Nabor Raposo
Existen pocos autores capaces de suscitar en el lector emociones tan radicales como las que despierta la obra de William Faulkner (1897-1962). Con él no hay término medio, nadie se viste de gris; solamente se distinguen dos categorías imposibles de delimitar con una raya vertical en medio o una frontera, como dos planetas aislados en un universo en expansión. La indiferencia tampoco suele ser, ni en el mejor de los casos, una excepción. Uno o ama a Faulkner, o no le soporta.
Aquellos que pertenecen a la primera especie suelen conjurarse en su defensa a través del silencio, porque han aprendido que esa es la única condición que se exige para disfrutar de sus novelas y, sobre todo, porque saben que tampoco es rentable malgastar energías en publicitar algo que tiene por objeto proporcionar a su consumidor un placer exclusivamente privado. Qué decir de los segundos, entre los cuales el consenso general suele ser el siguiente, a saber: que la dificultad que entraña su lectura no acostumbra a premiar el esfuerzo dedicado con una recompensa proporcional al desgaste intelectual que se exige. Simplificando la cuestión, donde unos no hallan sino obstáculos, otros aprendieron a vislumbrar precisamente las virtudes.
Son precisamente los devotos de la obra del escritor sureño quienes pueden sacar mayor rendimiento a la serie de textos que aquí se presentan, al constituir un corolario perfecto a la propuesta literaria del autor. Quien lee y sigue a Faulkner seguramente ya conoce esta faceta: su archiconocido discurso de aceptación del Premio Nobel de Literatura en 1950 es quizá el mejor ejemplo de su lucidez, de la profundidad con que ahonda en aquellos temas a partir de los cuales construyó su propio legado: el tiempo y el Sur (de los EE. UU., se entiende) como metáforas de una condición humana que no se resigna a aceptar el fin del hombre, «lo único sobre lo que vale la pena escribir».
Más allá de la intrincada estructura formal que presentan muchas de sus novelas, y alejadas del barroquismo estilístico que caracteriza su prosa, aparecen estas piezas que ayudan a entender mejor –o, por lo menos, esclarecen– el pensamiento de uno de los más grandes e indiscutibles exponentes de la literatura del Siglo XX, no sólo norteamericana. El volumen –los criterios de exigencia de la editorial, el rigor en la traducción y la inteligencia en la redacción de las notas a pie de página son francamente loables– consta de cinco apartados diferenciados: los Discursos (al menos cinco de ellos escritos con motivo de la recepción de algún premio y entre los que se incluye el antes citado discurso de aceptación del Nobel de Literatura; en primer lugar y con carácter extraordinario aparece también el sermón funerario por la que fue su niñera y custodia de su educación, Caroline Barr); los Ensayos (probablemente, el que lleva por título Sobre la privacidad. El sueño americano: ¿Qué le sucedió?, escrito en 1955, sea en muchos aspectos el mejor de los textos compilados; sin desdeñar otros como Y ahora qué hacer, la autobiografía apócrifa del propio Faulkner escrita en 1925; Mississippi, de 1954, que ilustra algo parecido a una síntesis ficcionada de su obra; o Sherwood Anderson, un análisis de los éxitos y fracasos de su padrino literario); Prólogos (los seis textos reunidos fueron escritos para obras de producción propia, aunque algunos jamás acompañaron edición alguna); Reseñas de libros y obras de teatro (de escasa entidad y valor literario, conviene señalarlo) y, por último, las Cartas públicas, donde el escritor da su opinión sobre algunos temas de actualidad de la época o replica y matiza a algunos lectores que han cometido la osadía de despacharse contra su persona, generalmente a través de la prensa escrita.
Como se ha dicho anteriormente –no podría ser de otra manera–, el tiempo y el Sur de los EE. UU. («su belleza reside en el hecho de lo mucho que Dios ha hecho por él y lo poco que ha hecho el hombre») constituyen el catalizador a partir del cual el autor enarbola su pensamiento, y el presente libro de buena cuenta de ello a través de numerosísimos ejemplos. La historia, relativamente reciente, de esa parcela de suelo natal le sirve a Faulkner como ejemplo para subrayar el propósito de su producción ensayística y literaria, esa continua reflexión sobre la libertad del ser humano y la responsabilidad del individuo para merecerla, custodiarla y preservarla como legado. Empleando a menudo la cuestión racial como pretexto, el autor se explaya reiteradamente sobre el derecho de los hombres a la oportunidad de ser libres e iguales; así, explica que la libertad y el ser libre «no han sido dados al hombre como un don gratuito sino como un derecho y una responsabilidad que ganarse si se lo merece, si es digno de ello, si está dispuesto a trabajar por ello mediante el coraje y el sacrificio, y después a defenderlo siempre»; amparándose en el derecho a la misma bajo un uso responsable de ella: «nosotros, sus sucesores, ni siquiera tuvimos que ganarlo, merecerlo, y no digamos conquistarlo. […] Sólo necesitábamos recordar que […] debía ser defendido en sus crisis». Para rematar esta idea, Faulkner, maestro del arte contrapuntístico, señala la pujante cultura del éxito («En nuestro país un joven puede obtenerlo […] tan rápida y fácilmente que no ha tenido tiempo para aprender la humildad para manejarlo») para denunciar el camino, a su juicio equivocado, que va tomando la sociedad americana, «una de cuyas costumbres es el derecho inalienable a violar su privacidad [del individuo] en lugar del deber inalienable de defenderla».
Como colofón, el lector experimentado encontrará breves apuntes sobre la particular visión que Faulkner tuvo sobre la Literatura y sobre el oficio de escritor (alguien que «escribe en cada línea y en cada frase sus violentos desesperos y furias y frustraciones o sus violentas profecías procedentes de sus aún más violentas esperanzas»), sus gustos (sobre Moby Dick dijo: «Desearía haber escrito eso»), o sus preferencias y debilidades en la materia, como la imagen de Caddy Compson trepando al peral al principio de El ruido y la furia, «la única cosa en la Literatura que siempre me conmovería mucho». A modo de curiosidad, llama también la atención la presencia en estas páginas de una nota de solidaridad con la situación de nuestro país en 1938, una breve pero enérgica condena al fascismo en donde deja «constancia pública» de su oposición «irrevocablemente a Franco y al fascismo […] y a los ultrajes contra el pueblo de la España Republicana».
Por último, cabe destacar una breve reseña de El viejo y el mar demasiado elogiosa como para no levantar sospechas, dada la controvertida relación que ambos autores mantuvieron en vida y que hoy por hoy no es un secreto para casi nadie. Hemingway, que tuvo para todos, dijo en algún momento de su vida que «lo único que uno necesita para escribir como Faulkner es un galón de bourbon, el suelo de un granero y un desprecio absoluto por la sintaxis». Pero este libro lo desmiente.
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