viernes, enero 30, 2009

Casi muerto, Peter James

Trad. Escarlata Guillén. Roca Editorial, Barcelona, 2008. 569 pp. 22 €

Elia Barceló

Casi muerto es el tercer caso criminal protagonizado por Roy Grace, inspector de policía de Brighton, la conocida ciudad costera británica que uno no suele asociar con el crimen, sino con los veranos atlánticos y los cursillos de inglés. Pero no es necesario haber leído las dos novelas anteriores para entrar en ésta, porque el lector no tiene la sensación de enfrentarse con un mundo cuyas claves han sido establecidas en obras anteriores, como sucede con otros novelistas que usan un personaje recurrente, sino que todo se le va presentando con naturalidad y uno va descubriendo Brighton y las gentes que la habitan gracias a la sencillez y efectividad de Peter James.
Sin grandes alardes estilísticos, pero con buen pulso y una prosa clara y directa, Casi muerto nos ofrece un caso criminal podemos decir “clásico”, en el que el asesinato sucede en las primeras páginas y que se va complicando a lo largo de sus 122 secciones (unas más largas que otras, con un total de 569 páginas), llevándonos por diferentes capas sociales y ofreciéndonos también, además de la pura investigación del caso —como es costumbre en la novela negra desde hace ya bastante tiempo— los problemas personales de la vida del protagonista, el inspector Grace, cuya esposa desapareció sin dejar rastro ocho años atrás y ahora, precisamente cuando está empezando a rehacer su vida con otra mujer, parece haber sido vista en Munich.
El caso criminal que ocupa la novela resulta interesante porque desde el principio el lector sabe que su resolución no es tan evidente como cree la policía basándose en las pruebas de que dispone. Pero es que el lector tiene más datos que el equipo investigador porque a lo largo de la novela aparece otro narrador en primera persona que suministra una información bastante críptica pero que deja claro que aún quedan muchos secretos por desvelar y que la policía no es consciente de ello.
A mí, personalmente, la solución me pareció bastante clara desde la mitad de la novela, pero el misterio está bien llevado y se lee con tensión e interés incluso cuando ya se sospecha, como es mi caso, por dónde van los tiros. Habría que añadir en descargo de James que yo había leído recientemente dos novelas en las que la resolución del caso se basaba en una idea muy similar y esto no tiene por qué sucederle a otros lectores.
Como siempre, recomiendo quitarle al libro la cubierta o al menos no leer el texto porque, en el comprensible intento de captar la atención del posible lector, ofrece demasiada información que sería mejor ir adquiriendo a lo largo de la lectura.
La traducción de Escarlata Guillén es correcta, se lee bien y hay pocas ocasiones en las que uno tenga la sensación de que está leyendo un texto traducido. Sin embargo no acabo de explicarme por qué cada vez que se dice que un personaje iba vestido con esto o aquello, la traductora se empeña en usar “ataviado”, lo que queda bastante grotesco cuando se trata de un personaje que lleva una mugrienta gorra y unos pantalones raídos, por ejemplo; ni por qué cuando sale un objeto de terciopelo –un sillón, pongamos por caso– resulta que es de “velvetón” (“velvet” en inglés), o por qué siempre traduce “purple” por “púrpura” y no por “morado o violeta”. Todo esto habría podido evitarse con un corrector de estilo.
Casi muerto (el título en inglés es mucho mejor, pero casi imposible de traducir al español de modo que suene bien: Not dead enoughNo lo bastante muerto) es una buena novela policiaca, con ritmo y tensión, con personajes comprensibles y creíbles aunque a veces no están muy desarrollados —supongo que debido a que, al tratarse de una serie, el autor sabe que tiene más tiempo y más novelas para redondearlos, sobre todo a los secundarios— y que resulta muy agradable de leer. A pesar de que también contiene escenas forenses, como viene siendo habitual, no se hace excesivo hincapié en los detalles macabros, con lo que los lectores más sensibles no tienen nada que temer.
Es también una novela muy cinematográfica en el sentido de que muchas de las escenas están narradas con una técnica que recuerda más a un guión que a una novela y dejan en la mente del lector la sensación de que las ha visto en el cine. No es de extrañar, porque James es también productor cinematográfico y es evidente que su mirada de escritor está dirigida más a lo visual que a lo reflexivo. Alguna exageración en las persecuciones viene precisamente de esta filiación de gran pantalla, supongo, pero acostumbrados como estamos a verlas en el cine, podemos digerirlas sin más.En resumen, una novela muy recomendable para lectores amantes de las novelas criminales clásicas, de ambiente inglés, con personajes muy humanos y motivaciones comprensibles, con buena resolución —tal vez un poco abrupta; a mí me habría gustado un poco más de explicación sobre el asesino y su vida— y suficientes puntos de interés y temas que aún no han quedado cerrados para que uno quiera seguir leyendo casos protagonizados por Roy Grace. ¿Para cuándo la siguiente?

jueves, enero 29, 2009

Los libros que nunca he escrito, George Steiner

Trad. María Cóndor Orduña. Siruela, Madrid, 2008. 237 pp. 18.90 €.

José Manuel de la Huerga

«Un libro no escrito es algo más que un vacío. Acompaña a las obras que uno ha hecho como una sombra irónica y triste.» Así encabeza Steiner la presentación de estos siete libros, no uno, ¡siete!
Siempre he sospechado que el escritor más auténtico trabaja fuera de foco. Los bartleby, kafkas fragmentarios de imposible puzzle, los que dejan el cajón a su muerte lleno de manuscritos, los diarios escondidos nunca publicados, los fracasos, abortos, deformes y contrahechos, las rebañaduras que van directamente a la papelera y otro salva por misericordia, o por venganza… pueblan un territorio atractivo, de delicioso cotilleo para un lector hermano. Y todo por una razón evidente: el escritor baja la guardia, no pasa la criba de la censura familiar, sentimental, social… de lo literariamente correcto. Sabe que eso es prácticamente impublicable y se arroja sobre la página en blanco a tumba abierta. O, como en el caso de Steiner, de vuelta de todo a los ochenta años, le importe un bledo que sus biempensantes compañeros de universidad se escandalicen porque plantee con curiosidad, siempre antesala de la sabiduría, cómo se masturban o estallan en un coito afónico los sordomudos. Y, más aún, aporte sin complejos sus experiencias sexuales con mujeres de cuatro lenguas diferentes.
Consciente o inconscientemente, Steiner ha terminado por dibujar el mapa de sus sueños, o de lo que es lo mismo, las obsesiones que lindan al norte de su cuerpo con la sabiduría, con Dios y la política, al sur con Eros, la envidia y sus relaciones con los animales, al oeste con los sistemas educativos occidentales y al este con Israel, la incómoda Sión para un judío de la diáspora. Obsesiones o constantes que le han acompañado a lo largo de su vida académica y de conferenciante viajero, que le han puesto en más de un aprieto, y que aprovecha ahora para zanjar o por lo menos aquilatar.
El lector que guste de las amalgamas ha encontrado su libro de cabecera para una temporada. No renuncia George Steiner a entrar en terrenos pantanosos con la donosura que dan los años de experiencia, no renuncia a las verdades incómodas (Dios, la política, Sión…), no renuncia a sí mismo como objeto de estudio. Biografía no hagiográfica, y estado de la cuestión sobre los temas delicados, convierten el libro en un aleph irisado, narcótico e irrenunciable. (Espero que la imagen borgiana le resulte halagadora al maestro.)
Hablaba de las verdades incómodas que no tacha de su manuscrito el pensador, como si jugara a que no fueran publicadas, como si no le importara ya a estas alturas, o, mejor aún, como si de verdad quisiera compartir con el lector los límites de su conocimiento, los abismos de su ética, los claroscuros del territorio transitado, y sobre todo, el intransitable. Sirva un botón de muestra, en sus relaciones con los perros: «Si mi esposa o mis hijos fueran atacados por torturadores, les gritaría que resistieran, y me esforzaría por resistir yo mismo. Si fueran a pegar a mi perro o a sacarle los ojos, me derrumbaría inmediatamente y se lo diría todo. No son verdades bonitas. Desafían a la razón y a lo que debieran ser las jerarquías del amor humano.» Glup.
Es incómodo especialmente Steiner con Sion, con Dios y con la política. Llega a ser hermosamente contradictorio: «Mis pálpitos de una proximidad sobrenatural más concentrados y adultos los he tenido en un silente vacío.» Pero «si el ansia que hay en el fondo de nosotros refluyera abandonando la necesidad y la vitalidad adultas, algunas magnitudes de la poética, del discurso filosófico y de las artes, intuyo, retrocederían también.»
En fin, «mi entendimiento, mi cerebro son totalmente incompetentes para la tarea.» Pero se empecinan y continúan mochando contra el muro de sus lamentaciones. Porque «somos la criatura que no cesa de inquirir y de equivocarse».
Steiner en estado puro, sin aderezos, desnudo en medio de la plaza pública, para ejemplo, por humanidad, también por diversión y provocación. Qué gusto llegar a esa edad con esa cabeza.

miércoles, enero 28, 2009

Antropologías del miedo. Vampiros, sacamantecas, locos, enterrados vivos y otras pesadillas de la razón, G. Fernández y J. M.Pedrosa (eds.)

Calambur, Madrid, 2008. 318 pp. 19 €

Fernando Sánchez Calvo

La editorial Calambur estrena su colección de ensayo con Antropologías del miedo. Vampiros, sacamantecas, locos, enterrados vivos y otras pesadillas de la razón, una edición llevada a cabo por Gerardo Fernández Juárez y José Manuel Pedrosa, quienes, aparte de colaborar con investigaciones propias, coordinan ocho estudios más que componen este volumen cuyo objetivo principal es ponerle cara al miedo en sus diversos tiempos y espacios. Junto a ellos, Elena del Río Parra, Josep M. Comelles, Francisco M. Gil García, Alvar Jones Sánchez, Antonio Reigosa, Luis Díaz Viana, José Joaquim Dias Marques, Luisa Abad y Daniel García Sáiz.
El miedo, o lo que es lo mismo, el sentimiento humano más oscuro y primitivo, o lo que es lo mismo, motor y retroceso de la sociedad, recorre el territorio peninsular y sudamericano así como sus diversos siglos en función de desvelar qué motivos (en ocasiones familiares, en otros políticos e incluso espirituales) llevan al hombre a elegir el terror, la alarma, el pánico, como el mejor método de defensa del que puede disponer.
«Porque siempre será muchísimo mejor que te intente devorar un ogro del tipo de Polifemo, enorme, monstruoso, vociferante, escandalosamente llamativo y reconocible, que no que te devore o te vampirice sin previo aviso algún vecino, cuando menos te lo esperes», la sociedad tira de teratofobia (miedo a los seres deformes) y otras distancias para crearse un imaginario propio donde lo distinto, el otro, es peligroso y lo común nunca puede hacer daño. Aunque en ocasiones los protagonistas a temer son seres sobrenaturales que desempeñan una función catártica, casi ritual, en ambientes familiares o domésticos como los numerosos monstruos que habitan la Galicia rural o el famoso Anchanchu del Atilplano aymara de Bolivia (sombra que gobierna a sus víctimas bajo amenaza de posesión y cuyo mal se combate en la famosa pachamama), lo cierto es que los temores infundados en muchos de los estudios que conforman el libro proceden del rechazo a culturas distintas que gradualmente se van asentando en otras sociedades; es el caso de las investigaciones dedicadas al robo de órganos en las tiendas de chinos en Portugal o al hipotético asentamiento de gitanos en Toledo, investigaciones orientadas a indagar cómo se crea una leyenda urbana, basada en la exageración, en la acumulación masiva de horrores inverosímiles y, sobre todo, en una defensa inconsciente del espacio propio que vienen a perturbar los otros.
De ahí a cometer una injusticia concreta contra cierto grupo o persona sólo hay un paso. Abrumadores son los datos y cifras de “locos” encarcelados gratuitamente y con razones no exactamente científicas que ofrece Joseph M. Comelles en "La sombra del miedo: locura, violencia y cultura en la Cataluña moderna". De ahí a la creación de prejuicios contra otra clase social, o lo que es lo mismo, la eterna pelea entre ricos y pobres, hay otro paso: léase la leyenda urbana en la que un médico de Sevilla roba sangre a los pobres para facilitársela a su hijo enfermo. De ahí a la histeria colectiva y al placer de inventar por inventar, es cuestión de segundos: platos chinos aderezados con semen para adolescentes ingenuas, cortes brutales en las comisuras de la boca para las niñas que van solas por la calle, sacamantecas que ansían la piel de los niños díscolos que no hacen caso a sus mamás… El miedo, muchas veces, es el mejor aliado y el último recurso que encuentran los adultos a la hora de educar a sus hijos.
Una última dimensión, milenaria, de claro cariz psicológico pero con referente real, es la que intenta encumbrar en el miedo de miedos a la siguiente obsesión humana: el pánico a ser enterrado vivo. Con escrupulosa exhaustividad Elena del Río Parra nos convence de cómo en un tiempo todavía no muy lejano ser enterrado vivo no era una opción tan impensable. Plagas de peste con sus consiguientes enterramientos masivos, catalepsias, embarazadas recién muertas cuyo feto aún respiraba vida o momentáneos (que no definitivos) paros del corazón, fueron lacras contra las que los certificados de defunción y la medicina todavía no estaban preparados. La consecuencia: unos ojos que se abren dentro de un ataúd, una lucha desesperada por salir del féretro y una certeza final de que se va a morir dos veces. El mito: el nacimiento de los comesudarios. Todo amante de la literatura que se precie recuerda una de las escenas finales de Luces de bohemia donde Basilio Soulinake intenta demostrar en el velatorio de Max Estrella que el protagonista no está muerto sino cataléptico, que de no hacerle caso se va a caer en el error de enterrar vivo al mayor poeta de España; lo que uno siempre creyó esperpento, deformación, se descubre con este estudio como una realidad que, como mínimo, iguala a la ficción.
El miedo nos ha perseguido y perseguirá hasta los restos. Es defensa y ataque, prejuicio y razón. Lo único que importa es su origen y la agonía del que espera la fatalidad. Al fin y al cabo, «el peligro es algo que está por llegar del todo».

martes, enero 27, 2009

Vosotros no sabéis, Andrea Camilleri

Trad. María Antonia Menini. Salamandra, Barcelona, 2008. 220 pp. 15 €

Alejandro Luque

Con ochenta y pico años cumplidos, resulta admirable no sólo la capacidad de trabajo de Andrea Camilleri, sino también la vitalidad de su pluma. Sólo en el año que acabamos de dejar atrás, ha publicado en España tres excelentes nuevas novelas —La pensión Eva, El beso de la sirena y La muerte de Amalia Sacerdote, premio RBA— así como el curioso ensayo que nos ocupa. En casi toda la obra del autor agrigentino, desde la celebrada saga de Montalbano a la abrumadora Biografía del hijo cambiado, sobre Pirandello, la mafia es un lugar común, pero siempre dibujado con trazo grueso o desenfocado, en un discreto segundo plano. En Vosotros no sabéis, título tomado de la enigmática frase que pronunció el capo Bernardo Provenzano cuando fue detenido por la policía en 2006, encontramos el primer acercamiento de carácter monográfico de Camilleri a ese sangriento fenómeno.
Analizando con paciencia y agudeza los pizzini (papelitos escritos en clave) a través de los cuales el jefe de la Cosa Nostra se comunicaba con sus subordinados, el escritor logra componer el retrato del criminal más buscado de Italia al tiempo que revela los alambicados mecanismos de organización y funcionamiento de la organización. No faltará quien se pregunte por qué Camilleri, que bien podría haber aprovechado esta valiosa información para urdir una apasionante novela o un prolijo ensayo, ha optado por una fórmula atípica, ordenando los capítulos a modo de entradas de diccionario. Y ahí podríamos aventurar una hipótesis: si una de las mayores fortalezas de la mafia ha sido durante décadas su invisibilidad, su inconcreción, su indefinición, que llegaba incluso a impedir que los expertos se pusieran de acuerdo sobre la propia raíz etimológica de la palabra mafia, entonces tal vez sistematizarla en un diccionario sea un buen primer paso para arrebatarle esa condición vaporosa y empezar a desactivar sus poderes. Tal vez el primer paso para combatirla, como demostró el juez Falcone y explicó Sciascia en un relato magistral, sea reconocerla y conocerla.
A partir de esta premisa, Camilleri va desvelando al lector, con un humor sutilísimo pero corrosivo, jugosos entresijos mafiosos en un momento, el de la hegemonía de Provenzano, en que la consigna de aquella Cosa Nostra preocupada por reorganizarse era reducir al mínimo sus atentados y asesinatos, o mejor dicho, su presencia pública. El libro decepcionará, no obstante, a quienes busquen en estas páginas la grandeza terrible que el cine ha atribuido a los llamados hombres de honor. Al igual que Roberto Saviano en el superventas Gomorra, los bandidos aparecen con Camilleri desnudos de toda épica, completamente ajenos a la llamativa afectación de un Vito Corleone, expuestos en un retrato hiperrealista como lo que son, ellos y sus cómplices: seres zafios y despiadados, hijos de la podredumbre moral y esclavos de la ambición.
Si el interés del tema o las excelencias de la prosa de Camilleri no fueran suficiente atractivo, hay un motivo más para hacerse con este libro: el hecho de que los derechos de autor vayan destinados a la Fundación de los Funcionarios de Policía para los hijos de las víctimas de la mafia caídas en acto de servicio: una manera de que los pizzini generen, por una vez, beneficios para quienes más han padecido los efectos de esa lacra secular.

lunes, enero 26, 2009

Antes del invierno, Carlos Pujol

Menoscuarto, Palencia, 2008. 200 pp. 15 €

Recaredo Veredas

Una de las mayores peculiaridades, que no la única, de Antes del invierno es su mezcla de ironía y templanza. Tan curiosa amalgama —especialmente extraña para un lector acostumbrado, como el español, al esperpento más cruel— define el discurso de un narrador identificado totalmente verosímil, que nunca eleva la voz, ni siquiera cuando debe aproximarse a la más delirante de las situaciones. La veteranía y el saber estar de Pujol también quedan además definidos por la utilización mínima, y en consecuencia elegante, de los recursos narrativos.
Carlos Pujol, pese a ser secretario casi perpetuo del jurado del Premio Planeta y aunque haya destacado en relato, novela, poesía y traducción durante décadas, es un auténtico desconocido para el gran público. Tal vez la causa resida en su sobriedad, en la ausencia de golpes de efecto que ha presidido su ya larga carrera.
Antes del invierno comienza de la mejor manera posible. No es nada fácil hallar un buen inicio, que adentre con suavidad al lector en la historia, permitiendo que lentamente, mediante sus propias herramientas, aunque siempre empujado por los vaivenes del narrador, conozca los resortes que moverán la obra y quede irremediablemente atrapado. Pujol posee una virtud añeja y poco valorada: la fluidez, la falta de esfuerzo. Habilidad de la que también disfrutaban, por ejemplo, escritores británicos como Conan Doyle, a cuyo homenaje dedicó Pujol su anterior novela. Debe destacarse el perfecto corte de los diálogos, que ofrecen la información justa para que la complejidad de los personajes sea entendida en toda su amplitud. Además evita la caída en campos semánticos extremos y no olvida una ironía que nunca cruza la frontera del sarcasmo.
Antes del invierno muestra los años terribles de la postguerra desde una perspectiva muy poco frecuente: la de una familia burguesa cuyo vástago adoptó la ideología triunfadora mientras el padre, abandonado por su esposa y totalmente arruinado, siguió con vergüenza apegado a la república, a un liberalismo ilustrado tan infrecuente en España como los marsupiales. No resulta frecuente que los padres sean más rebeldes que los hijos y estos viven en la pobreza mientras los retoños, despojados de prejuicios —también conocidos por ética— se enriquecen de cualquier manera (en este caso mediante la lírica más doctrinaria y capciosa). El interés también proviene de la profundidad del progenitor, cuya madurez concede a su rebeldía una lucidez y un dominio del tiempo —real, no narrativo— muy poco habitual: «Me estaba convirtiendo en alguien exageradamente sospechoso, aunque aún no sabían de qué y no saberlo les sacaba de quicio». Además los personajes no son simples figuras estáticas: evolucionan y, finalmente, convergen. La descripción del entorno es comedida, sucinta. Parece dirigida a un lector que conoce tanto los desmanes de la posguerra que es capaz de reproducir el espacio por sí mismo.
La historia que justifica el discurso del narrador es un curioso y desmadrado enredo de espionaje, que cruza a Mihura con Graham Greene —que también rozaba el absurdo, la denuncia de la torpeza que habita en lo que consideramos trascendente en obras como Nuestro hombre en La Habana— con las novelas más vodevilescas de Eduardo Mendoza. Un absurdo, por otro lado, plagado de cadáveres: «Sois como niños jugando a espías, solo que con muertos de verdad», perfecta metáfora de la delirante situación que atravesaba España —y el mundo— en aquellos años, presos sin remisión de delirios megalómanos.
Antes del invierno, como su propio título indica, es ante todo una profunda reflexión sobre la proximidad de la vejez, sobre esa edad en la que se mantiene la sabiduría pero la fatiga, mal presagio, aparece cada día con mayor premura.

viernes, enero 23, 2009

Lo infraordinario. Georges Perec

Trad. Mercedes Cebrián. Impedimenta, Madrid, 2008. 128 pp. 15,50 €

José Morella

Perec: con pocos escritores como con él tengo una tan aguzada consciencia de que yo debo gobernar la nave de la lectura. No me llevan de la mano. Perec jamás dirige a quien lo lee. Repudia sin piedad a los lectores pasivos. Ni siquiera camufla ideas por debajo de su objetividad. Sólo te da el artefacto y se aleja -no te abandona, pero se aleja-, y tú te quedas con el texto en el regazo como si fuera el primer bebé que tienes en los brazos en toda tu vida. Torpe e inseguro. A mí solo me sale hablar de Perec si hablo sin tapujos del camino que he tenido que hacer para arreglármelas con sus textos. Cómo he hecho para tener el bebé en los brazos, cómo he aprendido a sostenerlo. Y lo fabuloso que ha sido, finalmente, conseguirlo: estar con él un tiempo, sonreír con él. Eso lo único que puedo decir de Perec, aparte de lo que se ha repetido cientos de veces sobre él: los catálogos, las listas, Borges, el Oulipo, los experimentos formales, etc.
Pero que nadie entienda aquí que Perec es un autor difícil. En absoluto. Leerlo es de una ligereza insospechada. Es asombrosamente divertido. Tan solo hay que estar presente y alerta, aceptar el trato que nos ofrece. Es un trato muy simple: Perec te pide presencia de lector. Nada más. Si lo aceptas, todo saldrá bien. Te gratifica como pocos autores hacen. Es como escuchar a Bach: si lo escuchas despierto y alerta, no podrás dejar de escucharlo nunca. Te devolverá mil veces el esfuerzo que has invertido.
No es posible leer Lo infraordinario como algo separado del resto de la obra de Perec. De hecho, “Acercamientos a qué”, el texto donde se explica qué es lo infraordinario, podría ser entendido como un epígrafe a otros libros suyos, acaso a su obra completa. Lo que le interesa no es lo llamativo, no es lo que nos cuentan los diarios, los casos de política o sociedad, los problemas del mundo o las crisis económicas. Hay algo esencial, mucho más importante y sencillo, que ya no sabemos mirar. Es millones de cosas, de historias, de lugares. Es lo habitual no mirado. Eso es lo infraordinario. En lugar de lo exótico, lo endótico. Perec da testimonio -sin darlo explícitamente- de la desaparición más exasperante y verdadera, análoga a la de su infancia. Si tú sabes que algo ha desaparecido, es que no ha desaparecido todavía. Queda un vestigio en ti. Existe aún su hueco, el espacio que ocupaba, su no estar ya. Pero lo que sí ha desaparecido de veras es lo que nadie sabe que lo ha hecho. De algún modo, solo desaparece radicalmente aquello que, existiendo, nunca apareció. La vida instrucciones de uso está llena de ejemplos de esto: el proyecto vital de Bartlebooth, que consiste en pintar 500 paisajes de los que luego manda hacer puzzles para, cuando los haya completado, destruirlos. O el de Beaumont, que busca la capital perdida de Al-Andalus sin encontrarla. O el de Dinteville, que escribe una tesis sobre historia de la medicina que alguien le roba sin que pueda evitarlo. Nada de lo que hacen consigue ser visto ni llamar la atención. Nada es extraordinario. Todo queda infra. Está más abajo, está borrado. Si no te fijas, no se ve. Si no lo hubiera escrito Perec, no estaría.
La desaparición acuciante, en definitiva, no es la de Anna Frank, sino la del cualquier víctima anónima del Holocausto. La de uno o una que, habiendo existido y sufrido tanto como cualquier otro preso de los campos, sea imposible de identificar. Nadie lo recordará jamás. Perec se toma el humilde trabajo de decir lo que no aparece, lo perdido para la mirada. Y de paso nos cuenta, a base de no contarla, su vida en cada línea.
Lo infraordinario está, sin excepciones, inscrito a nuestro alrededor en el mundo. No hay que crear nada nuevo. Simplemente hay que estar atento, mirarlo y listarlo. Yuxtaposiciones de rótulos, etiquetas, lápidas, inscripciones, nombres de calles, de negocios... Nuestras ciudades son palimpsestos atiborrados de inscripciones que nadie toma ya en consideración. Hablar de cualquier cosa que haya en ese palimpsesto es, por definición, hablar sobre el tiempo. Todo fue ya, a todo le ocurrió o le está ocurriendo algo, se agrietó, se le tapió una puerta, se inundó. Construcciones, destrucciones, remodelaciones, excavaciones, roturas, grietas, reconstrucciones, reformas, derribos, expropiaciones, traspasos, arrendamientos, ventas, compras, desalojos, abandonos, ruinas... En el letrero de la carnicería se ven las marcas de las letras de lo que fue antes, tal vez un estanco o una oficina de notario... Los materiales han cambiado, los colores han cambiado, el color de la piel de la gente que anda por la calle ha cambiado. Perec me recuerda a Walter Benjamin en muchas cosas, pero la que más me llama la atención es el placer y el alivio que ambos parecían sentir por la existencia y la visión morosa de todos los elementos que conforman un grupo dado. En los inicios de la radio, Benjamin conducía un programa para niños, en el que dijo esto: “Cuanto más entienda alguien de una cosa, cuanto más al corriente esté de la cantidad de cosas hermosas que hay en una determinada categoría –sean flores, libros, prendas de vestir o juguetes-, tanto más podrá complacerse en el conocimiento y observación de esas cosas, y tanto menos se empeñará en poseerlas”. Me da la sensación de que, para ambos autores, lo único verdaderamente importante que hay que aprender -y aceptar- es el cambio. Perec deja constancia escrita de lo que cambia. Poseer algo es una ilusión infantil, ya que nos estamos yendo todo el tiempo. El materialismo de Perec es tan radical que, por su extremo, se vuelve espiritual. Se comporta, escribiendo, como un niño de dos años que descubre poco a poco los colores y las formas. No se las apropia. Solo las recorre y las dice en voz alta sin cansarse jamás.
Sorprende que unos textos que se limitan a enumerar cosas puedan ser tan entretenidos, tan dulces. Parece que con la simple enumeración uno pudiera entrar en una dimensión nueva de calma y placer, como si te tomaras un sedante o una droga, o como el sabio en su meditación matinal. Después de leer a Perec, o mejor dicho mientras se le lee, uno está reconfortado. La vida es difícil y a veces nos parece un sinsentido, pero no hay que asustarse: está Perec. Recuerdo perfectamente el estado en que quedé cuando terminé La vida instrucciones de uso. Fantaseaba con el deseo de que existiera una segunda parte, algo así como la segunda parte del Quijote. Necesitaba, de algún modo, seguir leyendo esa misma novela. No me refiero a releerla, sino a que el gran índice de la vida que nos propone no se acabara todavía. Que la yuxtaposición de historias apretadas, antigüedades, nombres, lugares, elementos de mobiliario y tantas otras cosas continuara. Me sentía huérfano. Durante dos o tres días seguí manoseando el ejemplar, sopesándolo, abriéndolo al azar, buscando en su índice de historias para releer alguna. No me sentía capaz de desprenderme de él. Con Lo infraordinario me ha pasado lo mismo. Lo he leído muy despacio para degustarlo, para disfrutar de lo normal y descansar de lo sensacional el máximo tiempo posible. 243 postales de vacaciones son porfiadamente infraordinarias, mientras que una sola, cuando la recibes, pretende no serlo y, por un momento, solo por un momento, lo consigue. Luego cambia.

jueves, enero 22, 2009

La historia no ha terminado. Ética, política, laicidad, Claudio Magris

Trad. José Ángel González Sainz. Anagrama, Barcelona, 2008. 295 pp. 19,50 €.

José Luis Gómez Toré

Intelectuales como Claudio Magris (Trieste, 1939), autor de un libro imprescindible como El Danubio, nos salva de caer en la tentación de identificar la compleja realidad de Italia con la grotesca caricatura representada por la Italia de Berlusconi. Magris es (permitáseme la simplificación) el anti-Berlusconi: si el actual primer ministro de la república italiana representa el lado más obtuso y soez de la política del presente, Magris es una referencia intelectual, no sólo para Italia, sino para sus numerosos lectores en todo el mundo.
La historia no ha terminado (es obvia la alusión en el título a la apresurada y simplista afirmación de Fukuyama) recoge cincuenta artículos del escritor, en su mayoría publicados previamente en el Corriere della Sera. Como sucede en libros de este tipo, conformados por textos previos (Anagrama ya había publicado una recopilación de breves ensayos del mismo autor en el interesantísimo Utopía y desencanto), es difícil evitar las reiteraciones. Por otra parte, al tratarse de textos concebidos originariamente para publicarse en un periódico, la dependencia respecto a la actualidad hace que algunos pasajes puedan resultar prescindibles para un lector que no sea un apasionado seguidor de Claudio Magris. Quizá hubiese sido deseable una mayor selección de los artículos para evitar las reiteraciones innecesarias (que, no obstante, no dejan de ser interesantes porque revelan las obsesiones del escritor así como la terquedad de lo real, que vuelve a traer a la actualidad una y otra vez los mismos temas). No obstante, en general la selección consigue mantener el interés y es de agradecer que, pese a todo, el lector acabe teniendo la impresión de estar ante un libro unitario y no sólo frente a un volumen recopilatorio, ya sea porque la propia mirada de Magris dota de unidad a un material heterogéneo, ya sea porque ha habido una voluntad expresa de recoger las reflexiones en torno a unos temas comunes (la laicidad, el espacio de lo político, lo público...). Aunque algunas referencias pueden resultar oscuras para el lector que no conozca la actualidad italiana, lo cierto es que la mayor parte de los problemas que afronta Magris, casi siempre con serena lucidez, trascienden el ámbito de su país y, desde luego, resultan familiares para el lector español.
Los dos artículos iniciales ("Las fronteras del diálogo", uno de los pocos no publicados en el Corriere de la Sera, y "Laicidad, la gran incomprendida"), y en especial el primero, sirven de excelente introducción al libro. En "Las fronteras del diálogo", Magris se pregunta por las claves dialógicas de la política democrática. Magris, que se presenta como un decidido defensor de la democracia, no obstante sabe ver que el diálogo democrático no puede exorcisar una dimensión trágica, que le es inherente. Dicha dimensión tiene que ver, por un lado, con los límites éticos del juego de mayorías y minorías y, por otro, con el hecho de que la democracia no puede evitar, en ocasiones, ser excluyente (si no quiere negar su propio espacio) con aquellas posiciones que niegan el derecho del otro a dialogar en libertad. El conflicto, que en ocasiones parece irresoluble, entre ética y política, se encarna en una figura fundacional como Antígona (de la que ya se había ocupado en Utopía y desencanto), que representa frente a la legalidad de Creonte, las "leyes no escritas de los dioses".
El segundo ensayo (cuyo tema se continua en otros textos que abordan la cuestión religiosa) es una defensa decidida de la laicidad, entendida como "la capacidad de distinguir lo que es demostrable racionalmente de lo que en cambio es ámbito de fe- sin tener en cuenta la adhesión o falta de adhesión a tal fe- y de distinguir las esferas y los ámbitos de las distintas competencias, por ejemplo las de la Iglesia y las del Estado". Magris intenta buscar el equilibrio entre el respeto que le merece el hecho religioso y la necesidad de separar ámbitos, actitud que garantiza el pluralismo imprescindible en una sociedad democrática.
Podrá no estarse de acuerdo con muchas o algunas de las ideas defendidas por Magris. Particularmente, me parece que, en ocasiones, su apuesta por una ética de la responsabilidad (en el sentido que Weber da a esta expresión) así como su realismo político le llevan a una visión de lo real que apenas cuestiona el statu quo. Un autor que, con tanta brillantez, ha reflexionado sobre el diálogo parece olvidar lo que sí ha señalado Habermas, el hecho de que el diálogo no se da al margen del poder, por lo que las condiciones materiales y sociales de los interlocutores, cuando están basadas en la desigualdad, desfiguran la apuesta dialógica desde el principio. A pesar de su admiración por Antígona, Magris siente a menudo demasiado cercanas las razones de los actuales Creontes, lo que no deja de ser comprensible, porque el ámbito de la legalidad y el derecho, que el autor defiende con buenos argumentos, es un contrapunto necesario frente a la subjetividad que a menudo encierra nuestra idea de justicia. Sin embargo, la muy loable preocupación de Magris por lograr un equilibrio entre las convicciones y el pragmatismo llevan con frecuencia, en el terreno de los hechos, a evitar el enfrentamiento cara a cara entre la ética y los presupuestos sobre los que se asienta el orden establecido. Magris, partidario del libre mercado, se muestra decididamente en contra de los ultraliberales, pero las prácticas de esto se consideran únicamente como excesos o desajustes en el sistema sin que quepa plantear siquiera las convicciones sobre las que se asienta el capitalismo. Asimismo, en lo tocante a cuestiones como la fe y la laicidad (en lo que sin duda influye el ambiente italiano, tan parecido en esto al español), escapan al escrutinio crítico las pretensiones de las distintas ortodoxias religiosas de no reconocer como formas legítimas de creencia aquellas convicciones que no se someten a la vigilancia de sus autoridades eclesiásticas.
No obstante, quien esto firma intenta no ser uno de esos lectores que sólo se interesan por libros que reafirman sus propias convicciones. Ciertamente, es un placer dialogar y, por qué no, dejarse convencer o discrepar con un interlocutor tan civilizado, tan culto y tan lúcido como Magris. El autor italiano, por su sensibilidad humanista y por su atenta mirada hacia lo real, nos hace redescubrir que la escritura tiene su lugar en la intimidad pero también en el ágora y que política es una palabra más hermosa de lo que nos hemos acostumbrado a sentir y pensar.

miércoles, enero 21, 2009

Ágape se paga, William Gaddis

Trad. Miguel Martínez-Lage. Sexto Piso, Madrid, 2008. 116 pp. 17 €

Martí Sales

1— Enhorabuena por la empresa que acaba de empezar la editorial Sexto Piso: la publicación de toda la obra de William Gaddis (1922-1998), autor norteamericano de cuatro libros en cuarenta años y cuya obra ha desatado ríos de tinta de estudiosos y críticos, porque da que hablar. Proyectos de esta envergadura amplían y profundizan la base de la literatura contemporánea traducida al castellano y dan la oportunidad al lector curioso de introducirse en mundos tan complejos y particulares como el que nos ocupa. Si a esta valiente decisión le añadimos la cuidada edición –prólogo del omnipresente Fresán, interesante postfacio de Joseph Tabbi y fotografía de la portada de Alberto García-Alix sólo podemos aplaudir y esperar con alegría e impaciencia los siguientes volúmenes de Gaddis vía Sexto Piso.

2— Éste es el último libro que escribió Gaddis, y el más corto. Al final de su vida, el autor se propone escribir un tratado sobre la historia de la pianola y empieza a recopilar información. Sobrepasado por la enfermedad y la vejez e influenciado por la tardía descubierta de la literatura de Thomas Bernhard, reconduce la investigación exhaustiva que había emprendido en un denso monólogo a bocajarro —¿o no sería mejor decir a cerebrojarro?— en el que, a modo de collage —y no es una metáfora: trabajaba con tijeras y pegamento, todo lo cazaba y le servía— discurre sobre la segunda ley de la termodinámica, la que dice que la entropía tiende a aumentar, es decir que el caos, el desorden, inevitablemente, imperarán. A su vez, Ágape se paga es una crítica a la mecanización de las artes —que ataca desde el estudio de la historia de la pianola— y a la multiplicación de los artistas, que se confunden con una masa sedienta de entretenimiento y tecnología que se vanta de su propia ignorancia. No obstante es inútil tratar de condensar, resumir o intentar localizar los focos temáticos de esta obra porque es escurridiza y rezuma líquidos anti-aproximación: o me tomas o me dejas, parece decir –y en el fondo pide a gritos que la tomes, que te dejes tomar, que te subyugues a su propuesta

3— Me muero por leer J R, su —según dicen— novela magna de setecientas y pico de páginas —casi todas de diálogo. Me atrae su mito, la cantidad de interés que se ha creado a su alrededor, las alabanzas de mucha gente inteligente que ha merecido su obra. Y, pese a todo esto, y sólo habiendo leído Ágape se paga, se me antoja un libro que quizás sería mejor leer cuando ya has leído otras cosas de Gaddis, porque, aunque sea corto, es endiabladamente enretortijado y deslavazado y, al fin, poco placentero –ni para un intelecto ávido de drogas duras, para alguien a quien, por ejemplo, le pirre la Saga/Fuga de J.B. de Gonzalo Torrente Ballester o Paradiso, de Lezama Lima—. Me da la sensación que no consiguió lograr la forma que perseguía —al ya mencionado Bernhard esta zambullida en el stream of consciousness le sale mucho más, digamos, “enguantada”— y lo digo casi como un comentario estrictamente de química, de piel, sin quitarle ápice de un mérito que no tendría porqué tener que corroborar nadie —está lleno de momentos memorables— ya que no hay duda que estamos delante de un gran autor y una gran obra. Ágape se paga es indigesto y abre el apetito: ¿una paradoja? ¿Una invitación a un banquete mortal? En cualquier caso, something else.

martes, enero 20, 2009

El biógrafo amanuense, Jerónimo López Mozo

Prol. Laura López Sánchez. Asociación de Autores de Teatro, Madrid, 2008. 86 pp. 6 €

Juan Pablo Heras

Todo lo importante ya ha sucedido. Y por un tiempo, quizá por demasiado tiempo, se ha impuesto la paz. Es decir, el silencio. Y un día, llega un ciego que, como tal, es inmune a los engaños de la vista. Y entonces se desata el drama; el combate para desenmascarar el falso orden establecido, la paz sujeta en culpas tan oscuras que sólo están al alcance de los que no pueden ver. Hablo del “drama analógico”, esto es, de Edipo Rey y de un buen porcentaje de la literatura dramática occidental (y hasta de la novela policíaca). Una estructura clásica, un universal literario que ha prendido de nuevo con fuerza en los dramaturgos de nuestro tiempo. Como Edipo, los personajes del drama contemporáneo se configuran como sucesiones de máscaras superpuestas. Pero, a diferencia del rey de Tebas, para ellos la ocultación del pecado es tan consciente y deliberada como la creación obsesiva de un relato de sí mismos. Con El biógrafo amanuense, Jerónimo López Mozo recobra el cañamazo clásico con la sabiduría suficiente como para distanciarse de los destellos efímeros del moderno teatro de la memoria. Hemos dejado atrás un siglo herido por el descubrimiento de la culpa colectiva, por la ascensión silenciosa de una fauna de cómplices que medraron a toda costa declarándose adictos a regímenes de los que renegaron de inmediato en cuanto soplaron otros vientos. Por ejemplo, en la estremecedora Sigue la tormenta, de Enzo Cormann, o en la más reciente Todos los que quedan de Raúl Hernández Garrido, la marca del pecado nazi en los personajes se oculta bajo vidrios tan brillantes como opacos, que se descubren trágica y lentamente durante el drama, como las capas de la cebolla de Günter Grass. En El biógrafo amanuense, un escritor de sobrado reconocimiento recibe la visita de un joven biógrafo, amante de la verdad y decidido a poner en cuestión el personaje que el escritor ha construido alrededor de sí mismo, siempre bien parado en todas las vicisitudes y vaivenes de la posguerra y la transición españolas. El lector avisado adivina pronto por dónde van a ir los tiros. Pero López Mozo no cae en la trampa: el drama no se limita al descubrimiento gradual de una verdad escandalosa oculta por el fariseísmo de los camaleones. No es ese el magro objeto de El biógrafo amanuense. En el duelo entre el escritor y el biógrafo lo que se pone en juego es la existencia misma de la verdad y la esencia proteica e inasible de la identidad (como hizo, desde la comedia, Alfredo Sanzol con la estupenda Sí, pero no lo soy). Veamos un fragmento significativo:

ESCRITOR: (…) Entérese de una vez por todas que yo no cuento lo que hago, sino lo que soy. Ésa es la clave. En mis obras aludo a algunos episodios de mi vida, pero sobre todo vierto mis fantasías, mis sueños, mis medias verdades, mis miedos… ¡Mis miedos, sí! Los tengo, como usted, como todos. De ahí surge un retrato más auténtico que el que usted se empeña en hacer.

Como hizo Harold Pinter en el memorable y explosivo discurso de aceptación del Nobel de 2005 (se lo recomiendo: está en Internet), López Mozo cuestiona los conceptos de lo verdadero y lo falso en literatura, y se asoma al componente inevitable de creación que hay en toda semblanza biográfica. Pero, sobre esta reflexión estética, López Mozo impone, como Pinter y como el biógrafo, una defensa apasionada de la verdad, quizá porque el cínico escritor que la cuestiona no puede negar que su éxito se ha fundado en la confianza de los otros, y que revelar la calidad ficticia de su imagen pública sólo puede entenderse como traición.
A Jerónimo López Mozo todavía lo sitúan muchos manuales como uno de los autores representativos del teatro experimental de los 70. Y la etiqueta se queda pequeña, porque ha tenido la insospechada terquedad de seguir escribiendo, de superar una y otra vez las esclavitudes de cada modelo dramatúrgico para hallar, en cambio, la forma exacta para cada contenido. Quizá esta actitud le haya apartado de formar un “estilo propio”, lo que sin duda le hubiera facilitado mucho el trabajo a la crítica, pero le ha encaminado hacia dos triunfos: salvarse del vicio de imitarse a sí mismo y, sobre todo, persistir en su inagotable empeño ético por dar la medida justa de los conflictos de nuestro tiempo.

lunes, enero 19, 2009

Absurdistán, Gary Shteyngart

Trad. Ramón de España. Alfaguara, Madrid, 2008. 415 pp. 22 €

Guillermo Ruiz Villagordo

Misha Vainberg, el obeso hijo de un nuevo magnate mafioso de la Rusia moderna, vuelve a su patria tras una estancia de diez años dedicados al estudio y vivir la vida a tope en la América del Bronx, donde conoció a su querida Rouenna, una bailarina negra de striptease que se convierte en su novia de forma bastante interesada. Pero he aquí que su padre asesina a un importante hombre de negocios de Oklahoma y como resultado ni éste ni su hijo pueden volver a pisar el “paraíso” americano por imperativo del servicio de inmigración estadounidense. Cuando su padre es a su vez asesinado, ya nada ata a Misha a su país de origen, por lo que emprende una loca aventura que le llevará a intentar conseguir un pasaporte belga en la cercana república de Absurdistán que le permita burlar a la seguridad americana. Enamorado de la cultura hip-hop, juerguista de marca mayor, enorme mole sin responsabilidades, asistimos a su peregrinaje por las calles de Absurdistán, durante el que traba contacto con múltiples personajes, va conociendo detalles y más detalles del pueblo absurdani y su proverbial enemistad con el pueblo sevo, todo desgranado por su vitriólica lengua, que desvela esa extraña mezcla de capitalismo en pañales y reminiscencias añorantes del comunismo tardío que se le muestra en cada esquina. Su actitud sarcástica, pseudoculta y displicente le convierte en hermano putativo del Ignatius Reilly de La conjura de los necios, con el que guarda numerosas semejanzas incluso en el físico.
Gary Shteyngart, el autor de esta novela desquiciada y desternillante, pertenece a una nueva generación de autores norteamericanos compuesta en buena parte por inmigrantes de segunda o tercera generación que incorpora la visión de aquel que viviendo en el interior del imperio se siente un visitante en su propio país, como se encargó de demostrar la última antología Granta de nuevos valores americanos, cuyo componente más conocido en España es Jonathan Safran Foer y su Todo está iluminado (de raíces también eslavas, resuelto de una manera completamente distinta aunque también con un importante componente cómico). Probablemente sea junto con el mencionado Safran Foer el de verbo más afilado, mente más ágil y observación más certera. Su lenguaje transita entre la ironía condescendiente, un sarcasmo desaforado e hiriente y una finísima atención tanto a los pequeños como a los grandes detalles. Al menos es lo que esta historia demuestra y permite esperar de sus futuras novelas. Siéntense y disfruten.

viernes, enero 16, 2009

Todos los cuentos, el cuento, Pepa Merlo

Diputación de Cádiz, Cádiz, 2008. 151 pp. 5 €

Andrés Neuman

Resulta estimulante comprobar que (pese a los agoreros vocacionales) en el panorama editorial español vienen dándose, en los últimos años, varios fenómenos que confluyen en el mismo punto: el ensanchamiento de los territorios periféricos. O, si se prefiere, más desatendidos. Algunos de esos fenómenos esperanzadores son: la creciente influencia de las editoriales independientes, pequeñas o ambas cosas; la mayor atención pública y académica que se le concede al cuento, así como a la micronarrativa; o el imparable, necesario incremento de autoras mujeres en los catálogos de las nuevas generaciones. En ese sentido, el reciente comentario en este mismo blog del bello libro de cuentos de Lara Moreno, Cuatro veces fuego, parece más que una simple coincidencia. Cuando Páginas de Espuma me encomendó antologar, en el primer volumen de Pequeñas resistencias, a jóvenes cuentistas españoles que hubieran debutado en los años 90, la lista de narradoras breves a la que tuve acceso era relativamente exigua. Casi una década después, la situación ha mejorado a todas luces, tanto en nuevos nombres como en espacios editoriales: hoy tenemos el placer de saludar a autoras brillantes como Berta Marsé, Cristina Grande, Mercedes Cebrián, Pilar Adón, Cristina Cerrada, Carola Aikin, Txani Rodríguez, Cristina García Morales o Lara Moreno, entre otras muchas. Por supuesto, y por suerte, han surgido también excelentes cuentistas hombres cuyos libros he leído con admiración. Pero el déficit concreto que he señalado antes (la falta de narradoras breves en nuestras librerías) era tan escandaloso, que vale la pena celebrar su progresiva corrección.
Viene esta reflexión a propósito del primer libro de Pepa Merlo (Granada, 1969), el volumen de relatos Todos los cuentos el cuento. Un primer libro bien construido, bien narrado, que tiene la sabiduría de ir sugiriéndole al lector las claves para recorrerlo, como esas casas en cuya entrada, debajo del tapete, encontramos la fortuna de una llave. Las preguntas centrales del libro se adivinan ya en el primer párrafo: «Y entonces, ¿qué? Una inmensa llanura árida se abriría ante sus pies. Un lugar desde el que era imposible partir de nuevo. Todo debía acabar, menos la vida, y nadie en su entorno era consciente de lo que estaba sucediendo». Eso es exactamente lo que ocurre en las historias que leemos a continuación. Los personajes están perplejos, viven al filo de la incertidumbre. No saben muy bien qué hacer con sus vidas ni qué será de ellos. El vértigo, el vacío los acechan. Su destino corre peligro. Los demás no ven lo que ellos ven, algo extraño está pasando pero el único testigo es nuestro personaje. Y el final de la historia lo modificará para siempre, llevándolo a un punto sin retorno.
Uno de los encantos de estas piezas es que sus argumentos suelen ser son dobles: por un lado cuentan una historia y por el otro anuncian una metáfora, construyen situaciones concretas a la vez que deslizan sutilmente un símbolo vital. Es en ese sentido que los textos resultan poéticos, no tanto por el estilo (sobrio, natural y exacto) sino por su capacidad de sugerencia más allá de su pequeño espacio y su literalidad. Metafóricamente leídas, la mayoría de las piezas proponen reflexiones líricas sobre la pérdida, el deseo, el vacío, la derrota. Pero no lo hacen con grandilocuencia sino a través de pequeños ejemplos, detalles domésticos que cobran un sentido casi mágico: ventanas abiertas, cajas vacías, bolsas con huesos, paquetes con regalos desconocidos.
La actitud narrativa de Pepa Merlo es la del protagonista de esa pieza irresistible que es Petrushka, seguramente la mejor del volumen: prismáticos en mano, el personaje observa la trayectoria de una vida desconocida, vigila su destino a lo largo de una carretera, se pregunta por su suerte. La moral de estos relatos es la curiosidad, la espera ritual de un acontecimiento, de alguna certeza. Algo desconocido se insinúa y la lectura funciona como instrumento de interrogación. Precisamente en Petrushka se condensan las virtudes del libro. La espera de ese hombre es a la vez una reflexión sobre la espera, sobre las expectativas de la mirada. ¿Vemos lo que vemos o lo que quisiéramos ver? La relación entre el interior y el exterior de la casa resulta inquietante, como dos puntos que pese a rozarse están regidos por tiempos, ritmos y reglas distintas. Por eso no es extraño que en esa casa haya más de un calendario. Y que esos calendarios no coincidan. El único punto de contacto entre ambos mundos, entre el afuera y el adentro, es un enigmático Volkswagen rojo. Todo funciona como un logrado juego de espejos y miradas. Un hombre vigila un coche con sus prismáticos, o mira a otros dos hombres mirándose mutuamente en la fotografía de un calendario. Pero dentro del coche hay alguien que mira la carretera, así como la imagen del calendario fue tomada por un fotógrafo que también estaba mirando, cuya mirada es ahora observada por el personaje, quien a su vez es visto por nosotros, voyeurs de tercer o cuarto grado. Eso somos los lectores a fin de cuentas: todos los que miran, el que mira. Ojos dentro de ojos dentro de ojos.
Además de escritora, Pepa Merlo es aficionada a la fotografía. Esta afición se advierte en la minuciosidad de los escenarios, en la precisión con que objetos, muebles y luces quedan dispuestos. Los ambientes del libro tienen una importancia extraordinaria. De hecho suelen ser los objetos, más que las acciones, los que marcan el misterio de los argumentos. Un magnífico ejemplo lo encontramos en el arranque de Una historia de amor. Otro detalle significativo es que casi todos los personajes se acuestan o se levantan de la cama durante el cuento. Se duermen o se despiertan con la vida cambiada. En el tránsito entre ambos momentos, en la frontera escurridiza entre vigilia y sueño, realidad y deseo, actúan las ambigüedades de las historias. En este sentido, y recurriendo a uno de los objetos fantásticos del libro, estos cuentos pueden entenderse como breves cazasueños que pescan las pesadillas de sus personajes.
Llama la atención la absoluta falta de exhibición de un libro que, aunque no lo parezca, es un primer libro. Su oficio narrativo camufla su complejidad, que incluye sigilosos homenajes culturales (recreaciones de cuadros de Magritte o Vettriano) y suaves ironías. Con estos cuentos sucede al contrario que con el Café Pamplona, el espacio donde sucede “Una historia de amor”: su ambiente cargado los hace parecer mucho más espaciosos, porque consiguen transmitirnos la sensación de un mundo detrás, un pasado, unas costumbres previas. Esa es otra de las hábiles maniobras de la autora: muchos de los personajes son sorprendidos por el lector en plena repetición de su rutina (o en plena ruptura de la misma), de modo que su memoria es el punto de partida de la historia, que empieza in media res y termina sin red.
Una última singularidad, que puede pasar desapercibida y que eleva el misterio de estos cuentos, es que casi todos son, en mayor o menor medida, historias de fantasmas. Fantasmas que se recuerdan. Que aparecen por la ventana. Que nos mecen por las noches. Olvidadas estrellas de cine que nadie reconoce. Un cartel que se mueve solo. Partituras que echan a volar de golpe. Paquetes remitidos no se sabe por quién. Huesos que nos vigilan. Portafolios que se esfuman. Una anciana invisible en un autobús repleto. Cabezas caídas del cielo. Los espectros del libro se relevan unos a otros, prestándose las sombras: un portafolios perdido se convierte en un bolso gris hallado, una ventana muestra un coche o un bombín, Québec aparece en un mapa y reaparece en un paquete secreto. ¿Qué había en el portafolios extraviado de La Veneziana, magnífico relato emparentado con Los girasoles ciegos? Esa duda también es un fantasma. Su autora promete, en cambio, convertirse en lo contrario: en una firme certeza. Esperamos su siguiente aparición.

jueves, enero 15, 2009

Rojo alma, negro sombra, Ismael Martínez Biurrun

451 Editores, Madrid, 2008. 326pp. 18.75 €

Elia Barceló

Los habituales de este blog sabrán que cuando me ha gustado particularmente una novela, lo digo en las primeras líneas para que quede claro y, si alguien confía en mi criterio, pueda salir enseguida a comprarla.
Esta es una estupenda novela, siempre que a uno le gusten las novelas inquietantes o de terror. Porque Rojo alma, negro sombra se mueve entre estos dos extremos y lo hace con tal naturalidad y tal seguridad de pulso que a veces uno ni siquiera se da cuenta de que está leyendo una “de miedo”, porque todo lo que sucede, incluso lo claramente sobrenatural, resulta comprensible, necesario y casi cotidiano.
La escena inicial es magnífica y, aunque en retrospectiva nos damos cuenta de que es totalmente realista, crea una sensación tan inquietante, tan fantasmagórica que nos estimula poderosamente a seguir leyendo. Luego, las siguientes escenas son realistas y, sin embargo, lo fantástico se va introduciendo suavemente hasta formar parte de lo narrado con pleno derecho y sin que parezca una cuña que ha sido introducida a la fuerza en el mundo de lo cotidiano.
No me gusta contar la peripecia de las novelas para no estropear sorpresas al lector y, en el presente caso, aconsejo vivamente no leer la contraportada porque desvela demasiadas cosas que es mejor ir descubriendo paso a paso (yo me apliqué mi propio consejo, no la leí –como hago casi siempre– y pude comprobar que había salido ganando cuando la leí después de haber cerrado el libro en la última página).
De todas formas, creo que no está mal saber que los personajes son perfectamente normales y creíbles y que la inquietud y el miedo con los que se enfrentan tienen los dos orígenes posibles: el natural –la violencia desatada por un ex-marido drogadicto–, y el sobrenatural –la presencia incomprensible de las sombras de una familia que parece perseguir al protagonista mientras suenan canciones de los Beatles.
El misterio está muy bien presentado y es resuelto de modo muy satisfactorio para el lector, quien acaba por comprender todos los secretos sin tener la sensación de que lo han estado engañando y le han estado ocultando información.
Toda la novela está narrada en “presente convivencial”, como si los sucesos se desarrollaran frente a nosotros, de un modo casi cinematográfico, y la lengua es ágil y elegante.
Me alegra particularmente que Ismael Martínez Biurrun haya elegido esta temática para su novela porque soy de la opinión de que necesitamos buenos narradores de lo fantástico y lo terrorífico. Somos ya unos cuantos los que nos dedicamos a este tipo de temas y a suscitar esta clase de emociones en el lector (aparte de los grandes nombres como Pilar Pedraza, José Carlos Somoza, Fernando Marías, habría que recordar también a Félix J. Palma, Marc R. Soto, David Jasso, Emilio Bueso, entre otros), pero es importante que vayamos creciendo en número y en calidad. No hablo de “género” a propósito porque no veo la necesidad de encasillar y etiquetar algo que está en la base de la literatura más antigua y que sólo empezó a perder prestigio hace menos de un siglo, cuando ciertos críticos “intelectuales” decidieron que lo fantástico era “escapista” y, por tanto, condenable.
Por eso me alegra mucho que esta novela haya sido publicada por una editorial generalista, simplemente como literatura, como la excelente obra que es. Y también por eso es importante dejar claro que es una novela perfectamente clasificable como “de terror” porque, si no se dice, muchos lectores aficionados que sólo compran lo que aparece en colecciones de género, se la perderían. Por el contrario, para los que no están habituados a leer novelas de esta clase habría que añadir que no encontrarán escenas repugnantes ni nada que pueda resultar desagradable.
Espero que Martínez Biurrun siga ofreciéndonos muchas novelas de esta altura, sea cual sea la temática que elija para las siguientes.

miércoles, enero 14, 2009

El niño perdido, Tássies

Premio Internacional de Ilustración de la Fundación SM. SM, Madrid, 2008. 32 pp. 13,55 €

Ignacio Sanz

En algunos álbumes infantiles el texto desaparece y es entonces el lector el que ha de fabricar un discurso que de contenido lógico a las ilustraciones. Son por ello álbumes que invitan a una participación activa; en otros, el texto se adelgaza hasta quedarse en un leve soplo, en un minúsculo río de letras que exige una atención pormenorizada a las ilustraciones cargadas de intenciones múltiples; en cualquiera de los dos casos el dibujo se alza como protagonista indiscutido.
Y aquí comienza el camino de la sugestión. Cada ilustrador nos abre las puertas a su mundo, un mundo cada vez más personal, sin concesiones al convencionalismo, un mundo, es decir, un estilo que discurre por vericuetos alejados del amaneramiento ternurista que hasta hace unos años invadía el mercado bajo la influencia del algún santón norteamericano. Felizmente los artistas no sólo no renuncian a búsquedas muy personales, sino que las acentúan y se vuelven, como decía Picasso, pintores con alma de niños.
El niño perdido, es un álbum típicamente navideño. El niño al que alude el título es el niño Jesús. La primera ilustración nos presenta un niño colocando las piezas del belén; pero, entre las piezas, falta precisamente el Niño.
Entonces el niño que colocaba el belén sale a buscar al Niño Jesús ausente; lo busca en un lago sin agua, entre las casas en ruinas, entre los muros que cierran las puertas al campo, en definitiva entre la vida de tanta gente que sufre adversidades. El lector adulto sospecha que el Niño Jesús está siendo buscado en Palestina.
Los dibujos, casi todos a doble página, en tonos oscuros y presentando la realidad a vista de pájaros, son de una expresividad conmovedora y no dejarán indiferente a ningún tipo de lector por más que el recorrido termine pronto. Claro que los álbumes resultan en general inagotables y a una primera lectura puede seguir una segunda y una tercera, en la confianza de que siempre encontraremos un ángulo sorprendente que antes había pasado desapercibido.
Tássies ha conseguido con este Álbum el Premio Internacional de Ilustración de la Fundación SM, 2008. Con tal refrendo, a uno que es de por sí refranero, sólo le cabe sentenciar que algo tendrá el agua cuando la bendicen.

martes, enero 13, 2009

El libro de los seres alados, Daniel Samoilovich

451 Editores, Madrid, 2008. 367 pp. 28 €.


Mercedes Cebrián

Un libro tan cuidadosamente ilustrado y editado como éste muy bien podría encontrarse en la sala de espera de la consulta de un odontólogo de alto copete. Allí, entre catálogos de exposiciones de Brancusi y libros tamaño DIN-A3 sobre cultura y gastronomía japonesas, o alguno ineludible con enormes y cuidadas imágenes de lofts californianos, estaría, tumbado junto a ellos pero como disimulando su presencia, El libro de los seres alados.
Los pacientes que, esperando su turno, abrieran alguno de estos libros en busca de imágenes, de santos que no les obligasen a hacer el esfuerzo de leer frases más largas que las de un pie de foto, comenzarían sin duda por el de interiorismo. Se sentirían mejor, más relajados, viendo los baños de estilo rústico y azulejos color barro cocido, las cocinas de aspecto semiindustrial en acero mate o los dormitorios, comunicados directamente con el jardín mediante amplísimas puertas correderas que dejan pasar la luz de la Costa Oeste norteamericana.
Pero no le reprochemos su actitud poco erudita a los pacientes; de algún modo es lógica: están nerviosos ante la inminente visita a su dentista, que con total seguridad les va a causar algún pequeño episodio de dolor, de ahí que alguno de ellos ya experimente en la sala un anticipo imaginario de ese dolor real que sufrirán poco después. Hay cola esa tarde en la consulta del doctor Garralda: el tiempo de espera, habitualmente de un máximo de quince minutos, está llegando a ser de media hora. Los libros sobre lofts y cuencos japoneses de laca ya no dan para más. Hasta las esculturas de Brancusi aburren a los seis congregados en la sala. Pero atención, uno de ellos, Manuel Paredes en este caso, se dispone a hojear El libro de los seres alados. Ha decidido darle una oportunidad: por supuesto, comienza pasando las páginas a velocidad maratoniana en busca de las imágenes de mayor tamaño. Llaman su atención particularmente un dibujo a página completa de un mosquito del siglo XVIII (el dibujo y el mosquito); una ilustración que muestra al poeta Eugenio Montale y a una abubilla mirándose fijamente, y otra de una bicicleta volante construida por Vladimir Tatlin en 1931. También le sorprende lo diverso de las entradas: ¿estará la lechuza? ¿y la polilla? ¡ah, pero si también están Cupido y el basilisco!
Abre el libro por la letra G y lee, en palabras de Borges, que el Gillygaloo ponía huevos cuadrados para que no rodaran ni se perdieran. Abre por la P y aprende que al pingüino también se le llama pájaro burro por los cuasi rebuznos que profiere cuando está a la orilla del mar, según cuenta Charles Darwin. Y de no ser por la enfermera, que le saca de ese mundo alado y le devuelve a una realidad inminentemente gingival, seguiría leyendo textos, contemplando dibujos y buscando entradas que le llamasen la atención dentro del libro. Desde hace unos minutos, Manuel Paredes integra el colectivo de los que sienten curiosidad hacia aquellos seres que poseen una capacidad que él, en tanto que humano, nunca podrá ni tan siquiera emular: la de ahorrarse semáforos y atascos sin recurrir a helicópteros, la de observar el mundo como lo hace el equipo de Google Earth y la de no necesitar posar los pies con urgencia sobre una superficie cualquiera.
Este libro homenajea a estos seres estrambóticos y recorre su existencia, real o imaginaria, a través de textos de narradores, poetas y filósofos. Sólo nos surge una pregunta al respecto: ¿Necesitaban los seres alados un libro homenaje? ¿Les urgía ser catalogados y archivados en un nomenclátor? Si ellos no se quejan y siguen ahí dentro, si no presentan signos de inquietud y por tanto no baten simultáneamente todas sus alas juntas para alejarse de las librerías o de la consulta del Dr. Garralda, será porque están de acuerdo y satisfechos con la ocurrencia. Pero quien verdaderamente se está inquietando es Manuel Paredes, cuyo nombre acaba de pronunciar la enfermera. Pocos humanos desearon alguna vez con más fuerza que él salir volando de algún lugar.

lunes, enero 12, 2009

La exactitud del instante, Alejandro Fernández-Osorio

Ediciones Vitruvio, Madrid, 2008. 57 pp. 9,95 €

María Ruisánchez

Este poemario podría estar contenido en un suspiro, millonésima fracción de la eternidad, o por el contrario, extenderse hasta el infinito por el latir de los siglos. Son poemas para el tiempo, contra el tiempo, por el tiempo. Unas manecillas que circulan por la esfera del reloj intentando atrapar el segundo siguiente, para cansadas ya de perseguirse, pararse de repente, como olvidadas por la cuerda o la pila… Quietas, el tiempo discurre igual, envejeciendo nuestras manos, y es inútil tratar de atraparlo. Alejandro Fernández-Osorio reflexiona sobre este devenir continuo que llamamos vida, con una poesía luminosa y certera, cargada de imágenes que han logrado, muy a pesar del tiempo, contenerlo.
Su libro se divide en tres partes. La primera, “Instantes”, es un maravilloso compendio de momentos, para siempre, grabados en la memoria. Pues vivir, va siendo eso, atesorar instantes. En todos y cada uno de ellos está presente ese esquivo tiempo, recordándonos que es implacable, como muestran estos versos: “del que brota, de cuando en cuando, otro latido directo a la muerte”. El poeta nos traslada a una naturaleza límpida, detenida en ese devenir o a unas ciudades deshumanizadas y rápidas en eterno contraste, por las que, sin embargo el tiempo corre al mismo ritmo. Pero sobre todo, se detiene en pequeños detalles que parecen concentrar la eternidad: una sonrisa, la huella de un hombre en la arena, las hojas del magnolio muertas sobre la acera. Un constante presente agustiniano, al que le basta un parpadeo para ser pasado: “el instante ya se desgaja del ahora uniéndose a la compacta bruma del antes, y fluye inconmovible”.
Sin embargo, en la segunda parte: “Con.secuencia”, el poeta ha dejado de ser observador del inexorable devenir, ha dejado de ser coleccionista de momentos y ha optado por fundirse con todo lo que le rodea, es decir, el tiempo. Le habla a ese rival huidizo, imposible de contener en la mano, ni en el verbo, y le dice: “Vivo en ti”. Esa entrega nos da unos poemas profundos, un cara a cara con el tiempo, una reflexión constante sobre la vida que se va apagando lentamente sin poder alcanzar la eternidad, dejándonos, en palabras de Alejandro: “con la ocasión en la boca y los labios heridos, como un pez que tiene por destino, ahogarse”.
Como no podía ser de otra manera, “Tempus fugit (en primera persona)” es la última parte de este libro, un único poema largo, en el que el autor ha querido reflejar su relación con el tiempo a lo largo de su vida. Una relación que pasa de la infancia inconsciente, a la frustración por querer atraparlo, destrozarlo, reventarlo y la consiguiente rendición a una lucha, ya perdida de antemano. Una resignada victoria que es saberse a la espera de que nos lleve el tiempo, mientras vamos atesorando el nuestro.

viernes, enero 09, 2009

Obra Selecta, Edmund Wilson

Edición y Prólogo de Aurelio Major. Varios traductores. Lumen, Barcelona, 2008. 937 pp. 48 €

Eduardo Fariña Poveda

El acto de ejercer la crítica era para Edmund Wilson (1895- 1972) era inversamente proporcional a la eficacia por intervenir en la vida intelectual de Estados Unidos. Esta obra selecta reunida en casi mil páginas se convierte así en un testimonio historiográfico clave para entender la evolución de la literatura norteamericana y europea de la primera mitad del siglo XX. Obra selecta reúne una variada muestra de artículos, ensayos, reseñas y cartas del gran crítico norteamericano, comparado reiteradamente con Cyril Connolly. En toda obra de crítica literaria los personajes son los escritores. En estas páginas podemos encontrarnos con un grupo distinguido de éstos: Gustave Flaubert, Charles Dickens, Lewis Carroll, Anton Chejov, Oscar Wilde, T.S Eliot, John Dos Passos, Marcel Proust, James Joyce, Vladimir Nabokov, William Faulkner, Ernest Hemingway, Francis Scott Fitzgerald.
Nacido en Red Bank, Nueva Jersey, tuvo una infancia acomodada y solitaria, en donde pudo leer a los clásicos en la biblioteca de su padre, con quien tuvo una turbulenta relación. Estudió en The Hill School y la Universidad de Princeton, en donde conoció a Fitzgerald. Empezó la carrera de escritor como reportero en el New York Sun, y se alistó en el ejército durante la Primera Guerra Mundial, nunca estuvo en el frente de batalla y fue destinado a cuarteles generales de Alemania en donde ejerció de traductor. Fue director de Vanity Fair en 1920 y 1921, y luegó trabajó en The New Republic y The New Yorker, donde intentó emular a críticos como Shaw y Poe. Pidió colaboraciones a amigos como Cummings y Hemingway, exigiéndoles cierta concisión en sus trabajos teóricos y que evitaran toda imprecisión impresionista. Wilson detestaba la academia y siempre estuvo orientado a poner la crítica en diálogo con el lector de clase media y que buscara nutrir un proyecto histórico extenso. La seriedad del estudio literario no manifiesta en el crítico una posición neutral, pero se identifica con rigor en desentrañar los mecanismos de una obra para luego alejarse y ver en relieve objetivo el contexto de la inferencia histórica. Durante los años posteriores a la depresión de 1929, incluso para sus detractores, Wilson era quien inspiraba en Estados Unidos el movimiento literario de Izquierdas. En 1935 con ayuda de Dos Passos, viaja a la Unión Soviética, donde llega a Cartearse con Gorki pero desconoce las desapariciones en el Gulag y el destino de Mandelstam o Ajmátova. Decepcionado y entendiendo lo devastador de la experiencia totalitaria de Stalin, siguió siendo admirador de la literatura Rusa. Tuvo un tumultuoso matrimonio con Mary McCarthy, la que fue su tercera mujer y de la que se divorció en 1946. A partir de los 40 y hasta mediado de los 60, Wilson se interesa por religiones no cristianas y culturas minoritarias, viaja a Israel en 1954 enviado por el The New Yorker. Su fascinación por culturas diversas lo llevo en sucesivos viajes a explorar sociedades como la Haitiana, La Húngara y la Francocanadiense. En su último decenio, propuso a Jason Epstein, uno de los fundadores de The New York review of Books, la creación de una biblioteca de autores estadounidenses semejante a La Pléiade francesa. Será en 1982, diez años después de su muerte en donde su propuesta verá en parte la luz pero bajo el nombre de la Library of America y 25 años después los dos tomos de sus obras completas serán editadas por la misma. Dentro de su amplísima obra destacan: El castillo de Axel, The Shores of Light, The Triple Thinkers, Letters on Literature and Politics.
Al revisar los textos incluidos en Obras Selectas, notamos de inmediato el voraz apetito erudito de Wilson, capaz de vislumbrar en el texto el paisaje en cuyo interior se va poblando las circunstancias del escritor. La enérgica denuncia a la carencia de crítica a la literatura norteamericana y la poca profesionalización de los reseñistas de comienzos de siglo en El crítico que no existe es notable, donde pareciera darse cuenta al final de sus reflexiones que esa carencia, de alguna forma, podría estar esperando ser reemplazada por él. En Marcel Proust, Wilson sobrevuela suspicazmente por las cornisas Proustianas. Respecto a la construcción de En Busca del tiempo perdido encontramos: La estructura de la novela es más visible. Proust ha hecho de estos episodios sociales (a menudo varios centenares de páginas) enormes bloques sólidos (…) Un medio denso de ensoñación y comentarios introspectivos , mezclados con incidentes tratados dramáticamente y a escala más reducida (p. 51) . Con Ulises de James Joyce atisba, al igual que en la Obra de Proust un complejo sistema mucho más sinfónico que narrativo, en donde hay mayor vitalidad pero mayor lentitud en la gestación de la trama. Así respecto a los primeros críticos de Ulises les reprocha: El manejo Joyceano de este inmenso material, su método de dar forma al libro no tiene paralelo alguno en la narrativa moderna. Los primeros críticos de Ulises tomaron erróneamente la novela por un “trozo de vida” le objetaron que era demasiado fluida o caótica. No reconocieron un argumento porque no reconocían una progresión (p. 510). Es destacable además que subraye en las dos novelas la aplicación de los métodos poéticos del simbolismo, aunque en Joyce recalque que da mayor cabida a una visión más objetiva del mundo, mientras que con Proust corremos el riesgo de adquirir contagio del punto de vista del que nos cuenta la historia.
Como todo gran crítico, Wilson también fue implacable y duro con autores que hoy en día les tenemos de cabecera. Ya con el título Los remiendos de Ezra Pound sabremos que a Wilson no le llamará positivamente la atención el manejo de influencias del poeta de Los Cantos. De él señala cosas como: El fracaso de Ezra Pound como poeta es un curioso fenómeno literario. El ideal estético de Ezra Pound es tal vez uno de los más elevados de la poesía contemporánea de habla inglesa. Indiferente a la aprobación pública, ha trabajado fiera y concienzudamente para reducir la vaga sustancia de las palabras a un agudo y duro residuo de belleza (p. 143). Fue algo más pausado al abordar Trópico de Cáncer. Con algo de ironía e indiferencia, destaca de la Novela de Henry Miller que: es una de las mejores dentro del grupo de novelas de norteamericanos expatriados en Europa. Luego declara: El tono del libro es indiscutiblemente malo; de hecho El trópico de Cáncer resulta desde el punto de vista de sus acontecimientos y del lenguaje que nos presenta, el libro más malo que conozco entre de los de verdadero mérito literario (…) Pero si se logra soportar, en ocasiones resulta muy divertido, ya que el señor Miller ha descubierto y explotado un nuevo campo de la picaresca (p. 717). La respuesta de Miller a la crítica es también una rotunda pieza literaria. Acusando a Wilson de inexactitudes, y no sin algo de fina ironía, finalmente sentencia: La mejor publicidad para un hombre que tenga algo que decir es el silencio.
Obras Selectas de Edmund Wilson es verdaderamente una antología de lujo. El itinerario que ofrece por sus páginas es el resultado de toda una vida entregada a un criterio crítico independiente. Rechazando cátedras universitarias y viviendo una vida bastante privada de exquisiteces, Wilson logra inagurar un estilo en la forma de hacer crítica en Estados Unidos, como lo fuera Saint-Beuve en Francia un siglo antes. Apunta Major al final del prólogo que Wilson fue un crítico a la antigua que cuando quería escribir sobre alguien le dedicaba 2 meses y se leía todo sobre el autor. Ejemplo a seguir para un crítico actual y estupenda disciplina de lectura. Es de esperar que esta Obra Selecta sea un impulso para ver traducidos más libros de Wilson, ya que gran parte de éstos no los tenemos vertidos al español.

jueves, enero 08, 2009

Un gran chico, Nick Hornby

Trad. Miguel Martínez-Lage. Anagrama, Barcelona, 2008. 353 pp. 19,50 €

Salvador Gutiérrez Solís

¿Es posible combinar sentido del humor, actualidad, reflexión, ironía, literatura —incluso— en una misma novela? Es posible. Los ejemplos, lamentablemente, no abundan, pero nos encontramos ante un autor que lo demuestra, obra tras obra. Que suenen los tambores y las trompetas, que el pirotécnico se queme los dedos. Nick Hornby irrumpió en el permanentemente alicaído panorama literario europeo hace ahora diecisiete años, en 1992, con la delirante y deslumbrante Fiebre en las gradas, alucinógena y ensayística recreación del mundo de los hooligans –aparentemente-. Prosiguió Hornby su andadura con la musicoemocional Alta fidelidad y la sugerente Érase una vez un hombre, posteriormente. En Cómo ser bueno, Hornby se vuelve adulto, demasiado serio a ratos y 31 canciones cabe entenderse como un íntimo catálogo de su banda sonora más personal. En picado, lejos de como su propio título indica, supone el regreso de Hornby a las alturas, que ya transitó en sus dos primeras obras. Suicidios y delirios, para volvernos a hablar de este mundo extraño y veloz que nos ha tocado vivir.
Si la adaptación cinematográfica de Alta Fidelidad te empujaba a la novela, no se puede decir lo mismo de Un niño grande (la tragedia comenzó con el título), una comedieta edulcorada y previsible que para nada hace justicia al texto de Hornby. En Un gran chico podemos encontrar, de nuevo, tres de los grandes temas que con frecuencia y maestría recorre el escritor británico: la figura del padre, el ocaso de la juventud y las relaciones de pareja. Will, el protagonista de Un gran chico, es como el propio Nick Hornby, el hijo de un hombre que ha alcanzado una buena situación económica gracias a un golpe de fortuna. El padre de Will compuso una ridícula canción de Navidad, que le permite al hijo vivir de forma desahogada gracias a los derechos de autor. Pero, sobre todo, Will es un enorme y evidente peterpan, una figura que Hornby sabe manejar, explotar, ilustrar y definir como nadie. Consumado especialista en la materia, Will lo intenta todo por ser siempre, y sobre todo parecerlo, un chico joven, aun a costa de ofrecer una imagen entre esperpéntica y peripatética de él mismo. Qué más da. Y, por supuesto, una de las grandes asignaturas pendientes de cualquier peterpan que se precie son las relaciones de pareja, escapar del compromiso a toda costa, huir, aunque el abismo o la soledad se perciba a menos de un palmo.
Nick Hornby, desde el humor, desde una ironía con tintes melosos, pero no por eso menos incisiva, nos habla de los temores que a muchos nos afectan. Su literatura, envolvente, deliciosamente divertida, sólo es el jocoso disfraz con el que nos invita a su particular fiesta. Una fiesta plagada con los grandes iconos que a todos —los menores de cincuenta años— nos siguen influyendo y atrayendo. Una novela saludable, a ratos delirante, siempre atractiva, de una de las voces más inquietas de la narrativa europea.

miércoles, enero 07, 2009

La cena de los notables, Constantino Bértolo

Periférica, Madrid, 2008. 249 pp. 16 €

Care Santos

Si los editores fueran vaqueros de uno de aquellos westerns de las sobremesas de nuestra infancia, y a cada escritor que descubrieran se apuntaran una muesca en la culata de su Colt 45, la culata de Constantino Bértolo estaría hecha unos zorros.
Editor-oteador, siempre atento —y sensible— a lo que escriben los más jóvenes, por sus cajones han pasado los primeros originales de muchos de los nombres que componen las últimas hornadas de autores en nuestro idioma. La suya ha sido y es una labor tan necesaria como ingrata, que no puede hacerse más que con entusiasmo y fe. Entusiasmo para llamar la atención sobre nombres desconocidos y darles su primera oportunidad en la selva del mundo editorial (la misma, por dierto, que les engullirá, de un modo u otro, para alejarles de su lado). Y fe no sólo en sus autores, también en la Literatura misma, para seguir creyendo que hay algo por lo que merece la pena apostar y arriesgarse. Algo que, por supuesto, nada tiene que ver con los títulos que encabezan las listas de más vendidos ni con los gustos mayoritarios de los compradores compulsivos de libros (también llamados, aunque creo yo que sin mucha razón, «lectores»). En fin. Bértolo persevera en su entusiasmo y su fe desde hace lustros, para suerte de todos nosotros. Lo hizo primero desde editorial Debate y, desde hace unos pocos años, en el sello Caballo de Troya, del cual es fundador y director literario. Y si su carrera como editor es dilatada y meritoria, no lo es menos la que ha desarrollado como crítico.
Por todo lo anterior, un libro que promete reflexiones sobre la lectura y la escritura de puño y letra de este halcón peregrino de nuestras letras es, de entrada, prometedor, como lo sería de cualquiera de quien sospechemos que sabe mucho más de lo que jamás ha contado. Llámenme fisgona, pero debo confesar que los libros escritos por editores me resultan irresistibles. Me relamí con las Opiniones mohicanas de Herralde, disfruté con los caprichos de Einaudi y aplaudí entusiasmada con las malas pulgas de Mario Muchnik. Aunque, debo decir, éste es un libro muy distinto a los tres anteriores. De entrada, no es un libro para cotillas ni adictos al amarillismo editorial, que tan buenos frutos ha dado en los últimos años. Estas páginas van más allá de esas mundanas cuestiones íntimas que los editores comparten con sus autores mientras dura su idilio. Este ensayo habla de Literatura. Deja a un lado a los artífices del asunto para centrarse en lo que importa: los libros.
Sorprende, acaso, tropezar al principio con un Bértolo personal e intimista, que desgrana emocionado algunas de las lecturas que le formaron como lector. Un ejercicio, por cierto, entrañable para todo aquel que ame la letra impresa, este de remontarse a los orígenes de todo, a los libros que nos han modelado y nos han hecho comprender por qué «la realidad se escribe con minúsculas». De esa experiencia personal se pasa a la exégesis de las razones mismas de la lectura. Las relaciones entre el lector oral, que hacía de la lectura un placer colectivo, y la aparición de lo que Bértolo llama «el lector silencioso», vinculada a la invención de la imprenta. La búsqueda de la identificación en el texto, la biografía puesta en relación con la semántica o la necesidad de ficción que compartimos los seres humanos —a pesar de que no todos la saciemos del mismo modo— son algunos de los altos en el camino de este viaje a las profundidades del sentido de todo esto: para qué leemos, cómo leemos, para qué escribimos. Y de qué modo escribimos cuando escribimos, cómo resulta condicionado nuestro discurso por la búsqueda del interlocutor, qué espera de nosotros ese interlocutor y de qué modo somos deshonestos (o no) al tratar de contentarle. Se habla, por supuesto, de cómo los libros nos educan enseñándonos a mirar el mundo. Y del sentido que tiene hablar de una literatura de calidad en ese sentido tan místicamente educativo.
Por último, era de esperar que la crítica tuviera un lugar destacado en este libro de reflexiones muy personales y muy vividas. De esta última parte, ilustrada con una escena de la novela El alcalde de Casterbridge de Thomas Hardy —en la que se narra la cena de ciertos prohombres de cierto pueblo, observada por la gente llana del mismo lugar— toma el libro su título. Eso es la crítica, según Bértolo: la plática de los notables, observada por el resto de la comunidad, que no descansa. El libro se remata con un brillante capítulo sobre el papel del crítico en nuestros días, condenado a ceñirse a los dictados y los corsés de los grupos mediáticos y, por tanto, «a realizar trabajos de publicidad más o menos encubierta bajo su "noble" apariencia de actividad "estética e independiente». Y para ilustrar la cuestión, analiza el caso tristemente famoso de Ignacio Echevarría en relación con el suplemento Babelia del diario El País. Sus reflexiones, al hilo de todo esto, tienen que ver —y mucho— con lo que el mismo Constantino Bértolo dice en otro capítulo de su ensayo: «Cada literatura educa y maleduca también a sus lectores». De lo cual tal vez podamos deducir que tal y como están ocurriendo las cosas, nuestro panorama literario está criando un sinfín de lectores maleducados.
En fin, que cada cual extraiga las conclusiones que quiera. A modo de apostilla, recordaba al terminar el libro algo que le oí una vez al propio Ignacio Echevarría en una mesa redonda en Valladolid: «Cada país tiene los novelistas que merece». Algo que, sospecho, suscribiría también Constantino Bértolo. Y con produndo conocimiento de causa.

martes, enero 06, 2009

El trabajo os hará libres, Espido Freire

Páginas de Espuma, Madrid, 2008. 128 pp. 14 €

Pedro A. Ramos García

Muchos no reconocerán el origen del título de este libro de cuentos. Al presidente de la provincia de Chieti (región de Abruzzo, centro de Italia) le sucedió lo mismo. Era agosto de 2006 y tenían que promocionar las oficinas de empleo. Imprimieron miles de folletos con el eslogan y compraron una página de publicidad en el periódico local. La página consistía en una carta donde Tommaso Coletti, presidente de la provincia, animaba a sus conciudadanos con esta frase que, según él mismo reconocía «No recuerdo donde leí esta frase, pero fue una de esas citas que te impactan al instante... desde siempre he colocado el trabajo en el centro de mis actividades». Supongo que nadie de su partido le dijo nada. A la oposición se le ocurrió buscar en Google (porque a ellos –imagino– también les sonaba aquella maldita frase, pero nadie sabía de qué). Arbeit macht frei. Uno hablaba alemán. Otro no podía creerle. Volvió a repetir: «Arbeit macht frei. “El trabajo os hará libres” era el lema que figuraba sobre la puerta de algunos campos de concentración nazis». Se armó un pequeño revuelo. Los periódicos estiraron la noticia todo lo que pudieron y no hubo ningún daño colateral.
Me temo que muchas de las personas que vean la portada de este libro (una portada sugerente) pensarán lo mismo: ¿de qué me suena a mí esta frase? No sé si Espido Freire lo ha hecho a propósito, pero a mí me ha dado por pensar. Sobre todo porque los catorce cuentos que componen el libro tratan sobre situaciones cotidianas donde el narrador disecciona a la perfección la psicología de cada uno de los personajes que en ellos aparecen, personajes que bien podrían ser las mutaciones de las personas que miran la portada del libro y se preguntan «¿De qué me suena a mí esta frase». Hay situaciones y personajes para todos los gustos.
Ceud mile Failte nos traslada a una isla donde se habla gaélico y se desarrolla una historia de amor de la que no desvelaré el desenlace, pero sí lo que pone en el felpudo de la casa donde vive la protagonista y narradora: «Ceud mile failte» que significa, sencillamente, «Bienvenidos», pero que cobra una gran importancia, primero, porque es el título del cuento; segundo, porque establece un paralelismo entre las personas que entraban en un campo de concentración y quien entra en la casa y, tercero, porque se convierte en una frase recurrente en el monólogo de la narradora.
Negocio, el segundo cuento, es una propuesta distinta. Venecia. «Venecia resplandecía cubierta de encajes de vidrio, de prismas y esferas de cristal que la convertían en un árbol de Navidad gigante, dorado y agua, ondas y lluvia.» (pág. 18) Un él enamorado tiene que realizar un trabajo y nos lo cuenta un narrador omnisciente a través de un juego de espejos que deja espacio para la sorpresa final. Lo que nunca será. También sobre historias de amor interruptus trata Diecisiete de agosto, pero esta vez es un amor adolescente el que nos recuerda la importancia de cada instante. El narrador se centra en los detalles, un cuento de descripciones minuciosas y acciones mínimas, pero llenas de significado como en La imitadora de voces, quizá el mejor del volumen para quien firma. Aquí Espido Freire vuelve a valerse del monólogo, pero esta vez para hacernos llegar los pensamientos de una publicista que reconoce el valor de obras como Don Quijote de La Mancha, La metamorfosis, Moby Dick y Orgullo y prejuicio mientras se lamenta de «los anuncios que he creado retomando frases muy antiguas, de los eslóganes copiados palabra por palabra de otras campañas extranjeras, de los anuncios en los que las promesas…» y recuerda la mejor época de su vida para terminar con una confesión «yo lo único que he perseguido siempre es que la gente sea feliz». Una voz poderosa, que nos hace leer entre líneas antes de enfrentarnos a La venta de las novillas, el cuento más extenso, que nos traslada a una época en la que los niños son necesarios en los campos en verano, hay hambre y un buen matrimonio puede salvar de la miseria a una familia. La mujer como propiedad. La mujer como objeto. Pero de nuevo una historia de amor entre jóvenes, muy jóvenes, ¿un primer amor? Una casa de madera escondida, el dolor del amor no correspondido, familias divididas por la envidia, un secreto. Una novela agazapada que aquí se nos muestra con la intensidad que sólo puede tener un cuento.
Cogemos oxígeno con Sin hada y llegamos a la mitad de este libro con una nueva versión de la Bella Durmiente. Rápido, sencillo, certero, como el siguiente: La niña de todos, un cuento donde se intuye, narrado a saltos, con vehemencia, en primera persona y en presente, que no se nos quiere contar todo. «Y arrojo el vestido a la cesta de la ropa sucia» (pág. 68) También una mujer con carácter protagoniza el siguiente cuento, Mimo, pero no podría ser la misma: Gloria se siente culpable por tener una amante, lo deja y luego se lamenta, huye hacia un final abierto que no presagia nada bueno.
Viaje de regreso es el del fantasma. Así lo recordarán. Es el que huele a las historias que nos contaban nuestros abuelos. Dos hermanas enfrentadas, sin decirlo, por un amor. Dos hermanas que se odian, sin reconocerlo, porque aman al mismo hombre. Dos hermanas que viven en una época en la que son intercambiables por la estabilidad de una familia. Un muerto que vuelve para ajustar cuentas, pero ¿qué viene buscando en realidad el fantasma? ¿Venganza? Vengarse es lo que quiere el padre de la protagonista del siguiente cuento: Las nuevas normas. De nuevo, primera persona, intensa, descarnada narración de sucesos y pensamientos que nos arrastran lejos del día a día a través de lo cotidiano. «Y mientras trataba de aferrarme al momento que ocurría, a aquel segundo, daba vueltas sobre la cama en penumbra, y se me fundían los huesos como a una muñeca de trapo, sucia y rebelde; golpeaba el colchón y ahogaba alaridos mudos cada vez más intensos.» (pág. 97, la esquina superior derecha doblada para volver a ella rápidamente).
Herencia, un sueño o una radiografía de una mujer de «ochenta y seis años, y de su pasada grandeza» (pág. 101). Anillo con piedra azul, donde las madres son peores que las hijas. Italiana, el amor imposible, el amor en otro espacio, otro tiempo, la búsqueda de lo único e irrepetible, un camarero demasiado cobarde para ser feliz.
Y para terminar, cambiamos de ritmo, de localización y de época. Ventajas del cuento. La carta de Guilles nos traslada a un pueblo de leñadores, de mujeres abandonadas la mitad del año para que los hombres ganen un jornal. Mujeres que sienten, con resignación, que la única forma de tener a su hombre es en la cárcel. «Guilles era únicamente suyo. Y así, un día tras otro, mientras continuara en el penal, su marido le pertenecía por completo, en la distancia, en la oscuridad.» Tan cerca y tan lejos. Tan presente. El último, un hiperbreve titulado Adenda, es otra vuelta de tuerca de poco más de un renglón para subrayar una serie de momentos cotidianos en los que los personajes se ven arrastrados por la inercia de sus vidas, donde los personajes no tienen tiempo para pensar y actúan; como nos sucede en la realidad, pero que Espido Freire dota de una gran dosis de extrañamiento (ya sea por la época o por el lugar en el que se desarrolla la acción) gracias al pulso narrativo que posee esta joven autora que hace mucho tiempo dejó de ser una promesa.