Care Santos
Decía el crítico Rafael Conte, con esa vehemencia con que le gustaba perorar, que Manuel Vicent era el mayor narrador vivo en castellano. No seré yo quien categorice a lo Conte —no tengo la edad ni el talante indispensables, ustedes dispensen— pero es fácil darse cuenta, al leer cualquiera de los libros de este novelista versátil y atrevido a pesar de los muchos años de oficio, que estamos ante un grande. No hay libro suyo que decepcione, ni que desmerezca. Su prosa no es de fuegos artificiales, ni de arabescos imposibles. No está pagado de sí mismo, no cuenta sus miserias, no subordina sin tregua, no pontifica. Vicent, simplemente, narra. Lo hace con la pasmosa naturalidad de quien sabe que debe hacerlo. No: Vicent narra con la asombrosa lucidez de quien tiene algo que decir y ha venido para decirlo. Eso ha hecho siempre, pero más aún en los últimos tiempos. A la vista está.
En su última entrega, Aguirre, el magnífico (Alfaguara, 2011) el novelista valenciano abrió un terreno de experimentación. Su biografía ¿novelada? del primer Duque de Alba no era ni una novela, ni una biografía, ni una crónica, sino una maravillosa síntesis de todos esos géneros al que se añadía el estupendo toque personal de la crítica. Vicent nos descubrió que de la historia reciente de nuestro país conviene curarse. Tal y como tenemos el patio, no parece mal hábito el de la crítica de la actualidad política como un género literario más, siempre que lo ejerzan personas lúcidas como Manuel Vicent.
Pero a lo que íbamos. Vicent ha inventado esta novela sin ficción a la que ahora regresa en esta estupenda El azar de la mujer rubia. Procedo a presentar a la protagonista, que lo es sin serlo, como todo aquí: la “mujer rubia” del título es una inteligente y arribista fémina real, Carmen Díez de Rivera, que estuvo cerca de Adolfo Suárez en los años clave de la transición a la democracia. También estuvo cerca del rey y —siempre— del poder. El poder ante todo. Porque del poder trata esta novela, entre otras cosas. Del poder, de la caída de los grandes hombres que acaso no eran tan grandes, de lo que ocurre en las reboticas del Congreso, de la Moncloa, de la Zarzuela y hasta de las estupideces de Francisco Franco. Hay capítulos que deberían ser de obligada lectura para toda la ciudadanía, como el titulado «Cuando el cadáver de Franco, después de besar el Lignum Crucis, entró bajo palio por su propio pie hasta la tumba». Entre otras cosas, porque se ríen de lo más terrible.
En realidad, el protagonista es Adolfo Suárez y la excusa, su pérdida de memoria. A través de la nebulosa en que se sumerge Suárez a medida que va perdiendo terreno ante su enfermedad, va surgiendo una novela que sirve a planteamientos más bien metafísicos a pesar de ser un fresco de la España reciente. Por estas páginas desfilan Jesús Gil, Lola Flores, Aznar, Ava Gardner, Paco Rabal, Serrano Súñer, Fraga o Felipe González, y todos ellos parecen personajes de novela a pesar de que lo que se cuenta siempre es la verdad. Vicent tiene ese don: nos hace apreciar cuán esperpéntica es siempre la política, nos da a conocer el pasado reciente del que somos herederos sin remedio y nos lo disfraza todo de ficción, para que sea más llevadero. Qué magnífico libro es este, sea lo que sea. Cuánto se agradece la lucidez, la honradez, el buen oficio y hasta los experimentos de los grandes narradores.
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