viernes, noviembre 30, 2007

365 pingüinos, Jean-Luc Fromental / Joëlle Jolivet

Trad. Miguel Ángel Mendo. Kókinos, Madrid, 2007. 48 pp. 15 €

Care Santos

Todos los que somos padres o madres sabemos lo difícil que resulta al final de la jornada sentarse paciente y tiernamente a explicarle un cuento a tu hijo. No es que no sea algo precioso, es que el pase del espectáculo nos pilla demasiado agotados para disfrutarlo bien. Sin embargo, los dividendos de esa actividad son tan altos que nos animan a seguir haciéndolo. Y, sospecho, serán más altos aún a medida que los pequeños lectores —por ahora sólo oyentes— vayan creciendo y formando su gusto. En ese sentido, el hijo del crítico de literatura infantil y juvenil es un lector privilegiado: tiene tantos títulos a su alcance que casi no le da tiempo a catarlos todos. Por otra parte, no siempre el papel de la crítica-lectora-mamá es tan gratificante como quiero hacer(me) creer en estas líneas: hay veces que, teniendo en su estantería la estupenda obra de varios premios Andersen y media docena de premios nacionales de literatura infantil, pudiendo elegir entre un sinnúmero de álbumes ilustrados de excelente calidad, los pequeños se deciden por el cuento comprado en la tienda de baratijas de la esquina por unos abuelos con más buena intención que gusto literario. En fin, la vida de madre es así: no siempre estamos todos a la altura. Ni siquiera los libros.
Sin embargo, toda madre sabe, con sólo echar un vistazo al título elegido, si va a ser o no del gusto de su vástago. Por aquello tan manido y tan cierto de que les conoces como si les hubieras... Yo supe que estos 365 Pingüinos iban a ser los reyes del mambo en casa desde que tropecé con ellos en la mesa de novedades de una gran librería. Y por eso mismo los adopté.
La historia, además, es muy propicia a ese símil: un mensajero llega un buen día a casa de una familia normal —padre, mare y dos hijos— trayendo un paquete misterioso. Una vez abierto, el paquete resulta ser un pingüino. La familia lo adopta como mascota. Los niños son felices alimentando a ese amigo inesperado y exótico. Pero al día siguiente llega otro pingüino, y al tercero otro, y al cuatro otro más, y así uno cada día hasta que al cabo de la primera semana la familia ya tiene siete pingüinos que cuidar y alimentar. De momento, es divertido: los niños les buscan nombres, como si fueran mascotas normales. Pero la cosa continúa. A final de mes ya hay treinta pingüinos. A los dos meses ya no hay quien soporte tanto pingüino suelto por la casa (59 en total, porque el mes era febrero). Hay que ordenarlos y el padre se encarga (¿hay aquí guiños a Ikea y su diábolico plan ordenalotodo en que todos hemos caído? Tal vez). De hecho, el número de pingüinos se sigue incrementando a razón de uno por día a lo largo de todo un año hasta que serán 365 los pingüinos a quienes hay que cuidar, ordenar o alimentar. Claro, ya nadie lo encuentra tan divertido. Sobretodo cuando los animalitos toman la ducha o se ponen a hacer ruido todos al mismo tiempo. Eso sin contar que el calor les pone nerviosos o que comen 2,5 kilos de pescado cada uno al día (a 3 euros el kilo multiplicado por 365 arroja una fortuna que arruinaría a cualquier familia). En resumen: la situación es insostenible hasta que la noche de fin de año llega el tío Víctor-Emilio, activo ecologista, y les explica por qué ha sido el causante de tal overbooking pingüinil.
La plaga de pingüinos que invade estas páginas hará reír a los niños, pero también a los adultos. En el fondo, es literatura del absurdo de la buena, expresada con medios sencillos —dibujos a tres tintas, de trazos contundentes, un texto mínimo, claro y humorístico— y grandes dosis de imaginación. Por supuesto, hay mensaje, pero también éste es triunfador: las nuevas generaciones están muy concienciadas de su papel de salvadores de un planeta que nosotros, sus padres, hemos contribuido a estropear, y se identifican con facilidad con el mensaje ecologista, que además les entusiasma. Por último, la historia se cierra sobre sí misma volviendo al inicio de un modo sorprendente. Un relato circular y, a la vez, un libro redondo.

jueves, noviembre 29, 2007

Los príncipes valientes, Javier Pérez Andújar

Tusquets, Barcelona, 2007. 233 pp. 17 €

Marta Sanz

En estos tiempos que corren y de los que todos somos responsables, es muy difícil no renunciar a la poesía y conseguir publicar una novela; crear una atmósfera de tristeza y de melancolía sin abrumar al lector; dibujar el contorno de la nostalgia y no caer en el reaccionarismo.
Estos son tres de los logros fundamentales de Javier Pérez Andújar en Los príncipes valientes: a través de una voz narrativa que hablando del pasado se proyecta hacia el futuro, una voz de niño viejo que reflexiona sobre el crecimiento y sobre la infancia de una forma tan sesgada e impresionista e impresionable como la que los niños adoptan para pensar el tiempo, el espacio y sus objetos, se perfila un momento de la Historia que, para muchos de nosotros, es familiar y hace que nos nazcan una sonrisa y a la vez cierta sensación de pérdida. Todo lo que nos cuenta Pérez Andújar parece lejano, lejanísimo, y sin embargo, en la memoria de la cada uno, son imágenes que parecían archivadas a la vuelta de la esquina: el sonido de las máquinas de bolas, de los flippers, cuando te tocaba la lotería, ese sonido sordo que te llenaba de felicidad; las peripecias de Kojak o del teniente Colombo —he echado mucho de menos a McMillan y esposa con aquella pizpireta Susan Saint James, pero es cada quien excava su propio túnel del tiempo y su propio recuerdo de las manchas de los papeles pintados y a lo mejor es verdad que ser un chico o una chica marca una diferencia importante—, las series de la tele de los setenta a partir de las que Pérez Andújar lleva a cabo una vivisección que puede resultar cómica en su detallismo y en su penetración exegética, pero que es un ejemplo de praxis metodológica de los cultural studies y de cómo la cultura, entendida en una acepción no precisamente elitista o clásica, la cultura como nutrición e hidrato de carbono, forma parte de nuestra manera de mirar o de gesticular y, por eso, la producción y el consumo de sus objetos han de ser responsables, porque los carga el diablo y se asimilan a nivel celular como el alcohol, el tabaco y los centollos. Pérez Andújar nos devuelve la emoción de conseguir un tebeo, leerlo, releerlo y manosearlo, el disfrute de las estampas en páginas alternas de las Joyas Literarias Juveniles; el olor de las obras, el barrizal, los hitos urbanos donde se inventaban los juegos y se celebraban esos actos de secreto y liturgia en los que cada niño es un oficiante; nos devuelve los primeros amigos y las primeras amigas; todo lo que no se sabe y al ser desvelado preña de sentido lo demás; las confusiones creativas, un poco mágicas, entre los nombres que nos sirven para conocer el mundo...
Porque ésta es, ante todo, la novela de la infancia de un escritor que, en sus orígenes, coloca las palabras por encima de la realidad y hace descubrimientos a partir de la creencia de que las casualidades no existen en el lenguaje y a partir de las similitudes entre el apellido Verne y la palabra más repetida en El cuervo de Poe, never, o entre el apellido Moro, del padre de la utopía, y el famoso doctor Moreau de H.G. Wells... La novela de un escritor que se sabe un escritor de palabras y de atmósferas por encima de las tramas, y que con sus palabras y su cadencia irrenunciablemente poética, es capaz de narrar sobre esa delgada línea en la que resulta difícil separar la acción de las descripciones: los ambientes impregnan a los personajes que se ponen en movimiento y, a su vez, cada movimiento de un personaje es un modo de acercarse a su descripción. La posible identificación con el personaje-narrador-autor de Pérez Andújar no es sólo generacional, nostálgica y territorialmente reconocible, sino acaso universal, compartida por cada escritor del planeta, en esa fascinación por las palabras, en su capacidad de conjuro, en el misterio y el deseo permanentes de apropiárselas y redescubrirlas, personalizarlas para confeccionar un diccionario y una sintaxis —pero sobre todo un diccionario— para ver mejor, ampliar el mundo, trepanarlo, iluminarlo, comprenderlo... Al final, el gran acierto de esta novela consiste en que cuestiona un prejuicio, un estereotipo asociado a la escritura y a la personalidad de los escritores: ni debe haber culpa por el enamoramiento hacia las formas del lenguaje ni esas formas del lenguaje se desvinculan de cada biografía y de cada opción ideológica. Es más: son una opción ideológica, las volutas del verbo, la metáfora, la textura de los nombres...
Hay en estas páginas una forma bellísima e implícita de la mala conciencia: la que confronta el crecimiento libresco, el egotismo infantil, el universo cerrado de las relaciones entre los mejores amigos en la niñez, la música de las palabras que se van acumulando en el léxico íntimo, con las tortillas de patata que la madre cocina para llevar a la cárcel, con los encierros clandestinos de un padre comprometido con la clase obrera y la lucha antifranquista, con un pasado rural que no es sólo el espacio idílico recreado por un madre narradora sino también un punto de oscuridad, represión, crueldad, carencia y guerra: una de las razones que da sentido a casi todo en la vida de un personaje que construye su identidad por lo que lee, por lo que ve, por lo que escucha, pero también por la clase social y el bando del que proviene. Lo uno no borra lo otro: ni Colombo ni Verne ni Poe ni los ciclistas de la vuelta a España anestesian la costra de la Historia, el peso y la raíz de cada biografía. Al final, la contradicción es una falacia que el narrador desmonta con la facilidad de su lenguaje poético: De vuelta al final de esa tarde, de nuevo en nuestra casa, aovillado, recogido en el sofá, al calor palpitante de mi madre, que no deja de pasar pespuntes, coser, hilvanar, cortar retales, para ayudar en el hogar, y dejándome llevar con ella por lo que dan en televisión, y sintiéndome, a pesar de todo este parapeto, más frágil de lo que nunca me había visto, voy a descubrir en ese momento que toda ideología necesita una literatura, y con un gesto de afirmación concentraré toda mi curiosidad en la pantalla del televisor queriendo impregnarme frenéticamente de la literatura, de las frases, de las palabras de las cosas y de los rostros que van apareciendo en la obra Paradox, una dramatización de la novela de Pío Baroja, que esa misma noche voy a pedir impaciente como regalo de Reyes, con fanatismo de niño que se ha prometido hacerse escritor para serle fiel a su paisaje, a su ideología.
Un libro bellísimo, imprevisible y, pese a las apariencias, desmitificador, que no nos debemos perder.

miércoles, noviembre 28, 2007

Una gravedad alegre. Antología de poesía latinoamericana al siglo XXI, Armando Romero (ed.)

Difácil, Valladolid, 2007. 416 pp. 20 €

José Manuel de la Huerga

El poeta y profesor colombiano Armando Romero se ha atrevido a saltar dentro del jardín de las antologías poéticas. Y lo que es tan estimulante o más, un pequeño editor español le ha secundado en la ingente labor de reunir las voces de nada menos que 58 poetas latinoamericanos. El jardín antológico ocupa las voces de poetas del continente americano, nacidos a partir de 1940, hasta un último nacido en 1977. Aunque el dato puede resultarnos engañoso, porque sólo dos de toda la troupe lírica han nacido después de 1970. El grueso del pelotón pertenece a las décadas de los 40, 50 y 60 del pasado siglo.
Me refería antes al tema del jardín, porque como todos sabemos cada vez que una antología, sobre todo de poetas, irrumpe, con su poco o mucho ruido mediático, en su acotado pero intenso mercado editorial, las voces de los descontentos, los que no están, los claros y evidentes ausentes, no tardan en hacerse notar. Nuestra patente ignorancia sobre la poesía latinoamericana de las últimas décadas nos sirve de coraza para pasar sobre ese tema de puntillas y daremos por bien cerrada en la selección dicha antología, si nos atenemos al artículo primero de la constitución de los antólogos: sólo el gusto personal es el que guía la presencia o ausencia de uno u otro autor.
El antólogo Armando Romero, no obstante, no quiere dejar pasar en las primeras páginas de su introducción cierta pulla contra una antología anterior de poetas de ambos lados del Atlántico. Dice Romero a ese respecto: «Porque los poetas latinoamericanos no son islas, y menos extrañas: son el rostro presente, claro, de un continente multifacético, multiforme.» Es evidente la referencia a la antología “Las ínsulas extrañas” editada hace cinco años y que tuvo tanta resonancia como silencios significativos. En cualquier caso, antólogos-poetas tienen todo el derecho del mundo a mostrar pública o privadamente sus filias y fobias. Porque, entre otras razones, en el fondo, son estas pequeñas turbulencias las que terminan moviendo un poco el agua estancada (podrida a veces) de los estanques de estos jardines privados, subvencionados ( no pocas veces) con fondos públicos.
Pero no es menos cierto que lo que termina contando al final es si las voces impresas en el libro se sostienen en el presente inmediato y apuntan a la perpetuidad codiciada por cualquier creador de la palabra. Presiento (y habla aquí el lector que se atiene al primer artículo de la constitución de los lectores no especializados: sólo el gusto personal es el que guía el regreso a la relectura de uno o varios poemas/poetas de un libro) que un puñado no despreciable de los autores presentes en esta antología seguirán resonando durante bastante tiempo en la memoria de los lectores de ambos lados del Atlántico. No mencionaré mis preferencias para que sea cada lector quien marque con el lapicero del recuerdo aquellos poetas a los que a partir de esta antología estará más atento.
Porque ésa y no otra creo que es la función de una antología, y especialmente de ésta: presentarse en sociedad, y en este caso, en la sociedad de este lado del Atlántico, tan propensa a vivir de espaldas a los creadores latinoamericanos, subyugados como estamos por los brillos engañosos venidos de la vieja Europa, de Estados Unidos o, peor aún, encantados de regodearnos en la propia autocomplacencia autonómica.
La antología del profesor Romero es suficientemente amplia como para concitar el encuentro de diferentes voces, sensibilidades y quehaceres poéticos, resultando así, en palabras del autor, «un continuo entrecruzamiento de direcciones poéticas», rico en el mestizaje de voces y, por tanto, estimulante. Sólo los muy atentos al devenir poético de los países de habla hispana de los últimos cincuenta años sabrían mencionar una media docena de poetas señeros que dejarán perenne prueba de su trabajo. Y no iríamos mucho más allá si ampliáramos la solicitud a todo el fascinante siglo XX. Los más aplicados nos hablarían de Rubén Darío, Martí, Huidobro, Vallejo, Neruda, Lezama, Borges y Paz. Pero no iríamos mucho más allá ni en conocimiento profundo de estos autores ni tampoco, por extenso, en otras voces que enriquecieran todo ese panorama multiforme. La introducción de Armando Romero, aunque sucinta, es esclarecedora a este respecto. Acompaña con claridad al despistado para que entronque la labor de los poetas nacidos en el medio siglo americano con sus padres naturales en la poesía, no otros que los anteriormente mencionados.
Nada o poco teníamos presentes a los “nadaístas” colombianos, al grupo “El techo de la ballena” venezolano, a los “tzántzicos” ecuatorianos. Pero en estos grupos y otros más dispersos por la geografía de América del Sur han germinado las voces más personales y auténticas de los últimas promociones poéticas. Los saludamos, ahora antologados, con interés y voluntad de identificación perdurable.
La justificación en la elección del corte generacional de los 40 no parece despreciable. Según el antólogo, estos poetas empiezan a hacerse visibles en los años 60, momento de combustión social, política y cultural en América y en el resto del mundo. Toda la antología está recorrida por un constante denominador común: la exigencia, alta, de poetas que hacen de la tradición poética y de la palabra su referente incuestionable. De esta manera establecen su obra en el diálogo continuo con la tradición que viene desde el Modernismo americano a la modernidad actual y a su propia voz. Con los lectores de este lado del océano quiero compartir un pensamiento último: si alguien desea comprobar la versatilidad de la lengua española, su riqueza idiomática, la variedad en el universo de referencias entre los diferentes países de lengua española, no dude en acudir a estas páginas que muy bien pueden servirle como termómetro ajustado que da cuenta de las últimas décadas creativas en la poesía hispanoamericana que mira hacia la perdurabilidad en el siglo XXI. No les defraudará buscarse unas cuantas galas y disfraces en este variopinto baúl de voces y miradas. La cena está servida.

martes, noviembre 27, 2007

Camino de Sirga, Jesús Moncada

Trad. Joaquín Jordá. Anagrama, Barcelona, 2007. 336 pp. 9 €

José Morella

Una familiar mía, mujer de edad avanzada, me contó que su primer novio se alistó en el bando nacional y se fue del pueblo. Más tarde ella se enteró de que había “deshonrado” a la hija de un teniente fascista y había tenido que casarse. Pero lo que yo he dicho de un modo lacónico ella lo estuvo explicando durante horas: su discurso se iba desdevanando en otras líneas secundarias, en otros personajes, en detalles y descripciones, en otra gente cuyas historias tapaban a la principal hasta el punto de que ya no parecía la principal. Ese es el tono de Camino de sirga. Cuando la lees, además del placer de tener en las manos una novela deliciosa, sientes una enorme envidia por las horas, por las tardes enteras que Jesús Moncada pasó conversando con los vecinos de la antigua Mequinenza para reconstruir los hechos que, desdibujados pero tal vez por ello más verdaderos, se desarrollaron en el pueblo desde inicios del siglo XIX hasta que quedó sepultado bajo las aguas, convertido en un montón de pecios de la memoria en el fondo del pantano de Riba-Roja. Moncada asimila con una humildad que le engrandece el estilo narrativo de la gente de la calle, y lo lleva a la novela de manera que al lector le parece estar conversando con una especie de manantial de voces que brota del corazón mismo del pueblo. Es en este sentido que pienso que Moncada es el novelista social por excelencia. Es el novelista de la gente, no solo porque la representa sino porque es creado, como autor, por la gente misma. Me resulta imposible no sentirlo como un amigo, como alguien con quien querría hablar y con quien, de algún modo, he hablado.
Camino de sirga está cargado de historias geniales, a veces llenas de un humor sutil y poético gracias al contraste con la profundidad trágica de los hechos, y otras veces con un humor más gamberro y ácido: al referirse, por ejemplo, al provincianismo de los dueños de las minas, o a la beatería necia y el proceder pacato y ciego de las autoridades franquistas. Uno, gracias a esta conversación transpuesta en literatura que Moncada le deja escuchar, se entera de todo: por ejemplo de que nadie en Mequinenza quería que ninguna de las dos guerras mundiales terminase, puesto que con ellas las minas rugían de actividad y el pueblo se enriquecía; se oyen los ecos que llegan, casi inaudibles dada la distancia pero no por ello menos impactantes, de los campos de concentración nazis; el lector toma nota de las luchas entre los maquis y la guardia civil, de los amores no correspondidos entre la gente de todas las clases sociales, de los rencores, las traiciones, los odios, las miserias de los poderosos y las mentiras que los patriarcas han de decir para que nadie sepa cómo se enriquecieron... Cualquier parafraseo es inútil. Mejor salgan sin más demora para la librería.
La Mequinenza del texto está poblada de multitud de personajes, pero queremos pararnos en uno: el navegante Arquimedes Quintana, que representa la tercera España porque antepone a cualquier fe ciega en un credo político la valentía de una vida vivida sin hacerse trampas a uno mismo. Si no de qué manera podemos entender el gesto —antibelicista sin duda— de un vehemente republicano que cada año paga una misa en el pueblo por la salvación eterna de un musulmán que él mismo mató en la batalla de Tetuán. Arquimedes Quintana nunca habría quemado una iglesia, pero su figura mítica de navegante y referente moral del pueblo generaba temor en muchos cicateros burgueses de doble moral que, en el fondo, deseaban con todas sus fuerzas que fuera fulminada al instante cualquier tipo de movilización obrera. No todos, por supuesto. La novela no es en absoluto maniquea y están recogidas todas las actitudes de las distintas clases sociales.
Arquimedes Quintana es uno de los personajes más conmovedores y sólidos que he leído: basa su fuerza en la entereza de tantos ciudadanos reales parecidos a él, insobornables, esparcidos por todos los pueblos de España, en todas las Mequinenzas de la memoria, a los que Moncada rinde homenaje. Este personaje, entre otros, quita la razón a aquellos que abren debates estériles sobre si se ha escrito o no una gran novela de la Guerra Civil. Por supuesto que se ha escrito. Hay dos —aunque ambas abarcan un periodo histórico más amplio que la guerra misma: Camino de sirga y —sobre todo— La plaza del diamante, de Mercè Rodoreda, la gran novelista peninsular del siglo XX, autora que merece una atención inmensamente mayor de la que se le da. Camino de Sirga, además, contaba con la gran dificultad de ser escrita desde los confines de la marginalidad lingüística y cultural, dado el carácter fronterizo de Mequinenza: pertenece administrativamente a Aragón pero se habla catalán. De hecho, a Moncada tuvieron que sugerirle, cuando ya había empezado a escribir en castellano, que su lengua materna también podía ser un vehículo literario. Él ni se atrevía. Quién le iba a decir que le traducirían al vietnamita o al japonés. Aunque pagó con creces su apuesta difícil como narrador: ¿cómo es posible que al autor de una novela traducida a más de quince lenguas no le diera para vivir de su trabajo literario?
La verdadera muerte, parece decir Moncada, es el olvido. Mequinenza es muchas cosas, es una metáfora de la memoria misma engullida por el río del olvido, el Leteo que aquí es la confluencia del Ebro y el Segre. En otro título suyo habla de “estremida” memoria, memoria estremecida y movediza, no definitiva, nunca igual a sí misma, cambiada a cada golpe de recuerdo. Es la memoria de un hombre intentando reconstruir en su mente dónde estaban los negocios, las casas, las calles que fueron demolidas en Mequinenza. Con la demolición y la mudanza al nuevo pueblo van apareciendo en la calle, salidos de dentro de las casas, objetos que ya nadie recordaba que tenía. La memoria se remueve. Se desentierran historias que se vuelven sorprendentes novedades: ataúdes no usados que acabaron siendo baúles llenos de cebollas, espejos que han visto verdades que no veremos, restos de antiguos coches de lujo, cañones guardados desde guerras antiguas...
Mequinenza sirve también de imagen de las ruinas de la República inundadas por el franquismo; un pueblo de navegantes y mineros que funciona como trasunto poético del tiempo perdido de la libertad. Un oasis en lo gris, un oasis hecho de impurezas auténticas como las voces de la gente, de historias que fluyen y se multiplican y al final se pierden como las de la gente.

lunes, noviembre 26, 2007

El séptimo sentido, Kurt Diemberger

Trad: Ana Duque e Isabel Galera. Desnivel, Madrid, 2007. 384 pp. 24 €

Alberto Luque Cortina

El 3 de junio de 1950 Maurice Herzog y Louis Lachenal se convirtieron, con permiso de Mallory, en los primeros hombres en coronar un ochomil al hollar la cima del Annapurna, de 8.091 metros de altura, en Nepal. La ascensión de Herzog, y su no menos mítico descenso, culminaba los esfuerzos de un grupo creciente de montañeros –y de gobiernos–, en su mayoría europeos, que desde el primer cuarto del siglo XX habían puesto sus ojos en los catorce ochomiles del planeta, todos ellos en las cordilleras del Himalaya y del Karakorum. Esta carrera, comparable a la conquista de los polos, alcanzaría un nuevo clímax mediático con la ascensión en 1953 del Everest (8.848 m) por el neozelandés Edmund Hillary y el sherpa Tenzing Norgay.
La “conquista” de las cumbres asiáticas dio lugar a una nueva generación de alpinistas, o más exactamente himalayistas, entre los que se encuentra el austriaco Kurt Diemberger (1932), quien tiene el privilegio de haber realizado las primeras ascensiones del Broad Peak (8.047 m) en 1957 y del Dhaulagiri (8.167 m) en 1960. Aunque estos dos hitos históricos le sitúan en el olimpo de la alta montaña, su figura siempre ha estado a la sombra de los grandes nombres como Maurice Herzog, Walter Bonatti, Hermann Buhl o Reinhold Messner, etc. De alguna manera Diemberger fue el secundario de lujo de la «revolución himalayista», uno de los grandes de la historia del montañismo pero sin el carisma mediático de los anteriores.
Muchas cosas han cambiado desde que Buhl y Diemberger hicieran cima en el Broad Peak, hace ahora cincuenta años: los avances tecnológicos han atraído hasta esos lugares a numerosos diletantes con gruesas cuentas bancarias; al mismo tiempo, los escaladores de raza han radicalizado su forma de enfrentarse a las altas cumbres, rechazando el uso indiscriminado de oxígeno y porteadores. También ha cambiado la mentalidad de muchos alpinistas que plantean sus expediciones de modo que resulten atractivas a posibles patrocinadores bajo la fórmula del «más alto, más rápido, más peligroso, más dramático». Este hecho no puede soslayarse: el mundo de la montaña está rodeado por la mística de la épica, del sacrificio, la superación personal, y también, de la tragedia. Las montañas se cuentan por sus metros y sus muertos. Es significativo que el último gran éxito de la última década haya sido Mal de altura (Ediciones B, 2001), de John Krakauer, que narra la fatídica expedición «comercial» al Everest de 1996, en la que cinco montañeros perdieron la vida. El propio Diemberger fue el protagonista involuntario de la tragedia del K2, en 1986, cuando cinco montañeros murieron en esa montaña mágica y terrible. En un doloroso intento de purificación escribió K2. El nudo infinito (Desnivel, 2004), donde cuenta aquellos terribles hechos.
Ahora, muchos años después, Diemberger regresa con El séptimo sentido, un libro lleno de vida y de recuerdos que se acerca más a su autobiografía Entre cero y ocho mil metros (Desnivel, 1995) que a K2. El nudo infinito, por su carácter retrospectivo y el tono vitalista de la obra. A través de veintiún capítulos Diemberger repasa sus vivencias como montañero y escalador. Están, claro, las grandes cumbres himaláyicas y algunos episodios bien conocidos, como la muerte de Hermann Buhl en el Chogolisa (7.654 m) y algunas referencias al desastre del K2, pero también otros hechos más amables, como sus primeras experiencias senderistas, su aprendizaje alpino o la ascensión a algunas cimas «menores». Estas otras experiencias no pasarán a los anales de la escalada, pero ¿son realmente «menores»? El autor se empeña en demostrar lo contrario. De alguna manera El séptimo sentido podría resumirse en los versos de Schiller que Diemberger cita oportunamente: «Lo que te puede ofrecer un solo instante / no hay eternidad que te lo devuelva». Estas palabras encierran una interesante propuesta de vida: disfruta del momento y llévalo hasta el final, ya sea en el Tíbet o en Pirineos. Afortunadamente, las emociones carecen de un altímetro que las clasifique; las cifras, después de todo, sólo dan información pero no reportan placer (salvo en el caso de las mencionadas cuentas bancarias).
Este libro narra algunos de esos momentos inolvidables para el autor, a veces sobrecogedores, otros sencillos y aparentemente intrascendentes, como una excursión por el campo. Es precisamente en la descripción de esos episodios «menores» donde se encuentran los pasajes más atractivos y esclarecedores. Quizá la prosa de Diemberger carezca de la eficacia narrativa de Krakauer, de la vivacidad de Joe Simpson, o del magnetismo místico de Messner, pero hay en su escritura a veces un tanto desmadejada un poso de honestidad y de verdad sencilla que la engrandece. Para Diemberger, el séptimo sentido en la alta montaña es aquél que se impone a los otros seis en los momentos decisivos, el sentido que llama a seguir adelante cuando todo te dice «regresa». Posiblemente existan otras metáforas más brillantes de la vida, pero a mí me gusta esta, la que se construye a través de pequeños y en apariencia insignificantes, mas poderosos en su trascendencia, destellos de voluntad.

viernes, noviembre 23, 2007

Autobiografía médica, Damián Tabarovsky

Caballo de Troya, Madrid, 2007. 122 pp. 11,50 €

Marta Sanz

Lo primero que llama la atención de esta Autobiografía médica es que está contada en tercera persona. Una autobiografía es un documento intrínsecamente patológico, como cualquier ejercicio literario, aunque en el caso de las autobiografías el autor aparenta menores reparos a que se le pierda totalmente el respeto o a que se le ame de manera idolátrica; si esta autobiografía, además de autobiografía y literaria, es médica y está contada en tercera persona, el componente patológico es ya monumental y la enfermedad, irreversible... ¿Se ve el autor a sí mismo desde arriba de las habitaciones como un personaje escindido de su ser?, ¿habla solo?, ¿dramatiza los diálogos de sus personajes?, ¿enferma por empatía con sus tuberculosos?, ¿convierte en tuberculosos a todos sus hijos literarios después de haber padecido una neumonía? La perspectiva esquizoide y narcisista está en la base de la misma creación literaria, pero muy especialmente constituye uno de los pilares del mundo en el que nos ha tocado vivir. Si esta reseña se perdiera en las selvas de la terminología psiquiátrica, estaría despistando al lector potencial de Autobiografía médica, porque el lenguaje psicopatológico sólo funciona como metáfora de la permanente paranoia laboral que experimentan los individuos –sanos y no tan sanos- a lo largo de toda su edad productiva. La vida es el trabajo y el alma, el éxito. La enfermedad, la inactividad o el despido son formas de la muerte. Así estamos: pequeños doctores Faustus que ya sólo le vendemos el alma al Dios del Capital.
La extraña manera en que Tabarovsky enfoca la anécdota de su personaje, la realidad y, sobre todo, la materia literaria se resume en una sola palabra: alienación. Porque éste, en definitiva, es un libro sobre la alienación que se encuentra en el espacio coloreado de una intersección formada por la confluencia de distintos conjuntos. Los nacidos a finales de la década de los sesenta aprendimos matemáticas a través de los diagramas de Euler-Venn: esto quiere decir que algunos no aprendimos nada, pero Tabarovsky debió de ser un alumno más receptivo. Su alienación o la alienación de su culto, analítico y sensible narrador en tercera se separa —se aliena— de la alienación de Dami, el personaje, ese sociólogo argentino —la profesión, la nacionalidad, la falta de capacidad de análisis de Dami... el autor se burla del estereotipo mientras juega con la paradoja— especialista en análisis del mercado y del discurso —c´est la même chose—. Dami padece una cadena de enfermedades que da sucesivos volantazos en la trayectoria de su vida laboral, es decir, en la trayectoria de su vida toda. Porque una de las ideas más inquietantes que se desprenden del libro de Tabarovsky es la de que la vida laboral y lo que entendemos por vida son exactamente lo mismo en estos tiempos salvajes. Que nadie se mueva a engaño: las felicidades —llegados a la cierta edad en que se nos curan los granos y los amores son un despropósito permanente o un plácido remansito— se sitúan en la esfera de la carrera profesional, del reconocimiento de los otros en la carrera profesional, del éxito que, según ya se ha comentado y se apunta en el aviso de lectura de la contraportada del libro, es el alma. El lector se reconoce y hace un acto de contrición más bien cómico porque nada en las páginas de esta Autobiografía médica está escrito en un tono de rasgarse las vestiduras ni con una voz catecuménica. Te ves. Te ríes. Se te llevan los demonios. Piensas «éste es un buen libro.»
En la intersección que dibuja y rellena con tiza de color Tabarovsky sobre la pizarra participan al menos tres conjuntos con elementos comunes, es decir, interrelacionados: el ser que entre otras cosas es el cuerpo; el trabajo; y el lenguaje, el discurso y la literatura como formas de la duplicación. El cuerpo se enajena, se extraña, se aliena en la enfermedad y Dami padece sucesiva o simultáneamente dicromatismo, hernia discal, úlcera de duodeno, uña encarnada, citomegalovirus y un sarpullido... Cada enfermedad afecta a su ser porque afecta a su trabajo y su trabajo es su ser y se produce la paradoja de que, siguiendo el hilo lógico, las enfermedades casi serían como pequeños aliados marxistas que ponen a Dami en la tesitura de hacerse consciente de su alienación laboral, pero Dami no ve, está completamente cegado y ni siquiera se plantea que algunas de las reacciones de su cuerpo sean respuestas psicosomáticas a la presión, al estrés... Dami —¿un ingenuo, una víctima del liberalismo, un cómplice?— vive dentro de la rueda sobre la que corre desbocado el hámster y, sin embargo, tiene una percepción lineal de su propia vida: en ella la suerte y el azar juegan un papel incluso esperanzador.
Desde un punto de vista literario —que a Dami no le interesa en absoluto—, la repetición se presenta con la única forma posible de la innovación porque nada hay más diferente a un original que su copia y su otra copia y su otra copia; ni nada hay más distinto a un hecho dado que su repetición y su repetición y su repetición; en este sentido, Tabarovsky corre sobre la ruedecita del hámster como su personaje y es circular, borgiano, pierremenardiano, autoparódico; sin embargo, hay una significativa diferencia: a Tabarovsky –progresista o progresivo, aritmético y dialéctico- le interesa el punto al que pueden llegar la copias, las repeticiones, la duplicación, le preocupa la política y la expectativa —así se llamaba su anterior texto también publicado en Caballo de Troya—, mientras que a Borges —radicalmente conservador, geométrico, circular, con una visión reaccionaria de la Historia y desesperanzada de la política— le interesa la causa primera, el origen, Dios, la metafísica.
Diagnóstico: todos —seres pensantes, ingenuos, cómplices, distraídos, los trabajadores, los literatos, los cuerpos y las almas en las que concurren a la vez condiciones diversas— estamos enfermos, irreversiblemente enfermos. Tan enfermos como el propio mundo y como la propia literatura. Es muy difícil contar todo esto con sentido del humor, así que Tabarosvky, además de dominar los diagramas de Euler o de Venn o de Euler-Venn, debe de ser un escritor muy inteligente.

jueves, noviembre 22, 2007

El día de los inocentes, Josip Novakovich

Trad. Vicente Clavero. El Andén, Barcelona, 2007. 312 pp. 20,50 €

Paul Viejo

Josip Novakovich
es uno de esos personajes nabokovianos que tanto me gustan y que tan pequeño le hacen sentir a uno en determinadas ocasiones; uno de aquellos que han tenido que tomar distancia de su lengua materna (sin abandonarla nunca del todo), de la misma manera que tuvieron que alejarse de los paisajes eslavos donde nacieron, de su cultura, de sus tradiciones literarias, para reinventarse en una nueva vida de émigrée, de exiliados, de escritores con maletas llenas de idiomas. Novakovich, nacido en Croacia, llegó con veinte años a la lengua inglesa y se ha quedado en Estados Unidos hasta que su prosa estuvo lo suficientemente madura como para escribir tres libros de relatos, uno de viajes (Plum Brandy: A Croatian Journey) y, junto con otros, la novela que nos ocupa. Ivan Dolinar, el protagonista de El día de los inocentes, es uno de esos personajes que pertenecen, muy a su pesar, supongo, a la estirpe del soldado Svejk, a la de aquellos que han servido al rey de Inglaterra, a la misma familia literaria, en definitiva, a la que pertenecen los personajes de las historias de Sergei Dovlátov, Miljenko Jergović o Drago Jancar: es decir, aquellos seres mínimos que nos hacen comprender, o por lo menos pensar en alguna ocasión, que la vida no es más que una sucesión de escenas ridículas, mínimas, colocadas estratégicamente para hacer reír o llorar al mundo. A su costa. Porque no es otra cosa lo que parece esta novela, que no ocupa un día sino toda una vida, la de un Dolinar que viene a nacer en el momento justo como para que su aparición parezca una broma (el 1 de abril, el April's Fool Day anglosajón del título, y también «los inocentes» croatas) y que por ello sus padres lo anoten en el registro un día después, con el primer nombre que se les viene a a la mente. Una broma, cruel y según como se mire injusta, similar a las que continuará viviendo Ivan a lo largo de su vida y de la novela que le ha tocado protagonizar: por su puesto, la adolescencia en una Yugoslavia rural marcada por el régimen de Tito, la muerte de Tito y el recuerdo de Tito hasta el final; la madurez en una Yugoslavia aún "títica" que se resquebraja a marchas (militares) forzadas y deja, en sus fronteras, en lugar de zanjas o alambradas, cicatrices incurables para sus ciudadanos; la cercanía de la muerte en algún lugar de esa Yugoslavia que ya no reconoce, ni comprende, pero que tampoco quiere comprender porque él, asume, ha ayudado a crearla. Pero, decía, personajes como Ivan Dolinar logran que veamos siempre estas terribles escenas empañadas por las lagrimas que puede llegar a provocar la risa. Lo cual es un consuelo. Que una brutal violación colectiva de unos soldados a una muchacha parezca una sketch de Escenas de matrimonio, pese a lo vulgar que pueda sonar decirlo así, es todo un logro de Novakovich. Que asesinar, fusil en mano, a "hermanos" de uno y otro bando durante la Guerra de los Balcanes sea visto sólo como un pequeño accidente porque a Dolinar lo metieron equivocadamente en un bando primero y en el otro después, es, aunque parezca que se está tomando a guasa, todo un logro de Novakovich. Que ser condenado a trabajos forzados por el propio Tito después de imaginar (sí, sólo imaginar) que alguien pudiera asesinarlo, para más tarde no sólo ser liberado sino incluso obtener recomendaciones, pueda parecer algo ridículo, es un logro de Novakovich. Y es de agradecer. Aunque él mismo pudiera no creerlo.Y es que lo que ha logrado Josip Novakovich en este Día de los inocentes es coger una porción (grande) del pastel llamado Historia de Europa y restregárselo a ese invitado a la fiesta que es el lector. Para provocarle el cabreo mientras él se ríe. O para provocarle la risa, mientras él se cabrea. Una hilarante historia, absolutamente croata pero escrita desde Pennsylvania, donde a través del humor se convocan las pesadillas europeas, demasiado parecidas a las del resto del mundo. Absolutamente recomendable. Pero puesto a recomendar, si alguien se queda con ganas, tiene Novakovich un libro de relatos, Infidelities. Stories os War and Lust, mucho más americano (es decir, lleno de apellidos serbios, polacos, croatas y casas con porche y con jardín), más tragico aún en ocasiones, algo más serio incluso. Como si todo esto le estuviera afectando al autor realmente.

Podemos disfrutar de alguno de sus relatos en español que publicó la revista electrónica Barcelona Review: http://www.barcelonareview.com/54/s_jn.htm



miércoles, noviembre 21, 2007

Sombras de unicornio, Raquel Martínez

XII Premio de Novela Ateneo Joven de Sevilla. Algaida, Sevilla, 2007. 324 pág. 20 €

Gregorio León

«Madrid es una ciudad con un millón de muertos. Varios miles son argentinos.» Es una de las frases más demoledoras que leemos en Sombras de unicornio, novela que ha ganado (ahora entiendo por qué) el último Ateneo Joven de Sevilla.
La novela es un puñetazo. En la boca del estómago. Ni siquiera el lenguaje poético que a veces elige Raquel Martínez evita que el relato nos vaya dejando sin aliento, página a página. Claudia ha nacido en Oviedo, pero ese es un hecho accidental, porque su vida y sus frustraciones se han ido fraguando en Argentina, un país que se le convierte en imposible. Es en el retorno, no a Oviedo sino a Madrid, donde Claudia cifra sus esperanzas redentoras, bajo la premisa de empezar desde cero. Es así como entra a trabajar en El Unicornio, un bar en el que se sirven bien cargados cocktails y nostalgias.
Es ahí, día a día, donde la protagonista constata la imposibilidad de vivir otra vida, de que no somos más felices porque cambiemos de escenario. Si lo que tenía en Argentina era un cuento de hadas repleto de mentiras, lo de Madrid no es mucho mejor. Sustituye un mundo impostado por la desesperanza irrevocable. No es de extrañar que el narrador se vea incapaz de llevarle la contraria a Claudia y afirme que hay ruinas en lugares solemnes.
Ni siquiera la incorporación a su vida de Édgar es capaz de brindarle a la protagonista una razón para abandonar su pesimismo resignado. La irrupción en Sombras de unicornio de este mexicano, poeta de versos desconocidos, prófugo de la espuma burguesa, anuncia un romance. Pero ni siquiera Claudia está preparada para eso. Raquel Martínez no cae en la tentación fácil de regalarnos una historia de amor que parecía inevitable. Y de esa forma logra no desbaratar la dureza de un relato en el que sólo se insinúala esperanza en la última línea.
La novela ni siquiera rehúye el análisis político, que se resume en las apenas tres líneas de la conversación que mantiene Claudia con Felicidad: «Nos creíamos un país rico y ahora nos sentimos como si hubiéramos perdido la final del mundial de fútbol». No se puede ser más profundo con tan pocas palabras para resumir la Argentina sin norte de los últimos años.
Y tres razones más para engancharse a este Ateneo Joven. La primera, la evocación de la selva argentina, complementada con el homenaje explícito a Horacio Quiroga. La segunda, la búsqueda del unicornio, que llega a introducir en la novela un punto de intriga, lleno de resonancias mitológicas.Y tercero, la prosa sensitiva que ofrece Raquel Martínez. Si el Ateneo Joven es un yacimiento inagotable de escritores y escritoras que explotan al poco tiempo(sólo dos ejemplos, el de Marta Rivera y el de Carmen Amoraga, que confirman el buen ojo de Miguel Ángel Matellanes, el editor de Algaida y uno de los responsables del premio), estamos quizá ante una autora también de largo recorrido. De momento ha conseguido verle un futuro extraordinario gracias a una novela que te deja sin aliento, y no sólo porque se lea de un tirón. Sobre todo porque aloja un mensaje estremecedor: por mucho que lo intentemos, es imposible empezar desde cero.

martes, noviembre 20, 2007

Folclore y realidad: tres ensayos sobre el folclore , Vladimir Propp

Trad. Ricardo San Vicente. Alianza, Madrid, 2007. 248 pp. 7,50 €

Ana Gorría

Para contextualizar a este autor es necesario tener presentes las palabras de Boris Eichenbaun, uno de los máximos exponentes junto a Propp, Shklovski, o Tinianov de aquella escuela teórica que se dio a conocer como el formalismo ruso y que supuso una nueva mirada sobre los estudios literarios, frente a los abusos de la crítica ecdótica, textual e historiográfica característica del romanticismo. Eichenbaun, en uno de sus artículos definió el método formal como una manera de análisis que no resultaba «de la constitución de un sistema metodológico particular, sino de los esfuerzos de creación de una ciencia autónoma y concreta». En general —afirmaba— «la noción de método había adquirido proporciones desmesuradas para llegar a significar demasiadas cosas. Para los formalistas, lo esencial no es el problema del método en los estudios literarios, sino el de la literatura considerada como objeto de estudio».
Los estudios de Vladimir Propp, cuya erudición le valió entre otros cargos la Cátedra de estudios sobre el folclore en la Universidad de Leningrado en 1932 tomaron como elemento de análisis los relatos tradicionales de la literatura rusa, literatura que, desde las bylinas, conoce un amplio acervo de estos textos. Su magistral y clásico Morfología del cuento ruso comenzaba con las siguientes palabras: «Nadie ha pensado en las potencialidades que esa noción y ese término, morfología del cuento, encierran. Sin embargo, en ese ámbito del cuento popular, folclórico, el estudio de las formas y el establecimiento de las leyes que rigen su estructura es posible. Y puede llevarse a cabo con tanta precisión como en la morfología de las formas orgánicas.»
Esa precisión, que el autor vincula a Goethe a través de la cita que preside Morfología del cuento, es la que liga sus esfuerzos a la obra de los demás formalistas con títulos como Transformaciones de los cuentos de hadas además del ya citado Morfología...
No obstante, y como nos sugiere Pau Sanmartín Ortí, en su tesis La finalidad poética en el formalismo ruso: el concepto de desautomatización, Propp no fue nunca un formalista al uso, ya que aunque sus presupuestos coincidieran, su concepción del hecho literario se acercaba a lo que más adelante conoceremos como estructuralismo transformacional, en el que redundarán diversas escuelas como la lingüística generativa, la antropología estructural de Levi-Strauss y el estructuralismo francés. Su distancia en intenciones y en metodología —cabe pensar en el esfuerzo de Propp como en el intento de crear una humanitas a través de las variaciones y de la comparación de los textos en los que introduce tradiciones de una gran multitud de pueblos y de etnias— le acarreó múltiples críticas de sus colegas, especialmente por la acusación de alejarse de la realidad.
Desde esta perspectiva, es entendible que el gran teórico del cuento desplazara sus intereses hacia una realidad extratextual, articulada a través de la etnografía con títulos como no sólo el que tenemos entre manos sino también Las fiestas campesinas rusas.
En Folclore y realidad, Propp parte de la siguiente tesis para llevar a cabo sus estudios estructurales: «En cada variante de cuento aduciremos materiales extrafolclóricos que muestran que el cuento no se construye sobre la libre fantasía, sino que refleja ideas y costumbres realmente existentes. De este modo, se abrirá ante nosotros no sólo la diversidad del motivo sino también sus fundamentos históricos.»
Partir de esa realidad extratextual, ponerla a dialogar con las distintas variantes de los cuentos tradicionales es el objetivo de folclore y realidad, que se adscribe al tratamiento que Engels da a la literatura.
En la versión que tratamos sólo tenemos a nuestra disposición tres de los ensayos del originario Folclore y realidad de Vladimir Propp: Edipo a la luz del folclore, La risa ritual en el folclore y El motivo del nacimiento milagroso, además de la acertada inclusión de la traducción del cuento Nesmeyana, motivo de estudio del segundo de los ensayos.
Vladimir Propp analiza en estos artículos temas de especial interés para la antropología: el incesto, la familia, el tránsito y los espacios que se dan entre las sociedades matriarcales y patriarcales, las distintas maneras de enfrentarse del hombre a ritos de transición como el nacimiento y la muerte, abriendo un camino que, como hemos afirmado con anterioridad, será uno de los más fecundos en el pensamiento humanístico de la segunda mitad del siglo XX.

lunes, noviembre 19, 2007

Jaco Pastorius. La extraordinaria y trágica vida del mejor bajista del mundo, Bill Milkowski

Trad. Marc Rosich i Martí. Alba, Barcelona, 2007. 512 pp. 26,50 €

Alejandro Luque

Decir que Jaco Pastorius fue un talento fuera de concurso parece una simpleza. Fue más que eso: un pionero que elevó su instrumento al rango de solista, lo dignificó para siempre en las formaciones de jazz y aportó a la historia de la música —sin etiquetas— un caudal de virtuosismo y belleza sólo al alcance de los más grandes, marcando, como se dice de tantos sin que sea del todo cierto, un antes y un después de su paso por el mundo.
Confieso que no me gustan las biografías «a la americana»: suelen ser demasiado prolijas en datos inútiles, bastante reiterativas y demasiado sentimentales. Este trabajo de Bill Milkowski, un drama sobrecogedor en clave de reportaje, adolece por momentos de esas debilidades, pero el personaje es tan imponente, la documentación tan seria y el enfoque tan personal, que su lectura cautivará incluso a quienes no se consideren especialmente melómanos.
El libro traza un perfil afinadísimo del joven Jaco, un niño en extremo competitivo, con tanto complejo de superioridad como capacidades sobrehumanas para hacer bien cuanto se propusiera: excelencia que, desde luego, no le abandona cuando encamina sus pasos hacia la música. Desde sus primeras formaciones en la Florida natal hasta su militancia en los C.C. Riders, luego con Joni Mitchell, en la Weather Report —la banda con la que acabaría cobrando fama mundial— o en su big band Word of Mouth, el autor demuestra no sólo dominar la discografía de Pastorius, sino poseer un nada desdeñable conocimiento de su técnica, que florecía igual en los jardines del soul, el blues, el jazz o el rock.
Pero acaso lo más interesante de este volumen sea el análisis de las circunstancias que precipitaron el declive del ídolo, y que Milkowski trata de explicar desde todos los puntos de vista posibles: la interpretación freudiana de sus traumas infantiles, las tentaciones del alcohol y las drogas, ciertos arrebatos de inspiración dadaísta, los brotes maníaco-depresivos o la colisión frontal de un espíritu libre con las miserias del mercado, son hipótesis que el autor va desmigando con rigor y profusa documentación.
La fábula de fondo es la del genio atormentado, el desafío ingrato y constante de ir siempre un paso más allá, a menudo vinculado a una tenaz vocación autodestructiva y desbarajustes emocionales permanentes. Desde las tribulaciones de nuestro Paco de Lucía al iluminismo suicida de Charlie Parker, la historia de la música está trufada de casos similares. El caso de Pastorius tuvo su último capítulo a manos de un matón de discoteca, no sin antes pasar una buena temporada en el infierno de las calles de Nueva York, dejado de la mano de dios y sin que nadie le ofreciera un concierto. Como suele decirse de Jesucristo, en quien Pastorius se vio alguna vez reflejado, nada nos permite suponer que una nueva resurrección del músico propiciaría un desenlace diferente. Un desmesurado ego en la trituradora de la industria discográfica acaso no podía tener otro fin.
El libro de Milkowski se completa con un ramillete de semblanzas sin desperdicio, a cargo de nombres tan acreditados como Victor Bailey, Ricard Bona, Chick Corea, Larry Coryell, Meter Erskine, Frank Gambale, Stuart Hamm, Michael Manring, Marcus Miller, Airto Moreira, Sting, Mike Stern, Victor Wooten o John Patitucci, así como de un completo apéndice discográfico. Gócese todo ello con cualquier tema de fondo de este músico inolvidable. Es un lugar común, pero muy consolador, creer que Jaco —o lo mejor de él— sigue vivo en sus discos.

viernes, noviembre 16, 2007

El padre de Blancanieves, Belén Gopegui

Anagrama, Barcelona, 2007. 337 pp. 19,50€

Salvador Gutiérrez Solís

El difunto Umbral, tan certero con las palabras, acertó de pleno en su vaticinio/apuesta sobre Belén Gopegui. Una narradora, que desde su primera entrega —La escala de los mapas— despliega una portentosa capacidad/habilidad novelística, vibrante, inquieta, exploradora, atrevida; definitivamente inusual en estos tiempos de soporíferas historias, modernismos con marca registrada y correctas agresiones contra lo establecido. La voz de Gopegui es una luz en la penumbra de la caverna en la que habita la novela escrita en lengua española, una señal en el camino, tal vez una dirección a seguir. Tras unos comienzos más que prometedores, La conquista del aire y Lo real alzaron a Belén Gopegui a los puestos más altos de la narrativa nacional. Dos obras imponentes, contundentes en trama, intención y definición que lograron agigantar la silueta de la escritora y que convulsionaron el adormecido patio de las letras hispanas, somnoliento desde los años cincuenta. Gopegui inyectó sangre, adrenalina, en las venas del moribundo.
El padre de Blancanieves puede entenderse como la continuación, con respecto a la intención, de El lado frío de la almohada. Continuación sólo con respecto a la intención —repito—, de movilizar, de sensibilizar, de avanzar en lo que podríamos definir como la novela ideológica o novela política. Afortunadamente, técnica y argumentalmente es sensiblemente superior. No se trata El lado frío de la almohada de una novela errónea o mediocre, no, es soberbia en algunos momentos, pero en una escritora del recorrido de Belén Gopegui sólo se puede considerar como una línea recta. Línea recta, eso sí, en las alturas. Alturas que vuelve a recorrer Gopegui, incluso a sobrevolar, con El padre de Blancanieves. Una novela coral e —increíblemente— intimista al mismo tiempo, un espectacular fresco de la clase media española, de la clase obrera, de esa socialdemocracia bienpensante que lo entiende todo, que se solidariza con todo, pero que no actúa —no actuamos— frente a nada.
Página tras página, Belén Gopegui mira a su lector a los ojos y le dice: hazlo, tú puedes, todos podemos, vamos a intentarlo. Porque en El padre de Blancanieves se insta a recuperar los valores de la ciudadanía como estamento fundamental en la construcción de la sociedad y de su propia historia. Entiendo a quien pueda detestar y hasta herir esta novela, si el corral estuviera habitado por las mismas bestias esto sería muy aburrido. Ese odio, o esa herida, habría que seguir adjudicándolo, igualmente, en el haber de Belén Gopegui. Nos demuestra, una vez más, que la novela es un género con entrañas, con riesgo, con vida, en el que todo vale, sí, pero partiendo de unos criterios establecidos. Nos demuestra que la novela es un elemento más en la construcción del mundo, o en un posicionamiento ante el mundo, y no sólo una retahíla de frases ordenadas y huecas, más o menos respetuosas con la gramática.

jueves, noviembre 15, 2007

Negro sobre negro, Leonardo Sciascia

Trad. César Palma Hunt. Global Rythm, Barcelona, 2007. 319 pp. 22 €

Alejandro Luque

Mentiría, de entrada, si omitiera que soy un devoto de la obra, de toda la obra de Leonardo Sciascia. Si por mí fuera, la pondría como lectura obligatoria en escuelas, universidades, empresas públicas y privadas, partidos políticos. Y no porque tenga mucha fe en la eficacia de las lecturas obligatorias, pero sí me consuela pensar que algo queda, que menos es nada. Una cucharada de Sciascia en el desayuno, abrir la ventana para que sople un poco de Sciascia, un segundo de Sciascia en la parrilla televisiva, tendrían en nuestra sociedad insospechados efectos benéficos.
De entre los libros de no ficción de su bibliografía, acaso mi favorito sea este Negro sobre negro. Lo he releído varias veces en mi vieja edición de Bruguera, de 1984, y vuelvo a hacerlo ahora en esta otra, elegante y cuidada, de Global Rythm. Siempre que abro estas páginas –y no dejo de asombrarme por ello– descubro infinidad de nuevas revelaciones, como si el libro siguiera creciéndose y enriqueciéndose cada año. Y sé que es algo más que una sugestión: las ideas que el autor siciliano moviliza no sólo mantienen su vigencia, sino que toman la forma, se adaptan de un modo asombroso a los nuevos tiempos, en parte porque son producto de una lucidez muy sólida, en parte porque el mundo tiene la costumbre de recaer en errores y miserias sospechosamente similares.
Planteado como una suerte de dietario, Sciascia trabajó en este proyecto durante diez agitados años, de 1969 a 1979. Sobrino nieto de la Ilustración, laico, voltaireano, montaigneano confeso, el racalmutense proyecta la misma mirada inciso-cortante en su infatigable peregrinaje de la actualidad al pasado, con el objeto de que una y otro se iluminen mutuamente, que se froten como piedras hasta que la fricción produzca una chispa razonable, un destello que logre conjurar la estupidez.
En esta colección de notas breves hay, para empezar, una prosa limpia, clara y pulida, algo inalterable en sus mejores novelas –Todo modo, El archivo de Egipto– que también reconocemos aquí, ajustada al formato con maestría intachable. Hay también mucha y muy buena lectura, de Pirandello a Borges pasando por Brancati, Stendhal, Kundera, Shakespeare o Pasolini. En ninguno de estos casos, sin embargo, se les trata como venerables ídolos de mármol, sino como sutiles instrumentos ópticos dirigidos a descubrir nuevos perfiles de la realidad.
Otro de los alicientes de estas páginas son esos enigmas históricos que Sciascia recoge en libros como La desaparición de Majorana, De la parte de los infieles o Los apuñaladores, y que ahora aborda más telegráficamente, pero aplicando idénticas mañas deductivas. Asimismo, encontramos entre reflexiones sobre la sicilianidad –esa marca genética que el escritor intentó descifrar toda su vida–, temores acerca del destino del patrimonio histórico y críticas al circo de la intelectualidad, recuerdos y aforismos, inquisiciones demoledoras en materia política, consejos implícitos para leer mejor los periódicos, vacunas contra las manipulaciones a las que estamos expuestos a diario.
Las últimas páginas del libro son un anticipo de su polémico volumen El caso Aldo Moro, una reflexión sobre el dramático secuestro y asesinato del líder democristiano a manos de las Brigadas Rojas. Y tal vez sea en estos textos donde mejor se percibe lo que apuntábamos arriba: siendo un hombre puro de su tiempo, fieramente siciliano -por más afrancesado que se nos presente-, Sciascia hace siempre gala de una visión de largo alcance y de una conciencia universal, que le valieron por cierto una curiosa mala fama de agorero. Qué grandes observaciones habría aportado, me pregunto, de haber vivido en los tiempos del 11-M, Berlusconi, Litvinenko y las pateras del Estrecho de Gibraltar.
“Hoy en día”, escribía, “la estupidez y el fanatismo son inseparables, ya que no se diferencian: no hay fanático que no sea estúpido y no hay estúpido que no sea fanático”. No se puede fechar mejor este aserto: lo dicho, hoy en día.

miércoles, noviembre 14, 2007

La invención de Hugo Cabret, Brian Selznick

Trad. Xohana Bastida Calvo. SM, Madrid, 2007. 533 pp. 20,50 €

Carmen Fernández Etreros

Cuando el lector de La invención de Hugo Cabret abre las primeras páginas del libro, no sabe si se va a encontrar con un ejemplar de literatura juvenil, un cómic o un álbum ilustrado. El libro de Brian Selznick es todo eso y mucho más. Un libro especial que combina tres géneros: la narrativa, la ilustración y la técnica cinematográfica. El acierto del autor es que no nos invita a leer el libro sino a contemplar la historia del muchacho protagonista, y para ello nos la muestra con sus increíbles ilustraciones e imágenes.
El papel privilegiado de la imagen en La invención de Hugo Cabret se logra gracias a la aparición de 284 cuidadas ilustraciones. En el libro aparecen fotografías sacadas de películas pioneras del cine como por ejemplo El viaje a la Luna de George Méliès o La llegada de un tren a la estación de los hermanos Lumière. Estas fotografías se combinan con curiosos dibujos en blanco y negro elaborados por el propio autor. Brian Selznick usa técnicas cinematográficas para la recreación de sus ilustraciones, como la simulación del zoom con dibujos sucesivos que van acercando los pequeños detalles al lector como una bota del protagonista corriendo o la locomotora entrando en la estación parisina.
Brian Selznick, natural de New Jersey, es un apasionado de la literatura y la ilustración infantil. Su primera obra, The Houdini box, que todavía no ha llegado a nuestro país, cosechó un gran éxito entre los lectores y la crítica, y varios premios de Literatura Infantil y Juvenil. Curiosamente Brian Selznick adquirió sus conocimientos de literatura infantil cuando comenzó a trabajar en la librería infantil Eeyore’s en Nueva York. También ha trabajado como ilustrador de diversos libros infantiles y juveniles.
Pero recalco que la imagen no se superpone al texto, sino todo lo contrario, ambas se combinan con destreza. El autor logra un equilibrio de las imágenes con una historia brillante y una intriga que capta al lector desde las primeras páginas. Incluso consigue que las ilustraciones lleven al lector en volandas la historia para seguir a recreándola a continuación en el texto. Un verdadero ejercicio de estilo y una novedosa técnica para la literatura juvenil que se inaugura con este libro y que se hace eco del gran papel de la imagen en los nuevos lectores.
La invención de Hugo Cabret cuenta la historia de un chico huérfano, que vive solo entre los muros de una ajetreada estación de ferrocarril parisina. Si quiere sobrevivir, nadie debe conocer su existencia. Tampoco nadie debe saber que todas las mañanas Hugo pone en hora los relojes de la estación. Sin embargo, un día tiene un descuido y es descubierto por una solitaria chica y un viejo juguetero. Ya nada será para Hugo como antes. Un extraño dibujo, un valioso cuaderno de notas, una llave robada y un misterioso autómata son algunas de las claves de un intrincado misterio que el lector irá descubriendo.

Para esta obra Brian Selznick se ha inspirado en Edison’s eve: A Magical Quest for Mechanical Life, de Gaby Word, un libro en el que se cuenta la historia de un autómata, y en el que se narra como uno de los primeros directores de cine francés, George Mèliés, coleccionaba este tipo de máquinas. Un director de cine que se separo de la línea documental de los hermanos Lumière para convertir el cine en espectáculo y diversión. El autor cuenta en los agradecimientos de La invención de Hugo Cabret que había acariciado durante muchos años la idea de escribir una novela sobre George Méliès, pero ésta no tomó forma hasta que encontró este libro que contaba la historia de la colección de autómatas de Méliès que fue «donada a un museo cuyos responsables la arrinconaron en un desván del que solo salió para ir al basurero. Me imaginé que podía haber pasado si un niño hubiera encontrado aquellos autómatas en medio de la basura y en aquel instante nacieron Hugo y su historia».
La otra historia que subyace en La invención de Hugo Cabret es la reinserción en la sociedad de un niño que como tantos otros en la época, vagaban en soledad por las calles de París a su suerte, y que gracias a la amistad con la protagonista y al misterio del autómata vuelve a tener contacto con el mundo.
Un libro que conecta la olvidada y triste historia de los pioneros de la cinematografía con una aventura juvenil llena de sensibilidad, misterio y creatividad. Un libro que engancha a los jóvenes lectores pero también a sus padres.

martes, noviembre 13, 2007

Obras maestras. La mejor ciencia ficción del siglo XX, Orson Scott Card (selección)

Ediciones B, Barcelona, 2007. 570 pp. 19 €

Julián Díez

Bienvenidos a la ciencia ficción, donde el arte inquieto y la bufonada se confunden. Esta antología puede ser, si no una puerta inmejorable, sí al menos fidedigna y válida para adentrarse en uno de los más meritorios, pero también el más esquizofrénico, de los géneros literarios del siglo XX. Porque en ella encontraremos un resumen fidedigno de sus miserias y sus grandezas; obras maestras desconocidas al lado de cuentuchos que resulta delirante que nadie quiera recuperar; certeras reflexiones sobre la condición humana o el destino de nuestra sociedad junto a chorradas del espacio escritas en un grimoso estilo pulp.
Sólo en un libro de ciencia ficción, en ningún otro género literario ni en ninguna otra vertiente de la cultura conocida, podríamos encontrar a un director de colección que aprovecha el prólogo de un volumen para dar cera a quienes no piensan como él; y nada más que en la ciencia ficción se encontrará a un antologista que, ya que está seleccionando sus cuentos favoritos, aprovecha la coyuntura para decir que todo el resto del universo que no disfruta de la ciencia ficción son “la vieja aristocracia en su torre de marfil”, y de paso reclama para su género una normativa al margen de la del resto de cualquier otra forma literaria (sin argumentación alguna para ello, por supuesto), en la que, naturalmente, su propia obra reciba al fin el reconocimiento que merece por parte de “la vieja aristocracia”.
Se hace difícil recomendar del todo un libro embadurnado, pues, de complejos de inferioridad y autosuficiencia fanfarrona. Pero ay, amigos: es que la ciencia ficción es también una fuente de literatura maravillosa. De la que está a la altura de cualquier criterio, de las exigencias más exquisitas, y que a la vez da que pensar, da que soñar. En este libro hay no menos de media docena de ejemplos de ello. Y no hay muchas antologías de relatos actualmente en las librerías en las que se reúnan juntos tantos relatos buenos, de los verdaderamente memorables de la ciencia ficción. El único otro caso disponible es Lo mejor de los premios Nebula, reeditada en bolsillo en dos volúmenes. Esta última tiene la ventaja de que los cuentos que no son buenos, al menos no son tan rematadamente malos como los peores de ésta.
En cualquier caso, destaquemos los relatos memorables. "Un platillo de soledad", del maestro de la cf sensible Theodore Sturgeon, nos muestra cómo es posible construir una historia maravillosa a partir de materiales humildes, puramente pulp. "Todos vosotros zombis", "Los nueve mil millones de nombres de Dios" y "Sueños de robot" son, sin duda, de los más brillantes trabajos de los tres grandes clásicos de la ciencia ficción, Robert A. Heinlein, Arthur C. Clarke e Isaac Asimov, cuya verdadera importancia en el contexto del género debería ser puesta en entredicho, pero que de los que aquí se ofrecen testimonios inmejorables. Los cuentos de Robert Silverberg, Ray Bradbury, Harlan Ellison y Brian Aldiss están entre los mejores suyos, dando también fiel reflejo de sus trabajos. "El túnel bajo del mundo", de Frederick Pohl, debería servir para reivindicar el trabajo pionero de este autor en el campo de la ciencia ficción sociológica en los años cincuenta, uno de los tesoros ocultos del género. Y "Los que se alejan de Omelas", de Ursula K. Le Guin, es para mí un firme candidato a ser uno de los mejores relatos del siglo XX bajo cualquier parámetro, así que poco más puedo decir de él.
En general, desde que abandonamos los prólogos y su tono mitad llorica, mitad fanfarrón, el libro se justifica en líneas generales en sus dos primeras partes, las que dan testimonio de la historia del género hasta los años setenta. Las deliberadas omisiones de tres de los mejores autores de la ciencia ficción, además de los más reconocidos fuera de los estrechos márgenes del ghetto, como son Stanislaw Lem, Philip K. Dick y J.G. Ballard, con ser más que discutibles, pueden defenderse porque el material presentado o está muy bien o –salvo la excepción del vergonzoso cuento de Edmond Hamilton- resulta al menos digno.
El libro, desafortunadamente, cae en picado cuando Card no puede apoyarse para presentar su canon del género en el canon que la crítica y el público han ido estableciendo al cabo de las décadas, y debe escoger por sí mismo ejemplos del género en los últimos treinta años. Y aquí, salvo el ya indiscutible “Reyes de la arena” de George R. R. Martin y el brillante “Nieve” de John Crowley, el resto forman un abanico que oscila entre lo correctito –Gibson, Kessel o Bisson tienen mejores obras que las aquí escogidas-, lo prescindible o lo simplemente malísimo. Admito que aguardo con impaciencia otras reseñas para ver si hay alguien entre los expertos del género que pueda considerar que relatos inéditos hasta hoy en castellano –con toda la razón- como “Vasijas” de C.J. Cherry o “El sendero descartado” de Harry Turtledove pueden resultar representativos de un género que, en este periodo, ha contado con cuentistas tan interesantes como Connie Willis, Greg Egan, Mike Resnick o Ted Chiang, por sólo citar ejemplos relativamente accesibles para el lector español.
En suma, un volumen tremendamente irregular, pero también por ello mismo representativo del desquiciamiento en el que sigue viviendo hasta hoy la ciencia ficción. Queden en suma claros los dos avisos: aquí hay material valioso, que puede suponer una sorpresa para muchos lectores, y que suma más de la mitad del volumen, lo que sin duda justifica su compra. Pero este libro está muy, muy lejos de ser un testimonio real de lo mejor de la ciencia ficción. Por fortuna, hay bastante material más valioso que algunas de las páginas de topicazos y marcianadas que engrosan este volumen.

lunes, noviembre 12, 2007

Como otros tienen una patria, Ramón García Mateos

X Premio de Poesía Ciudad de Salamanca. Algaida, Sevilla, 2007. 88 pp. 12 €

Ignacio Sanz

Ramón García Mateos (Cerralbo, Salamanca, 1960) ha tenido una vida peregrina y, en cierto sentido, atormentada, que le llevó en un primer envite desde su pueblecito situado casi en la frontera de Portugal, hasta el Barco de Valdeorras, para emigrar después a Reus cuando era ya un adolescente crecido. Desde hace más de veinte años vive en Cambrils (Tarragona), donde ejerce como profesor de Literatura Española. Su primer libro de poesía lo firmaba con un clásico entonces vivo como Leopoldo de Luis. Ramón García Mateos ha ramaleado de aquí para allá siempre atrapado por la poesía, con libros deudores del viejo cancionero y romancero tradicionales con acentos trovadorescos; también ha navegado en las aguas de la poesía satírica, tomando como objeto de su punzante mirada ciertos personajes públicos.
En estas idas y venidas por el mundo literario consiguió varios premios que no hacían sino confirmar que aquel muchacho salmantino de vocación trashumante había devenido en un poeta aplicado con capacidad para asumir lo mejor de la tradición poética en castellano; tradición que, en su caso, recalaba en puertos tan notables como Blas de Otero, José Agustín Goytisolo, César Vallejo, Antonio Gamoneda. A José Agustín Goytisolo le ha dedicado, además, varios estudios críticos y un precioso disco, Por mi mala cabeza, de poesía recitada y musicalizada por el grupo Los Goliardos, que él lidera. En ese disco se puede apreciar la gravedad y hondura de la voz de Ramón García Mateos, así como su dominio del ritmo y de las pausas en la recitaciones.
En el año 2003 García Mateos da un salto cualitativo al conseguir el premio de poesía Rafael Morales de Talavera de la Reina con su libro Morfina en el corazón. Creo que es en este libro donde el poeta comienza a encontrar su propia voz depurada, libre ya de cualquier hojarasca ligada al periodo formativo. Aparecen los largos versículos, las complicidades surrealistas y un desgarro interior que se va a acentuar en el libro objeto de este comentario, Como otros tienen una patria, título prestado de un verso de Juan Carlos Mestre, otro de sus referentes poéticos, cuyo verso completo es: «Yo tenía una libélula en el corazón como otros tienen una patria».
El dolor atraviesa estos poemas desgarrados, pero no es un dolor oscuro o amargo, sino un dolor luminoso, expresado desde la altivez de los derrotados, desde la conciencia heroica de los vencidos. Y descubrimos en ellos que el poeta se desnuda y nos muestra, como trofeo, un torso lleno de heridas. Y es entonces cuando advertimos que Ramón García Mateos ha encontrado en estos poemas el cauce para dar salida a los sentimientos más profundos; las esquirlas de ese dolor salpican como gotas de agua en nuestra cara y nos hieren y nos iluminan.
«Mi memoria es el territorio de la ausencia, memoria para tejer el lino y la sarga donde duerme el recuerdo, ausencia y humo, piel y escalofrío». Otra veces el poeta se muestra dionisiaco, ebrio de amor: «Así, especia y flor, fruto y viático, así, así renace en las palabras, pagoda entre dos muslos azorados, cofre y cosecha, un pozo de agua dormida entre tus piernas: lugar sagrado donde se anega mi soledad, mi ansia de ti, me desespero».
El libro brinca en nuestras manos, como brinca un corazón herido. Y bien se podría decir de él, remedando a Vallejo, que el lector, antes que un libro, tiene un hombre herido entre las manos.

viernes, noviembre 09, 2007

Noviembre, Gustave Flaubert

Trad. Olalla García. Impedimenta, Madrid, 2007. 140 pp. 16,30 €

Care Santos

Un consejo para escritores: lo que no queráis ver publicado, quemadlo en vida. Flaubert no deseaba que este texto se publicara —y con razón— y aquí está, impúdica y bellamente editado (la belleza siempre es impúdica) para que todos los curiosos tengamos ocasión de hurgar en sus páginas, de buscarle defectos, de asentir en silencio mientras leemos y, finalmente, de darle o quitarle la opinión a su autor. A los maliciosos nos encanta que nos inviten de este modo al festín del juicio. De modo que, antes que nada hay que dar las gracias al editor por permitírnoslo.
Noviembre es un texto de juventud. Flaubert lo escribió con apenas veinte años. Apuntaba las maneras que más tarde le caracterizarían, pero estaba aún a años luz de sí mismo. De momento, era un joven sensible, con muchas cosas que decir y poca mesura para decirlas. Este texto lo demuestra: a lo largo de casi la mitad, unos 80 páginas, Flaubert describe, lucubra, soliloquiza, medita en voz alta. Tiende a divagar y a repetirse, pero se lo perdonamos porque su discurso contiene dos o tres ideas valiosas. El problema es que el autor también se dio cuenta y revoloteó sobre ellas con la insistencia de una mosca sobre un pastelillo. En ocasiones, ese efecto mosca de la voz narrativa nos puede hacer creer que el autor no pretende contarnos nada, pero no es cierto: quiere y puede contarnos algo, lector, ten un poco de paciencia, que se trata de un autor tierno, primerizo, ingenuo. Ya llegará, y seguro que te sorprende.
Exagero, por supuesto. Todo el que se acerque a este Noviembre sabrá de antemano que Flaubert era aquí un autor primerizo. La lectura no será inocente. Al lector le fascinará no sólo la historia sino, sobre todo, el modo en que el escritor del XIX se anticipa a sí mismo. En esas 80 páginas, Flaubert gasta mucha retórica en describir la vejez de su narrador protagonista. Es un hombre muy vivido que rememora sus experiencias y, en especial, las que marcaron su juventud. Lo hace desde el aburrimiento, desde el profundo hastío de vivir. Curiosamente, el mismo aburrimiento que habrá de marcar la madurez y la vejez del Flaubert real cuando alcance esa edad.
Eso es lo maravilloso de esta demorada primera parte: el modo en que Flaubert nos habla del anciano que será cuando todavía es un chaval. Él no podía saber en el momento de escribir esas palabras cómo sería 50 años más tarde; pero nosotros, sus lectores, sí lo sabemos. El Flaubert de 60 años es un ser tan triste y gris como el protagonista de Noviembre, un hombre entregado a su causa a la par que a su salud enfermiza, capaz de escribirle a Ivan Turguéniev, refiriéndose a la escritura, cosas como ésta:

«Hay que tener el genio del ascentismo para autoinfligirse semejantes tareas. Hay algunos días en que tengo la sensación de que me están sangrando por los cuatro costados y de que voy a morir de un momento a otro. Pero después me recupero y pese a todo continúo. Así son las cosas». *

La segunda parte de este Noviembre es muy otra cosa. En ella, el narrador evoca sus amoríos con una prostituta, Marie, anticipación de algunas de sus famosas protagonistas femeninas, como Salambó o Emma Bovary, quien le explica qué lecciones le ha enseñado la vida. Lo hace en una larga narración en primera persona —un verdadero relato dentro de la novela—, cargado de imágenes poderosas, de hallazgos argumentales y de escenas memorables. Marie es, sin lugar a dudas, lo mejor de este noviembre en la primavera flaubertiano. Es una mujer que desea, que sabe lo que persigue y que no tienen ningún reparo en salir a buscarlo, que maneja las riendas de la seducción y seduce antes de ser seducida. Seguro que más de uno de sus contemporáneos se habría escandalizado mucho al saber que conocer a una heroína como ella, capaz de observar a los hombres el bulto de la entrepierna o dejar constancia de su placer carnal en forma de arañazos en el cabecero de la cama.
Marie bien merece una visita. Combinada con la rara avis que supone este texto y con el placer de leer algo que su autor no quiso entregar a la imprenta suman ya tres morbosos argumentos para no dejar escapar este Noviembre. Sin contar, claro está, el cuarto: la belleza. Ah, la belleza.

NOTA FINAL LIGERAMENTE INDISCRETA: Recientemente, en el transcurso de una conversación en un café barcelonés de nombre flaubertiano, dio Enrique Redel, el editor de Impedimenta, una definición que le viene como anillo al dedo a esta novela: «Los libros de Impedimenta son aquellos que no olvidarías en una mudanza».
Aunque, de poder elegir, es mejor que los muy lectores no nos mudemos.

jueves, noviembre 08, 2007

Cuentos, Ernest Hemingway

Prólogo de Gabriel García Márquez. Trad. Damián Alou Ramis. Lumen, Barcelona, 2007. 596 pp. 24,90 €

Enrique Planas

¿Cuál es la razón por la que Al y Max, los dos hampones que entran a la cafetería Henry's escondiendo sus rifles de cañón corto bajo los sacos, quieren matar al sueco Ole Andreson? Y más aún, ¿por qué cuando el joven Nick Adams llega al hotel donde se hospeda para alertar al sueco se encuentra con un hombre resignado a su fatal suerte, que ni siquiera intentará escapar de su condena? Estas son dos preguntas que quedan flotando como el polvo en un día seco y caluroso después de leer “Los asesinos”, considerado uno de los cuentos más enigmáticos y fascinantes de Ernest Hemingway, y utilizado por casi todos los que hemos llevado un taller de creación literaria. En este relato, brilla esa técnica narrativa conocida como el dato escondido, el acto de narrar por omisión, de darle sentido al silencio, de expresar más con lo que se calla que con lo que se dice. Pocos como el autor de Fiesta para ofrecer historias donde el signo de interrogación se engancha del cuello del lector, y este, obligado a afinar su imaginación o su desconfianza en las personas, debe llenar los vacíos, completar el 90% de ese iceberg que el escritor, con su deliberada economía de palabras, solo nos muestra lo que asoma en la superficie del agua.
En Cuentos, la recopilación hecha por el propio Hemingway en 1938 (conocida como los cuarenta y nueve primeros cuentos) que editorial Lumen lanza en una espléndida edición, se hace evidente, sin embargo, que Hemingway no sólo nos seduce por oscurecer deliberadamente los rincones de sus tramas. En “La breve vida feliz de Francis Macomber”, por ejemplo, la historia de una pareja de millonarios que contratan a Robert Wilson para que los guíe en un safari y los apoye en su empresa de matar a un espléndido león, no se escamotea la información de la historia (es más, la versatilidad del narrador para colocarse en los más diversos y a veces caprichosos puntos de vista nos ofrecen una perspectiva del relato tan amplia como es el primitivo paisaje de la sabana africana), sino que son los mismos personajes los que se revelan incapaces de mostrarse sinceros, permanentemente calculadores, en permanente confrontación por el poder. Un trío de personajes tan complejos como primarios en sus pulsiones en cuyo juego de roles ninguno muestra sus cartas. Siempre solos, brutales, individualistas. ¿Cuál es el origen del miedo de Macomber? ¿Desde cuándo su mujer le ha perdido el respeto? ¿Cómo resolverán su descarado deseo el cazador y la mujer de su cliente? Son respuestas que nunca obtendremos, y que no vale la pena resolver.
Nos fascinan los cuentos de Hemingway por el vacío que nos proponen, por ese enorme precipicio que se abre ante nosotros y al que no nos podemos resistir la tentación de mirar un fondo nunca nítido. La tentación del abismo, digamos para sonar dramáticos. ¿Es que un lector puede pedir algo mejor?

miércoles, noviembre 07, 2007

Carnaval, James Thurber

Trad. Cecilia Filipetto. Acantilado, Barcelona, 2007. 204 pp. 16 €

Julián Díez

La obra de James Thurber no es muy conocida para el lector español de hoy, pese a que tenga incontables ejemplos de la forma de humor americano de la que es un elemento seminal. La observación de lo cotidiano de Thurber, su capacidad para construir escenas jocosas simplemente con una descripción minuciosa de hechos reales a los que se aporta un sutil giro hacia el absurdo, es el pilar sobre el que se construye hoy la stand up comedy, los monólogos que tienen su santo patrono en Jerry Seinfeld. Y tiene también excelsos seguidores en el cine, empezando por Woody Allen, o en la literatura, incluso en algunos trabajos —de corte, eso sí, más sofisticado— de John Updike, John Cheever o Philip Roth.
Por esa conexión directa con su entorno, seguramente, es por lo que la obra de Thurber no ha sido demasiado traducida, en particular en los últimos años. Incluso en este volumen o el anterior ofrecido por Acantilado, La vida secreta de Walter Mitty, hay relatos que tienen manifiesta conexión con el contexto del autor, la sofisticada vida neoyorquina de mediados del siglo XX. Y ello pese a que se trata de selecciones de textos, no de alguna de las innumerables antologías de relatos originales del autor, que seguramente tendrán un componente mayoritario de ese tipo de historias coyunturales. El maestro Miguel Delibes explicaba recientemente cómo había llegado a lo universal a través de lo local castellano, pero teniendo presente la necesidad de esquivar lo anecdótico por ser lo más apegado a la circunstancia concreta. El humor de Thurber es, en esencia, una disección de lo anecdótico, lo que impone en ocasiones esa limitación localista.
Por todo esto es especialmente de agradecer la (como siempre) cuidada edición de Acantilado, y en particular la traducción de Celia Filipetto, que fluye a través de los juegos de palabras del autor sin la necesidad de recursos como las notas a pie de página.
En los cuentos de esta selección destacan varios temas más genéricos, que revisando algo de información sobre el autor parecen característicos del conjunto de su obra. Por un lado, los retratos costumbristas de pareja, bastante demoledores; inolvidable “El señor Preble se deshace de su mujer”, en el que el protagonista manifiesta a su esposa su idea de matarla, y se enreda con ella en una discusión por la inutilidad de sus métodos. Baste la última frase: el hombre se va a buscar una pala para liquidarla y enterrarla en el sótano, pero se deja la puerta del sótano abierta. “¿Dónde has nacido… en una tienda de campaña?”, le grita la inefable gruñona cuando se marcha.
El retrato de la realidad estadounidense, de tipos y tópicos, es otro de los puntos fuertes de la antología. El entrañable retrato de la tía Ida, una muy característica anciana bizarra americana, o el del buscavidas Doc Marlowe destacan en este apartado. Finalmente, Thurber bromea —de manera bastante contundente en ocasiones— sobre modas y modos de su entorno, algunos supervivientes hasta hoy: resulta especialmente curioso ver cómo la parodia de un libro de autoayuda que hace Thurber podría trasladarse casi al milímetro a comentar los estantes de nuestras librerías. También es más que llamativa la forma en que Thurber baja a tierra las genialidades surrealistas de la autobiografía de Dalí, o una extraña mixtura entre Macbeth y las novelas de Agatha Christie. En ciertas ocasiones, lo muy coyuntural y local sí da pie a un texto memorable, caso de “Cómo ver una mala obra de teatro”, que por cierto contiene los únicos ejemplos del volumen de la otra faceta más conocida de su autor, la de caricaturista.
Personalmente —y es algo totalmente fruto de condicionantes propios; concretamente, de mi miopía—, mi relato preferido del volumen sería “El almirante al timón”, un curioso hito, en el que Thurber emplea sus limitaciones visuales para crear a su alrededor un singular entorno fantasmagórico, fruto de la plasmación literal de las imágenes que cualquier persona con problemas en la vista puede adivinar cuando pasea sin gafas. Una obviedad así contado, pero una idea que jamás había visto convertida en una obra literaria, cosa que Thurber hace con rica imaginería.