lunes, enero 31, 2011

Elegía, Mary Jo Bang

Prol. y trad. Jaime Priede. Bartleby , Madrid, 2010. 132 pp. 13 €

Sofía Castañón

Si alguna vez se pensó en la escritura como terapia, llega Mary Jo Bang a extender el dolor. No hay cura. No hay plaquetas. Esta herida se derrama delicada y contundente (porque pueden convivir los dos estados) y nada la cierra. No el tiempo, un ciclo como un año que es muchos años. No la poesía. No el orden, que es orden a su manera. «Tuve una vida. Después un asesinato de ángeles cobardes/ que aparecieron vestidos de cuervos.» Drama sin catarsis. Explosión, pero no alivio. Como si algo pudiera doler, y doler, y no hacer otra cosa más que seguir doliendo. “Estos pájaros comen y comen. Todo se lo comen”.
La purga del psicoanálisis no existe. Algo se ha roto y está roto. Queda la culpa, el análisis pormenorizado de los roles. El hijo muerto por sobredosis —primer golpe de cada poema de este libro— convertido en actor de su propia tragedia. «NO hay nada peor/ que este último acto en el que desapareces/ tras la cortina de la catástrofe de tu adicción./ Mira qué acto/ más sencillo. Y ahora ya no hay más». En el espacio poético, ella y él, como geografías que padecen: «Distancia y todo/ eran simplemente ideas. Ambos una tierra/ prometida y hueca./ (Por favor, existe). Y una equivocación, aquí estamos,/ le dijo ella a la urna junto a su mesa,/ y aquí seguiremos, continuamente,/ viviendo en el reino de la simultaneidad.» Las voces se mezclan, los quiero y los hice y los fuimos de madre e hijo se contaminan, como hacen las cosas en la memoria cuando ésta tiende a ser en espiral. «Se acerca un niño de cuatro años como ejemplo/ de dónde se dejó abierta la puerta de la vida por un instante./ Cae el tiempo hora tras hora hasta que amanece de nuevo./ Hay cristales para mirar a través, otros para ver hacia dentro./ Cada silueta es una jaula de un modo u otro.» La autora se presenta a sí misma desde una tercera persona, alejada, a la que no se puede abrazar porque no busca compasión, sino que padezcamos un poco así, sin el daño pero con la piel, por un momento.
El escritor Jaime Priede, a quien se debe la cuidada traducción al castellano de esta edición bilingüe, resalta que cuando “un dolor como éste se cruza con un talento como el de Mary Jo Bang provoca la lucidez emocional de eso que identificamos como arte”. Y es cierto: en el modo en el que Bang plasma el dolor no hay exceso pero sí crudeza. No hay salpicaduras de nada, pero al leerla quedamos tintados por dentro. Las palabras no gotean, pero al abrirlas son cáscaras de un animal marino enfermo por haber tragado fuel. «Lo que ella había querido decir es que/ el cuerpo como ceniza es insuficiente.»
No es que en los poemas de Mary Jo Bang no haya aprendizaje. Es que la autora sabe que el dolor no cesa, que tan sólo se transforma. Que aprender de la pérdida no es perder menos.

viernes, enero 28, 2011

Fría venganza, Dan Simmons

Trad. Daniel Luque Cantos. La Factoría de ideas, Madrid 2010. 256 pp. 19,95 €

Victoria R. Gil

Fría venganza es una novela negra llena de grises, en la que su protagonista cruza los límites de la legalidad cuando le viene en gana, sin plantearse ningún dilema moral sobre lo que se puede o no se puede hacer. Con un más que particular sentido de la ética, el investigador Joe Kurtz juzga lo que está bien y lo que está mal, para ejecutar acto seguido la sentencia. Por eso no es de extrañar que los cadáveres abunden en esta historia donde casi nadie es inocente, salvo, quizás, Arlene, la secretaria que todo detective privado debe tener, tan hábil tomando notas como disparando un Magnum.
Para que no quede ninguna duda sobre lo poco que le importan a su personaje las leyes, y no digamos la norma no escrita de lo políticamente correcto, Dan Simmons dedica el primer capítulo a informarnos de cómo se las gasta Kurtz, aficionado a tirar por la ventana a matones y asesinos para librar al mundo de la escoria que le sobra. Para quien ha sido capaz de sobrevivir a once años de cárcel sin terminar con el cuello rajado, pese a haber sido objeto de una fatwa mafiosa, los bajos fondos de Búffalo son un patio de colegio en el que se mueve con la habilidad de un tahúr.
Simmons, un escritor estadounidense más conocido en España por sus obras de ciencia ficción que por las policíacas o de terror, alcanzó fama internacional con la saga Los cantos de Hyperion, que ha recibido los premios más importantes del género y que está a punto de llevarse al cine. Sin embargo, entre los aficionados españoles a la novela negra causó una grata impresión El bisturí de Darwin, donde con la excusa de los premios de igual nombre que se conceden en Estados Unidos al modo más estúpido de morir, ofrecía una narración que, sin salirse de los moldes clásicos, aportaba aire fresco y una revitalizante ironía a la tradicional investigación policial.
Con Fría venganza, Simmons vuelve a recorrer con paso firme los caminos del crimen, no siempre muy organizado como pone en evidencia ese grupo de supremacistas blancos que más parecen los golfos apandadores de Disney que delincuentes dignos de aparecer en la lista de los más buscados. Porque aun siendo éste un libro duro y sin pelos en la lengua (ni en el revólver), también exhibe un saludable buen humor, muy de agradecer entre tanto silbido de balas y crujir de huesos.
La trama, aparentemente sencilla, comienza en el momento en que Joe Kurtz sale de prisión y pretende retomar su profesión de detective, por lo que se ofrece a investigar la desaparición del contable de una familia de la mafia. En menos de dos capítulos consigue convertirse en el objetivo de asesinos y policías, y sobrevivir empieza a ser una carrera contra reloj. Pero como todo buen prestidigitador, Simmons guarda varios ases en la manga y no tardaremos en descubrir que la realidad puede adoptar múltiples apariencias y que el sexo no siempre sirve para hacer amigos, dos lecciones que nunca está de más recordar si se quiere salvar el pellejo.
A pesar de someterse a las reglas del género y componer un personaje tan duro como mandan los cánones y dueño de una conciencia tan dúctil como las circunstancias lo exijan, Dan Simmons se permite el lujo de dotarlo de la afición de leer a Epicteto y de dedicar medio capítulo a que dos vagabundos sin techo discutan sobre teología y citen El libro de los Jubileos, un texto apócrifo del que se descubrieron varios fragmentos entre los manuscritos del Mar Muerto:
«—Mastema fue el demonio que le ordenó a Abraham matar a su propio hijo –le aclaró a Kurtz.
—Pensé que Dios fue el que hizo eso –dijo Kurtz.
Soul Dad meneó tristemente la cabeza.
—Ningún dios al que mereciera la pena reverenciar haría tal cosa, Joseph».
Traiciones, asesinatos, sorpresas y alguna que otra mujer fatal. Nada falta en esta novela que cumple lo que promete: acción y entretenimiento de la primera a la última página.

jueves, enero 27, 2011

Garcetas blancas, Derek Walcott

Trad. Luis Ingelmo. Bartleby, Madrid, 2010. 214 pp. 17 €

José Luis Gómez Toré

La escritura del poeta y dramaturgo antillano Derek Walcott (Castries, Santa Lucía, 1930), Premio Nobel de Literatura 1992, parece animada por una voluntad omnívora, por un hambre insaciable de realidad y de mito, de experiencias y de palabras. Estamos sin duda ante una poesía de senectute, no sólo porque quien escribe estos poemas es un hombre que ronda los ochenta años, sino porque la vejez se tematiza en no pocos de estos poemas, marcados por un matizado tono elegiaco y por el recuerdo de tantos amigos muertos. Sin embargo, lo sorprendente es la voracidad con que la poesía de Walcott sigue afrontando el mundo: el pasado tiene aquí, sin duda, un peso importante, pero resulta difícil pensar en otra poesía de senectute tan cargada de presente como este libro. Ese presente, unas veces como doloroso contraste pero otras con un gesto afirmativo, actúa de contrapeso ante la, de otra forma, abrumadora huella del pasado. Y ello se consigue sin caer en ningún tipo de idealización de la ancianidad. El poeta sabe que la vejez (toda vida) es una larga colección de ausencias: «pues nunca estamos aquí sino en otro lugar,/ incluso en Italia. Ésta es la verdad soportable de la vejez». Con todo, el lector es la presencia cómplice que se invoca para sacar fuerzas de flaqueza, un lector que, remedando a Baudelaire y su “mon semblable, mon frère” se convierte en «Tú, lector, mi más querido/ amigo».
Los lugares tienen en Walcott, y en este libro en particular, un protagonismo indudable. Capri, Barcelona, Santa Lucía, Londres, Ámsterdam… se despliegan en la lectura no como postales o paisajes congelados. Son auténticos escenarios de la memoria, lugares impregnados de sentido no sólo para el individuo aislado sino también, en poemas como “El espectro del imperio”, para la colectividad en la trama de su historia. El poema se constituye en un constante ir y venir entre lo exterior del paisaje y su vivencia íntima: sin dejar de ser lugares reales, concretos, estos espacios se constituyen al mismo tiempo como paisajes mentales: «En la orilla de la mente se acumulan las algas». Funcionan así como composiciones de lugar en un sentido casi ignaciano, en las que la recreación verbal de lo contemplado ofrece al lector la posibilidad de pasear por algo que es más que un estado de ánimo: una experiencia del mundo hecha lenguaje («Mi ambiente es ahora la marisma, la plomiza/ agua argéntea que se oculta en el juncal o avanza/ con una monodia que felizmente podría/ atenuar esfuerzos y envidia […]»). Entre todos esos espacios, el mar se muestra como una presencia tan central como enigmática, capaz de acoger todo tipo de significaciones, un ámbito que la nueva perspectiva de la vejez hace converger todas las rutas hacia el último viaje. Junto a algunos escritos de circunstancias, como los dedicados a Barack Obama (poemas de encargo, como nos aclara la iluminadora introducción de Luis Ingelmo, esforzado traductor de este libro), poemas mayores como “Garcetas blancas” o “En el Village” no constituyen una excepción en el poemario, sino la confirmación de una escritura que, pese a su tonalidad retrospectiva, sigue abriendo horizontes nuevos y así se nos hace necesaria.

miércoles, enero 26, 2011

Correspondencias, Hugo Abbati

e.d.a. libros, Málaga, 2010. 182 pp. 15 €

Pedro M. Domene

Mijail Bajtin preconizaba acerca de los procesos discursivos y calificaba las cartas y los diarios literarios como textos primarios dada su condición de comunicación inmediata. Sin duda, estos enunciados reflejan unas condiciones específicas no solo por su contenido y su estilo, sino por los recursos empleados, tanto léxicos como fraseológicos, pero sobre todo por su configuración y la estructuración que proporcionan a un relato. La literatura clásica convirtió narraciones epistolares en falsas autobiografías, y notables como Dostoievski, Choderlos de Laclos o Richardson escribieron algunas de sus mejores novelas ensayando este género. Vivimos, no obstante, los tiempos de los SMS, los mensajes hiperbreves de las redes sociales, el facebook y el twitter y, sin duda, aventurarse a escribir una novela, como Correspondencias (2010), un ejercicio sin preámbulo alguno, que ofrece un mensaje y compromete a un destinatario, ensaya un hilo narrativo, consigue hilvanar toda una historia, y aspira a una coherencia del conjunto, dice mucho de su autor, el argentino Hugo Abbati, médico psiquiatra, autor teatral y cuentista que ahora se estrena como novelista y nos propone un juego, tanto verbal como estructural. Dos viejos amigos, Ale y Tomás, reinician una antigua relación e intercambian una fluida correspondencia desde el aislamiento en que viven cada uno y lo hacen, además, con el narrador Abbati como mediador puesto que, de alguna manera, construye su novela como una revelación y pone en boca de sus personajes aquello que ambos quisieran decirse si estuvieran en condiciones de hablar directamente. Se trata, por consiguiente, y así lo suponemos, de una acción mediadora, capaz de equilibrar una balanza que podría inclinarse a cualquiera de los dos extremos de ese derrumbamiento progresivo en que se van sumiendo los protagonistas, aunque si el autor no hubiera optado por esta técnica, presupondríamos una comunicación total, o en su defecto una auténtica incomunicación, porque esta relación epistolar sirve, en realidad, de puente que anula esas distancias, o las barreras impuestas de un pasado vivido y, en ocasiones, como leemos, perdido para siempre.
El incremento de la ambigüedad psicológica de Correspondencias corre paralelo al énfasis argumental en que se concreta, se va desvelando esa amistad juvenil, junto a otras desechadas que muestran el contraste en la evolución que han experimentado las vidas de sus protagonistas, y se añaden las de quienes de alguna manera han influido en ese comportamiento: Tomás y su relación investigadora con Baumberg, su jefe, y de otro Ale y su relación familiar, especialmente con Ana, su esposa. El primer amigo irá relatando progresivamente y acentuando su derrumbe, además, de la presión social y científica, salvados algunos buenos momentos con otros compañeros, caso del rumano Carol o la francesa, Catherine. El segundo, descubrirá tras el cruce de cartas, el fracaso profesional y familiar que desembocará en un imperdonable abandono.
Sobresale en Correspondencias un curioso narrador epistolar que usa el lenguaje para quejarse de lo inadecuado que le resulta la comunicación, se muestra comprometido en la interpretación de una trama y lo mejor es que, a lo largo de estas páginas, se desvela el auténtico trauma de esa interpretación misma. Tanto es así que la estructura circular de las cartas reafirma la función que se le atribuye desde el principio: en este caso reanudar una antigua amistad, y Tomás lo irá haciendo progresivamente, recordando los buenos momentos, porque a medida que se afianza en su posición, la letra escrita constituye para él un medio de desahogo y de liberación puesto que, en la reconstrucción de ese pasado y en la exposición del mismo, encuentra el modo de reducir la tensión y el vacío de los años experimentados a lo largo de su vida, vinculado exclusivamente a su obsesiva visión investigadora de virus y proteínas. Ale es la víctima que constata su propia negación a través de esta relación epistolar, su insuficiencia y la ambigüedad final de su existencia.

martes, enero 25, 2011

Héroes, maravillas y leyendas de la Edad Media, Jacques Le Goff

Trad. José Miguel González Marcén. Paidós, Barcelona, 2010. 220 pp. 25 €

Ángeles Prieto

Todo estudiante de historia que, en los últimos treinta años, haya pasado por una Facultad cualquiera, ha leído, estudiado y aprehendido los conocimientos que despliega Jacques Le Goff sobre la Edad Media en su obra. Y la razón de esta obligatoriedad estriba no sólo en el dominio de los múltiples aspectos que conforman su autoridad como medievalista, sino ante todo en su lupa especial y ojo crítico, como alma mater de la Escuela de Annales, que ha supuesto una auténtica revolución en nuestra forma de entender la Historia, pues tras Le Goff y su legado, ésta ya no es lo que era.
Ya que tras el aldabonazo que supuso en 1962 la publicación de La civilización del occidente medieval, obra asimismo incluida en esta colección y con la que se consagró como heredero de Bloch, Febvre y Braudel, los más grandes historiadores franceses, Le Goff no ha dejado de defender en su obra lo que denominados “Nueva Historia”: mucho más amplia y abierta, abocada a la comunicación subjetiva y honesta con el lector y no sólo con el erudito o especialista, deudora de la antropología, la economía y otras ciencias sociales, alejada del cronicón o relación de hechos ordenados sin reflexión ni sentido, capaz de integrar lo real con lo imaginario y dispuesta a conceder su sitio, como auténticos protagonistas, también a aquéllos que no formaron parte de las clases y grupos dominantes.
Porque la “Nueva Historia” de Le Goff busca no sólo hablarnos del pasado, de los grandes nombres propios de otros tiempos que acumulan tiempo y olvido, sino de nosotros y esta vida nuestra que avanza con aciertos y errores gracias al legado de unos antepasados que nos transmitieron ideologías y sistemas, ciudades, objetos artísticos, espacios para la reflexión, libros y símbolos.
Pues bien, un ejemplo hermoso de esa manera peculiar con la que este maestro de la Historia nos despliega su sabiduría, lo encontramos en este libro: Héroes, maravillas y leyendas de la Edad Media, donde a través de una serie de artículos muy bien definidos y estructurados, vamos a conocer las claves que conforman esos diez siglos largos que llamamos Edad Media, Dark Age o Tiempos Oscuros, esos mismos que acumulan tantos tópicos de ignorancia y oscurantismo, en absoluto merecidos.
Y es que a través de esos artículos, aparentemente inconexos, pero alternados con sabiduría (el rey Arturo y Carlomagno, el caballero, el juglar y el trovador, las catedrales y los claustros, Merlín y Melusina, el Cid, Roldán y Robin de los bosques, Renart y el unicornio, la mesnada Hellequin y la valquiria, Tristán e Isolda y la papisa Juana); Le Goff pretende nada menos que lograr definirnos, o como poco, informarnos con rigor preciso de cuáles son las claves medievales con las que ahora mismo (del Cid al 11-S), estamos construyendo nuestro futuro.
Pues en este libro concreto, y a través de sus artículos, Le Goff no sólo se limita a exponernos la génesis medieval de cómo, cuándo, dónde y por qué surgieron cada uno de estos mitos, sino que los traslada a través de las distintas lecturas históricas que los humanos hemos realizado sobre ellos en épocas sucesivas, buscando respuestas actuales a la cuestión más difícil que todo buen historiador debe plantearse: para qué surgieron.
La historia medieval, por tanto, esa que atesora en sí misma dos grandes renacimientos culturales (Carlomagno y Dante), esa que tan mal nos transmitieron plena de piojos y miserias, guerras y analfabetos, integrismo religioso, hierro y fuego, con esta obra concreta se nos despliega fascinante, fértil y lúcida en la elaboración de unos mitos y unos espacios muy elaborados, cultos y complejos, que sirven perfectamente para definirnos y que nos despojan de superioridad frente a ellos: las gigantescas catedrales contra los imponentes rascacielos.
Y dada la amenidad, el rigor, la hermosura y sabiduría desplegada en este libro, una no puede menos que preguntarse qué hacen tantos lectores perdiendo tiempo y dinero intentado informarse de la Edad Media a través de novelones plagados de anacronismos, para qué necesitan proseguir los avatares de unos héroes y villanos prefabricados que podemos encontrar en la propia historiografía, pero que transmitidos con pasión, diversión, sabiduría y diligencia, como en este caso, nos deslumbran con mayor intensidad, retención y eficacia. Es por ello que sólo puedo concluir, tras esta grata lectura que, afortunadamente para la literatura histórica actual, no existen en el mercado editorial manuales tan hechiceros y precisos como éste. Háganse con él cuanto antes, es mi consejo.

lunes, enero 24, 2011

Peligro de vida, Francisco José Martínez Morán

El Gaviero, Almería, 2010. 152 pp. 16 €

Fernando Sánchez Calvo

Por fin El Gaviero Ediciones ha vuelto a la carga cuatro años después con la Colección Cartoné, la única dedicada en exclusiva a la narración frente al amplio y cuidado catálogo de poesía que ya atesora la editorial almeriense, y la única que, poniendo una restricción temática (la muerte) a los autores que en ella colaboran, les ofrece la libertad suficiente como para saber que, en el fondo, dicho tema universal la mayoría de las veces es un pretexto para poder hablar de otras cosas.
Por fin el poeta Francisco José Martínez Morán, fiel seguidor de Paul Auster, clásico convencido y, sobre todo, amante de la palabra precisa (la que dice lo que se quiere decir y no otra cosa) ha publicado Peligro de vida, una colección de miserias.
Por fin (para los que conocíamos esa faceta) el poeta Francisco José Martínez Morán, Doctor en Literatura Comparada, Premio Nacional de Poesía Joven, Premio Hiperión, ha publicado su primer libro de relatos, microrrelatos, miniensayos, apotegmas y otras sabidurías en Peligro de vida, un libro que tarda dos horas en leerse y dos días en recuperarse de él.
Parafraseando el prólogo de El Chojin, ni siquiera podríamos afirmar que estamos ante un conjunto de ficciones donde el autor, basándose en ciertas barbaridades del mundo moderno, intenta avisarnos (valga la redundancia) sobre los peligros que acucian a nuestras vidas si estamos demasiado cerca del sitio y momento inadecuados. Peligro de vida es un tratado sobre la humanidad, es una breve acumulación de perversidades que caben todas en 150 páginas, y menos mal. Lapidaciones, mendigos achicharrados por adolescentes ociosos, torturadores, mujeres violadas que al día siguiente se encuentran en el vertedero, niños-soldado, tarados (o no tan tarados) que entran porque sí en un instituto para aniquilar a toda la comunidad educativa, ataques preventivos, piernas que irremediables caminan hacia una mina antipersona… Paro de enumerar, en parte porque no es cuestión de regodearse en la violencia, y en parte porque yo mismo, cuando recuerdo en esta reseña todo lo que Francisco José Martínez Morán me ha relatado de una manera espeluznantemente neutra, no puedo soportarlo, (no sé si al libro, o al autor).
Hay que reconocerlo. No siempre estamos preparados para recibir la bofetada que te da una película o un buen relato. Creemos que sí porque hemos leído mucho, hemos visto mucho, hemos escuchado mucho. Son muchos años ya aunque sean pocos. Tiros, amputaciones, sangre, mocos mezclados con tierra, niños con el vientre hinchado, cadáveres abrazados en una fosa común. No lo hemos vivido pero sí vivenciado gracias (¿gracias?) a la cultura. El problema: que hasta ahora, por lo menos, siempre se acompañaban dichas descripciones, dichas imágenes, con una voz en off o con un presentador de turno que emitía un juicio: “Gran tragedia la de Haití”, “una vez más el despreciable acto de la violencia de género se ha llevado a otra víctima”, “un lamentable incendio se llevó por delante a una anciana que vivía sola”. Con que se acompañe la narración con un adjetivo valorativo, con un tópico, parece que ya no duele tanto porque es otro el que se ha molestado en juzgar el acontecimiento por ti. Peligro de vida, y su autor, son magníficamente insoportables por la sencilla razón de que no se pueden soportar dos horas de lectura (ciento cincuenta páginas) de asesinatos, interrogatorios, abandonos y, en definitiva, injusticias donde el único ojo y la única moral que se pone sobre todo ello son las tuyas. “Esto es lo que pasa”, nos insinúa Martínez Morán. “Ahora, llámalo como quieras”.

viernes, enero 21, 2011

Solo con invitación: El invierno del dibujante, Paco Roca

Astiberri, Bilbao, 2010. 128 pp. 16 €

Care Santos

En el año 1957, cinco historietistas de la editorial Bruguera —Carlos Conti, Guillermo Cifré, Josep Escobar, Eugenio Giner y José Peñarroya— emprendieron la aventura de fundar su propia revista de cómic. La llamaron Tío Vivo. Eran autores de personajes muy populares y muy queridos, como Tribulete, Carpanta, Zipi y Zape, las hermanas Gilda, el inspector Dan, don Pío... cuyos derechos pertenecían a Bruguera. En aquel momento, los historietistas trabajaban a tanto la página, renunciaban a sus posteriores derechos de autor, y asumían una cantidad de trabajo ingente a cambio de un sueldo digno. Eran creadores en plantilla, necesarios para mantener una producción de decenas de cabeceras.
Para fundar su propia revista, los autores renunciaron a todo, incluidos sus propios personajes. Acuñaron otros nuevos y Tío Vivo salió en 1958, aunque con escaso éxito. No sólo porque el público lector no conocía a los nuevos personajes y adoraba a los antiguos, también porque la poderosa Bruguera hizo lo posible por evitar que el proyecto —competencia directa de su popular Pulgarcito— le arrebatara cuota de mercado. Al fin, todo quedó en un hermoso sueño hecho realidad y truncado casi en sus inicios. La mayoría de los autores regresó a Bruguera y continuó con sus personajes de siempre. Y no faltó quien comenzó a trabajar para mercados extranjeros.
Paco Roca (Valencia, 1969) ha rescatado esta historia, prácticamente desconocida, para volverla materia prima de este cómic. Está escrito en clave de homenaje a los autores con los que creció y también como gran proclamación de amor al género. No hay ficción en sus páginas, a diferencia de lo que ocurría en los anteriores trabajos del autor, que en algunos casos, como en Las calles de arena, rebosaban imaginación. Aquí ocurre todo lo contrario: detectamos una cuidadosa documentación, un afán minucioso por reproducir los escenarios, los protagonistas y el ambiente de la ciudad de Barcelona a finales de los años 50. De algún modo, es como si se tratara de un cómic documental, en el que el dibujo detallado y de aires nostálgicos de Roca enfatiza el carácter histórico de la peripecia, que acaba por sembrar en el lector esa tristeza de lo irremediable y verdadero.
Si Roca fuera director de teatro, sería un buen director de actores, de esos que en todo momento están preocupados por la emoción que transmiten los personajes. Sólo de ese interés puede salir un álbum como Arrugas, uno de los más delicados e inusuales que he leído nunca. En este caso, aflora también este afán por mostrar no sólo el rostro de los personajes, sino su alma. Demostrado queda, a estas alturas, que la delicadeza es una de las marcas de la casa Roca y esta historia es un buen lugar para dejar que aflore, contenida, bien calibrada y omnipresente. La historia de los cinco dibujantes llega a emocionarnos, claro está, por lo que tiene de sueño imposible, y de historia vivida pero el autor logra también ser benevolente con todos los personajes de la trama, desde el editor —un represaliado del régimen franquista a quien los autores detestan—, el abogado de la editorial —el hoy celebrado escritor Francisco González Ledesma— o los jóvenes dibujantes a quienes la vieja guardia creía amantes de un humor absurdo exento de la crítica social que ellos habían utilizado siempre, como un jovencísimo Ibáñez. Los retratos de todos ellos, cargados de humanidad, de respeto y —más importante— de cariño, son uno de los grandes méritos de un trabajo cargado de ellos.
Hay una viñeta, hacia el final de la historia, en que vemos a Josep Escobar, ante su mesa de trabajo, sentando a su hijo sobre sus rodillas para prometerle que volverá a dibujar a Zipi y Zape. «Son malos tiempos para soñar», añade. Una afirmación paradójica viniendo de parte de uno de los autores que más hicieron soñar a los niños de su tiempo con su trabajo. Niños que más tarde se convertirían ellos mismos en autores de historietas, declararían su amor incondicional hacia aquellos precursores y llegarían incluso a dedicarles libros tan bellos como éste.


Paco Roca: "Las historietas de la editorial Bruguera me hicieron amar los cómics"

Empezó dibujando historietas eróticas e hizo sus pinitos en la mítica El Víbora. El mercado francés, para el que trabaja asiduamente, le adora. En España, el gran público le descubrió cuando obtuvo, en 2008, el Premio Nacional de Cómic por Arrugas, que muy pronto llegará a la gran pantalla. Este valenciano de 41 años, cuya bibliografía va de la imaginación más desbordante de Las calles de arena, Hijos de la Alhambra —publicado en Francia antes que en nuestro país— o El faro a la ternura más realista. En esta conversación, exclusiva para La Tormenta en un Vaso, nos habla de El invierno del dibujante y reflexiona sobre la situación del cómic en nuestro país.

El invierno del dibujante es su personal homenaje a una serie de dibujantes de cómic y también a una escuela muy determinada. ¿Por qué te decidiste a hacerlo?

—Es una idea que tenía desde hace años y ahora era el momento de hacerla. La editorial Astiberri quería producir un álbum y pensé que esta idea podía encajar bien para el mercado español. Tenía muchas ganas de meterme con ella. Las historietas de la editorial Bruguera me hicieron amar los cómics. Para mi El Invierno del dibujante es un homenaje a todos aquellos dibujantes como Escobar, Vázquez, Ibañez, Raf... eran mis ídolos cuando era pequeño y tenía claro entonces que quería ser dibujante igual que ellos en el futuro.

Para leer la entrevista completa, haz click AQUÍ.

jueves, enero 20, 2011

Antes del futuro imperfecto, Medardo Fraile

Páginas de Espuma, Madrid, 2010. 189 pp. 16 €

Ignacio Sanz

A Medardo Fraile lo relaciono siempre con Carmen Martín Gaite, que en Lisboa, en el año 1992, me hablaba con mucho cariño de él. Un día y otro día. No permitía que cuando se hacía recuento de los miembros de su generación quedara orillado. Y es que, en aquella semana salpica de conversaciones informales, tendíamos a hablar de Sánchez Ferlosio, de la Matute, de Marsé, Aldecoa, Fernández Santos y no nos acordábamos de Medardo Fraile que andaba y anda aún por Inglaterra. Acaso ese alejamiento físico le ha convertido en un escritor en la retaguardia de la visibilidad. Y sólo los más enterados tenían noticia exacta de él. La publicación de sus cuentos completos en Páginas de Espuma y, en mi caso, la pasión con la que me habló de él Hipólito G. Navarro, otro gran cuentista de nuestros días, me despertó la curiosidad por su obra. Confieso que hasta ahora solo había leído cuentos sueltos suyos, entre ellos “El álbum”, por recomendación expresa de Hipólito, que tiene por uno de los grandes cuentos de nuestra literatura.
Pues bien, yo le aconsejaría ahora a Hipólito Navarro que leyera “Corte de historias”, incluido en la segunda parte del libro que reseño. ¡Vaya cuento! Lo estaba leyendo encerrado en la habitación de mi casa y me hizo reír con tal estrépito que vinieron los familiares empujados por la curiosidad para saber qué estaba pasando ahí dentro, a cuento de qué venían aquellas risas. Y no pasaba nada, salvo eso, un lector que asiste con asombro a lo que le están contando. ¿Pero qué es lo que provoca la risa? Quizá sea la sutileza, esa manera de contar con tanta sutileza la vida menguante del peluquero que protagoniza el relato. Y digo la sutileza, pero podría decir la retranca, el espíritu zumbón que gasta el pueblo acostumbrado a perder y, pese a todo, a seguir adelante con su picaresca porque desesperarse y maldecir con palabras gruesas no sirve más que para llevarse uno un berrinche.
No todos los cuentos provocan la risa, por supuesto. El libro está dividido en dos partes y la primera tiene como hilo conductor las aulas, la escuela, el instituto o la universidad. Algunos de estos relatos están teñidos de melancolía, otros de cierta nostalgia y alguno de nihilismo, como si el autor no fuera ajeno a la época que está retratando, enmarcada por la pobreza de la posguerra. Destacaría dos de los relatos: “No sé lo que tú piensas” y “El sillón”.
Pero no hay relatos que flaqueen. El libro entero es una joya. Me avergüenzo de haber llegado tan tarde al conocimiento de este autor que escribe con una maestría que me recuerda a Antonio Pereira, otro de los grandes cuentistas españoles, nacido como Fraile en 1925. Como él maneja el lenguaje con tal soltura y refinamiento que parece que es el pueblo quintaesenciado el que habla cuando hablan los personajes. Qué delicia. Se me habían olvidado ciertas expresiones típicamente madrileñas que aquí salen a relucir no para dar una nota de casticismo, sino de autenticidad. En definitiva, estamos ante un maestro del cuento y este libro, que en la segunda parte se diversifica, es el mejor testimonio de su grandeza.

miércoles, enero 19, 2011

Cómo no escribir una novela, Howard Mittelmark y Sandra Newman

Trad. Daniel Royo. Seix Barral, Barcelona, 2010, 310 pp. 18 €

César Mallorquí

Existen muchos manuales de escritura, libros que enseñan a escribir con corrección, pero que yo sepa, éste es el primer manual que se publica con el objetivo de enseñar a escribir mal. Sus autores, Mittelmark y Newman, son, respectivamente, un editor y una profesora de escritura creativa, así que cabe suponer que, tras una vida dedicada a leer textos atroces, decidieron perfeccionar el arte de redactar con el trasero. Para ello, publicaron el presente libro con doscientos consejos para escribir una novela que nadie, ni borracho, publicaría.
Naturalmente, el truco consiste en hacer lo contrario de lo que libro aconseja. Los autores han reunido los errores que más frecuentemente cometen los escritores noveles y los muestran de forma ordenada para que el aspirante a literato los eluda. Según la tesis de Mittelmark y Newman, los manuales y los talleres de escritura tienden a ofrecer una serie de normas que acaban constriñendo la voz y la imaginación del escritor, de modo que es mejor exponer lo que no hay que hacer que explicar cómo hacer las cosas bien. Y no les falta razón; por lo que he visto, una de las mejores formas de no llegar a tener jamás un estilo propio es participar en un taller literario.
Cómo no escribir una novela está dividido en siete partes. La primera habla de la trama, la segunda de los personajes, la tercera y la cuarta del estilo, la quinta los escenarios y la sexta, titulada “Efectos especiales y enfoques novedosos. No lo intentes en casa”, se centra en los aspectos más erizados de espinas a la hora de escribir: el sexo, el humor y la posmodernidad. La séptima y última parte habla de cómo encasquetarle el engendro que has escrito a un editor.
A la hora de juzgar este anti-manual hay que dejar dos cosas muy claras. En primer lugar, que se centra en la literatura de consumo y las novelas de género, así que nada de altas pretensiones literarias. En segundo lugar, que todos los (anti) consejos que da son muy elementales. Cualquier escritor (o aspirante a) medianamente avezado los conoce sobradamente; aunque no hay que olvidar que lo más evidente es lo primero que se pierde de vista. En cualquier caso, puede ser un texto útil para los pre-escritores muy juniors.
No obstante, hay un aspecto de Cómo no escribir una novela que lo convierte en recomendable para todo el mundo: el chispeante y malicioso sentido del humor que impregna cada una de sus páginas. Creo que los autores, hartos de leer textos infames debido a sus profesiones, decidieron escribir el libro como una sarcástica venganza hacia todos aquellos que a diario les martirizan con sus prosas de pacotilla. Cualquier editor/a que lea esto comprenderá a qué me refiero.
Todo el libro destila ironía, pero ciertas partes resultan especialmente hilarantes. Cada apartado del anti-manual, cada error de escritura, viene acompañado de un texto, un supuesto fragmento de novela, que ejemplariza exageradamente dicho error. Esos textos, absurdos hasta el surrealismo, suelen ser muy, pero que muy divertidos. Por ejemplo, en el apartado “Hazañas sobrehumanas. Cuando el hombre cumple”, el ejemplo reza:
«Elevó a la corista por los aires y la dejó caer, empalándola con su pene duro como una piedra. Ella chilló y al instante se corrió, una, dos, tres, cuatro, ¡cinco veces! Él continuó alzándola y dejándola caer con sus fuertes brazos, y siguió incluso después de que la chica hubiera quedado inconsciente de tanto placer. Cuando estaba a punto de tener un orgasmo como un terremoto, él no pudo evitar felicitarse a sí mismo. No estaba mal para un cincuentón que ya llevaba echados diez polvos».
O este otro ejemplo titulado: “Cuando los personajes sólo responden a su estereotipo sexual”.
«Melinda recogió el periódico deportivo de Joe manchado de cerveza torciendo el gesto, y en su lugar puso una vela que desprendía un perfume a frambuesas con sacarina. Cuando ella se sentó en su puf para disfrutar de su catálogo de zapatos de novia, se preguntó si él se acordaría de llamarla para celebrar su tercer aniversario de novios.
Mientras tanto, en la otra punta de la ciudad, Joe le guiñó un ojo de lo más taimado a la camarera menor de edad, sacando el troglodita que llevaba dentro. Aprovechándose de la ausencia de Melinda, pidió una doble de cerdo gigante con ración extra de colesterol. Dick llegaría en cualquier momento para quemar la noche con litros de alcohol. Joder, cómo quería a ese condenado gamberro, aunque, por supuesto, nunca se lo diría».
En resumen, más que un manual de escritura, Cómo no escribir una novela es la demostración de que leer textos simplistas execrablemente escritos puede ser muy divertido.

martes, enero 18, 2011

El infierno de los jemeres rojos, Denise Affonço

Trad. Daniel Gascón. Libros del Asteroide, Barcelona, 2010. 256 pp. 16,95 €

Ariadna G. García

Muchos de los rasgos de El infierno de los jemeres rojos nos recuerdan a obras fundamentales de la narrativa del siglo pasado. La imposición de un régimen dictatorial, la uniformidad en la vestimenta, el estado que educa a los niños en el espionaje familiar, la apelación a un ente invisible que dicta el conjunto de normas que esqueletizan el libro albedrío, los gestos de amor que sortean la rotura generalizada del vínculo afectivo entre padres y vástagos, la guerra de fondo, los eufemismos que ocultan la muerte por insurrección, la carencia, el hambre, las sesiones masivas de re-educación… ponen la obra en la órbita del soberbio 1984. Los mandamientos que guían la conducta de la sociedad civil y que son sistemáticamente violados por las fuerzas del orden ya aparecen en la corrosiva Rebelión en la granja. Pero este primer libro de la francesa de origen vietnamita Denise Affonço no ha tenido como fuente de inspiración la obra narrativa de George Orwell. Su obra no transpira por la piel de otros. Detrás de cada línea vemos el tejido, el músculo ajado, de la que fue su realidad.
Escrito en primera persona, El infierno de los jemeres rojos es el crudo testimonio de una superviviente del terrible genocidio que tuvo lugar en Camboya entre 1975 y 1979. Denise, que hasta entonces había trabajado como secretaria del agregado cultural de la embajada de Francia en Phnom Penh, relata con una prosa ágil y clara el viraje al que fue sometido su apacible existencia. Con el golpe de Estado, los jemeres rojos evacuaron ciudades enteras obligando a la ciudadanía a vivir sin recursos en los bosques. Todos los habitantes de origen extranjero, incluyendo a Seng (el inocente marido de la autora, nacido en China) habían sido víctimas de la violenta intromisión de los soldados en sus casas y mentes. No pudieron siquiera conservar un espacio interior. Pusieron un corsé a sus sentimientos de melancolía, rabia o angustia para que el rostro no los delatara. La debilidad y la rebeldía sentenciaban a niños y adultos, por igual, a la muerte.
Denise Affonço, tras veinticinco años de silencio y otros tantos de lenta integración en Francia, hace público ahora con su libro el sufrimiento de sus antiguos conciudadanos y la violencia del régimen dictatorial de Pol Pot. Así, devuelve a la literatura una de sus funciones más valiosas y lamentablemente olvidadas: la denuncia. Pero no sólo escribe con precisión quirúrgica para dar cuenta de un hecho, también se vierte hacia nosotros en busca de la paz que otorga nuestra comprensión. El libro nos informa de una masacre histórica. Denise concentra y recoge su experiencia para que comprendamos porqué en todos los hoteles de Siem Reap hay carteles repletos de imágenes que impiden la entrada con granadas de mano, porqué por los caminos de las ruinas de Angkor hay señales que alertan del peligro de minas. Pero sobre todo, el libro emociona por la valentía que destila la sangre de una mujer que se enfrenta al recuerdo de una vida humillada por el hambre y la esclavitud; que habrían de llevarse por delante la vida de casi dos millones de personas, entre otras, la de su propia hija.

lunes, enero 17, 2011

The Wire. 10 dosis de la mejor serie de la televisión. VV.AA.

Trad. Bernardo Moreno. Errata Naturae, Madrid, 2010. 240 pp. 21,90 €

Guillermo Ruiz Villagordo

Que la ficción televisiva está pasando por una edad de oro es un secreto a voces. En los últimos años diversas series han revolucionado el terreno audiovisual, lo que resultaba inimaginable hace unos años en un marco tan tradicionalmente conservador como el de la televisión. Se han trastocado sus normas con tal virulencia que nos han demostrado que nuestra capacidad de sorpresa no había muerto sino que estaba adormecida por falta de estímulo. Yo mismo, lector impenitente desde hace años, he sucumbido a esta fiebre televisiva y actualmente empleo más tiempo al seguimiento de series televisivas que al descubrimiento de nuevas obras literarias que la mayor parte de las veces me decepcionan en uno u otro aspecto.
Entre los ejemplos más brillantes, más solitario también, sólido y perfecto como un diamante, está The Wire. Y digo solitario porque su cadencia, aunque similar en su demorado discurrir a otras grandes como Los Soprano, se distingue de todas las demás por su declarada intención de honesto retrato social, sabedora de que ciertas cosas necesitan su propio ritmo para contarse correctamente. Rompe particularmente con una de las señas de identidad de todo procedimental policíaco tipo CSI, que es la resolución de los casos en los 40 minutos de duración del capítulo. En realidad, lo que sucede es que su modelo no es audiovisual sino literario. David Simon, uno de los creadores de la serie, realiza una observación muy atinada en este libro sobre su funcionamiento (no podía ser de otro modo, siendo uno de los guionistas), que explica la dificultad que muchos espectadores encuentran para 'engancharse': la estructura de sus episodios no se fundamenta en ninguna semejante de otra serie, sino en los capítulos de una novela. Dicho de otro modo, cada episodio hace evolucionar la historia total que constituyen los cincuenta y nueve episodios restantes. No es extraño que sea así puesto que varios de sus guionistas son de hecho novelistas (Dennis Lehane o Georges Pelecanos, que colabora en este volumen con una historia corta, 'El confidente', inscrita en el escenario de la serie).
Independientemente de esto (o tal vez precisamente a causa de esto), los personajes son de caracteres marcados, reconocibles, pero no por ello se trata de personajes planos y predecibles. Por el contrario, se hace especial hincapié en mostrarnos la complejidad del ser humano, la mezcla que, en cantidades desiguales, hay en cualquiera de nosotros de maldad y bondad, de entrega y egoísmo: el político que quiere alcanzar la alcaldía por pura ansía de poder y una vez en ella se lanza a mejorar su ciudad para descubrir con frustración que no es dueño de las armas necesarias para emprender cualquier acción, por mínima que sea; el policía que, ante el acoso de los altos cargos del ayuntamiento, presionados a la vez por una prensa abúlica, crea un barrio donde concentrar la delincuencia y así maquillar las cifras, pero que, ya retirado, decide convertirse en tutor de jóvenes conflictivos en escuelas; el extraño delincuente que, sin ambición de ningún tipo, se dedica a asaltar exclusivamente a narcotraficantes, y cuya homosexualidad no llama curiosamente la atención, aún siendo bien explícita, que es lo más parecido a una leyenda viva que sobrevuela constantemente la trama.
Cada temporada saca a la palestra un nuevo escenario, que se suma a los presentados anteriormente para acabar formando un fresco vivo y detallado: el mundo criminal, el laboral, el político, el educativo y el periodístico. De esta forma se acaba caracterizando tan perfectamente a la ciudad en la que transcurre la acción, Baltimore, que no sólo tenemos la impresión de conocerla como si fuese nuestra propia ciudad, sino que verdaderamente trasciende su carácter local para convertirse en cualquier ciudad capitalista de la actualidad. Al fin y al cabo, los mecanismos que la rigen (y las marionetas que en uno u otro sentido la forman) son los mismos por los que se organizan todas las ciudades del mundo occidental.
El libro se centra especialmente en la figura más relevante de la serie detrás de las cámaras, el ya mencionado David Simon, co-creador junto con el policía retirado de Burns (su experiencia ayuda en gran medida a que lo que se cuenta tenga ese especial halo de autenticidad). Sólo por la figura de Simon se justificaría el interés de este libro, que desvela a través de diversos documentos (un prólogo escrito por su propia mano, una entrevista dirigida por el novelista Nick Hornby, un reportaje sobre el rodaje de la quinta y última temporada) la curiosa personalidad de este puntilloso amante de la realidad, cuyo mayor temor es que los que podrían ser protagonistas de las historias que narra le acusaran de faltar de la verdad, pillándole en una falta tan grave como haber incurrido en algún error de argot.

viernes, enero 14, 2011

Solo con invitación: Reckless, Cornelia Funke

Trad. María Falcón Quintana. Siruela, Madrid, 2010. 360 pp. 19.95 €

Carmen Fernández Etreros

Hablar de Reckless en pocas palabras es francamente difícil. Se trata un libro tan rico en imágenes, personajes, mundos, aventuras, cuentos tradicionales… Sorprende que después de escribir la trilogía Mundos de tinta Cornelia Funke siga desplegando tal imaginación.
La historia comienza cuando un joven, Jacob Reckless, descubre un mundo mágico que se oculta tras el espejo del despacho de su padre. Unos años después comete un grave error: Will, su hermano pequeño, lo sigue a ese mundo oscuro y cae sobre él un maleficio por el que su carne humana se irá poco a poco convirtiendo en piedra. Jacob tendrá que encontrar el remedio que salve la vida de su hermano y enfrentarse a múltiples aventuras, a amores prohibidos, a recuerdos pasados…
Cornelia Funke logra de nuevo mezclar fantasía y aventura y gracias a un ritmo ágil capta la atención del lector. Eso sí como en todos sus libros el lector debe seguir la estela de las historias y los numerosos personajes. Curiosamente logra que conozcamos la historia únicamente desde el punto de vista del protagonista Jacob, sino desde la diferente visión de los personajes: Will, Clara, Zorro… Este último un personaje muy original y diferente porque es representa la dualidad entre una mujer y un zorro y está cargado de matices y múltiples pieles y capas, mitad animal mitad humano.
Las ilustraciones de la propia autora acompañan al texto y sorprenden, como en todos sus libros, por su original trazo e imaginación. La venganza, el amor prohibido, el poder del mal, la traición, la envidia son valores que va dejando caer la autora en la personalidad de sus personajes.
Un libro Reckless que continuará con otras aventuras en países como Francia, Inglaterra o Rusía y que supone un reto más para la autora en el mundo de la fantasía.



Cornelia Funke: “La tarea del escritor es encontrar palabras para los demás”

Hablar con Cornelia Funke es sentir por un momento cómo las mariposas se despliegan en la sala. Mariposas rosas pero también mariposas negras… Una escritora ie maginación desbordante, que ya demostró con su trilogía Mundo de tinta, y que presenta ahora en España Reckless una saga basada en los cuentos tradicionales europeos donde vuelve a mostrar un abanico de personajes fantásticos y mundos posibles al otro lado del espejo. En esta entrevista, exclusiva para La Tormenta en un Vaso, nos lo explica.

¿Qué tienen los cuentos tradicionales para que sigan gustando y asustando al mismo tiempo a los niños?
—No me gustaban antes… Estaban demasiado llenos de miedo pero los iba escuchando y cuando fui mayor me di cuenta de que nunca se olvidan, de que hay una verdad escondida en sus imágenes. Un día un amigo británico Lionel Wigram me preguntó: ¿qué pasaría en un mundo en que los cuentos de hadas fuesen realidad? Y comenzamos a pensar los dos en un idea sobre un mundo con cuentos de fantasía y decidí basar toda la serie en el mapa de Europa y en todos los cuentos populares. El primero Reckless tiene lugar en Austria y Hungría, el segundo en Francia e Inglaterra, el tercero en Rusia, el cuarto seguramente en España y el quinto quizás en Japón ya que el zorro, uno de los protagonistas tiene un papel destacado en la tradición japonesa. En Reckless planteo la historia de dos hermanos Will y Jacob pero además se nos ocurrió que los protagonistas no fuesen niños sino adultos, ya que a los niños les gusta ser adultos cuando leen y poder abordar temas más maduros.

Entra AQUÍ para leer la entrevista completa.

jueves, enero 13, 2011

Demasiada felicidad, Alice Munro

Trad. Flora Casas. Lumen, Barcelona, 2010. 339 pp. 22,90 €

Coradino Vega

La mayoría de los libros de relatos de Alice Munro superan las trescientas páginas, albergan alrededor de una decena de cuentos con unas treinta de promedio, y cuando uno los termina siente la misma sensación de pérdida y duración que deja una densa, compleja y, al mismo tiempo, placentera novela. Más aún: cada uno de esos cuentos atesora esa cualidad de duración y mundo completo propia de la novela, microcosmos que ―gracias al primoroso dominio que tiene Alice Munro del tiempo narrativo y la elipsis― son capaces de contarnos una vida entera combinando la distancia larga dentro de la brevedad con el detallismo de lo concreto. En esta última colección de nueve relatos y la pequeña nouvelle que la titula y cierra, hay al menos siete obras maestras. De cómo una joven madre encaja la muerte de sus tres hijos, de cómo otra encara la desaparición voluntaria del suyo, de cómo se afronta la muerte y la enfermedad, la crueldad de los niños o la soledad en pareja, son algunos de los temas de los que tratan estos cuentos acaecidos en un tiempo «en que la gente empezaba a acostumbrarse a los ordenadores», ex hippies de vida tranquila o personas comunes o corrientes a las que, de pronto, sucede algo normal que se nos revela sin embargo extraordinario. Por su parte, la chejoviana Demasiada felicidad rastrea, de forma parecida a como hizo Coetzee con Dostoievski en El maestro de Petersburgo, los pasos de la novelista y matemática Sofia Kovalevski en el siglo XIX.
La prosa de Alice Munro es elegante, natural, de una técnica refinada y versátil que a la vez es precisa, afilada y pulcra, de una sobriedad y delicadeza en la que lo sereno se vuelve de repente punzante. En la misma página podemos sentir cómo se nos raja la cara de un navajazo y palpar simultáneamente la posibilidad de su cura. Porque en eso reside quizás la grandeza de Alice Munro, en su riqueza emocional, en la manera que tiene de dotar a la vida de sentido aunque sea narrando sus pequeños, inexplicables y numerosos sinsentidos. Cada escena cotidiana tiene la justa dosis de ambigüedad para entender el misterio que la habita. Leemos con placidez y armonía estos relatos que, sin embargo, encierran lo terrible, insoportable y tremendo como si nos adentráramos lentamente, sin estridencias ni artificios, en las aguas de una laguna llamada realidad. De ahí que Alice Munro sea una de las más grandes escritoras vivas, si no la que más: porque sabe conjugar complejidad y sencillez con la misma maestría con la que hace visible la maldad junto a la redención, la penumbra y lo epifánico, y las heridas con la bonheur de vivre. Leer a esta mujer que desprende sabiduría, comprensión y piedad es encontrarle sentido a la vida. Desde su hondura irónica, tibia y feroz, Alice Munro nos invita a amar la buena literatura o, lo que es lo mismo, a compartir con ella instantes de verdadera dicha.

miércoles, enero 12, 2011

Sukkwan Island, David Vann

Trad. Daniel Gascón. Alfabia, Barcelona, 2010. 210 pp. 18 €

Sergi Bellver

El ser humano es en ocasiones una ciudad sitiada que anhela en secreto la conquista, recibir la invasión del otro, capitular ante una vida ajena que le salve de la propia. Del mismo modo, la literatura es a veces la única carta de rendición que es capaz de firmar el hombre para que esa redención se consume. Sukkwan Island pertenece a esa estirpe de libros sobre la derrota luminosa, sobre la vida que se abre paso entre cicatrices, esa genealogía literaria en la que la evocación de la pérdida deja de ser una deriva estética para convertirse en una verdadera ética del amor.
Se hace difícil hablar de un libro del que se han dicho ya tantas cosas, que ha recibido premios y elogios por doquier y que se ha confirmado como una de las mejores novelas publicadas a lo largo de 2010, no sólo por un sello español como Alfabia, sino en muchos otros países, tanto en Francia con el mismo formato como en las ediciones anglosajonas, donde el texto forma parte de un conjunto de relatos titulado Legend of a suicide. Parece pues inútil a estas alturas reducir cualquier reseña de Sukkwan Island a dar noticia de su argumento o de su estructura y, sobre todo, de la biografía de su autor, David Vann. Entre otras cosas porque el lector puede encontrar sin problema ese tipo de pistas en numerosos medios: el suicidio real del padre del escritor, la invitación no atendida por éste para pasar una temporada juntos en Alaska, la culpa y la vergüenza de los años siguientes, la reelaboración literaria del suceso en torno a un padre y un hijo que sí tienen una segunda oportunidad para encontrarse y convivir en una isla remota del paisaje boreal, o el contraste entre esos espacios abiertos y la cada vez más claustrofóbica relación entre los personajes. Todo ello, además de haber sido ampliamente referido en otras notas de lectura, puede incluso condicionar al lector que todavía no se haya acercado a Sukkwan Island, a quien sin duda cabe recomendarle una primera lectura desprovista del lastre de la demasiada información previa, ya que uno de los puntos fuertes de la novela es, precisamente, el modo en que cala y zarandea al lector conforme avanza la narración.
El personaje del padre en Sukkwan Island es, desde luego, una de esas ciudades sitiadas que le ofrece al hijo la oportunidad de la conquista, aunque lo hace de un modo artero, ya que en el fondo anhela otro tipo de manipulación, y con ella demanda una clase de atención inmisericorde y tramposa. Por el contrario, será el hijo quien termine por ofrecer en bandeja, en un magistral giro narrativo elaborado por David Vann, una rendición incondicional que, a su manera, salvará al padre de sí mismo para enfrentarle con un atisbo de la madurez para la que hasta el clímax de la novela se había mostrado del todo incapaz.
Alaska, el espacio de referencia en la trayectoria vital de David Vann, se convierte en esta novela en una Alaska ficticia, evocada y no reproducida, es decir, trabajada como auténtico material literario. Los personajes de Sukkwan Island se encuentran aislados en el mismo marco, ese bosque lluvioso septentrional, esa misma vastedad de un paisaje que no resulta del todo extraño en nuestro imaginario. Pero a la vez Vann se permite fabular con el entorno y no encorsetarlo con una actitud notarial ni costumbrista, sino trayendo ese marco inicial a un territorio más íntimo. Aunque sí existe en este libro la noción de Alaska como lugar de retiro o frontera, Sukkwan Island no muestra el indómito y mítico Norte de Jack London, ni exactamente un refugio del mundanal ruido al modo de Thoreau, ni por asomo la Alaska del exilio amable que llevó al Doctor Fleischman a su Northern Exposure. Tampoco se centra Vann en los guiños fáciles de este tipo de historias, y en ese aspecto va más allá de la anomalía en sentido exterior-interior que, por ejemplo, refleja John Boorman en su película Deliverance. En Sukkwan Island la perturbación no es sólo un medio hostil que condicione a los visitantes, sino que figura de entrada en su equipaje emocional. En cierto modo la novela sigue la vieja escuela de narraciones en las que el entorno inhóspito ayuda a revelar las miserias de la condición humana, pero aquí la lejanía de la civilización es un testigo ausente, un pretexto para que los personajes, liberados al fin de prejuicios por la presión del medio, exploren sus límites psicológicos. Todo ello propicia el viaje del padre a la locura y a la usurpación de otra vida, la del hijo convertido en un trasunto de “madre” abnegada y repentina del supuesto adulto, más extraviado si cabe en su propio derrumbe vital que el propio hijo ante la inquietante convivencia con el padre.
Se ha dicho que la prosa y la historia de David Vann son parientes de las de Hemingway o Cormac McCarthy, y en particular se las ha relacionado con La carretera, lo que, siendo cierto, ya comienza a parecer un lugar común a la hora de hablar de Sukkwan Island. Hay también en este libro algo del Salinger de los relatos breves en su manera de resolver ciertas escenas cruciales, mucho de la economía sabia de Tobias Wolff en el lenguaje y no poco de Coetzee en una suerte de itinerario moral que sigue la narración. Pero sin duda es William Faulkner uno de los referentes más claros de Sukkwan Island, en especial el Faulkner de Mientras agonizo, de la que la novela de Vann hereda de forma meritoria su tratamiento de la muerte, su peculiar cuestionamiento de la familia como forma de condena y su utilización del paisaje como marcador y referente de la temperatura ambiental en el conflictivo mundo interior de los personajes.
Apasionado por la navegación, dice de sí mismo David Vann que tiene una especial habilidad para hundir barcos, algo que demuestra también en su novela, con la que golpea como un afilado iceberg en la línea de flotación del lector. Hay que hundirse en la frialdad aparente de Sukkwan Island para apreciar todo su calado. Hombre encantador y humilde en el trato cercano, pero con un gran sentido crítico, Vann es un escritor consciente de la maravillosa incertidumbre del proceso creativo, que puede llevar al autor a derivas no previstas en su rumbo inicial. Y es también un autor paciente, que tras una década de asimilación pudo sublimar su vivencia personal en la escritura de Legend of a suicide y, tras ello, todavía tuvo que resistir años de negativas editoriales hasta alcanzar un éxito merecido, ante el cual, sin embargo, muestra un punto de sano escepticismo que le vendrá bien en el futuro. En 2011 la editorial Alfabia publicará por separado los otros relatos que, junto a Sukkwan Island, conformaron Legend of a suicide. Cabe destacar aquí la labor de este sello independiente que está construyendo un excelente catálogo, con textos de Pierre Michon, Yevgueni Zamiatin o Bernard Marie Koltès y que, junto a los de David Vann o los de jóvenes autores españoles como Sònia Hernández o Daniel Gascón (atinado traductor de Sukkwan Island, además), le ofrecen al lector en español una sólida propuesta editorial. Un envite, el de Alfabia, que se la juega por la literatura de carácter en un tiempo de tibieza general.
Somos en ocasiones ciudades sitiadas, y a veces las cosas no van bien, así es la vida, y la corriente nos lleva donde no esperábamos, como sucede en Sukkwan Island. David Vann empezó a escribir en una dirección, comenzó su libro para tratar de entender el suicidio de su padre, para acercarse a él y alejarse de la culpa, pero después la novela le llevó por otro camino, con unos matices insospechados. No fue consciente de ello hasta que no estuvo inmerso en la escritura y los planes iniciales hicieron aguas, hasta que perdió el control de la nave y del hundimiento surgió algo con más fuerza, más potente y certero. Porque al liberarse y dejarse ir en la escritura, al aceptar la fragilidad de cualquier armazón narrativo y permitir que se inunde su fortaleza, David Vann se ha acercado de manera más íntima a la raíz de las cosas. Sukkwan Island llega mejor al corazón de la historia justo al flotar en su corriente y evitar el tedio forense del exceso de pericia formal. En literatura, rendirse al caudal de la escritura es una forma brillante de triunfo, un modo de instaurar algo verdadero en las palabras. Es ése el paso más alto al escribir, mucho más que volcar lo verídico en algo verosímil: hacer de la vida y de la muerte una verdad entre las letras. Así funciona la mejor literatura y por eso duele leer esta novela como habrá dolido escribirla, por eso conquista y, en la derrota, el lector sale ganando.

martes, enero 11, 2011

El cielo a medio hacer, Tomas Tranströmer

Ed. y trad. Roberto Mascaró. Nórdica, Madrid, 2010. 272 pp. 19,50 €

Ariadna G. García

Las primeras traducciones al español del género lírico sueco se remontan a la segunda mitad del siglo pasado. Sin embargo, pocos son los volúmenes que recogen una obra tan singular y potente. Así, aquellos atrevidos lectores que pretendan solazar su espíritu con esta tradición poética apenas tienen dos opciones. La primera es consultar estas cinco propuestas monográficas: Poetas suecos contemporáneos (1961; selección de G. Engberg y V. Ramos), La nueva poesía sueca (1972; preparada por Justo J. Padrón), Antología de la poesía sueca contemporánea (1973; a cargo de Francisco J. Uriz, sin duda, el gran difusor en España de los brillantes y desconocidos poetas nórdicos), Poesía sueca contemporánea (1981-1983) y La nueva poesía sueca (1984; firmada por M. Romero y R. Mascaró). La segunda, leer el variado corpus de autores suecos escogidos por Uriz para un libro imprescindible: Poesía nórdica (1995).
Más exiguas son, no obstante, las ediciones que compilan la obra de poetas concretos. El único autor que goza de tal privilegio es Tomas Tranströmer, eterno candidato al Nobel y autor de merecida fama internacional. Ya en 1992 Hiperión publicaba el libro Para vivos y muertos, breve antología a cuyo frente estaba Roberto Mascaró, responsable también de esta bella y ampliada versión: El cielo a medio hacer, que asumiendo riesgos y desafiando el presente panorama económico, nos ofrece Nórdica.
Tranströmer se dio a conocer en 1954 con la obra 17 poemas. Tenía 23 años. Desde entonces, y hasta 1978, cada cuatro años sacaba un libro inédito. Es su periodo creativo más intenso e impactante, que podemos dividir en tres etapas. La primera coincide con su obra inicial. Los poemas, sensoriales y contemplativos, presentan una naturaleza hostil y amenazante («Una tormenta hace girar las aspas del molino,/ que salvajemente, en la oscuridad de la noche, golpea la nada», de "Meditación agitada"). A través de ella, siguiendo la estela romántica, el sujeto que enuncia nos evoca un espectro de emociones cargadas de angustia, soledad y vacío. Con Secretos en el camino (1958) Tomas da comienzo a su segunda etapa, que culmina El cielo a medio hacer (1962). A las imágenes del mundo natural de su libro anterior suceden ahora toda una serie de símbolos asociados al hombre y a la vida urbana que connotan parálisis, estancamiento. Así, vemos cómo recorren sus páginas trenes y barcos que, debido al misterio de su detención injustificada, generan inquietud en los lectores. La muerte adquiere la forma de la inacción, aunque a veces el movimiento del cuerpo enmascara otra muerte más turbia: la del alma («había gente triste en movimiento/silenciosa», de "El viaje"). Tranströmer escribe para ver qué pasa con la inmovilidad. Ya en 17 poemas mostraba su obsesión por la quietud de lo vivido: «Recuerdos difusos se hunden en la profundidad del mar/y allí se petrifican junto a extrañas columnas»” (de "Meditación agitada"). La identidad se coagula lo mismo que la sangre. El pasado se espesa y el presente deja de fluir. La incertidumbre se enrosca al cuello del sujeto del libro, que escapa de la duda y del temor por medio del sexo ("La pareja", "Do mayor"). La tercera etapa creativa está integrada por los poemarios Tañidos y huellas (1966), Visión nocturna (1970), Senderos (1973), Bálticos. Un poema (1974) y La barrera de la verdad (1978); siendo realmente importantes los dos primeros, por cuanto esbozan la nueva poética del autor. Tañidos y huellas recoge el testigo temático de los poemarios anteriores («yazgo como un navío/ con luces apagadas, a regular distancia de la realidad», de "Cumbres"), pero pronto comienza a correr muy lejos de la pista de tartán, alejándose de sus propias reglas. De ahora en adelante, el yo discursivo –que no puede escapar de la violencia– comenzará un proceso de recogimiento que bebe de fuentes místicas nórdicas y mediterráneas («Todo lo vivo se acurruca y cierra los ojos. /Movimiento hacia adentro. Siente más la vida«, de "Temporal sobre el camino"). La cumbre de esta interiorización la representa el libro Visión nocturna, en donde el sujeto lírico trata de auto-auscultarse para reconocerse en medio de la transitoriedad.
A partir del libro Paso de peatones (1983), Tranströmer vuelve sobre los asuntos de su obra anterior. Él mismo lo reconoce en Para vivos y muertos (1989): «Huyo hacia los mismos lugares y palabras». Sin embargo, ensaya el uso del haiku en sus composiciones originales («Pende hielo del borde del techo./Carámbanos: el gótico vuelto del revés./Ganado abstracto, ubres de vidrio»). Un año más tarde, Tranströmer sufrió una hemiplejía que dejó paralizada una mitad de su cuerpo. Recordamos con estupor un verso de su libro El cielo a medio hacer: «Lo vivo estaba inmóvil» (de "Cara a cara"). El poeta combatió la ironía de su destino con dos nuevas entregas: Góndola fúnebre (1996) y 29 Haikus y otros poemas (2003), en las que hallamos textos hermosos y sobrecogedores («Robles y luna./Luz y calladas constelaciones./ El mar frío»).
La edición de Roberto Mascaró incluye un acertado prólogo de Carlos Pardo, una interesante biografía del traductor y un estupendo ensayo auto-biográfico en el que Tranströmer relata los recuerdos de su infancia y adolescencia, aquellos que petrifican el origen del imprescindible, impactante, misterioso y violento poeta que nos deslumbra hoy.

lunes, enero 10, 2011

El manuscrito de nieve, Luis García Jambrina

Alfaguara, Madrid, 2010. 288 pp. 18,50 €

Ángeles Prieto

Podríamos afirmar que son mayoría los escritores noveles que optan por iniciarse con novelas históricas, quizá motivados por el apoyo y las ayudas de una industria editorial que establece como comprador-tipo a un lector mayoritariamente femenino y de mediana edad, dispuesto a invertir su tiempo de ocio en mejorar su formación cultural. Y por otra parte los autores, incitados por el señuelo de empezar su currículum con un pelotazo, como si la literatura fuera un cursus honorum cinematográfico, nada ven más plausible que acogerse a la disciplina histórica, para la que se dispone hoy en día de todo tipo de fuentes a la hora de obtener la documentación necesaria, aunque conseguir la verosimilitud debida sea tarea mucho más complicada de lo que parece. Pero es así como se llega al momento actual donde podemos fácilmente encontrar en el mercado español centenares de novelas históricas, basadas siempre en la reproducción más o menos afortunada de hechos conocidos, y salteadas de contados lances de folletín entre héroes, amadas y villanos de distinto pelaje y cartón piedra, confeccionados para la ocasión, que sirvan de narradores, atrezzo o testigos de lo que dieron las crónicas antiguas como verdadero.
Un género en el que los novelistas anglosajones nos llevan considerable distancia por sus especializaciones como creadores de largas sagas literarias, bien por épocas que dominan (Saylor, Cornwell, McCullough) bien por disciplinas concretas como la navegación (O’Brian), o bien por la creación de personajes originales, como el Marco Didio Falco de Lindsay Davis que se pasea por el siglo I acompañado por su suegra, o el Flashman de George MacDonald Fraser, antihéroe decimonónico por excelencia. Todo esto sin aludir, ni alcanzar, a los grandes clásicos de la disciplina como Waltari, Mújica Láinez, Carpentier, Yourcenar o Eco.
Mientras, en España, de los centenares de autores antes aludidos, son contados los que conocen bien la época y los escenarios en los que trabajan, creyendo que basta sólo con documentarse bien sobre un tema a la moda o de Centenario, rarísimos los que realizan algún tipo de penetración psicológica sobre sus personajes y excepcionales aquellos capaces de mezclar varios géneros distintos, alejándose de etiquetas fijas en la narrativa, como marcas de detergente.
Pues bien, con Fernando de Rojas, autor de la Celestina, ha iniciado Luis García Jambrina una nueva saga literaria en España que participa de todas estas cualidades fantásticas y sorprendentes. Pues este personaje desconocido salvo cuatro pinceladas (nacido en Puebla de Montalbán, joven bachiller en Salamanca, judío converso y abogado en ejercicio), le ha servido para construir un detective del siglo XVI no exento de verosimilitud, sapiencia sin alardes, trama compleja y diversión garantizada para el lector que tenga a bien delectare et prodesse, aprender de manera entretenida, como hicimos todos con El nombre de la rosa sobre los monasterios medievales. Aunque también podríamos asegurar que la verdadera protagonista de esta saga, la que nos seduce, embriaga y enhechiza por sus páginas, es la ciudad de Salamanca.
Pues en la primera novela, cuyo título renombra a la ciudad, El manuscrito de piedra, tuvimos a bien pasearnos de la mano de Luis por la ciudad mítica y mágica, subterránea y oculta. Y en este Manuscrito de nieve, lo que se nos revelará es una urbe poderosa, sostenida por tensos hilos nobiliarios en constante lucha, dispuestos a romperse y teñirla de sangre. Muy necesarios y complementarios son otros sectores, bien representados en la novela, como el todopoderoso clero, los criados y la prostitución, confinada en tiempos de Cuaresma en la cercana aldea de Tejares, lugar donde hoy día se imparte y enseña (son otros tiempos) la educación vial.
En cualquier caso, no era tarea sencilla, con este Manuscrito de Nieve, otorgar continuidad al brillante Manuscrito de Piedra, novela que había elevado el tobogán lúdico de las emociones lectoras a alturas más que respetables por razones muy variadas: los conocidos personajes, la mezcla de géneros novelísticos, el pálpito de Salamanca. Y ha sido una tarea superada con éxito, aún a costa de transformar un anacrónico asesino en serie, dada la religiosidad de la época, en un verosímil contendiente para las pesquisas del sufrido y humorístico héroe. Pero no he de revelar la trama, síganla ustedes.

viernes, enero 07, 2011

Poemas y prosas de juventud, Paul Celan. Edición de Barbara Wiedemann

Trad. José Luis Reina Palazón (en colaboración con Iona Zlotescu). Trotta, Madrid, 2010. 248 pp. 20 €

José Luis Gómez Toré

Adentrarse en la prehistoria literaria de un escritor, en especial en el caso de un poeta, a menudo produce la extraña sensación de estar leyendo a otro autor, por más que algunos temas o imágenes ya anuncien la madurez literaria de esa voz. En cierta medida, ocurre así con Celan, creador de una de las obras más personales y arriesgadas del siglo XX: los primeros textos aquí recogidos están muy lejos de lo que será su apuesta por una escritura cuya radicalidad la convierte en un episodio imprescindible de la lírica contemporánea. Con todo, a diferencia de lo que ocurre con frecuencia en este tipo de recopilaciones, encontramos un buen puñado de poemas (sin contar con los que, con correcciones acabarán integrando Amapola y memoria) que se leen como algo más que ejercicios de estilo gracias a la riqueza de sus imágenes (una riqueza que será uno de los principales atractivos de su escritura de madurez) y a su honda capacidad de sugerencia.
La lectura de este libro muestra a las claras el peso que deja en la escritura celaniana la herencia simbolista. Ello no implica relegar a un segundo término el campo que abren las vanguardias, en especial el surrealismo (con el que su escritura, sin embargo, nunca llegó a confundirse). Con todo, conviene no olvidar que las vanguardias poéticas se nutren en buena medida de los presupuestos simbolistas, que a la vez combaten. Así, la poética celaniana, a la vez que trasciende el horizonte concreto de las vanguardias históricas, dinamita el simbolismo desde dentro, extremando no sólo sus procedimientos sino también su puesta en crisis de los referentes, lo que a la postre se consolida en una obra que radicaliza hasta borrar su rastro los caminos abiertos por los autores simbolistas y románticos.
El contraste entre la obra juvenil y la escritura posterior nos permite asomarnos a una serie de elecciones que abundan en la misma dirección: me refiero al abandono de la rima, todavía muy presente en estos textos juveniles, y el progresivo alejamiento de un cierto esteticismo, para asomarse a una aventura de la palabra en la que la belleza no es algo dado, sino un elemento tan perturbador como huidizo, y en el que se rechaza toda promesa fácil de armonía y de reconciliación. No menos significativo resulta el abandono del bilingüismo (un pequeño porcentaje de estos textos, en especial los pertenecientes a la prosa poética, fueron escritos originariamente en rumano). Se trata de un hecho nada anecdótico en un poeta, conocedor y traductor por otra parte de un buen número de lenguas, que acabará declarando la imposibilidad de escribir en otra lengua que no sea la materna. Conviene no olvidar que en alemán, como en castellano, la lengua, Sprache, lleva la huella de la madre, Mutter: Muttersprache, frente a la patria, Vaterland, marcada como en castellano por el nombre del padre; como también es preciso recordar que esta lengua en concreto es aquella que compartían su madre y los asesinos nazis de su madre, el vehículo lingüístico de la gran tradición poética de la que bebe Celan y también el idioma de la barbarie, la lengua de Hitler. Así la lengua materna acabará siendo al mismo tiempo territorio propio y tierra de nadie, en un poeta que somete al alemán a una tensión interna tal que supone una puesta en cuestión constante tanto del sujeto enunciador como de la propia textura de la enunciación, como si el solo hecho de hablar, y en concreto de hablar alemán, nos volviera culpables.
Los lectores de Celan están de enhorabuena con la aparición de este libro. No obstante, no quisiera dejar de señalar dos objeciones que tienen que ver, respectivamente, con la concepción global del volumen y con la traducción: la primera carencia, que cabe achacar a la edición original alemana pero que bien podría haber sido solventada por los editores españoles, es la parquedad del estudio y de las notas que acompañan al texto. Son muchas las razones que pueden llevar a un lector a acercarse a un libro como éste, pero rara vez es el mero placer del texto al tratarse de una obra todavía en camino hacia su propia voz. Por ello, se echa en falta un estudio más detenido de la trayectoria literaria y personal del autor y de las circunstancias concretas de escritura. Respecto a la traducción, creo que resulta un riesgo innecesario el mantenimiento de la rima en las versiones españolas, teniendo en cuenta la distancia fonética y semántica que existe entre el alemán y el castellano. Cuando se trata de lenguas tan alejadas entre sí, empeñarse en mantener la rima suele implicar o bien forzar más allá de lo legítimo la literalidad del texto o bien caer en rimas pobres, cuando no en meros ripios. Desgraciadamente, en las traducciones con rima de este volumen hay ejemplos de una y otra cosa. Celan merece más respeto, por más que muchos de estos textos constituyan tan sólo un débil vislumbre de la extraordinaria obra posterior.