Ángeles Prieto Barba
De los grandes libros de no ficción publicados en España el pasado año destacó El giro de Stephen Greenblatt, un ameno estudio merecedor del Pulitzer que, preciso en detalles, nos narró las circunstancias y consecuencias del hallazgo azaroso, durante el siglo XIV, de este título extraordinario. Es por ello que con buen criterio, una editorial distinguida sin duda por la calidad de su catálogo, el Acantilado, determinó publicarlo. Decisión que no podemos menos que aplaudir, porque quien se hubiera tropezado con El Giro, indudablemente deseó luego leer o repasar De la naturaleza de las cosas, como fue mi caso.
Pero en esta reseña no nos toca hablar del Giro, ya comentado en la Tormenta, sino de esta exquisita edición bilingüe, la que nos suministra el Acantilado, de la mano del que fuera uno de los grandes latinistas españoles: Eduard Valentí, nacido en Pals en 1910, y autor de una Gramática latina de enorme claridad, que permitió el acceso de generaciones de estudiantes a la morfología y sintaxis del latín con eficacia. De hecho, Valentí fue comparado en su día con E. R. Curtius y nos legó traducciones brillantes, no sólo ésta de Lucrecio, sino también las de Cicerón, César o Séneca. Y por supuesto, en su buen hacer Valentí es fiel a la edición filológicamente impecable del alemán Carl Lachmann.
Con Lucrecio estamos ante una de las mentes más agudas e interesantes de la Antigüedad pero de la que poco sabemos, tan sólo los datos precisos que nos legó San Jerónimo. Según éste, nació en el 94 a.C. y se suicidó 43 años después, a consecuencia de la dolencia mental que padeció toda su vida, agravada tras tomar un filtro amoroso. Parece ser que también frecuentó a Cicerón en vida y que por eso éste se haría cargo del manuscrito a posteriori, revisando su poema y editándolo. Hombre de extensa cultura, escribiría este avanzado, increíble y contemporáneo poema en 7.400 hexámetros divididos en seis libros, tal vez la obra poética más grande e importante del latín clásico.
Y cuyo contenido busca ante todo disipar toda duda y temor del hombre ante la muerte, los dioses y la posible vida de ultratumba, demostrando con razonamientos lógicos que sencillamente no existen. Sólo podemos conocer a la Naturaleza y sus infinitas divisiones: el atomismo, las «semillas de las cosas». Lucrecio de hecho identifica toda idea de religión como superstición, por eso los rayos de Júpiter caen en lugares desérticos, dejando de ser así castigo divino, o no pueden existir Centauros porque a los tres años un humano no alcanza la lozanía que luce ya un brioso caballo.
Por otra parte, nos llama poderosamente la atención la belleza increíble y el tono felizmente elevado con el que empieza este poema brillante, en contraste con su final, con esa terrible y desoladora descripción de una epidemia de peste que se desarrolló en Atenas muchos años antes de que Lucrecio naciera, en el 430 a.C., transmitida por Tucídides. Cuestión que ha llevado a muchos investigadores a cuestionarse si el poema encontrado estaría o no completo. En cualquier caso, esta disparidad responde históricamente al medio siglo agitado en que se desarrolló la vida de Lucrecio, y de su contemporáneo Catulo, autor no menos extraordinario: un periodo apasionante con guerras civiles, revueltas de Mario y Sila, conjuración de Catilina y ascenso de Julio César que sugiero conocer con tiento y despacio.
Aconsejar la lectura de un clásico imprescindible como éste no hace falta. El gran Montaigne ya lo citó bastante y eso sí que ayudó a que fuera un texto a lo largo de la Historia frecuentado, llegado su influencia hasta nuestros días, hasta el mismo Einstein. Lo que sí recomiendo es la impecable edición por la que ahora llega a nuestras manos.
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