lunes, marzo 17, 2014

Obligación, Francisco José Martínez Morán

Polibea, Madrid, 2013. 87 pp. 10 €

Ariadna G. García

En el año 2010 comenzó la andadura de la colección de poesía Los Conjurados —hoy denominada Leviator—, editada por Polibea y dirigida por Juan José Martín Ramos. En estos cuatro años, con la crisis de fondo, ha publicado 40 títulos, lo que supone toda una proeza para un sello pequeño. El secreto de su resistencia al temporal económico que padece el país es la cuidadosa edición de sus libros, así como la calidad de los poetas publicados. Es el caso de Francisco José Martínez Morán, cuyo último poemario —Obligación— salió a la luz hace apenas diez meses.
«Estamos obligados a nadar,/ a enarbolar braceos que no alcanzan/ nunca ninguna orilla: la exigencia/ del chapoteo inane». Estos versos concentran, como un zumo, el sentido de la vida que defiende, a su pesar, el poeta madrileño Francisco José Martínez Morán. La inutilidad de la existencia, siempre amenazada por la corrosión y la muerte, aparece simbolizada por ciudades (Lisboa, Praga), personajes históricos (Ajmátova) e imágenes de estirpe barroca (despojos, ceniza, maderos astillados, jirones, grietas, humo…). Este pesimismo entronca con la visión negativa del mundo que se tenía en la Edad Media y que tiñó el siglo XVII. No obstante, si el contenido del poemario hunde sus raíces en la tradición poética pre-contemporánea, el estilo de la obra —claro, sencillo y poco ornamental— sí es propio de la época en que estamos. Dos son los asuntos eternos que aborda Martínez Morán en la primera y tercera parte de su libro: el paso del tiempo y la muerte. En ocasiones, dialoga con textos conocidos de autores barrocos. Así, por ejemplo, unas veces canta el desvanecimiento de la realidad («Aquí no queda más que la ceniza/ de lo deshabitado») como hiciera Rodrigo Caro en su Canción a las ruinas de Itálica («…de todo apenas quedan las señales./ Del gimnasio y las termas regaladas/ leves vuelan cenizas»); o se fija en el deterioro de una casa, cuyos cimientos y dinteles «son astillas enterradas/ bajo la mala hierba» o mira alrededor «y ya no queda/ lugar donde los ojos no se enfrenten, sin quererlo, a la espuma del naufragio», donde el modelo, ahora, es el soneto inmortal de Francisco de Quevedo Miré los muros de la patria mía («Entré en mi casa; vi que, amancillada,/ de anciana habitación era despojos…y no hallé cosa en que poner los ojos/ que no fuese recuerdo de la muerte»). En otras ocasiones, sin embargo, Martínez Morán parte de la tradición lírica para modificar el enfoque. Pongamos un ejemplo. Estamos habituados a leer el motivo latino del Collige, virgo, rosas desde la perspectiva humana, Garcilaso de la Vega recurre a él en el soneto XXIII de su Cancionero para invitar a una muchacha a gozar de su juvenil belleza antes de la llegada de la vejez («…coged de vuestra alegre primavera/ el dulce fruto, antes que el tiempo airado/ cubra de nieve la hermosa cumbre. Marchitará la rosa el viento helado…»). Pues bien, Martínez Morán subvierte la mirada renacentista, y asume la perspectiva de la flor, que vive con angustia nuestro envejecimiento: «La rosa sueña un hombre:/ con una desazón que le es ajena/ mide las erosiones de su piel… Sueña que la existencia se reduce/ a sangre y pulso y polvo» (guiño también a Góngora).
La segunda parte del libro se refiere al Amor, único antídoto contra el desengaño, el pesimismo y la angustia que despierta la muerte. Los poemas se insertan en la lírica cancioneril y tratan temas trovadorescos como el desdén de la persona amada, la locura amorosa, la conquista sentimental, el vasallaje, la belleza como un hito que conduce a la perfección o el dolor que produce el rechazo absoluto de la corte amorosa del poeta. Las imágenes a las que recurre Martínez Morán son las propias de los poetas petrarquistas y provenzales. Así, encontramos un campo semántico militar (la amada se atrinchera «tras murallas y puertas de granito», la pasión es una «espada/ hundida entre las vértebras», el Amor «no es otra cosa que castillo/ de asedio interminable») así como un campo semántico ígneo (la amada se asemeja a un «río de fuego», el poeta se conforma «con ser un peregrino/ que ha vislumbrado el fuego de su ley», y el amor perfecciona: «Estaba en la penumbra/ y tú me has hecho luz»).
En suma, Obligación es un buen libro de poemas que nos hace presentes los motivos y temas áureos y medievales. Será porque vivimos en época de crisis, porque se están pervirtiendo los valores, porque España ha vuelto a descubrir que sus pies son de barro, porque los males del siglo XVII son los mismos del siglo XXI (la corrupción, el dinero, la censura, la ambición homicida, la pésima gestión de los recursos…), o quizás porque la decepción se ha instalado de nuevo en nuestras vidas, o porque —como siempre— el amor es la única cosa que nos salva.
Obligación recoge con acierto y maestría el espíritu barroco. Hay otros poetas que canalizan su legado irónico, desmitificador. Es el caso de Álvaro Tato, uno de los responsables de los textos de la compañía de teatro Ron Lalá, que con tanto éxito estrenó el año pasado Siglo de Oro, siglo de ahora, y hace apenas unos meses En un lugar del Quijote.
Estas obras son un signo inequívoco de que en 400 años, para algunos asuntos, los españoles no hemos avanzado nada. Y las tres nos obligan a reconsiderarnos y a decidir qué hacemos de nosotros.

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