuesto Gabriel Celaya, por supuesto el segundo Blas de Otero) se otorga un poder casi demiúrgico a la palabra como guerrera de este presente hostil y despiadado en el que, por no molestar a los grises ciudadanos, parece dar vergüenza hablar de crisis, paro, corrupción política, corrupción de la propia palabra. Palabra que por otra parte molesta, pero palabra.
La segunda parte, "Ritmo de lucha", proyecta, con poemas que discurren tanto por el verso libre como por las estrofas más sencillas, el conflicto de todo poeta que despega la palabra de sus galerías y la tira a la calle: cómo convencer al otro de la legitimidad de la lucha, hasta qué punto me puedo enfadar con el mundo, qué me puedo exigir a mí mismo. En ese sentido Eva Alarte se acerca al Realismo crítico de los 60 con poemas como “Déjame en guerra”, “Subsidio otoñal” (un título que lo podría haber firmado Ángel González) o “He venido a ladrar”, toque de conciencia a los revolucionarios de boquilla y en mi opinión, piedra angular del poemario. Cito los versos:

He venido a gemir por tu otra lucha
la intestinal
la cínica
la obscena profusión del gris oscuro

Y aun así, a pesar las cuentas que se rinden, ni siquiera esta parte maldice con encono. Al contrario, los reproches se despojan del odio al ser dichos desde una voz que está en paz con todo lo que dijo y, por lo tanto, hizo. No hay rabia. Hay pena. No hay espíritu de revancha, sí de nostalgia por todos aquellos que pudieron sumarse a la lucha y no lo hicieron.
Esto nos lleva a la última parte, "Alma en guerra", con poemarios de corte neopopular como “Días” o “El alma, por si acaso” y de un coherente espíritu optimista donde hasta llorar por los fracasos se hace de manera sencilla, dolorosamente sincera, para que en cualquier caso la lluvia, siempre a la vuelta de la esquina, limpie nuestras caras, abra nuestros ojos, siempre expectantes por un futuro mejor que de una vez por todas aprenda de lo que se hizo mal en el presente. De momento, permanecemos todos como Eva Alarte Garví y las palabras que cierran su poemario: en “Lista de espera”.

lunes, marzo 24, 2014

Oh, America, Marcella Olschki

Trad. Francisco de Julio Carrobles. Periférica, Cáceres, 2013. 186 pp. 16,75 €

Care Santos

La anécdota de la que parte este libro autobiográfico puede parecer una más de las típicas historias de búsqueda de oportunidades en Estados Unidos. Nos encontramos en 1946, Europa está arrasada después de la Segunda Guerra Mundial, de Nápoles parte un barco americano cargado con esposas de guerra: chicas italianas que contrajeron matrimonio durante el conflicto bélico con oficiales del ejército de Estados Unidos. Ahora van a reunirse con sus maridos a la tierra prometida. Conmueve este primer relato de desvalimiento e ilusión, a bordo del desvencijado carguero Vulcania. Conmueve la primera impresión de la ciudad de los rascacielos, que es también la ciudad de la opulencia. Las opiniones de la autora acerca de las tiendas atiborradas de comida, ropa y lujos impensables en la Europa de aquel tiempo, dice mucho acerca de la gran distancia que existía entre ambos continentes por aquel entonces, pero también de cómo todos, sin excepción, hemos acabado pareciéndonos a los estadonidenses, importando un modo de vivir y de entender el mundo. En ese sentido, es revelador lo que la autora cuenta acerca de su primera Navidad en Nueva York. Está aterrada por la fiebre del consumismo salvaje que tiene que presenciar. Le asustan las multitudes en los grandes almacenes, se pregunta qué sentido tiene la Navidad reducida a una espiral de gastos, regalos y prisas. Incluso llega a añorar las navidades de la guerra, que define como auténticas a pesar de las grandes necesidades y privaciones sufridas. En cierto modo, en todo tiempo nos recuerda que puede haberse confundido con ese nuevo mundo al que llegó, pero su personalidad no se ha desintegrado en él. Hay algo que no termina de encajar, pese a todo.
La historia de Marcella Olschki, sin embargo, nos sorprende nada más comenzar. Sólo llegar a Nueva York y reencontrarse con su flamante marido, a quien dice querer y añorar, descubre que él no la quiere. Algo ha ocurrido en la vida de aquel soldado con quien se casó -la autora le echa la culpa a cierto tratamiento psicológico freudiano, a saber-, el caso es que dista de ser el marido que deseaba encontrar. Comienza aquí un via crucis para Olschki, quien deberá primero asumir la humillación y la derrota y más tarde comenzar a plantearse su futuro en una ciudad donde aparentemente ya no tiene nada que hacer. Pasa unos meses de absoluto calvario, hasta que decide disfrutar de las muchas oportunidades que ese nuevo mundo puede ofrecerle. Se codea con la clase más adinerada, comparte pisos con personas de lo más excéntrico, se da a conocer en la prensa americana, escribe, ejerce de intérprete, intenta una aventura empresarial en el mundo de la moda. La tierra de promisión parece serlo para ella en aquel tiempo, y enseguida queda claro que con ganas de trabajar es fácil prosperar en América. La autora lo vive con entusiasmo: escribe a casa -poco a poco les contará su realidad sentimental, en la que en ningún momento ahonda mucho-, hace amigos y tiene planes. Hasta que decide divorciarse, viajar, conocer diferentes capitales y al fin regresar a casa.
El libro, aunque no se estructura así, se divide en los meses de la desesperación y los meses de la alegría. Durante los segundos, la narradora se limita a dejar constancia de su fascinación hacia su país de acogida, una fascinación alegre que la lleva a conocer, viajar, curiosear, investigar en la forma de vivir de la gente y maravillarse ante todo. Incluso ante lo que no entiende o desaprueba, como el racismo, tan en auge en los últimos cuarenta, o el conservadurismo febril. Al fin, se impondrá la nostalgia, la necesidad de la familia, el regreso. Y en el último párrafo del libro, Italia abre los brazos a la hija pródiga, tan curtida de experiencia.


viernes, marzo 21, 2014

Máscara, Stanislaw Lem

Trad. Joanna Orzechowska. Impedimenta, Madrid, 2013. 424 pp. 22,95 €

Jaime Valero

Los trece relatos compilados en este volumen de Impedimenta ven la luz por primera vez en castellano (con la excepción de "Máscara", que ya contó con una traducción en el quinto número de la revista Minotauro, allá por 1984) y abarcan buena parte de la trayectoria literaria de Stanislaw Lem (Leópolis, 1921). Presentados en orden cronológico, estos textos nos muestran la evolución del autor entre las décadas de los 50 y los 90, y nos enseñan cuáles fueron los temas que predominaron en su narrativa y que lo intrigaron e interesaron durante toda su vida. Algunos de ellos son comunes a muchos otros narradores de ciencia-ficción; es el caso del contacto con formas de vida extraterrestres, y más concretamente, la descripción de entes biológicos que escapan a nuestra comprensión. Pero al contrario de lo que suele ocurrir en la ciencia-ficción más convencional, donde los alienígenas adoptan formas humanoides y llegan a comunicarse con nosotros, lo que a Lem le interesa mostrar es el profundo desconcierto y la aterradora inquietud que provocaría en nosotros un hipotético encuentro con esta clase de seres. Así lo vemos en los dos relatos que abren esta antología, “La rata en el laberinto” e “Invasión”, y de un modo más ácido y humorístico en “La invasión de Aldebarán”. En esa línea de temas habituales del género encontramos el de la soledad de los viajes espaciales, expresada de forma brillante en el relato titulado “El martillo”. Otra cuestión recurrente, y que a Lem interesa particularmente, es el de la inteligencia artificial y los avances tecnológicos, tema que protagoniza las reflexiones plasmadas en “La fórmula de Lymphater” y “El amigo”, cuya atmósfera resulta sobrecogedora en algunos pasajes. Sorprende que el paso de los años y la vertiginosa evolución tecnológica no hayan dejado desfasados estos escritos, aunque no pueda decirse lo mismo de “Ciento treinta y siete segundos”. Por último, la existencia de Dios, el germen de la vida y el misterio mismo de la existencia se dan la mano en “Moho y oscuridad” y “El diario”, el más complejo de todos los relatos aquí compilados. Tal vez este volumen no sea la mejor forma de acercarse al entramado filosófico y existencial que caracteriza la literatura de Lem, por el desconcierto que estos relatos pueden provocar al lector por la cantidad de temas tratados y porque, antes que respuestas, lo que dejan en nuestra mente son nuevos enigmas. Sin embargo, aquellos que ya se hayan embarcado en los viajes propuestos por Solaris o Retorno de las estrellas, encontrarán aquí un incentivo para seguir adentrándose en los misterios vitales y científicos planteados por Lem.

jueves, marzo 20, 2014

Todo lo que una tarde murió con las bicicletas, Llucia Ramis

Prol. José Carlos Llop. Libros del Asteroide, Barcelona, 2013. 216 pp. 18,95 €

Julia T. López

«La nostalgia es ese mal extraño que nos hace dolorosamente felices, una especie de alegría triste por las cosas que no podrán arrebatarnos porque ya las poseíamos y, aunque han dejado de existir, siguen ahí, inmutables». Esta frase de la novela Todo lo que una tarde murió con las bicicletas, de Llucia Ramis, sintetiza el espíritu que impregna las páginas del mapa genealógico al que el lector se asoma de la mano de la narradora. Ella, una mujer de treinta y cinco años, sin trabajo y sin pareja, regresa a la casa familiar para reflexionar y empezar de nuevo, con la esperanza de que su vida se encarrile y su carrera le permita independizarse otra vez. Durante ese lapso estival, que transcurre entre la mansión veraniega de Arnao y su casa de Mallorca, la protagonista va recordando, en breves secuencias, episodios de su infancia y adolescencia, de la vida de sus padres y de sus abuelos; los paternos, originarios de Mallorca, y los maternos, de procedencia belga, que poseían una empresa minera en Asturias.
Con un lenguaje sencillo y tejido como un visillo a través del cual se vislumbran retazos del pasado, los capítulos se suceden igual que las fotografías colocadas en un álbum, organizadas por títulos evocadores de aquello que retratan. Y el ojo de la cámara lleva el filtro subjetivo de la voz narrativa, personal, que disecciona, a veces con afilado bisturí, la historia de una familia burguesa cuya fortuna ha ido transformándose con los tiempos, a lo largo de cuatro generaciones.
El hermoso título elegido hace referencia a un verso de Pere Gimferrer y evoca, justamente, el término de una etapa: por un lado, la del fin de la infancia y la juventud; por otro, la de la prosperidad de una familia que seguía las directrices sociales del capitalismo burgués que, curiosamente, vuelve a enseñar los dientes al más puro estilo decimonónico con la crisis de 2008.
La autora nos presenta un retrato lúcido, sintético y emotivo, de la clase media europea sometida a los vaivenes del siglo XX, desde la monarquía de Alfonso XIII hasta el fin del franquismo y la democracia neoliberal, cuyo crack financiero hace encallar a la protagonista y con ella a toda la generación nacida en los setenta. Su educación, basada en la creencia de que una buena formación y el trabajo bien hecho eran el medio para vivir con holgura e independencia, en una sociedad del bienestar más justa y moderna, se ve cuestionada por las nuevas premisas de lucha por la supervivencia en un entorno sin reglas, sin recompensas claras al esfuerzo, sin respeto por la justicia social o económica. La novela nos habla de la crisis de valores que el siglo XXI ha planteado con sus objetivos de flexibilidad laboral, competitividad, adaptación a un entorno globalizado, cambiante y, en general, marcado por la inestabilidad familiar y profesional, que se ha convertido en signo de los tiempos.
La narradora describe con agudo realismo e ironía, su vuelta a la casilla de salida, dentro de ese ciclo histórico que se repite y que ensalza o deja caer a familias y a personas en su imparable avance. Desde ese punto de partida en el que se encuentra de nuevo, con la sensación de haber sido estafada por su propia educación, la protagonista repasa, con nostalgia, lo que el tiempo ha ido construyendo y destruyendo a su paso, a lo largo de los años; aquello a lo que se refiere el título y que no va a volver: los descubrimientos infantiles, las conversaciones de los adultos, las primeras experiencias de amor, celos, miedo o extrañeza. Las canciones, películas, juegos y programas de televisión que fueron afianzando ese aprendizaje generacional entre los ochenta y los noventa, que parece haberse quedado obsoleto en el nuevo orden del futuro, del siglo XXI, que no se vislumbraba siquiera aún a finales del siglo XX. Porque el tiempo y sus momentos congelados en las imágenes narrativas de este álbum, se presenta como un ser móvil, retráctil, juguetón y cruel, que se divierte desconcertando al ser humano, manipulándolo como si fuera una ficha de parchís en su tablero, a la que pudiera perseguir, burlar o comerse para devolver a la primera casilla. El tiempo es el que trastoca el orden de las cosas, el que las deteriora, el que permite, en su transcurrir, que las mentalidades cambien, que maduren, que las personas se enamoren, tengan hijos, se separen, funden empresas, se enriquezcan, lo pierdan todo, cometan los mismos errores de antaño, envejezcan o mueran. El tiempo es quien siempre nos deja con la miel en los labios, el que nos permite, en el futuro, añorar el pasado y caer en la cuenta de que nunca seremos los mismos y de que lo de ahora es consecuencia inaudita de lo de ayer.
Llucia Ramis va pasando las páginas de su emocionante álbum, escrito con un lenguaje impecable y delicado, mientras contagia al lector del sentido nostálgico de la vida, de la sensación de que el presente es incomprensible, inconcluso e insatisfactorio porque se ha llevado la realidad del pasado y a sus seres queridos como eran entonces, se ha llevado aquello que ya no existe pero que parecía ser lo único a lo que aferrarse para comprender el mundo.
El paso del tiempo como trampa y engaño, como ladrón de lo que somos, de todo lo que una tarde murió con las bicicletas, es el tema central de esta estupenda narración que es más un homenaje a la memoria que a la trama, y que hará disfrutar a todo aquel que se atreva a abrir sus páginas y observar sus fotografías perfectamente colocadas y anotadas. Será, además, una lectura catártica y agridulce para aquellos que, como la protagonista, pertenezcan a esa generación “sobradamente preparada” y, ahora, bastante desorientada, que pasó su infancia viendo Un, dos, tres… responda otra vez los viernes por la noche, Barrio Sésamo todas las tardes, y La bola de cristal, los sábados por la mañana. Que se enamoró con Dirty Dancing y que pudo acudir al estreno de Rebeldes en los cines del país. Para ellos, esta novela será también un paseo nostálgico por sus propios recuerdos.

miércoles, marzo 19, 2014

Ciudad del Sol, David Levien

Trad. Óscar Palmer Yáñez. Mondadori, Barcelona. 2013. 352 pp. 20,90 €

Julián Díez

Llegué a Ciudad del Sol por el típico runrún que se ve correr a veces entre los lectores especializados de un determinado género: antes de Navidades, ésta era la novela negra de la que se empezaba a hablar en foros y librerías. Me puse a la tarea y la terminé casi al momento; es esa clase de libro absorbente de los que hay media docena al año en este género, es un trabajo profesional y delicado de los que dejan un recuerdo intenso.
Lo difícil es analizar cuáles son los elementos que le diferencian de otros thrillers. Porque con el mismo argumento, con las mismas herramientas, los artesanos habituales habrían conseguido bastante menos que Levien. Ahí reside la magia de la literatura: aunque algunos forofos del policiaco se hayan hartado durante años a decir que lo valioso es la naturaleza del misterio presentado, aunque ocurra lo mismo en la literatura fantástica con respecto a la necesidad de novedades, al final lo que marca casi siempre la diferencia es el talento. La suma de buenas prácticas que diferencian la buena literatura de la narrativa convencional.
En Ciudad del Sol, el elemento que salta inmediatamente a la vista como distintivo es el dibujo de personajes. Estamos una vez más, como ya es casi inevitable en el género en la actualidad, ante una novela con detective que protagonizará una serie. Sin embargo, el Frank Behr de Levien tiene algunas características muy singulares. La principal es que se trata de un hombre herido. Seriamente. No parece haber camino alguno para que alcance la redención, especialmente ante sus propios ojos. Tal vez sí para que sea capaz de convivir consigo mismo, pero nunca para abandonar la melancolía. El viejo tópico del investigador que sigue adelante simplemente porque no es capaz de hacer otra cosa, porque es la única forma en la que puede olvidarse de su propio dolor, sigue funcionando eficazmente en el retrato de Behr, grande, honesto, duro, roto.
El detective reside en Indianápolis,una ciudad estadounidense corriente que también enriquece el conjunto de la novela. La de esa ciudad es retratada como una corrupción de baja estofa, triste, corriente, clavada como una sanguijuela que devora sin cesar el sueño americano, pero sólo lo justo para que los bienintencionados sigan creyendo en él.
Un niño que reparte periódicos por uno de esos suburbios de garaje y jardín sin vallas desaparece una mañana. El retrato de sus padres, en particular del marido necesitado de una respuesta y de una reivindicación de su papel protector para la familia, es el otro pilar sobre el que se apoya la novela. La relación entre ambos, su forma de transpirar dolor, respira una autenticidad pocas veces vista en el género en los últimos tiempos.
Esa sensación global de veracidad, de crudeza sin alharacas, falta de la truculencia de estética tarantiniana que ha terminado por inundar a buena parte del policiaco de los últimos años, acaba por pegarse a la piel del lector e impulsar el paso compulsivo de las páginas. He leído en algunos lugares que el desenlace no está a la altura, que precisamente le falta ese realismo que ha sido el mejor aliado de Levien hasta llegar a ese punto. Es posible, pero a veces se agradece un guiño, un alivio, un atisbo de compasión.

martes, marzo 18, 2014

Todos los crímenes se cometen por amor, Luisgé Martín

Madrid, Salto de Página, 2013. 160 pp. 14,90 €

Pedro M. Domene

Un libro como Todos los crímenes se comenten por amor (2013), de Luisgé Martín (Madrid, 1962), rezuma una irónica y ácida visión de la constatación de muchas de esas realidades antes nunca sopesadas, y además está escrito con un finísimo humor que corroe las paredes de las ensoñaciones más extrañas que uno nunca pueda imaginar: el doblez de una personalidad, las falsas monedas, esos amores imposibles, el inevitable paso del tiempo, los sueños, las ambiciones y nuestras codicias, el sinsentido de una vana existencia, actitudes que se sustentan por una literatura que, de la mano de Martín, resulta a todos los efectos más creíble que la realidad misma. Todas sus historias terminan mal, y en estas fábulas, si es que lo son y así se entienden, no hay moraleja sostenible porque la imaginación del autor desborda todas las fronteras posibles, y las experiencias contadas, y los giros narrativos, que se presuponen, desconciertan a un lector que, aunque advierte cómo será el final, sonríe o, mejor aun, se asombra.
Diez historias que encierran otras tantas tramas que se mueven entre la bruma de un romance furtivo y amenazador como ocurre en el primero de los relatos, con la sombra del asesinato de John F. Kennedy de fondo y que, además, proporciona el título al conjunto, “Todos los crímenes se comenten por amor”, y deviene en una auténtica trama policial del mejor aire hichcockiano. En realidad, a partir del segundo, una variada temática queda esbozada en estos relatos, aunque el azar, y nunca otra cosa, sustenta o modifica la vida de todos y cada uno de los protagonistas que, con la magia del narrador, quedan de alguna manera, intertextualizados, provocando que en estos relatos ese concepto que se denomina “metaliteratura” convenga para dar forma a la unidad de los mismos, porque todos sus protagonistas, con nombres propios, descubren fortuitamente que una acción, por muy insignificante, marcará sus vidas y provocará un giro total en las mismas; y así, un escritor descubre en “El otro” que existe alguien más que lleva su nombre, y lo hará a través de la carta de una admiradora; Albert Ludovic huye en “El regreso a Roma” de su suerte y de una muerte segura, y finalmente la encuentra de la manera más extraña; el protagonista de “Limardo de Toscana”, un filólogo italiano que llegó a convertirse en un enfermo literario; Leandro Mqueda, nacido en un pequeño pueblo de Ávila, el mismo día en que terminó la Guerra Civil descubre, con horror, su homosexualidad; la justicia o la astucia de un reya en “Del ingenio de los caudillos y de su guardarropía”; o la fantástica vida de Doris Velasco, protegida de Faustino Valero, quien se enamoró perdidamente cuando era joven, y volverá a verla muchos años después; o no menos espectacular el relato que se desarrolla en el condado de Griffin, en las vísperas del año mil novecientos, donde las mujeres sufren un extraño fenómeno que las visita y desnuda en sus propias casas, como ocurre en “El libertino invisible”; y la actualidad se viste de largo en “Los dientes del azar” crónica de un atentado, y se evoca el juego literario esbozado por Cortázar en uno de sus cuentos para constatar la magnitud de los hechos ocurridos.
La condición humana en todos sus aspectos, la búsqueda de una identidad y las mutaciones que esta pueda presentar, las filigranas o suertes de un destino final o fatal, el amor, tan tortuoso y sometido al capricho y los vaivenes de una oscura y extraña sexualidad que deviene en vicio, aunque sobre sus textos, Luisgé Martín, despliega esa mirada que compensa con un finísimo humor para subrayar que, pese a todo, queda algo de esperanza para la condición humana, y añadir que, estos temas, forman parte del mundo narrativo del escritor madrileño, y que estas piezas lo convierten en un maestro del género breve.

lunes, marzo 17, 2014

Obligación, Francisco José Martínez Morán

Polibea, Madrid, 2013. 87 pp. 10 €

Ariadna G. García

En el año 2010 comenzó la andadura de la colección de poesía Los Conjurados —hoy denominada Leviator—, editada por Polibea y dirigida por Juan José Martín Ramos. En estos cuatro años, con la crisis de fondo, ha publicado 40 títulos, lo que supone toda una proeza para un sello pequeño. El secreto de su resistencia al temporal económico que padece el país es la cuidadosa edición de sus libros, así como la calidad de los poetas publicados. Es el caso de Francisco José Martínez Morán, cuyo último poemario —Obligación— salió a la luz hace apenas diez meses.
«Estamos obligados a nadar,/ a enarbolar braceos que no alcanzan/ nunca ninguna orilla: la exigencia/ del chapoteo inane». Estos versos concentran, como un zumo, el sentido de la vida que defiende, a su pesar, el poeta madrileño Francisco José Martínez Morán. La inutilidad de la existencia, siempre amenazada por la corrosión y la muerte, aparece simbolizada por ciudades (Lisboa, Praga), personajes históricos (Ajmátova) e imágenes de estirpe barroca (despojos, ceniza, maderos astillados, jirones, grietas, humo…). Este pesimismo entronca con la visión negativa del mundo que se tenía en la Edad Media y que tiñó el siglo XVII. No obstante, si el contenido del poemario hunde sus raíces en la tradición poética pre-contemporánea, el estilo de la obra —claro, sencillo y poco ornamental— sí es propio de la época en que estamos. Dos son los asuntos eternos que aborda Martínez Morán en la primera y tercera parte de su libro: el paso del tiempo y la muerte. En ocasiones, dialoga con textos conocidos de autores barrocos. Así, por ejemplo, unas veces canta el desvanecimiento de la realidad («Aquí no queda más que la ceniza/ de lo deshabitado») como hiciera Rodrigo Caro en su Canción a las ruinas de Itálica («…de todo apenas quedan las señales./ Del gimnasio y las termas regaladas/ leves vuelan cenizas»); o se fija en el deterioro de una casa, cuyos cimientos y dinteles «son astillas enterradas/ bajo la mala hierba» o mira alrededor «y ya no queda/ lugar donde los ojos no se enfrenten, sin quererlo, a la espuma del naufragio», donde el modelo, ahora, es el soneto inmortal de Francisco de Quevedo Miré los muros de la patria mía («Entré en mi casa; vi que, amancillada,/ de anciana habitación era despojos…y no hallé cosa en que poner los ojos/ que no fuese recuerdo de la muerte»). En otras ocasiones, sin embargo, Martínez Morán parte de la tradición lírica para modificar el enfoque. Pongamos un ejemplo. Estamos habituados a leer el motivo latino del Collige, virgo, rosas desde la perspectiva humana, Garcilaso de la Vega recurre a él en el soneto XXIII de su Cancionero para invitar a una muchacha a gozar de su juvenil belleza antes de la llegada de la vejez («…coged de vuestra alegre primavera/ el dulce fruto, antes que el tiempo airado/ cubra de nieve la hermosa cumbre. Marchitará la rosa el viento helado…»). Pues bien, Martínez Morán subvierte la mirada renacentista, y asume la perspectiva de la flor, que vive con angustia nuestro envejecimiento: «La rosa sueña un hombre:/ con una desazón que le es ajena/ mide las erosiones de su piel… Sueña que la existencia se reduce/ a sangre y pulso y polvo» (guiño también a Góngora).
La segunda parte del libro se refiere al Amor, único antídoto contra el desengaño, el pesimismo y la angustia que despierta la muerte. Los poemas se insertan en la lírica cancioneril y tratan temas trovadorescos como el desdén de la persona amada, la locura amorosa, la conquista sentimental, el vasallaje, la belleza como un hito que conduce a la perfección o el dolor que produce el rechazo absoluto de la corte amorosa del poeta. Las imágenes a las que recurre Martínez Morán son las propias de los poetas petrarquistas y provenzales. Así, encontramos un campo semántico militar (la amada se atrinchera «tras murallas y puertas de granito», la pasión es una «espada/ hundida entre las vértebras», el Amor «no es otra cosa que castillo/ de asedio interminable») así como un campo semántico ígneo (la amada se asemeja a un «río de fuego», el poeta se conforma «con ser un peregrino/ que ha vislumbrado el fuego de su ley», y el amor perfecciona: «Estaba en la penumbra/ y tú me has hecho luz»).
En suma, Obligación es un buen libro de poemas que nos hace presentes los motivos y temas áureos y medievales. Será porque vivimos en época de crisis, porque se están pervirtiendo los valores, porque España ha vuelto a descubrir que sus pies son de barro, porque los males del siglo XVII son los mismos del siglo XXI (la corrupción, el dinero, la censura, la ambición homicida, la pésima gestión de los recursos…), o quizás porque la decepción se ha instalado de nuevo en nuestras vidas, o porque —como siempre— el amor es la única cosa que nos salva.
Obligación recoge con acierto y maestría el espíritu barroco. Hay otros poetas que canalizan su legado irónico, desmitificador. Es el caso de Álvaro Tato, uno de los responsables de los textos de la compañía de teatro Ron Lalá, que con tanto éxito estrenó el año pasado Siglo de Oro, siglo de ahora, y hace apenas unos meses En un lugar del Quijote.
Estas obras son un signo inequívoco de que en 400 años, para algunos asuntos, los españoles no hemos avanzado nada. Y las tres nos obligan a reconsiderarnos y a decidir qué hacemos de nosotros.

viernes, marzo 14, 2014

La banda de la casa de la bomba, Tom Wolfe

Trad. J.M. Álvarez Flórez y Ángela Pérez. Anagrama, Barcelona, 2013. 276 pp. 17,90 €

Julián Díez

Como profesional del ramo, mis sentimientos hacia el Nuevo Periodismo americano son ambivalentes. Básicamente, la parte negativa es la envidia que me produce que se pudiera trabajar así. Tom Wolfe, Jimmy Breslin (¿para cuándo su recuperación ante el público español?) o Gay Talese se tiraban semanas, meses conociendo a gente para escribir textos que hoy en España son escritos después de encuentros de minutos, horas como mucho.
Este libro es, por tanto, un doble testimonio. El fundamental es, por supuesto, de una época: los años sesenta, cuando había gente capaz de irse a Hawaii en un avión literalmente sin un dólar en el bolsillo sólo para poder surfear, las tribus urbanas eran auténticas y no fruto de un laboratorio de cool hunters, y Marshall McLuhan nos anunciaba que la tecnología de la información, huy, iba a cambiarlo todo. Cuando todavía se podía ser original sin tener que hacerse el raro. Pero para mí no es menos relevante el testimonio profesional, el de la era del periodista curioso y con hambre de material distinto al que pagaban no por ajustarse a los parámetros requeridos por los anunciantes o los convencionalismos supuestamente no ofensivos para los lectores, sino por ser diferente. Y por escribir bien. Porque el texto importaba.
Fin de la parte de lamentos; cualquier lector suficientemente espabilado sabrá comparar entre lo presente en este volumen, o los otros de artículos de Wolfe, y lo que se encuentra en las revistas españolas actuales, esas de fotos enormes y textitos de la medida adecuada para su consumo íntegro en una visita al retrete; o lo que se ve en las webs de supuestos reportajes supuestamente modernos tan en boga, que incluso se permiten dar lecciones periodísticas con un cinismo digno de perplejidad, pese a no pagar a sus colaboradores y alimentarse en realidad de refritos de material extranjero o reflexiones de salón. Pasemos al libro en sí, que como casi todo Wolfe, es en casi todo magnífico y en una pequeña parte grimoso.
La elección de personajes y el retrato que se hace de la sociedad por parte del periodista es absolutamente impecable. La teoría que sustenta el armazón del libro sólo puede calificarse como profética: la creación de estatusferas en las que el individuo que sea puede adquirir relevancia es algo que se ha multiplicado con el paso de los años. Los personajes que recorren los distintos reportajes, sean pijos londinenses, estrellas de Hollywood o Hugh Hefner en batín de seda, son todos de una verosimilitud, de una carnalidad impecable. No hay foto, no hay documento gráfico que pueda transmitir con la misma intensidad la sensación de “haber estado allí” que un reportaje de Wolfe.
La presentación de sus diferentes peripecias personales se lleva a cabo casi invariablemente con una técnica muy propia del Nuevo Periodismo: la del narrador omniscente, de origen literario. A Wolfe, como es muy hábil, le funciona casi siempre; sin embargo, tengo reservas acerca de su uso en términos de oficio. Wolfe siempre escribe una vez ha llegado a sus propias conclusiones acerca de los hechos, escenarios y personas, y los presenta como incuestionables, como naturales e inevitables. No hay mucho margen para que el lector haga sus propias interpretaciones, puesto que en el enfoque de Wolfe siempre va implícito cuál es el correcto y se nos deja caer como un martillo pilón. En resumidas cuentas, el periodista no es un testigo, sino un historiador que ya toma sus propias conclusiones y además se pone a redactar a partir de ellas.
Con todo, donde al maestro se le ven más las costuras es en el territorio mismo del lenguaje. En este arranque de su carrera, Wolfe era una voz absolutamente pop, y su sintaxis y léxico warholiano son, sin duda, más que adecuados para su contenido... Pero resultan hoy algo cansinos cuando se leen de forma consecutiva. Cada reportaje, en su publicación original, debía brillar de manera fulgurante, pero un volumen entero tan colmado de exclamaciones y onomatopeyas, contado con ese aire pagado de sí mismo, resulta una lectura fatigosa de manera consecutiva. Sigan mi consejo y dosifiquen el placer de La banda de la casa de la bomba; si lo hacen así, con seguridad buscarán los otros volúmenes de piezas breves de su autor, que Anagrama está reeditando con todo merecimiento.

jueves, marzo 13, 2014

El consejero, Cormac McCarthy

Trad. Luis Murillo Fort. Mondadori, Barcelona, 2013. 144 pp. 15,90 €

Pedro Pujante

Sería absurdo afirmar a estas alturas que McCarthy es uno de los novelistas más prominentes de la actualidad. Norteamericano pero de un espíritu universal que ha sabido esbozar en sus obras relatos humanos, hondos y desgarradores, con resonancias de las tragedias clásicas y de una fuerza cautivadora. Exponente de la "pesadilla americana" y autor de culto. A lo largo de su trayectoria sus obras no han carecido de interés y su prosa ha sido y es de un lirismo inimitable, concisa y demoledora.
Prueba de su innegable valor y de su encanto se puede apreciar en las variadas apropiaciones que el cine ha hecho de sus novelas: La carretera, quizá la más sobresaliente y que le valió el Pulitzer, pero también No es país para viejos o Todos los hermosos caballos.
En este sentido, en el que confluyen las tintas y el celuloide, el cine y la literatura, apunta su última creación publicada por Mondadori, el guión del filme El consejero (2013), que ha rodado Ridley Scott con un reparto de lujo: Penélope Cruz (quien también apareció en Todos los hermosos caballos), Brad Pitt o Javier Bardem (asesino carismático de No es país para viejos).
El argumento que desarrolla El consejero se centra en la arriesgada peripecia de un abogado que decide tomar partido en una peligrosa operación de tráfico de drogas, en un mundo atroz en el que la violencia y la maldad, elementos principales en la obra mccarthiana, están más que presentes. Sin embargo, las decisiones que se toman siempre tienen consecuencias, y en esta ‘aleccionadora’ historia en la que una moral diluida consigue sobrevolar la obra, seremos testigos de ello.
El delirante mundo que se configura en la frontera EEUU-México, con los peligrosos cárteres actuando, los asesinatos indiscriminados como telón de fondo y la corrupción imperando será el escenario en el que El consejero tendrá lugar. Una geografía que en nada se diferencia de un infierno kistch y posmoderno. Poblado por personajes sin escrúpulos dispuestos a todo, al margen de la ley, que se deslizan como bestias hambrientas, como sombras a la caída del ocaso en un mundo al límite de todo y de todos.
Es, no lo olvidemos, un guión cinematográfico, lo que hace que su lectura requiera cierta concentración por parte del lector. Si bien en sus novelas nos regala con su poética lumínica y profusa, adusta pero certera un gran número de imágenes de exótica belleza y exorbitado impacto sensorial, en esta pieza nos habremos de conformar con breves acotaciones, que sirven de explicación somera más que de recreación literaria, para llevar a la pantalla el artefacto literario. Además de los diálogos, parte principal y central de El consejero.
En este sentido, es bien cierto que la obra se distancia en profundidad y calidad del resto de las novelas anteriores. Aunque se aprecie el espíritu de McCarthy nada tiene El consejero que ver con La carretera o Meridiano de sangre, por citar dos de sus mejores novelas.
Es evidente que un guión está al servicio de una obra cinematográfica y que para valorarlo en su totalidad habría que acudir a la cinta a la cual está destinado. No es esta nuestra labor aquí.
Nos limitaremos a señalar, para acabar, que como pieza literaria deja bastante que desear aunque sea interesante para apreciar la faceta menos novelesca y la vena más comercial de este gran autor americano.

miércoles, marzo 12, 2014

Haré todo lo que tú quieras, Iolanda Batallé

Trad. Olga García Arrabal. Martínez Roca, Madríd, 2013. 224 pp. 18,98 €

Ángeles Escudero

Dice en la solapa de esta novela que Iolanda Batallé, escritora y editora, ha vivido en Inglaterra, Argentina, Marruecos, Sudáfrica, Estados Unidos y el Baix Empordà. No creo que sea aleatorio ni fortuito que señale este último lugar, respetando, además, la lengua que le es propia. Más bien estoy tentada a afirmar, sin saberlo a ciencia cierta, que este gesto, por sí solo, define como un rasgo de su personalidad la fidelidad a lo propio. Licenciada en Filología Inglesa, periodista y máster en dirección de empresas, ha colaborado en medios como El Observador, El Periódico, Avui, Diari de Girona, RACI y COM Radio, entre otros. La fluidez de su narración tendrá algo que ver con su faceta periodística, seguro. Actualmente reside en Barcelona, donde trabaja como directora de la editorial La Galera y como profesora de la Escuela de Escritura del Ateneo Barcelonés, del Laboratorio de Letras y del máster de Edición de la Universidad Pompeu Fabra. Es autora de La memoria de las hormigas, y El límite exacto de nuestros cuerpos. Con Haré todo lo que tú quieras obtuvo el XLV Premio Prudenci Bertrana en 2013.
¿Un libro es de quién lo escribe o de quién lo lee? Para mí, desde que cae en tus manos se convierte en algo propio, en algo que interpretas y vives a tu manera. Es un riesgo que asumen todos los que escriben. “El lector siempre tiene razón”, yo no sé si esta sentencia (no exenta de polémica) de Marta Sanz, es cierta o no, pero yo, como lectora, sólo puedo reseñar la novela que yo he leído.
Lo que no es Haré todo lo que tú quieras. Por aquí quiero empezar. Si busco en noticias breves que resuman el contenido de la novela publicada, si leo notas de prensa o incluso blogs, siempre encuentro lo mismo… «Nora, una pintora de reconocido prestigio, vive la confortable existencia de la clase alta barcelonesa junto a su marido Roberto, abogado de profesión y con bufete propio. En un viaje, Nora conoce a Nacho con quién iniciará una tórrida relación. A través de él, o por él, Nora acaba compaginando su vida burguesa con otra faceta que nunca pensó que llegaría a desarrollar». Es injusto para la novela y para la autora, resumir en esta escueta síntesis lo que es esta historia. Por eso me atrevo a decir que decepcionará a las personas que integren la siguiente lista:
Quien espere sólo una novela erótica.
Quien espere sólo una novela romántica.
Quien incluso espere sólo un cóctel genial de ambos ingredientes.
Haré lo que tú quieras es todo esto pero, sobre todo, es un viaje interior. No es algo evidente, está como agazapado, escondido en la inmediatez de la historia y en la sensualidad de la novela. Pero el erotismo en esta novela es una máscara, o una excusa. La finalidad es esa búsqueda, ese viaje interior que realiza la protagonista, quizás sin querer, pero que una vez en marcha, ya no se puede parar.
La voz de Iolanda es camaleónica y personal. Mientras lees, en ocasiones, puede que sientas desconcierto o turbación. Es como creer que van a lavarte en una bañera con agua tibia, un jabón oloroso y unas manos suaves, y que un guante de crin te frote hasta vapulearte los sentidos. Esa es una de las razones por las que me parece que la traducción de la novela del catalán al castellano ha debido tener una especial dificultad. Olga García Arrabal consigue, no obstante, que no se pierda ese estilo tan personal, en ocasiones difícil, que tanto nos gusta a quienes nos gusta que nos guste leer.
El inicio de la novela es más que sugerente. Incluso juega, conscientemente, a la confusión, al narrar dos historias a la vez. Cuando consigues ubicarte te encuentras de lleno metida en la trama, asaltada por un lenguaje fresco, una narración ágil y por unas imágenes que difícilmente podrían dejar indiferente a quien lee. Un avión, una situación que rezuma erotismo, y una protagonista que, ya desde el principio, pone palabras intensas a unos pensamientos profundos y complejos, como ella misma. Nora no es un personaje plano, ningún personaje lo es, ni siquiera el que parece querer serlo.
Del arranque de la novela, destacaría también que hay señales. Por ejemplo, desde el principio se intuye que la frase del taxista: «Me llamo Paul Smith Page, pero de estos dos apellidos solo uno es de verdad», tendrá una relevancia en algún momento. Y la tiene, justo cuando debe, cerrando un círculo, con intensidad pero sin fuegos de artificio. Otra señal, que guarde cerca un trozo de neumático que huele en un acto que a mí me pareció siempre más de consuelo que fruto de un trastorno obsesivo compulsivo.
Una cosa que ha conseguido conquistarme es la capacidad de la autora de provocar en mí el tener que releer una frase, subrayarla, escribirla en un papel, y pensar. De éstas hay varias. La primera, casi al principio dice: «El mar lo cura todo. La voluntad también». Hay toda una teoría sobre cómo desde el interior podemos cambiar el exterior, modificar la realidad. De hecho, en la película documental ¿Y tú qué sabes? se expone, desde la perspectiva de la física cuántica, cómo se explicaría esto. Las tesis que se exponen son fruto del estudio del cerebro humano y de cómo está en continua actividad creando conexiones nuevas. De forma consciente nuestros pensamientos pueden influir en la realidad. Se analiza, incluso, que nuestra conciencia influye no sólo en lo que está a nuestro alrededor, sino también en nuestro futuro. Interesante, aunque en ocasiones algo cuestionado por la comunidad científica. Llaman a esta física cuántica, la física de las posibilidades. Justo en esto pensaba cuando he estado tentada de no creerme algunas relaciones o algunas reacciones, cuando sentía que había una vuelta de tuerca de más en la historia, cuando las casualidades me parecían evidentes, ¿No nos sorprende el azar a veces? Y, ¿No somos lo suficientemente complejos para que cualquier posibilidad sea plausible? ¿Hay dos relaciones iguales en el mundo? Además, Iolanda consigue hacer verosímil lo extraordinario, lo increíble, real. Esa habilidad creo que es fruto de su capacidad por ambientar las escenas dentro de lo cotidiano, le da verosimilitud. ¿Quién no se ha sentido anónimo en el bar de una parada de metro?
Como en el documental, la autora hace referencia a la puerta que Alicia en el país de las maravillas atraviesa para encontrarse con un mundo diferente y con ella misma. Ahí comienzan los dos viajes. Nora abrirá su puerta interior, destapando así la caja de Pandora.
Nora, nuestra protagonista, es una mujer compleja, con una vida que, al menos en apariencia, parece envidiable. Y, más que ser misteriosa, yo diría que oculta algo, que guarda celosamente un secreto. Y, no me equivocaba. Los motivos para que todo cuanto arrastra en la conciencia, todo cuanto lleva a la espalda como un fardo donde no cabe ni un trocito más de pasado, salga a la luz es consecuencia del cambio que va sufriendo (o viviendo) Nora. Como dice la canción de Mercedes Sosa, Cambia todo cambia. Cambia o evoluciona o, simplemente, despierta. Abre los ojos y se encuentra con una realidad diferente y, cómo ella, tampoco ya volverá a ser la misma. Su universo, su cosmos (ese todo ordenado según los griegos), se tornará caos. Su casa, su marido, sus dos hijas, su abuelo, todo se verá afectado. Y, la autora lo dice tan bonito que no me resisto a parafrasearla: «Le sorprendió una evidencia: que gente a la que no conocemos de nada o situaciones totalmente anecdóticas nos pueden cambiar la vida. A veces un desconocido puede ser la puntuación que cambie nuestra frase».
Decía al principio que la novela me pertenece, que es mi interpretación lo único que puedo ofrecer. Y, Nora, también es un poco mía. En un momento de la novela, su marido le dice: «La gente cuando está cansada para, tú no». Esta frase me afectó por dos motivos. Porque comencé a intuir que Roberto era bastante más de lo que parecía, y porque me identifiqué con esa sensación. La de no poder parar, y si estoy cansada sigo un poco más, es como cuando vas cuesta abajo corriendo, parar se antoja siempre más difícil que seguir. Y, salvando todas las distancias entre nosotras y entre nuestras vidas, hay otra frase que podría haber firmado yo: «No entendía que pudiese haber personas en el mundo con carreras o hijos que no tomasen café». Y la última conexión que señalaré: las reflexiones de Nora están muy cerca de la filosofía. Sólo un ejemplo (y hay muchos): «Todo lo que parece una cosa en el fondo no lo es y podría ser otra cosa».
Sólo tengo un reproche que hacerle a la autora. Me falta que Julia, su amiga, tenga voz, presencia. Aunque nadie dijo que la finalidad de las historias, las ficticias o las reales, sean ser justas, creo que este personaje en particular es víctima de una de esas injusticias que se manifiesta en la indiferencia. Está en situaciones complicadas, pero ¡Qué poco se nos dice sobre lo que siente, sobre lo que piensa o vive!
Y, está Nacho. El punto de partida. ¿Quién es Nacho? ¿Quién o qué es, ese desconocido que la hace sentir cosas que no conocía y que sabe que ya no podrá vivir sin volver a sentir? ¿El hombre que la conquista, el que la ama, el que la utiliza? Tampoco es un personaje plano, tiene no sólo un presente complejo sino también una historia detrás, contundente e intensa. Este personaje, al que será tan fácil amar como odiar, verbaliza otra de las frases que me han hecho detenerme y pensar: «No me da miedo morir. Lo que me da miedo es no entender la realidad». Nacho, el que comienza el juego, el que impone las reglas, el que cambia la perspectiva vital de Nora, también se verá afectado por el cambio que él ha provocado. Nora, a través de él, a través de su viaje, de sus decisiones, llegará a ser no lo que quiere él, no lo que quieren los demás, no lo que esperan. Nora cumplirá el imperativo de alguien importante en la trama, su abuelo, «Sé tú», le decía. Y Nora, llegará a serlo.


Iolanda Batallé: «Las mujeres me dicen: has escrito la novela que todas queremos leer»

Último Premio Prudenci Bertrana, uno de los más prestigiosos en lengua catalana. Varias semanas en las listas de más vendidos en catalán. Podríamos llamar a Iolanda Batallé "fenómeno" si no resultara obvio que lo es. Aunque no de las ventas, sino de la vida. Editora y escritora, Batallé contagia un extraño entusiasmo por todo lo que toca. Y tiene ese olfato raro de los gatos viejos del sector editorial. Si alguien la acusa de oportunismo en la elección del tema de Haré todo lo que tú quieras, estará en un error: sus lectores sabemos que este nuevo libro suyo contiene lo mejor de los anteriores, un «estilo Batallé» que se caracteriza por contar con profundidad cosas en apariencia banales, y por hacerlo con la convicción de quien tiene mucho por decir. En esta entrevista, la escritora nos revela algunas claves que nos permtirán leerla de otra forma: qué es para ella el éxito, con qué ingredientes cocina sus libros o  qué se trae entre manos.

Haré todo lo que tú quieras comienza en un avión con un encuentro muy estimulante (y muy tórrido). ¿Es consciente de que después de leerla no hay ninguna mujer que suba a un avión como lo hacía antes?
Sí, lo sé. ¡Ni ningún hombre! Me encanta. Es maravilloso. De hecho me llegan muchos mensajes de personas que quieren volver de Londres en British Airways. Las mujeres me dicen: has escrito la novela que todas queremos leer. Y yo feliz. Escribir, como bien sabe usted, es muy solitario, y ver que tantos lectores están conectando con esta historia me parece maravilloso y un regalo precioso después de años de trabajo.

La novela, además de contar una relación sentimental marcada por el erotismo, hay también mucha reflexión sobre la vida, sobre el sentido de la existencia y también sobre las consecuencias de la muerte. ¿Al fin y al cabo erotismo y muerte están cerca, como siempre nos ha dicho el tópico?
La vida y la muerte están muy cerca. En Haré todo lo que tú quieras de lo que hablo entre líneas es de una bajada al infierno vestida de Belle de jour. Lo que hace Nora es conseguir vencer su propio miedo. El corazón de la novela es cómo uno se enfrenta y acepta sus más oscuras necesidades. Y esto es un tema tan antiguo como Los viajes de Hércules: las pruebas personales que le llevan a uno a entenderse y a saber quién es (si esto es posible). Veo esta novela como un ritual. El ritual que inicia Nora para descubrir quién es ella. Y como siempre no hay ninguna meta, allí donde al principio había puertas cerradas ahora las abre. Lo que me interesa es que el ritual de Nora lleve a cada lector a abrir sus propias puertas. Y aquí entendemos este erotismo como vía de conexión con las fuerzas primitivas, liberadoras. Y el atreverse a entrar en terrenos ocultos. ¿La muerte?


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martes, marzo 11, 2014

Hay una jaula en cada pájaro, Óscar Curieses

Ya lo dijo Casimiro Parker, 2013.

José Luis Gómez Toré

Antes que nada, conviene señalar que Hay una jaula en cada pájaro, la última entrega poética de Óscar Curieses, es y no es una antología. Y ello solo porque incorpora materiales nuevos (algunos no aparecidos en libro pero sí en revistas; otros, rigurosamente inéditos) sino también y sobre todo porque nos permite leer algunos textos desde una nueva mirada, que en cierto modo los convierte en otros. Es este el caso, por ejemplo, de “Cuerma”, cuyos materiales proceden del libro Sonetos del útero y que, sin embargo (en diálogo también con la música) invita a una nueva combinatoria, que enriquece la lectura. En este sentido, me parece importante subrayar que el CD que acompaña al libro El grito es un movimiento inacabado (del grupo de audioperformance AMC313, al que el poeta pertenece) no es, como se pudiera creer a primera vista, un mero añadido. Estamos ante un auténtico libro-disco, que no basta con leer, sino que también hay que oír para apreciar en su justa medida la ambición artística de esta propuesta. No sorprende este diálogo entre artes: viene de lejos el interés de Curieses por otras artes, ya sea pintura, música o cine (recordemos que el poeta es autor de una tesis sobre el cine y Paul Auster, pero también del poemario Dentro, que constituye en buena medida un homenaje al universo de Bergman).
La conjunción de palabra y música ilumina un procedimiento frecuente en esta escritura, como es el juego de permutaciones y combinaciones, rastreable en autores como Juan Eduardo Cirlot o cierto Huidobro, pero que también conecta con la música contemporánea (quizá haya que hablar de Webern, John Cage, Schönberg… pero también del jazz). Las referencias musicales nos invitan asimismo a leer los poemas como partituras abiertas a las más diversas lecturas, en un empeño (de raigambre vanguardista) por superar la intencionalidad del que habla, por dejar hablar al propio lenguaje. Tanto quien conozca los libros de Óscar Curieses como quien se asome por primera vez a su poesía no dejará de constatar la voluntad experimental de un poeta siempre en constante búsqueda, muy atento a la materialidad misma de la palabra y a su potencialidad para anudar nuevos significados. Asimismo aquellos que estén acostumbrados a identificar la poesía última con un distanciamiento irónico encontrarán sorprendente el pathos, la fuerza pasional de una escritura, que en buena medida singulariza a su autor entre sus coetáneos. Desde luego no faltan ejemplos en nuestra tradición reciente de cierto desgarramiento expresivo (pienso, por ejemplo, en Gamoneda o Félix Grande, también en algunos tramos de Juan Carlos Mestre), pero lo cierto es que, entre los poetas de las últimas promociones, encontramos pocas voces en las que la escritura sea como aquí una experiencia tan feroz, tan rabiosamente corporal, en la que hasta la intertextualidad se juega a flor de piel.
Hay en la escritura de Curieses una profundidad que me atrevería a llamar mítica: la desmitificación parece definir buena parte de las poéticas posmodernas y, sin embargo, Óscar asume aquí una estrategia más arriesgada pero quizá más eficaz: combatir el mito con las armas del mito, en un movimiento constante de desgarramiento y conciliación. De ahí que en la escritura del poeta convivan, con la violencia justa, las posibilidades más disímiles: así si el título del libro afirma que hay una jaula en cada pájaro, el último poema propone lo contrario. Que el lector decida.

lunes, marzo 10, 2014

Dejar las cosas en sus días, Laura Castañón

Alfaguara, Madrid, 2013. 560 pp. 18,50 €

Ángeles Prieto Barba

En algunas entrevistas recogidas en su Cartografía personal (1997), afirmó don Juan Benet que se puede optar por escribir con frases cortas, chispas apelando a la razón, o con frases largas, esas que sirven para comprender y transmitir la pasión, verdadero objeto de la literatura. Y como son éstas últimas las que proporcionan alimento al espíritu del lector, soy decidida partidaria de las mismas, especialmente tras la lectura de Dejar las cosas en sus días, elaborada mediante largos, amenos y penetrantes párrafos. Novela de sólida estructura, segura y madurada, por la que nos asomaremos a la historia de la familia Montañés desde dos puntos distantes en el tiempo, unidos a su vez por dos vasos comunicantes encarnados en dos personalidades fuertes como serán los venerables aliados de la heroína, una periodista de nuestros días llamada Aída.
Lo que nos puede parecer una historia compleja, pero nada más lejos porque de inmediato nos toparemos con fértiles y eficaces retratos de unos personajes principales muy bien trazados, disfrutando, comprendiendo y hasta intentado adivinar sus futuros comportamientos. Dejar las cosas en sus días apela en todo momento a la memoria, sin la cual nada somos, pero también al olvido necesario para seguir viviendo. Por eso está escrita a dos voces, la del presente con expresiones muy actuales y de corto recorrido como “choni poligonera”, y la del pasado, mediante una voz mucho más evocadora, dulce y poética para encubrir emociones dolorosas y secretas. El resultado por ello es una novela tapiz muy bien elaborada, de lenguaje cuidado, esa que sólo puede salir de la pluma de alguien que ha leído y escrito a conciencia durante toda su vida. Por eso no os extrañe que, aún tratándose de una opera prima, se haya publicado en una editorial de prestigio como es Alfaguara. Pues los argumentos son siempre comunes, ya están todos escritos, es en la forma de presentarlos y de atrapar al lector hasta el final y sin remedio, donde radica el magisterio que esta narración nos proporciona. Por ello es preciso advertir previamente que no estamos ante otra novela que evoca esa Guerra Civil perpetua de buenos y malos, de la que muchos lectores ya estarán más que cansados, sino ante un aplicado ejercicio literario sobre el peso del pasado y las sombras de la memoria en un equilibrio nada sencillo, porque en esta novela presente y pasado tienen distintas lecturas y diferentes ritmos. Y del tema principal, sólo hasta aquí debo contar.
Sí señalaré que el otro gran atractivo de esta novela sin dudarlo es Asturias: paisajes, costumbres, habla y personajes. Porque en los dos tiempos en los que se desarrolla esta novela grandiosa, la autora nos describe un Gijón activo e intenso en el paseo del Muro o en la plaza del Parchís, contrastado con el poblado minero de Bustiello, moderno enclave industrial en su época, sin el cual no puede entenderse la prosperidad del primero. El retrato y la evolución histórica de este último lugar es casi fotográfica, magistral, como si estuviéramos allí sin haber puesto un pie. De hecho, la casa de Pomar tan bien descrita, la podemos hoy día visitar y comprobar con cuánta fidelidad ha sido retratada, considerada como otro personaje más, imprescindible para el desarrollo de la historia.
Aunque al final sí que encontramos un handicap grave a esta novela y es la altura que alcanza, razón por la cual la terminamos todos con los dedos cruzados, esperando que no suponga lastre alguno para una próxima entrega de esta autora tan brillante y de la que ya esperamos tanto.

viernes, marzo 07, 2014

Solo con invitación: El ladrón de nubes, Leoncio López Álvarez.

Premio Onuba de novela 2013. Editorial Onuba, Huelva 2013. 231 pp. 20 €

César Mallorquí

Si hay un tema central en la narrativa española posterior a la Transición, sin duda es el de la Guerra Civil, la posguerra y el franquismo. Supongo que después de cuarenta años de mordaza había muchas ganas, y mucha necesidad, de hablar libremente de esos asuntos. Sin embargo, los relatos ambientados en ese periodo histórico siempre lo han tratado de forma realista, y sólo ocasionalmente bajo la óptica del género fantástico, quizá por considerar que un tema tan dramático no debía ser banalizado. Lo cual significa caer en el error de creer que lo fantástico es banal, cuando lo cierto es que ese género puede ser una herramienta muy eficaz para descubrir, señalar y amplificar los aspectos menos evidentes de la realidad. Por ejemplo, 1984, de Orwell, nos dice más sobre el totalitarismo, y nos llega más hondo, que cualquier texto realista.
Con su primera novela, El ladrón de nubes, ganadora de la novena edición del Premio Onuba, el escritor Leoncio López Álvarez se ha atrevido a retratar la posguerra de forma no realista y, para mayor atrevimiento, en clave de humor. ¿Se trata de un relato fantástico? Pues sí y no, depende. Pero uno de los aspectos más atractivos de la novela es que la respuesta a esa pregunta no depende del autor, ni del texto, sino del lector.
Nos encontramos en 1956. Cristóbal, un niño de trece años, acaba de escaparse del manicomio de Cienpozuelos, donde ha sido encerrado por ser sospechoso de haberle machacado el cráneo con un candelabro a un exsecretario de la Falange. Por otro lado, Cristóbal es un chico muy especial, pues posee el don de mover y manipular las nubes con la mente. O, al menos, eso cree él.
Narrada en primera persona por Cristóbal, la novela describe en su primera mitad el deambular del muchacho por una Castilla misérrima, y su encuentro con una sucesión de personajes que oscilan entre lo atípico y lo abiertamente estrafalario. Al tiempo, el narrador recuerda su historia y las circunstancias que le condujeron a ser un prófugo de la justicia. Y, entre tanto, nos cuenta lo que ocurre con las dos personas que le buscan: el bonachón don Alejandro, su psiquiatra, y el inspector Peralta, perfecto ejemplo de policía fascista.
La segunda mitad del relato narra el encuentro de Cristóbal con los miembros de un circo ambulante y su ingreso en él. Pero no un circo simplemente pobre, sino uno de esos circos miserables que recorrían España de pueblo en pueblo, ofreciendo un triste espectáculo que, sin embargo, se volvía mágico ante los ojos de sus espectadores naturales, los niños.
Al llegar a este punto, El ladrón de nubes se suma a una corriente temática del fantástico que, pese a no haber sido muy frecuentada, ha ofrecido un puñado de pequeñas obras maestras: el circo como ámbito de prodigios, por lo general oscuros. A esta línea pertenecen novelas como La feria de las tinieblas, de Ray Bradbury, Los cristales soñadores, de Theodore Sturgeon, o El circo del Dr. Lao, de Charles Finney, y películas como Freaks de Tod Browning o la serie de TV de HBO Carnivale. Como vemos, se trata de una corriente sobre todo anglosajona, aunque en la literatura de habla hispana encontramos un curioso referente en Cien años de soledad, de García Márquez, pues el eje de su argumento es la anual llegada a Macondo de la feria del gitano Melquiades, y los misteriosos pergaminos que éste le entrega a los Buendía, unos documentos que en realidad son la propia novela. Sin embargo, no recuerdo ningún título español, así que El ladrón de nubes ha venido, entre otras cosas, a rellenar un hueco en nuestra literatura.
Ahora bien, ¿por qué insisto en relacionar esta novela con el fantástico, si no pertenece a ese género de forma clara? Pues por su protagonista. Cristóbal está loco, es un caso tan extremo de narrador poco fiable que incluso relata acontecimientos que no puede conocer. Por tanto, todo lo que cuenta puede ser mentira, o parte mentira y parte verdad, o totalmente cierto; y es en esa indefinición donde brota la posibilidad de lo fantástico. De hecho, en gran medida la trama de la novela se centra en una pregunta: ¿Cristóbal puede mover las nubes o no? El autor, inteligentemente, no nos da la respuesta, así que es a nosotros, a los lectores, a quienes nos corresponde decidir a qué género pertenece el relato.
Aunque en el fondo ¿qué importa? El ladrón de nubes es como uno de esos espejos de feria que reflejan una imagen deformada de la realidad. La España de los 50 que muestra el texto es una versión alterada de lo que de verdad fue, pero sin embargo resulta más fiel a la esencia de esa verdad que cualquier retrato hiperrealista. En la presentación del libro, le escuché decir a Leoncio López, su autor, que Cristóbal, el protagonista y narrador de la historia, es un monstruo. Entiendo en qué sentido lo decía (un monstruo como los freaks de Browning), pero no estoy de acuerdo con él; por el contrario, creo que Cristóbal, pese a su más que probable condición de asesino, es un ser absolutamente inocente, un ángel que quizá en algún momento pudo haber sido un ángel vengador.
Y es ahí, en el contraste entre la ingenua inocencia de Cristóbal y la abyecta maldad representada por el inspector Peralta y el Mago Dedos Largos, donde surge el retrato impresionista de una España pobre e ignorante dominada por un mal latente que, como el ogro de los cuentos, en cualquier momento podía despertar.
Pero esta novela es mucho más que eso. El ladrón de nubes es un canto a la inocencia y a la alegría de vivir; es poesía, a veces naíf, a veces cruel; es humor, es aventura, es fantasía y, sobre todo, es uno de los debuts literarios más originales y prometedores de los últimos tiempos.


Leoncio López: «Hay cierto tipo de locura que tiene un poder redentor»


Leoncio López, ingeniero aeronáutico por formación y creativo publicitario de profesión, es también uno de nuestros mejores escritores de relatos cortos, como demostró al ganar la edición de 2003 del prestigioso certamen La Hucha de Oro con su magnífico cuento La cita. Ahora, el autor ha debutado en las distancias largas con El ladrón de nubes, novela con la que ha triunfado en la novena edición del Premio Onuba. En esta entrevista, Leoncio López nos habla, entre otras cosas, sobre la fantasía y la realidad, la locura y la cordura, y sobre el olvidado arte de mover las nubes con la mente.

Con El ladrón de nubes usted ha ganado la novena edición del Premio Onuba de Novela y antes obtuvo diversos galardones de relato corto, entre ellos la prestigiosa Hucha de Oro. ¿Qué importancia han tenido los premios literarios en su carrera?
Creo que deberían haber tenido bastante más de la que realmente han tenido. Un premio es algo muy importante, y más el que menciona de la Hucha de Oro, pero cuando lo gané yo tenía demasiado trabajo, y no pude aprovechar una oportunidad tan buena para continuar con mi vocación de escritor. Acababa de montar mi propia agencia de publicidad y esa tarea me tenía ocupado todo el tiempo del que disponía.


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