miércoles, enero 31, 2007

Estado y cultura. El despertar de una conciencia crítica bajo el franquismo, 1940-1962, Jordi Gracia

Anagrama, Barcelona, 2006. 448 pp. 20 €

Juan Marqués

Se oyen voces que afirman que Estado y cultura, el nuevo libro de Jordi Gracia, no supera al anterior, pero se les olvida decir que ni era ésa la intención (en todo caso lo sería la de mejorar la primera versión de este libro —publicada en 1996 con título idéntico y procedente de la tesis doctoral de Gracia— y eso sí que lo consigue) ni era una tarea fácil, ya que La resistencia silenciosa (Anagrama, 2oo4) es sin discusión uno de los mejores ensayos que se han publicado en España en lo que llevamos de siglo, ampliamente premiado, justamente aplaudido y prodigiosamente escrito (y pienso sobre todo en su prólogo, titulado “Confidencias”, que es uno de los más inteligentes y emocionantes testimonios generacionales que conozco).
Estado y cultura debía y quería ser otra cosa. En buena parte, sin embargo, sí que es complementario del anterior porque las tesis y conclusiones son parecidas, y este “nuevo viejo libro” viene a aportar más datos, textos y pruebas para apoyar lo que en aquél se defendía. Con éste tenemos, actualizado, un repaso (necesariamente apresurado e incompleto, pero en absoluto superficial) de lo que fueron y lo que significaron revistas como Ínsula, Índice de Artes y Letras, Laye, Revista o Papeles de Son Armadans (Gracia se muestra generoso con Cela, resarciendo un tanto su discutida figura), o determinados premios literarios, o reuniones de escritores, o grupos de artistas, o tendencias arquitectónicas que, procedentes a veces de círculos falangistas muy netos o grupos católicos muy ortodoxos, fueron los primeros en utilizar un lenguaje, unos códigos, unas alusiones que, al principio tímidas y prudentes (o incluso involuntarias) y después muy explícitas, muy valientes, muy serias, comenzaban a abrir grietas en la tosca piedra de la cultura y la sociedad franquista, consiguiendo pequeños avances y cometiendo transgresiones cada vez más audaces hasta llegar a un momento en el que abiertamente (y no sin problemas, a veces graves) se señalaba a la dictadura militar como lo que sin duda era y se la acusaba de la forma en que mantenía secuestrados a todos los españoles. La nómina es larga y los ejemplos numerosos: los que en los cuarenta comenzaron a publicar a notorios exiliados, reivindicándolos, entrevistándolos, manteniéndolos presentes; los que en los cincuenta hablaban de un cristianismo revolucionario que sin muchos disimulos quedaba emparentado con un marxismo muy activo; los que reseñaban libros y autores inéditos (eufemismo, en este caso, de “prohibidos”) o los traducían parcialmente para sus revistas; los que ensayaban novelas y relatos cuyo significado, apenas críptico, podía entender hasta el lector más torpe... Todos ellos, fueran más o menos valientes, estuvieran más o menos seguros con lo que hacían, tuvieran unas intenciones u otras, fueron los que de diferentes modos comenzaron a abrir el camino a formas de relacionarse, comunicarse u asociarse muy distintas a las oficiales de entonces y muy parecidas a la democracia en que ahora nos movemos. Ellos convencieron a sus compatriotas más inquietos de que era posible que todo fuese de otra forma, y de que se podían ir consiguiendo humildes éxitos que condujeran a un cambio de régimen natural, que, sin embargo, tardó en llegar mucho más de lo esperable. Así, Estado y cultura es también un pequeño pero decidido homenaje a aquellos hombres y mujeres que, lo advirtiesen más o menos, fueron los pioneros de nuestra libertad.
No me acaba de gustar el subtítulo, porque la conciencia crítica nunca duerme: es la voz crítica la que se ve obligada a callar, a esperar su momento, acumulando ideas y razones, aguardando el momento de hablar alto y claro. Pero el libro es estupendo. Supongo que al lector no especializado puede llegar a cansarle el exceso de información, o parecerle repetitivo o acumulativo, pero ése es el precio del rigor. Éste es un ensayo muy exigente que, pudiendo ir al grano de la interpretación general, del balance panorámico y abstracto, prefiere detenerse en cada caso, en cada cabecera de revista, en cada noticia relevante..., de los que extraer indicios, y, de ellos, interpretaciones e incluso lecciones.
En cualquier caso, todo nuevo libro de Jordi Gracia es una gran noticia (como cada nuevo artículo suyo, como cada una de sus certeras reseñas), un festín de información que no sobrará en ninguna estantería, y al que habrá que volver a menudo para consultarlo, para disfrutarlo, para aprender.

martes, enero 30, 2007

La ofensa, Ricardo Menéndez Salmón

Seix Barral, Barcelona, 2007. 142 pp. 17,50 €

Pedro M. Domene

En cada temporada, las novedades literarias raramente ofrecen la posibilidad de poder reconciliarnos de una forma personal con la lectura o con esa Literatura que se escribe con mayúscula, cuantificada por su calaje y envergadura de miras, aunque ésta insista en esos temas, tan traídos y llevados, calificados como universales y a los que nada ni nadie puede añadir algo más. Pero la Literatura, en esa suerte de tratado académico que propone la expresión, el conjunto o teoría de las composiciones literarias, resulta que, para suerte de muchos, algunos de esos escritores, los llamados de raza, insisten en su poder de convocatoria y nos invitan a una lectura cómplice sobre comportamientos sociales o preocupaciones humanas, sobre ese deseo o aspiración del hombre, sobre la verdad o la mentira, sobre la vida o la muerte o sobre las diferencias marcadas por la distancia del tiempo, en resumen temas y aspectos cuya bibliografía sería tan prolijo de enumerar que nunca acabaríamos. Ha ocurrido, por ejemplo, con nuestra Guerra Civil, con acertadas muestras recientes como la de Antonio Enrique y su Santuario del odio (2006), o con la Segunda Guerra Mundial y el auge del nazismo en Europa y, si hace unos meses nos conmovía el relato de la judía gaseada en Auschwitz, la Suite francesa de Irène Nemirovsky (2005), ahora es un narrador español, Ricardo Menénez Salmón (Gijón, 1971) quien se atreve con una especie de cosmovisión del nazismo a reflexionar en La ofensa sobre la grandeza y la miseria del ser humano.
El escritor asturiano, que —pese a tener un par de libros de relatos, Los desposeídos (1997) y Los caballos azules (2005); las novelas La filosofía en invierno (1999), Panóptico (2001), Los arrebatados (2003) y La noche más feroz (2006); una obra de teatro, Las apologías de Sócrates (1999); y algunos premios como el Casino de Mieres o el Juan Rulfo—, sigue siendo un desconocido o un escritor minoritario, plantea contar en una novela corta, de apenas 140 páginas, la experiencia personal más radical que ha mostrado la Humanidad; es decir, la historia de un anónimo joven alemán, Kurt, hijo de un sastre, que es reclutado a filas y debe dejar, en la pequeña ciudad de Bielefeld, a su familia y a su novia judía, cuya suerte, como se describe en apenas un par de líneas, correrá paralela a la de los seis millones exterminados por la ira del partido nacional socialista. Kurt desconoce, en un principio, todo lo relacionado a un ambiente militar o bélico, y si inicialmente acepta los valores del ejército en el que sirve, muy pronto comprenderá que estos forman parte del horror y de la miseria.
Las tres partes que componen el libro están perfectamente equilibradas porque en «La bestia rubia» sorprende el cuidado, la humildad y la precisión con que se cuentan las escenas familiares, las posteriores vivencias del soldado y aquellas, magistralmente expuestas, que llevarán a darle un giro a su actitud militar y a su propia vida. El estilo literario de Menéndez Salmón es tan depurado que ha realizado casi un reportaje periodístico tan aséptico como eficaz para situarnos en un relato del que, con toda seguridad, desconocemos su desenlace y más que una sucesión de escenas bélicas al uso, el narrador quiebra su historia y nos lleva a una narración muy distinta que se completará en las últimas páginas del libro. En «Una educación sentimental», la segunda parte del libro, conoceremos a Ermelinde y la razón misma de esa actitud ante vida por la que la joven pretende devolverle la sensibilidad al soldado internado en Notre Dame de Rocamadour, esa segunda oportunidad, una vez que uno ha conocido el horror de la guerra y sus consecuencias; y la tercera, «Esta lágrima contiene un mundo», se convierte en el contrapunto de toda la historia porque, de alguna manera, supone una angustiosa vuelta al origen de todo, representada en esa hermosa imagen que es lágrima, vertida por toda la humanidad, pero deglutida con toda impunidad por el Hauptsturmführer Löwitsch, cuando en las dos últimas líneas afirma, con toda solemnidad, que Der Schneider ist tot.
La ofensa es una novela de imágenes, donde lo irracional forma parte de ese sentido animal que tiene el ser humano, pero también es una metáfora que afirma que el corazón humano sólo se ensancha con ese cuchillo que lo desgarra y el dolor es la dignidad de la desgracia.

lunes, enero 29, 2007

Las propiedades del cristal, Sergio Rodríguez

III Premio de Poesía Rafael Pérez Estrada. Vitrubio, Madrid, 2006. 67 pp. 10 €

Pablo García Casado

Me encontré hace ya tres o cuatro años con la poesía de Sergio Rodríguez. Ambos habíamos participado en una antología de poesía española, 25 poetas jóvenes españoles, publicada por Hiperión. Una muestra que tenía nombres más o menos conocidos, bastante desigual, pero gracias a la que pude encontrarme con un estupendo escritor como Rodríguez. Un tipo que parecía tener las cosas bastante claras, aquello del llegar, tocar y marcharse. Un poeta que no necesitaba escudriñar argumentos sinuosos, sino acercarse al objeto común de nuestros desvelos.
La poesía que me gusta es la que habla de los asuntos de las personas. Creo que bucear en ese misterio, en esas dudosas fronteras, en el amor y el desamor, supone una fuente inagotable de perspectivas. Hay quien se debate en otros problemas metafísicos, es su problema, porque a gente como yo le gusta que le hablen de las cosas que importan. La observación de una mosca y el paso del tiempo está bien, yo no lo censuro, pero prefiero el colmillo retorcido de los hombres que miramos las sinuosas curvas de las mujeres cimbrearse en el autobús. Cámbienle sexo y oportunidad, lugar y escenario, los problemas de la carne nos ocupan y preocupan.
Esa era una de las preocupaciones de Sergio Rodríguez. Que el poema que hable de cosas mundanas sea meramente considerado como una crónica rosa, como una suerte de costumbrismo, de versificador para amigotes... Todos y todas conocemos poetas de barra de bar, poetas al uso, poetas para el ligue y cierto brillito intelectual. Sergio es todo lo contrario. Su aparente facilidad radica en que sabe manejar los equilibrios, en que encuentra soluciones donde otros ven problemas. Evitar los circunloquios y las pajas mentales implica evitar también un coste añadido a nuestros bosques, piensen en todo ese papel tirado para no decir nada. En un símil futbolístico, es como en buen mediocentro defensivo, el cinco que distribuye juego hacia las bandas, pero con una pegada de acero.
Pero vayamos a los poemas. Además del antes señalado del autobús, “amor rapaz”, hay poemas que tienen un regusto amargo, como “amor paterno”, que muestra casi como un cuento los desvelos de los padres por evitar el sufrimiento de un hijo; o el “amor desenfocado”, con esa propuesta nada alambicada sobre el amor maduro y lo que pensamos de él, toda una reflexión —–ésta sí— sobre el paso del tiempo; o el “amor fiel”, que puede ser un verdadero manual para mujeres que dicen no entender a los hombres... He señalado tres, pero podría haber enumerado muchos de los poemas de este magnífico libro. La única pega es que tengo la sensación que, si nadie lo remedia, puede pasar desapercibido por aparecer en un sello editorial bastante irregular, donde los aciertos —que los hay, y éste es un ejemplo— quedan eclipsados por verdaderos bodrios.
Mucha más suerte le auguro a Sergio Rodríguez. Ha escrito un libro espléndido que, al parecer, va a tener continuidad en un proyecto tecnológico. Será un excelente colofón, y el punto de partida para algo mucho más grande.

viernes, enero 26, 2007

La contravida, Philiph Roth

Trad. Ramón Buenaventura. Seix Barral, Barcelona, 2006. 416 pp. 23,50 €

Juan Marqués

Los adictos españoles a la literatura de Philip Roth no tenemos razones muy poderosas para protestar por desabastecimiento o ayunos forzosos, ya que, cuando todavía duraba la feliz resaca de La conjura contra América, Mondadori publica Elegía, su última novela, sólo unos meses después de poner en castellano la hasta ahora inédita El pecho (y anuncian la inminente publicación de Déjalo correr). Mientras tanto, Seix Barral va muy en serio con la Biblioteca Philip Roth, donde se van rescatando sus obras en nuevas traducciones (de momento ha aparecido ya su celebrado libro de entrevistas o retratos de colegas —Primo Levi, Saul Bellow, Milan Kundera...—, Patrimonio, la trilogía Zuckerman encadenado y La contravida, y se anuncian muchos más títulos, algunos muy poco conocidos aquí) y Alfaguara lleva continuamente a las librerías reediciones de La mancha humana o Me casé con un comunista. Todo un banquete que parece indicar que los libros de Roth se leen —o, por lo menos, se compran— en España, lo cual significa que el panorama editorial y lector no es tan catastrófico y desolador como a veces tememos.
La contravida es una novela magistral que vuelve sobre los temas obsesivos de su autor (el sexo, la infidelidad, la enfermedad, la muerte; reflexiones sobre el judaísmo), y lo hace a través de un juego literario especialmente complejo. Roth, o, mejor, Zuckermann (ese alter ego al que dio a luz para poder escribir sobre las cosas que le importan y le implican con mucha más libertad y mucha más distancia irónica: “Sólo puedo exhibirme cuando llevo puesto un disfraz” —p. 355—) cuenta con unos pocos personajes a los que, a veces con crueldad, manipula para ver cómo reaccionan ante diferentes variantes o soluciones de una misma situación inicial. Así, en el primer capítulo, Henry, el hermano menor de Nathan Zuckermann, sufre un pequeño susto cardiaco que le hace perder la potencia sexual, situación contra la que se rebela (“Adaptarse significaba resignarse a ser así, y él se negaba a ser así, y aún lo desmoralizaba más someterse al eufemismo así” —p. 13—) sometiéndose a una absurda operación quirúrgica que le cuesta la vida. En el segundo (y tercer) capítulo Henry ha sobrevivido a esa intervención, pero la experiencia le hace replantearse su existencia, y escapa a un asentamiento ultraortodoxo de Israel a comenzar de nuevo, para desesperación de su esposa y de Nathan, que acude junto a él para hacerle entrar en razón (y esta visita, y la conversación que mantiene con el fanático Lippman suponen quizá el punto más alto de La contravida). En el cuarto es Nathan el que sufre de impotencia y muere al intentar solucionarla, por amor a una joven inglesa, Maria, que le ruega que no se arriesgue. En el quinto Nathan y Maria son dos felices recién casados que se instalan en Inglaterra, donde él empieza a temer que su condición de judío no va a pasar tan desapercibida como había creído y hubiera deseado... El asunto (y por “asunto” me refiero a las sutilezas metaliterarias, los cruces, la aparición y desaparición de personajes, sus continuas transformaciones, su ir y venir dentro y fuera del libro...) es mucho más complejo de lo que aquí se puede intentar explicar, pero funciona, fascina, y al final se revela perfectamente eficaz para lo que Roth se proponía, que es tratar una serie de preocupaciones (y, en esta novela muy especialmente, el tema judío) desde una enorme cantidad de puntos de vista, de visiones matizadas, de ejemplos y contraejemplos... Es fácil intuir que la opinión de Roth coincide completamente con la de Zuckermann, pero qué convincente es a la hora de dar no sólo voz, sino argumentos y razones (algunas conmovedoramente expuestas) a gentes que no pueden estar más lejos de ellos, desde lo más moderado hasta lo más extremista. Así, lo mejor de la novela está en las conversaciones o cartas que los personajes cruzan, debatiendo sobre Israel, sobre el Holocausto, sobre el antisemitismo..., en un verdadero alarde de inteligencia e imaginación por parte del escritor. Si, como se insinúa, alguno de esos personajes, con sus opiniones, son “reales”, eso no resta mérito a Roth, pues “La mayor parte de la gente (incluido el propio novelista, su familia, casi todas las personas que conoce) carece totalmente de originalidad, de modo que la tarea del escritor consiste en hacer que parezca otra cosa” (p. 204).
Es difícil determinar (y además no importa demasiado) hasta qué punto está Roth ficcionalizando “su” vida, traduciendo la “realidad” a un artefacto narrativo, pero esta novela quiere llegar bastante lejos en esa reflexión, que no es sólo literaria sino ética (y varios personajes se enfadan por ello con su creador, o con aquel que les ha incluido a ellos o a trasuntos suyos en novelas), y se hace preguntas como “¿Acaso no es cierto que, al contrario de lo que generalmente se cree, el aspecto más intrigante de la imaginación del escritor es la distancia que existe entre su vida y su obra?” (p. 274) o se ensayan declaraciones de principios como que “estoy totalmente a favor de la autenticidad, pero hay que reconocer que en modo alguno puede compararse con el talento que tenemos para fingir” (pp. 181-182).
La traducción de Ramón Buenaventura debe ser buena porque desde la primera página se saborea el estilo de Roth, aunque hay en esta versión algunas cosas que no me gustan: supongo que es aceptable, pero también innecesario, castellanizar términos como “baipás”, “grupi”, “sexi” o incluso “Torá”, y, aunque ni he consultado la versión original ni sé mucho inglés, estoy seguro de que “se sentía gilipollas total” no es la mejor forma de traducir lo que fuera que escribió Roth. Por otra parte, es definitivamente imperdonable la abundancia de anacolutos del tipo “Carol lo único que podía decirle era...” (p. 14), o “Ella lo que dice es que su deber...” (p. 106), o, todavía más chirriante, “Estos judíos lo único que necesitaban era el muro” (p. 118).
En cualquier caso, La contravida es un título muy digno de ser resaltado dentro de la magnífica y ya voluminosa obra de Philip Roth, quien es, en los dos sentidos, uno de los mejores narradores de nuestro mundo y de nuestro tiempo.

jueves, enero 25, 2007

Juicio y sentimiento, Jane Austen

Trad. Luis Magrinyà. Alba, Barcelona, 2006. 467 pp. 23 €

Leah Bonnín

A pesar de que no sería publicada hasta noviembre de 1811, Juicio y sentimiento fue concluida en 1797, cuando Jane Austen apenas contaba veintidós años, por lo que se trata de una de las primeras obras de la escritora cuyo biógrafo lord David Cecil definió como “ese alguien conocido, pero nunca íntimo”. Por supuesto, no constituye una obra maestra, pero en ella asoman la agudeza psicológica y la gran inteligencia narrativa que serán las señas de identidad de la autora.
El argumento de Juicio y sentimiento, como prácticamente todos los de Jane Austen, es sencillo y, si mucho me apuran, anodino. Podría resumirse como la exposición del entramado de relaciones amistosas y familiares que, en apenas unos meses, se tejen y destejen entre personajes de Londres y uno de los más tradicionales condados de la campiña inglesa y, por ende, de las peripecias psicológicas que tienen que atravesar las hermanas Elinor y Marianne Dashwood hasta dar con unos maridos económicamente solventes y socialmente respetables. Porque, en definitiva, ¿a qué mejor actividad que la de buscar marido podían dedicarse las jóvenes en el siglo XVIII? Como apostilla críticamente la protagonista y perspicaz narradora Elinor al referirse a la hija de un aristócrata con quien están planificando casar a uno de los dos cuñados de su hermanastro John, “ella, supongo, no puede elegir”. En Juicio y sentimiento no existe trama propiamente dicha y el desenlace se reduce a la celebración de sendas y convenientes bodas que anuncian un futuro confortable y sin sobresaltos. Y sin embargo, como en prácticamente todas las novelas de Jane Austen, la agudeza en el retrato de personajes y la ironía, ¡bendita ironía!, en la descripción de situaciones atrapan al lector.
No porque la autora optase por la crítica social o la reivindicación feminista avant la lettre. Ni por el leve romanticismo, esbozado a través del enamoramiento entre Marianne y el joven Willoughby, quien, a pesar de la pasión, acabará por realizar un matrimonio de conveniencia. Ni por el realismo pragmático (“Aunque no podía haber trato más atento que el que lady Middleton les dispensaba, en realidad las señoritas Dashwood no le gustaban nada”) con que se relacionan los habitantes de un mundo en el que, por pequeño y próximo, abundan las coincidencias. Sino porque la agudeza y la ironía permean la narración desde las primeras páginas y por ello no hay lector que pueda resistirse al razonamiento, expuesto casi con sarcasmo en el segundo capítulo, por el que la cuñada de Elinor y Marianne convence a su marido para que reduzca la pensión de sus hermanastras a lo mínimo imprescindible. O a esa magistral simplicidad y sutileza con que retrata situaciones (“Fue, de todos modos, una mirada muy bien ejecutada, porque a ella la alivió y él no se enteró de nada”) y paisajes (“En fin, no se puede pedir más: y está cerca de la iglesia, y a sólo un cuarto de milla del camino de peaje, por lo que no es nada aburrido, pues basta con sentarse en un viejo cenador de tejo que hay detrás de la casa para ver pasar los carruajes”), características que obligan a pensar en Jane Austen como una de las más grandes novelistas de todos los tiempos. Imprescindible desde esta obra primeriza.

miércoles, enero 24, 2007

Comedia con fantasmas, Marcos Ordóñez

Byblos, Barcelona, 2006. 448 pp. 5 €

Alicia Soria

«Perdone que no le acompañe hasta la puerta, pero es que me estoy muriendo».
Esta ingeniosa frase proviene de una anécdota protagonizada por el escritor, dramaturgo y humorista Antonio de Lara, Tono. Gravemente enfermo a los ochenta y tantos años, fue ingresado en el hospital y allí recibió la visita de un conocido con el que le unía una relación más o menos circunstancial. Cuando el visitante se despidió tras una breve conversación, Tono le dijo: «Perdone que no le acompañe hasta la puerta, pero es que me estoy muriendo». Cuenta la leyenda que murió al día siguiente.
El tiempo ha sido inclemente con la figura del cómico en España. Supongo que el cine mató a la estrella del teatro. De hecho, no me parece inocente que algunos de los creadores más notables de la gran generación de la comedia (Jardiel, Mihura, el mismo Tono), emprendieran su particular “conquista” de Hollywood. Todos ellos fueron de la mano de otro asombroso hombre de teatro, Edgar Neville. Mi anécdota preferida de este increíble personaje es aquella que le lleva a Zamora en un Cadillac descapotable negro, acompañado de su musa Conchita Montes, en el año 1950. Neville era ya amigo de tipos como Charles Chaplin o Douglas Fairbanks. Pero en esta ocasión se dispone a estrenar en Zamora su versión de El tren de París, esta vez sin contar con la presencia de Maurice Chevalier, como en anteriores intervenciones en Hollywood. Ahora, quien le espera es la compañía Puchol–Ozores (la estirpe al completo, además de Miguel Gila, recién incorporado a sus filas) expectantes en la estación castellana. Y la llegada de Neville tiene una recepción digna del mejor Berlanga: una larga alfombra, banda de música... y una caja con unas cien moscas vivas lanzadas en libertad al grito de «¡Soltad las moscas mensajeras!».
Pero esos eran otros tiempos. Los tiempos que Marcos Ordóñez nos invita a añorar en su novela Comedia con fantasmas, una obra que participa del mismo ingenio travieso y no poco absurdo de aquella generación de dramaturgos. Si bien ese sabroso combinado de melancolía socarrona se puede encontrar en todas las novelas de Ordóñez, quizá sea en esta obra donde lo encontremos en mayores proporciones. Algo tendrá que ver la pasión declarada del autor por el mundo del teatro. Cabe señalar que Marcos Ordónez (Barcelona, 1957), además de ser novelista, ha ejercido la crítica teatral en un buen número de cabeceras nacionales. En Comedia con fantasmas, Ordóñez abraza un gran amor: el escenario y quienes lo habitan. Es el suyo un apretón fuerte, de esos que ahogan un poco, pero que son inequívocos en el afecto que manifiestan. Si el lector entra en ese abrazo, participará de un cariño que bien vale el agarrado.
La voz del narrador, Pepín Mendieta, nos transporta a «un mundo que ya no existe»: aquél en el que el teatro era alimento del ocio popular, el cine no era más que un sucedáneo «con letreritos» y la ingenuidad no era un pecado estético capital. El joven Mendieta nos narra su ingreso en el Gran Teatro del Mundo, Compañía de Ernesto Pombal, y cómo se intoxicó allí del virus de la farándula, del que ya no se curaría jamás. Seguiremos su trayectoria hasta convertirse en el famoso (y sin embargo lastimero) «Pepín Mendieta, Rey de la Comedia». Pero, ante todo, a lo largo de este itinerario acompañaremos a un buen puñado de personajes que comparten la obsesión por el escenario, y que conocen la gloria (fugaz) y el olvido (profundo) en la España del siglo pasado: de los años 20 a la década de los 80, presenciaremos cómo la fiebre teatral desciende varios grados bajo cero en un país sacudido por las convulsiones históricas que ya conocemos. Y a pesar de que su mundo se desploma a pedazos, los personajes de Comedia con fantasmas no dejan de bullir en todas las páginas, supervivientes alimentados por el maná del entusiasmo. Ellos serán los espectros que el mismo título anuncia, individuos que acompañan a Mendieta en los sucesivos trechos de su camino, para ir quedando atrás como espíritus ausentes pero jamás olvidados.
Entre ellos, sin duda es Ernesto Pombal el que brilla con fulgor más intenso, y ocupa un lugar central en la narración de Pepín Mendieta, como él mismo advierte: «Mi vida, mi verdadera vida, empezó cuando Pombal llegó a la ciudad; no puedo contar mi vida sin la suya». Ernesto Pombal fue creado a imagen de Enrique Rambal, actor y director a quien, según dicen, Orson Welles consideró un genio tras ver uno de sus montajes en Madrid. Pombal es un caso clínico de enfermedad teatral, que disfruta tanto de pasear a Shakespeare por provincias como de montar «mecanos» con los más apabullantes efectos especiales. Su arrebatamiento escénico nos arrastra página tras página con fuerza irresisible, y su temperamento vivísimo le hace tan real como lo fueron Tono o Mihura. Pombal me lleva a recordar aquella frase de otro dramaturgo preclaro, Oscar Wilde, que aseveraba «la tierra es un teatro, pero tiene un reparto deplorable». Comedia con fantasmas es un evidente esfuerzo por concederle al teatro del mundo el reparto que merece.
En un imaginario ya tan alejado como el nuestro, lectores del siglo XXI, Pombal y Neville son espectrales por igual. Mediante la picardía y entusiasmo de Ordóñez, las anécdotas del Gran Teatro del Mundo se vuelven tan verosímiles como las de la compañía Puchol–Ozores. Con él, sentiremos nostalgia de aquellos a quienes nunca conocimos, de un mundo que ya no existe. El país de los cómicos antes de ser fantasmas, el mundo de «usted es un bohemio, caballero». Comedia con fantasmas es un retrato cautivador de aquellas personas que fueron la bisagra de un escenario antiguo a uno nuevo. Me habría gustado conocer a esa gente, compartir con ellos una tarde de humor sin referencias. Pasmarme con un mecano imposible. Ser la mano que suelta las moscas mensajeras.

martes, enero 23, 2007

Bajo la lluvia equivocada / Invención de gato, Vanesa Pérez-Sauquillo

IX Premio de Arte Joven (Poesía) de la Comunidad de Madrid. Hiperión, Madrid, 2006. 75 pp. 7 € / Calambur, Madrid, 2006. 71 pp. 8 €

Elena Medel

Culpemos al azar de la coincidencia en librerías de dos títulos de Vanesa Pérez-Sauquillo (Madrid, 1978), Bajo la lluvia equivocada e Invención de gato, distantes en el tiempo de escritura y unidos en el de edición. La historia, qué curioso, parece repetirse: Estrellas por la alfombra, su ópera prima, apareció en Hiperión a finales de 2001, y Vocación de rabia —su segundo libro— fue editado por la Universidad de Granada en la primavera de 2002. Sin embargo, frente a los puntos en común de aquellos dos primeros títulos, los poemarios más recientes de Pérez-Sauquillo transitan caminos diferentes, señalando otras posibilidades para el ya firme imaginario de la autora.
En aquellos pasos iniciales nos sorprendía una voz definida, reconocible y, a la vez, muy personal. Vanesa Pérez-Sauquillo acotaba su territorio en el poema breve, cómodo en la mezcla de descripción y sugerencia, bajo el dominio de la intimidad, recurriendo a objetos cotidianos —un calidoscopio, una matrícula de coche, una copa— como punto de partida, y envolviéndolos con metáforas que apelan a lo sensorial y a la memoria. De esta manera, la poesía de Pérez-Sauquillo se asemejaba, en cierto modo, a un álbum de fotografías: imágenes poderosas para contar historias.
Y Bajo la lluvia equivocada es la entrega que, en este sentido, mejor enlaza con sus libros anteriores: posterior a Invención de gato en escritura, pero anterior en publicación, desarrolla todas estas pistas, y añade una, la de la elipsis, en la que todos los poemas comienzan en minúscula, advirtiendo que antes existió algo desconocido para el lector, pero definitorio para el poema. Bajo la lluvia equivocada proviene de un verso de Dylan Thomas, poeta traducido por Pérez-Sauquillo, y cuyos versos abren cada bloque; bajo la admonición del galés se narra, entonces, la historia de una relación ya terminada, recorriendo el pasado desde el presente. Con un telúrico poema a modo de apertura, Bajo la lluvia equivocada se divide en un prólogo, tres bloques y un epílogo. El nombre de cada bloque —“Primera vuelta”, “Segunda vuelta”, “Tercera vuelta”— alude a cada etapa de la relación, conectando con el último poema del prólogo: «si le das una vuelta al corazón recordarás la edad», que marca el tiempo presente del pórtico y actúa, además, como plástico símbolo del ejercicio de memoria que supone cada parte del poemario.
Dos voces —una más reflexiva, señalada por la cursiva, y otra más visceral— se escuchan en Bajo la lluvia equivocada, cuyos tramos narran el comienzo y la plenitud de la relación, los altibajos, la ruptura y la nostalgia. Es constante la brevedad en los poemas, algunos incluso de apenas dos o tres versos: «atrévete conmigo./ Soy joven./ Tengo mucho deseo que perder». Abundan, y esto resulta nuevo, las referencias a lo animal y la naturaleza. Y la tensión entre dolor e ironía, los juegos de palabras, el ingenio y las citas —de autores como Jorge Teillier o Nicanor Parra, que marca el original “(…) éste es mi contestador automático”— emparientan a Pérez-Sauquillo con la poesía latinoamericana aunque, más que con los nombres aludidos, su decir me recuerda más autoras como Alfonsina Storni o Alejandra Pizarnik, cuyos ecos suenan tanto, y tan claros, en este poemario sobre el deseo.
Y si la poesía latinoamericana es la referencia más visible de Bajo la lluvia equivocada, Invención de gato se muestra como una rareza —no sólo en cuanto a coordenadas, sino también en aspectos formales, como una mayor extensión de los poemas— en la poética de Pérez-Sauquillo: los términos narración y memoria, que ya había bordeado al referirme a sus otros libros, toman cuerpo verdadero desde el título a sus versos. «Dentro todo es leyenda», comienzan el primer y el último poema, encerrando historias sobre amantes, pintores, bailaoras, fantasmas, emigrantes y demás fauna, encabezada siempre por el gato insomne, que recorre las casas de tejado en tejado, y recurriendo a la peculiaridad de las casas viejas de Cartagena, ya derruidas y convertidas en solares, como excusa. Pérez-Sauquillo recupera aquello que latió en lo que hoy ya no existe, y es que Invención de gato tiene mucho de reinvención, valga la redundancia, de la poesía popular —en su atmósfera, en su tono y en algunas de las imágenes, como las «cuatro vetas de luna»—, además de exhibir una pulsión teatral en su estructura, con poemas que se conciben como cuadros, con un atrezzo leve, despojado hasta la esencia, y una fuerte carga metafórica.
Culpemos al azar, sí, pero también agradezcamos esta coincidencia, que nos permite afianzar una de las facetas de la autora, y descubrir otra bien diferente. Un hecho que en otro caso desataría lamentos —es inevitable que dos libros, y del mismo género, acaben solapándose y, por tanto, perjudiquen su difusión—, en el de Vanesa Pérez-Sauquillo se alza como motivo para la alegría. La lectura de cualquiera de ellos, Bajo la lluvia equivocada o Invención de gato, es una buena elección: les aseguro que, al toparse con el punto final de uno, correrán a por el otro.

lunes, enero 22, 2007

El otoño alemán, Eugenia Rico

Premio Ateneo de Sevilla 2006. Algaida, Sevilla, 2006. 308 pp. 19,50 €

Marta Sanuy

La protagonista de El otoño Alemán es Fátima, una chica española, muy morena, que viaja a un lugar cercano a Berlín en 1991 y mira: mira Alemania pocos días después de la caída del muro, mira a sus amigos del programa Erasmus, mira extrañada todo lo que la rodea, pero sobre todo mira a Europa. Mira mientras es mirada. Porque la narradora de esta historia no es ella sino Ilse, su amiga alemana, que reconstruye los hechos años después.
Ese punto de vista hace que la novela se convierta en una reflexión, matizada y necesaria, sobre una experiencia muy común y poco verbalizada, una verdad soto voce sobre las distancias que nos separan de Europa; no sólo por la diferencia de poder adquisitivo y de habilidad con los idiomas, aunque también. Se pone de manifiesto la perplejidad mutua, que a nuestros vecinos alemanes, suecos u holandeses y a todos nosotros nos asalta con frecuencia.
Si dominar el tiempo es uno de los atributos esenciales para una buena literatura, la otra gran necesidad de un relato es pintar el espacio, una labor cada vez más difícil en un mundo que cada día es más igual. Este trayecto hispano-alemán nos traslada un trecho, y eso es un gran logro.
El otoño Alemán trata todos los temas fundamentales: el amor y la muerte, el dinero y los diferentes sentidos de la realidad de cada clase social, la admiración y el miedo, la necesidad de entender y la pereza, el amor más allá de los sexos, la violencia. Todos sus personajes centrales están en el despeñadero; van a una fiesta, larga y extraña, como las de El gran Meulnes y El relato soñado, después de la cual tendrán que decidir su destino y hacerse adultos. Y además, esta es una novela de intriga, con trama, con enigmas y con muertes.
El otoño Alemán, como las otras obras de la autora, como una de Celine Curiol, como otra de Irene Rodriguez Aseijas, tiene otra característica que me hace recomendarla: es contemporánea. Me aventuro a decir que contar lo que está ocurriendo requiere abordar el extrañamiento de dentro afuera y de fuera adentro, sin que el lector consiga diagnosticar si el personaje tiene dolencias endógenas o exógenas.
Pero para ser original hay que remontarse al origen. Por eso está bien calculado intercalar otra novela dentro de esta novela, la carta que la abuela de Ilse le escribe poco antes de morir contándole su vida, y qué significó el amor, la pobreza o el nazismo, cuáles fueron sus deslumbramientos, ya sin sentirse condicionada, sin inhibiciones. Decía Sender que no está la clave en ser autentico, que lo que hay que ser es genérico. La ciencia ha venido a darle la razón y Eugenia Rico toma por la raíz esa necesidad de sus personajes de ser explicados más allá de sus individualidades. Y es que todas las novelas de esta autora son tiempo, hablan de tiempos históricos que se encuentran y chocan, y también de qué hubiera sucedido si hubiésemos sabido antes lo que iba a suceder. Eugenia Rico sabe tejer los enigmas hacia delante y hacia atrás.
La primera lectura de una novela de esta autora nunca es tan rica como la segunda. Eugenia Rico tiene la habilidad de provocar un ritmo de lectura demasiado rápido que le perjudica, el lector siempre quiere saber más y por eso pasa raudo las páginas, tan rápido que a veces ni siquiera llega a tener la impresión de que tendrá que releer. Tiene una gran capacidad de cálculo ésta novelista, si algo parece obvio no es por dejadez, sino porque sabe que hay obviedades que nunca está mas recordar. Lo dicho, es una escritora para releer, porque es una escritora para leer despacio. No es poco.

viernes, enero 19, 2007

Ruido de fondo, Don Delillo

Seix Barral, Barcelona, 2006. 431 pp. 22,50 €

Marta Sanz

¿Le tiene usted miedo a la muerte?, ¿preferiría que su pareja muriese antes o después que usted?, ¿comenta esta cuestión con su amado/a como prueba o declaración de su amor conyugal?, ¿quiere a sus hijos?, ¿compra compulsivamente en los supermercados?, ¿le preocupa lo que come y siente cierta aprensión cada vez que va a un médico a quien le da las gracias cuando le anuncia que padece un cáncer destructor?, ¿le gusta que le hablen con paños calientes y cadencia ambigua?, ¿mantiene relaciones sexuales relativamente satisfactorias y monógamas?, ¿se ha divorciado alguna vez?, ¿padece insomnio?, ¿a veces experimenta miedo al observar con atención a su descendencia, mientras que, en otras ocasiones, cree que esa misma descendencia se preocupa en exceso por usted, de un modo casi paternalista y/o enfermizo?, ¿tiene a menudo la televisión encendida y no se ha dado cuenta?, ¿le da un vuelco el corazón cuando ha de atravesar un túnel en sus desplazamientos en coche o cuando adelanta a un camión contenedor de productos inflamables?, ¿le preocupa el problema de la comunicación interpersonal —de qué hablar con los hijos durante el desayuno—, a pequeña escala, y el problema de los medios de comunicación —el ahorcamiento de Sadam, por ejemplo—, a gran escala?, ¿cree que si se propusiera cometer un crimen, éste se convertiría en un chapuza?, ¿practica yoga o alguna otra técnica oriental y/o deporte no excesivamente infartante?, ¿le preocupa la corrección de las posturas de su cuerpo?, ¿piensa que es más sano masticar un chicle que fumar, prevenir que curar? Y, por último y en definitiva, ¿tomaría usted una pastilla para vencer ese miedo a la muerte al que aludíamos en el primer interrogante?
Estas son algunas de las preguntas ultracontemporáneas o postcontemporáneas —a veces uno no sabe qué calificativo elegir para hablar de Geología o de Historia— que, con finísimo oído y unas dotes de observación casi científicas para lo real y para lo literario, nos plantea Don DeLillo en su Ruido de fondo. Si usted ha contestado afirmativamente a todas o alguna de estas preguntas, o sospecha que puede hacerlo en un futuro próximo ya dispone de sobrados argumentos para la lectura de esta novela tragicómica: “Una historia sobre el miedo, la muerte y la tecnología. Una comedia, por supuesto”, dice el propio DeLillo sobre su novela, tal como se refleja en la contraportada de la edición de Seix Barral. Probablemente es que, si se pretende ser convincente —que no verosímil—, no se puede hablar de estos asuntos en otro tono, o que sacar pecho para hablar de estos asuntos con un espíritu trágico podría ser un revulsivo de lectura demasiado urticante para los tiempos editoriales que corren. A veces, echo de menos el tono mayor entre tanta entonación irónica, entre tanto escribir como si de nada se escribiese, tomando la palabra para no decir mucho más de lo que estamos acostumbrados a oír en las televisiones, en las emisoras de radio, en los suplementos, en esas obras maestras de la publicidad y de la publicitación cultural y, por supuesto política, que DeLillo desnuda con la contundencia de un tono mayor cómico: DeLillo mata de risa a ese lector atenazado por su propio miedo de morir, y lo salva de la pringosa sensación de estar leyendo siempre el mismo libro.
DeLillo hace uso de un localismo y un costumbrismo, propios de una estética realista pasada por la turmix purificadora de la parodia más bestia —pienso en referentes cinematográficos como Buñuel o Todd Solondz—, sin miedo a ser demonizado; porque el localismo y el costumbrismo están tan demonizados, en el ámbito de la literatura actual, como el uso de los adjetivos, la autoficción, la épica o ese tono mayor al que acabo de referirme: habría que acabar con esos prejuicios minimalistas y pseudomodestos, que restan honestidad a la materia literaria y que tienden a configurar un canon espurio, en el que se olvida que lo importante es escribir buena autoficción, buena prosa —barroca si conviene al propósito del autor—, o buena épica en un periodo de la Historia que aún nos da razones para el impulso épico. DeLillo se pasa por el arco de triunfo las demonizaciones y hace lo que cree que debe hacer: entre carcajadas, DeLillo es un novelista moral, que nos cuenta que, a los dos lados del Atlántico, en este espacio confuso que se llama Occidente, se comparten las mismas angustias durante la era de la globalización. El localismo y el costumbrismo son los elementos básicos para conseguir la universalidad, si por universalidad entendemos la de este mismo espacio confuso, occidental y globalizado.
El lector se identifica con Jack Gladney, narrador y pater familiae, pese a que Gladney es estadounidense, especialista en Hitler y se ha casado en cuatro ocasiones, una de ellas con una especie de agente secreto de la CIA. La fantasía y ese modo de la hipérbole, que se utiliza tanto en los géneros de terror como en los cómicos, constituyen las estrategias de aproximación que DeLillo pone en marcha, de un modo magistral, en esta novela de la que inferimos que todos los primeros mundos son el mismo primer mundo y que ese primer mundo mismo no es un mundo igualado en lo bueno, sino más bien en lo patológico. Un mundo deficiente. Los personajes se dibujan a través de una serie de diálogos de besugos —no puedo evitar rendir oportuno homenaje a los peces y los patos de Central Park sobre los que Holden Caulfield conversa con Howitz, ese simpático taxista— que revela esa forma de conocimiento enciclopédico, confuso, cogido por los pelos, movedizo, que vamos construyendo a partir del input al que nos exponen los medios de comunicación. La información se presenta como una rama más del show business y, más tarde, se puede reutilizar en los juegos de mesa: es algo que se acumula y se compara, una masa a partir de la que se compite, pero nunca el dato preciso y veraz, que propicia la reflexión o el pensamiento crítico. Mientras tanto, Gladney y su familia, nosotros y la nuestra, con el dedo metido en la boca, estamos tan entretenidos, como confusos, temiendo lo inevitable —la muerte física—, cuando quizás deberíamos temer y tratar de transformar algunas cosas mucho más inmediatas y decididamente evitables.

jueves, enero 18, 2007

Solo con invitación: La enfermedad, Alberto Barrera Tyszka

XXIV Premio Herralde de Novela. Anagrama, Barcelona, 2006. 168 pp. 15 €

Doménico Chiappe

Un médico, Andrés Miranda, teme que su padre padezca una enfermedad. El viejo ha tenido un desmayo.
«¿Por qué piensa lo peor?»
«Porque, a veces, lo peor también sucede»
Y sí, en esta novela, sucede.
El miedo de Andrés se confirma. Javier Miranda tiene cáncer. Le quedan pocos días de vida. La trama principal de La enfermedad, la segunda novela de Alberto Barrera Tyszka y ganadora del Premio Herralde de Novela, arranca con un dilema ético. Andrés defiende la tesis de revelar toda la verdad al paciente. «Los pacientes necesitan estrujar cada palabra; las exprimen buscando su significado más directo, limpiando cualquier matiz», dice el narrador omnisciente. Pero ahora Andrés no se atreve. Duda, miente.
El dilema crece durante un viaje a la isla de Margarita. Allí se habían refugiado del dolor cuando la madre de Andrés murió en un accidente aéreo. Muchos años después, Andrés cree que es un buen lugar para confrontar el empequeñecimiento de su padre, convertirlo en «un cuerpo. Otro», uno más.
Mientras tanto, surge la primera subtrama de la novela, en forma de correos electrónicos que aportan polifonía. Los escribe un paciente de Andrés, obcecado e hipocondríaco. A la tensión (¿le dirá la verdad a su padre?) se suma otra de índole paranoica: Ernesto Durán le persigue, da rienda suelta a una obsesión.
Se suman más tramas. Acostumbrados como estamos a leer textos de 500 páginas que no se atreven a romper la monotonía de una voz en primera persona, la novela de Barrera Tyszka resulta gratificante. El lector se interna en la soledad de la secretaria de Andrés que fantasea con el hipocondríaco, en la dura vida de la asistenta del padre que trata de salvar a su hijo de la muerte prematura que le garantiza la delincuencia caraqueña, en el doble juego de la amante del padre.
La novela, además, sostiene una tesis, una investigación, que se resume en el título: La enfermedad. Disertaciones narrativas sobre este «acto desleal», esta «infidelidad inaceptable»: «Es otra de las secuelas de la enfermedad: la agonía privada pasa a ser una ceremonia colectiva».
La novela me transportó a mi Caracas de crianza. En medio de un castellano universal, deudor de los inicios poéticos de Barrera Tyszka, el autor siembra palabras que sirven de cédula de identidad: «metiche», «pendejada», «cachar». Y luego el ambiente: la montaña soberana El Ávila que preside la capital, las escaleras interminables de las barriadas marginales, el tufillo político que siempre flota en el aire («terminan, por supuesto, hablando del país. Ya es muy común»). Pero la política dicotómica que asola Venezuela no impregna la obra de Barrera Tyszka. No cae en esa tentación. Su posición política la sostiene en otras tribunas, como la columna de opinión que mantiene en El Nacional desde 1996. Incluso en el cuento, como sucede con “Escritores famosos”, que publicó en la antología del cuento sudamericano, editado por Páginas de Espuma. Pero no aquí. Aquí se habla de enfermedades. Quizás sea metafórico que la columna central de la narración sea un enfermo terminal. Quizás no.
Este libro ratifica el oficio y la madurez técnica de Barrera Tyszka: cuando restan muy pocas páginas para finalizarlo, cuando el pulgar de la mano derecha presiente sólo dos o tres hojas, me preguntaba cómo podría enlazar y cerrar todas las tramas abiertas en el exiguo espacio que faltaba. Lo logra y, además, estremece.



Alberto Barrera Tyszka: «Me tentaba la idea de desconcertar a más de un lector»

—¿Desde cuándo te preocupa no la muerte, sino el deterioro que causa la enfermedad?
—Yo sospecho que hay una experiencia, en mi juventud, donde tal vez puede ubicarse con cierta puntualidad el interés por este tema. A los 20 años, siendo seminarista jesuita, me enviaron a pasar una experiencia como enfermero en el hospital oncológico más importante de Caracas. Yo no tenía ni idea de lo que era una jeringa. Pasé un breve tiempo difícil, en el cuarto piso, dedicado a cáncer genital, sin saber qué hacer, en ningún sentido, ni siquiera en el religioso, asistiendo a esa terrible experiencia de ver cómo, velozmente, la enfermedad devoraba a todos los pacientes. Creo que a partir de ahí el tema se instaló en mis preguntas.

—El lenguaje muy cuidado deja ciertas grietas por donde se cuela el léxico propio de nuestra Caracas, ¿cómo decidiste dosificarlo? ¿resultaba esencial para crear el universo donde desarrollar la acción?
—Quizás lo que más cuidé, lo que más trabajé, fue justamente la construcción de un tono. Quería una narración contenida, que evitara el desborde, que administrara sus propios recursos, obligando a que sea el lector quien aporte la emoción, la intensidad. Creo que tentaba, también encontrar, en ese tono, una ciudad que fuera nuestra pero que se impusiera de manera brutal sobre el propio lenguaje. Quería organizar el texto sobre un juego de ambigüedades, de presencias desiguales, aunque no definitivas, contundentes pero no arrolladoras... Sobre esa apuesta, creo, va intentando construirse la novela.

—Evitas el tema político, aunque lo mencionas, como parte del ambiente inevitable, del clima. Pero no lo cuelas como hiciste en, por ejemplo, “Escritores famosos”. ¿Por qué?
—Hay dos cosas: “Escritores famosos” es parte de un proyecto de El País, para sus cuentos del verano, donde nos pidieron un cuento que —de alguna manera— retratara la realidad política de nuestros países. Con La enfermedad mis intenciones eran totalmente contrarias. Tenía un relato íntimo, era lo que quería contar; y también me tentaba la idea de desconcertar a más de un lector que piensa que los latinoamericanos siempre estamos irremediablemente atados al tema de la historia con mayúsculas, a las grandes sagas, a las epopeyas sociales. Yo decidí apostar a que aquello que en nuestros países llamamos “la realidad” fuera —como tú bien dices— un clima inevitable.

—Dos personajes de contraste pactan: el viejo y su servicio. ¿Metáfora, propuesta ante la compleja situación social que vive Venezuela?
—Tal vez. O también: una posible metáfora de las muchas Venezuelas que existen y que —según parece— ya no saben convivir en el país. En el fondo, en algún momento, pensé que una idea general de la enfermedad podía ir rotando, cambiando, en cada fragmento de la novela. Eso podría permitir que el lector, ante cada página, encontrara una enfermedad distinta u otra forma de enfermedad en una nueva situación. Ahí quizás entra el elemento social, en esa relación —de tan pocas palabras y de tanta intimidad— entre los dos personajes.

miércoles, enero 17, 2007

La ciudad sitiada / La lámpara, Clarice Lispector

Trad. Elena Losada. Madrid, Siruela, 2006. 184 pp. 19,90 € / Trad. Elena Losada. Madrid, Siruela, 2006. 272 pp. 19,90 €

Guillermo Ruiz Villagordo

¿Qué se puede esperar de la escritura de una judía ucraniana trasplantada a Brasil? En uno de los territorios más ardientes del mundo vivió el siglo pasado una mujer apasionada por todo aquello que superaba lo corporal. Obsesionada, de hecho, por el simple hecho de nombrar, por el significado oculto tras el significado, por la paradoja primigenia de todo acto de habla y, por supuesto, de escritura. Sin lugar a dudas, Clarice Lispector es una de las más extraordinarias rara avis que haya dado la literatura.
De esta mujer única “que no se parecía a nadie” lleva publicándose en Siruela desde unos años el grueso de su obra en ediciones bellísimas y con extraordinarias traducciones, a excepción de la que muchos consideran su principal novela, quintaesencia de su arte literario, La pasión según G.H., publicada por El Aleph, y sus fundamentales Cuentos reunidos, en el catálogo de Alfaguara. Es evidente que los momentos más destacados de esta tarea de recopilación lo representan la recuperación de obras que hasta el momento habían quedado desatendidas y eran prácticamente inencontrables, como es éste el caso.
Es curioso que si su primera novela, Cerca del corazón salvaje, muestra ya muy a las claras su particular concepción literaria, de un refinamiento transparente que se parece mucho al de su producción cuentística, en estas sus dos novelas siguientes Lispector parece dar un paso atrás, impregnándolas de un barroquismo linguístico que no será precisamente una de sus señas de identidad: todo lo contrario, el mundo de Lispector se destila en esencias, en nombres, en los significados detrás de esos nombres, sin apoyarse en adornos superfluos que obnubilen la conciencia.
En ambas novelas, como en la casi totalidad de su producción, aparte de la importancia del acto del lenguaje, se trata de hallar el lugar de la mujer en el mundo, que pasa por descubrirse a sí misma, desligada del hombre, en este caso a través de sus dos protagonistas: Lucrecia Neves, por un lado; Virginia, por otro. Ambas se ven abocadas a definirse en relación a elementos varones, ya sean los pretendientes que desfilan ante Lucrecia (con sonoros nombres bíblicos y mitológicos como Perseu, el dulce y bello médico, Felipe, el enérgico teniente, y Mateu, el maduro hombre de negocios al que acabará rindiéndose), su asociación recurrente con la potente imagen de los caballos, o el vínculo incestuoso entre Virginia y su hermano Daniel. En ambos casos, el amor resulta inútil para que la mujer encuentre su propio sentido, ya que éste se encuentra en ella misma, independientemente de cualquier entorno. Es por ello que Sao Geraldo, la ciudad sitiada, y Lucrecia, la mujer cercada, evolucionan, progresan, pero se mantienen indemnes a pesar de todo, espejo una de la otra, consolación de una en la otra, con el estigma común de no estarles permitido el deseo. Deseo que, realizado en Virginia, tampoco llevará a nada que no estuviera ya dentro de ella, insinuado, siempre insinuado, como parte de su naturaleza.
Se habrá notado que no he dado ni asomo de indicación argumental. Y es que la narrativa de Lispector se asemeja más a un largo poema metafísico, en el que lo interior es el prisma desde el que vislumbrar elementos exteriores, fragmentos, puros destellos. No es una lectura ligera y sí de la que exige lectores animosos, pero de ella se sale como de una iluminación: más sabios y más puros.

martes, enero 16, 2007

La teoría de las nubes, Stéphane Audeguy

Trad. Julieta Carmona. El Aleph, Barcelona, 2006. 285 pp. 18 €

Alberto Luque Cortina

Una enorme nube del tipo cúmulo-nimbo se desplaza mansamente por el cielo de París. El modisto japonés Akira Kumo disecciona el fenómeno: calcula que se halla entre seiscientos y novecientos metros de altura, y que su peso aproximado es de cien mil toneladas. La observación de las nubes parece destinada a los soñadores y a los científicos, pero Akira Kumo no responde a ninguna de estas dos tipologías. Akira es un hombre viejo, atormentado por otra nube, monstruosa, de la que fue testigo una mañana de 1945, en Hiroshima. La visión de la nube parisina, más benévola, no despierta ya ningún sentimiento en su viejo corazón: él sólo piensa en morir. Su tiempo ha acabado, y su existencia se diluye con la serenidad con que avanza la gran masa de agua por el cielo de París.
La teoría de las nubes llega ahora a nuestras librerías precedida de un notable éxito en Francia. El hilo conductor de la novela es la relación entre Akira Kumo, un famoso diseñador japonés propietario de una de las colecciones de libros sobre nubes más importantes del mundo, y una joven llamada Virginie Latour. Virginie ha sido contratada para inventariar la biblioteca de Akira, pero pronto, sin pretenderlo, se convierte en la receptora de una serie de historias que versan sobre nubes y sobre las personas que hicieron de ellas la gran obsesión de sus vidas.
Estos relatos, en los que se mezcla la realidad y la ficción, manifiestan una intensa vocación oral, muy ligada al plano temporal, similar de alguna manera a la que encontramos en los cuentos de El Decamerón o de Las mil y una noches, donde los cuentos sirven para pasar el tiempo o para evitar un desenlace sujeto a un plazo concreto. La temporalidad del relato oral se desenvuelve casi siempre en una escala mayor, que se concreta en la necesidad de prolongarse o de “sobrevivir” uno mismo en, y a través de, el relato. Akira, sin embargo, no pretende luchar contra el tiempo al contar sus historias: éstas no cumplen la función del cronómetro, sino que actúan como metrónomo de un tiempo que se extingue inevitablemente. De hecho, Akira morirá cuando haya finalizado la historia más importante: la suya.
A través de las páginas de La teoría de las nubes surgen numerosas historias entrecruzadas de muy distinta ambición. Todas ellas tienen en común el deseo nunca satisfecho de sus protagonistas de captar y fijar la magnitud evanescente de las nubes. Luke Howard, el hombre que a principios del siglo XIX estableció una clasificación nominal de las nubes, deja paso al oscuro pintor Carmichael, quien enloqueció en su deseo de pintarlas, o al filántropo Richard Abercrombie, cuya obsesión por fotografiar las nubes le arrastró a un viaje sorprendente alrededor del mundo.
La teoría de las nubes es un libro sin claves en el que Stéphane Audeguy, desde una visión contemporánea, aborda la existencia humana con la misma perplejidad con la que un observador sin prejuicios alza la vista para contemplar el paso manso de una nube, igual de etérea, enigmática, hermosa, e insignificante.

lunes, enero 15, 2007

El disparatado círculo de los pájaros borrachos, Juan Aparicio-Belmonte

XII Premio Lengua de Trapo. Lengua de Trapo, Madrid, 2006. 251 pp. 18,50 €

Pedro M. Domene

Nada más literario que ofrecer un relato tan incongruente como absurdo, quizá porque la realidad contemporánea es un puro disparate y una novela realista merece contar el mayor de los despropósitos. Juan Aparicio-Belmonte (Londres, 1971) se mueve en ese terreno resbaladizo donde lo ilógico, lo insensato, lo irracional o lo incorrecto desembocan en una visión paradójica de una realidad cotidiana que no deja indiferente a nadie. Buena muestra de lo dicho se convirtió en el disparatado relato Mala suerte (2003), su primera novela, un texto no menos hilarante que su argumento: retrato de la psicopatía cotidiana. Además, aún no contento, insistió en López López (2004), otra perspectiva caricaturesca de nuestra sociedad con personajes que no sirven de modelo social pero que justifican una historia en lo que todo está camuflado. El joven narrador no ceja en su empeño y, en un tercer intento, entrega El disparatado círculo de los pájaros borrachos (2006), quizá la más ácida de sus tres novelas por esa manía suya de mezclar situaciones inverosímiles, personajes absurdos, extravagancias y desatinos, fantasías delirantes y tremendas dosis de ironía para hacernos dudar entre la realidad y la ficción.
Partiendo de tan disparatadas premisas, Aparicio-Belmonte cuenta la historia de Luis, un escritor, que es acusado de dos crímenes y es detenido por una policía, ex-amante del protagonista; y, al mismo tiempo, relata el proceso de elaboración de un manuscrito inédito, en manos del editor, en el que se refiere la llegada al mundo de un Mesías no menos extravagante que los personajes de la historia real. El resto de la novela entremezcla, entre otros muchos sinsentidos, un disparatado anecdotario sobre nuestra realidad más inmediata, con referencias a la actualidad política, económica y social, parodiando algunos de los géneros narrativos más comunes, como por ejemplo el de la novela negra, ya ensayado por el autor, y relata cómo Micol Llagas (alias Sara Lagos) es enviada a Roma en una misión secreta para investigar el complot de las señoras de la limpieza en la sede misma de la Academia de España. Otra curiosidad es que las personas narrativas son hábilmente mezcladas para poder así establecer ciertos paralelismos entre la novela que estamos leyendo, el manuscrito del novelista y la vida o la propia realidad nuestra. Y para que todo quede enlazado, disparate tras disparate, el autor realiza un auténtico artificio de construcción narrativa, con un adecuado ritmo y agilidad en la prosa empleada, la pirueta lingüística y la función sintáctica que, en su base categorial y componente transformacional, ofrece situaciones divertidas como la exposición de vaginas luminosas que dan lugar a una denominada «máquina de deflagración de la sensibilidad femenina» que hará las delicias de los visitantes o escandalizará en la vecina Portugal, la relación misma de la madre con el protagonista y el hermano en coma vegetativo, incluso la asombrosa idea del editor dispuesto a vender el libro junto a un pijama con la efigie del Ché Guevara. En realidad, toda una serie de episodios que no concluyen y, ojo, una dificultad añadida, pues El disparatado círculo de los pájaros borrachos obliga a una lectura atenta y no menos comprometida de un texto convertido en un puro disparate, porque se trata de la sátira social más feroz que nadie pueda esperar.
Un respiro literario, entre alguna que otra mediocridad, que aboga por un finísimo humor con que retratar la locura de buena parte de nuestra colectividad.

viernes, enero 12, 2007

Vinieron como golondrinas, William Maxwell

Prólogo de Edmundo Paz Soldán. Traducción de Gabriela Bustelo. Libros del Asteroide, Barcelona, 2006. 203 pp. 15,95 €

Hilario J. Rodríguez

«Si existiera algo parecido a un tesoro sagrado en el mundo del cine, para mí sería la obra de Yasujiro Ozu […] Con extremada economía de medios y reducidas a lo esencial, sus películas cuentan una y otra vez la misma y sencilla historia de las mismas personas en la misma ciudad, Tokio. Esta crónica, que abarca casi cuarenta años, describe la transformación de la vida en Japón. Las películas de Ozu tratan sobre el lento deterioro de la familia y de la identidad nacional, pero no lo hacen señalando con desagrado lo que es nuevo, occidental o americano, sino lamentando, con un sentido nada complaciente de la nostalgia, la pérdida que tiene lugar simultáneamente. A pesar de ser muy japonesas, son al mismo tiempo universales. En ellas he podido reconocer a todas las familias de todos los países del mundo, así como a mis padres, a mi hermano y a mí mismo. Para mí, nunca antes y nunca después ha estado el cine tan cerca de su esencia y de su objetivo: presentar una imagen útil, auténtica y válida del hombre, en la que no sólo se reconozca sino, ante todo, de la que pueda aprender.»
Reproduzco estas emocionantes palabras, con las que el cineasta alemán Wim Wenders introduce su película Tokio-Ga (Tokyo-Ga, 1986), porque sintetizan, en buena medida, las virtudes que yo he podido encontrar en las novelas, cuentos y ensayos de William Maxwell, y en particular en Vinieron como golondrinas. Bajo su aparente simplicidad, este último libro describe el papel de una madre como centro de cualquier familia y, además, explora las consecuencias que puede conllevar su desaparición en los hijos y en el marido. El antes y el después. La alegría y la pena. Y al final de un largo y oscuro pasillo, el sentimiento de orfandad que todos arrastramos durante el resto de nuestras vidas, a partir del momento en que se rompe definitivamente el cordón umbilical que nos unía a nuestras madres. Cuando ellas ya no están, dejan de percibirse los olores que hacen característicos los hogares y éstos comienzan a desintegrarse. A desaparecer. Uno asume entonces que ya nunca volverá a casa y que, si en adelante quiere encontrar su lugar en el mundo, tendrá que construirlo con sus propias manos. La niñez ha quedado atrás. Según Albert Cohen, «llorar a la madre muerta es llorar por la infancia perdida». Eso al menos es lo que hace él mismo en El libro de mi madre y lo que hace Soledad Puértolas en Con mi madre. Y quizás sea también lo que, en el fondo, hace James Ellroy en Mis rincones oscuros.
Los lazos que los hijos establecen con sus madres casi siempre suelen ser de carácter íntimo y misterioso. Para toda una vida. Nuestra última palabra en el lecho de muerte, cuando ya hemos llegado al final de nuestro camino, puede ser mamá. Todo esto, no obstante, resulta difícil explicar. A William Maxwell, la muerte de su madre a causa de la gripe española no sólo le dejó huérfano con apenas diez años sino que además le obligó a despedirse prematuramente de su hogar, porque su padre prefirió venderlo y trasladarse a otra ciudad. Años después, aquella experiencia se impuso como fuente de inspiración durante la escritura de Vinieron como golondrinas, en cuyas páginas él quiso evocar esos vacíos que, de un modo u otro, todos tenemos en el interior. Han sido muchos los novelistas estadounidenses que nos han contado la muerte de una madre, y es de agradecer que la mayoría lo hayan hecho sin caer en el sentimentalismo fácil, con contención y cuidado, como William Faulkner en Mientras agonizo: «Mi madre vivió hasta los setenta años y pico. Trabajaba todo el santo día, con lluvia o con sol; nunca estuvo enferma desde que le nació el último crío hasta que un día hizo que miraba a su alrededor y luego fue y cogió aquel camisón adornado con encaje que hacía cuarenta y cinco años que tenía y nunca había sacado del arca y se lo puso y se metió en la cama y se tapó con la ropa y cerró los ojos.
—Ahora —dijo— todos tendréis que cuidar de papá lo mejor que podáis; estoy cansada».
Supongo que cada uno tiene historias así, o parecidas, en algún lugar de su corazón. William Maxwell al menos las tenía y las supo contar a lo largo de su carrera, siempre con un estilo seco y preciso, sin la densidad ni la musicalidad de William Faulkner pero al mismo tiempo con un alcance casi idéntico. Mientras describe, al inicio de Vinieron como golondrinas, las relaciones que existen entre Elizabeth Morison, su marido y sus dos hijos, notamos el enmarañado tejido emocional de El sonido y la furia, Luz de agosto o Intruso en el polvo. Vemos cómo el pequeño Bunny no concibe la vida sin su madre, a diferencia de su hermano Robert, que ya es lo bastante mayor como para empezar a fijarse en las chicas y para identificarse más con su padre, porque al fin y al cabo a ambos les gustaban las mismas cosas: «la ropa gastada, hablar de béisbol, ir de pesca, las pistolas, los coches, arreglar trastos». Bunny todavía es un ángel a ojos de su madre, el niño consentido, y Robert, por su parte, tiene edad suficiente para recibir las reprimendas de sus mayores, a pesar de la pierna que perdió en un accidente siendo más pequeño. Los dos muchachos viven en un apacible hogar del Medio Oeste, donde las horas pasan lentas, entre insignificantes acontecimientos. Sólo de noche, cuando el padre lee en voz alta el periódico, el mundo exterior deja oír su avance, como si se tratase de un tren. En la lejanía, se escucha el rumor de las amenazas: una epidemia de gripe española ha obligado a cerrar los colegios y las iglesias hasta nueva orden; se aconseja no reunirse con los amigos, evitar los viajes innecesarios. Pero el libro continúa sin prestar demasiada atención a cuanto sucede afuera, prefiere centrarse en los celos que siente Robert cada vez que el amor de los demás no se dirige hacia él, en las pequeñas torpezas de Bunny, en fragmentos del decorado que les rodea a ellos y a sus padres, en la profunda significación de ciertos objetos que observan todo en silencio menos cuando un pájaro de madera sale para marcar las horas en un viejo reloj de cuco… No se trata en ningún caso de sucesos muy trascendentes, al menos en apariencia. Son las típicas cosas que uno aseguraría que jamás podrían interesar a nadie más que a quienes participan en ellas, porque son de ámbito doméstico; sin embargo, son las cosas que de verdad nos unen, las cosas que unos y otros hemos experimentado, aunque lo hayamos hecho en épocas diferentes, en países distantes, en hogares apartados. El verdadero significado y la verdadera importancia de lo anterior únicamente se hacen patentes al acercársenos la muerte, que nos obliga a girarnos hacia atrás para comprobar si a nuestra espalda queda algo sólido. Tras la muerte de la madre, al padre de Bunny y Robert le impresiona entrar en la biblioteca de la casa y encontrarla igual que antes, ver que las alfombras y las cortinas siguen allí. Le han bastado unas cuantas semanas para envejecer años, podría comprobarlo él mismo en el espejo, donde su imagen es la de un hombre acabado. Hasta ese momento, el padre se había mantenido en un segundo plano, reducido a la condición de espectro que vaga por las páginas de un libro sin cobrar consistencia. En adelante, él será el auténtico protagonista. Justo cuando sus hijos tienen que enfrentarse a la incertidumbre de la madurez repentina, él recupera al niño que un día fue. Sus recuerdos de aquella época son escasos, «una morera y el olor de los arreos y la mancha marrón que le dejaban las nueces en las manos», y ni siquiera esas cosas cree que pueda compartirlas con sus hijos. Tanto él como ellos quedan en suspenso, aplastados por el dolor. Nosotros, los lectores, conocemos su pasado y lo único que les deseamos es que algún día conquisten un futuro.

jueves, enero 11, 2007

El chal andaluz, Elsa Morante

Trad. y ed. Flavia Cartoni. Cátedra, Madrid, 2006. 232 pp. 8 €.

Carmen Fernández Etreros

Elsa Morante, una de las grandes escritoras italianas, supo plasmar en su obra su anhelo por la verdad y la belleza. Estos doce relatos de la escritora, publicados por primera vez en nuestro país, sorprenden al presentar un retrato agridulce del individuo. La autora nos ofrece vidas complejas y curiosas como las de la madre abnegada, la niña temerosa de Dios, la abuela siniestra, el falso enamorado, el soldado siciliano, la esposa eternamente infantil o la novicia huida. Elsa Morante construye fábulas que se bandean entre dos polos opuestos: la recreación de la triste realidad de la guerra, el hambre y la falta de medios y la evasión a la fantasía, el arte y el amor. Cátedra, en su colección Letras Universales, ofrece una cuidada edición de El chal andaluz editada por Flavia Cartoni. Algunos relatos ya habían aparecido en 1941 con el título El juego secreto pero no fueron publicados hasta 1963.
Escritora valorada en Italia, y conocida a raíz de su complicado matrimonio con el también escritor Alberto Moravia, no publicó una amplia obra literaria. Sin embargo, Elsa Morante siempre afirmó que su vida era la literatura y que todo estaba escrito en los libros. Nunca dejó de escribir y ya desde muy joven comenzó a escribir cuentos, poemas y relatos que ofrecía acompañada por su madre a diversos periódicos italianos. Su meditada obra consta sólo de cuatro novelas: Menzogna e sortilegio (1948), La isla de Arturo (1957), la polémica y admirada al mismo tiempo La Historia (1974) y Araceli (1982). Flavia Cartoni nos ofrece un interesante prólogo con datos biográficos de la autora y de su obra, en los que descubrimos una infancia de engaños, una difícil y ajetreada vida amorosa y sus últimos días de enfermedad y sufrimiento.
En El chal andaluz la autora, gracias a la fantasía, aleja sus historias de la realidad y las puede llevar hasta el mundo de los sueños, lo desconocido e incluso lo siniestro. Unas vidas diferentes en las que sus protagonistas se mueven en los márgenes de la culpabilidad, el amor incondicional, el odio, la infertilidad, la soledad y la muerte. La culpabilidad es el motor de las acciones de los muchos de los protagonistas de estos relatos como los dos enamorados de “La abuela”. El miedo a ser descubiertos en brazos del prohibido arte del teatro y de la literatura es el motor de otros como “El juego secreto”. “El chal andaluz”, que da título a la colección de relatos, cuenta la historia de la difícil relación de una madre Giuditta y su hijo Andrea debido a la aversión de éste por el trabajo de bailarina de su madre. La autora nos muestra un conflicto desgarrador y sin solución con gran maestría.
La prosa de Elsa Morante en estos relatos es compleja y trabajada con constantes repeticiones y meticulosas descripciones, método con el que logra que el lector confíe en su simplicidad y un cierto aire de candidez. La autora italiana es maestra a la hora de ofrecer una visión perspectiva psicológica de la mente y los pensamientos de cada uno de los personajes. Estos se encuentran afectados por miedos y grandes pasiones que no logran dominar y que se confunden en el abismo de lo terrorífico o en el olvido. En los relatos se pone en relieve otra constante de la prosa de Elsa Morante: su confianza en la inocencia de los niños y de los animales y el poder de la naturaleza.
Elsa Morante va ocupando poco a poco un sitio merecido en la literatura universal, a medida que sus obras se van traduciendo y redescubriendo.

miércoles, enero 10, 2007

Los amores de Nikolai, Marina Lewycka

Trad. Eugenia Vázquez Nacarino. Lumen, Barcelona, 2006. 407 pp. 21 €

María Pilar Queralt del Hierro

Imaginemos un suburbio londinense. Una casa de clase media, con su pequeño jardín (of course) y el aire inequívoco de aquello que fue y ya no es: un hogar. Donde habitó una familia, ahora vive un anciano solitario refugiado en sus recuerdos entre la sordidez propia de la vejez y la soledad. No está desatendido, cierto. Sus hijas Vera y Nadezhda le acompañan siempre que sus obligaciones se lo permiten; además está ocupado en escribir una prolija historia sobre tractores ucranianos que le remite a su pasado de ingeniero en Ucrania, su país de origen. Todo, pues, está en orden. Hasta que, insospechadamente, su vida cambia. La culpable se llama Valentina, es una emigrante ucraniana sin papeles que sueña con dar a su hijo estudios en Cambridge. Es hortera, charlatana, vacua y presumida pero Nikolai, que así se llama nuestro protagonista, la compara con la Venus de Botticelli... ¡porque tiene unos pechos de infarto! Rápidamente, Vera y Nadezhda entran en estado de alerta: su padre está a punto de caer en una trampa puesto que es evidente que a la exuberante ucraniana solo le interesa el matrimonio para conseguir la nacionalidad británica. Ambas deciden obviar sus diferencias ideológicas y afectivas e intentar evitar lo inevitable: que el anciano Nikolai pase de novio ufano a esposo maltratado.
Sólo el contenido tono narrativo y un oportuno happy end —todo lo feliz que la vejez y la soledad pueden permitir— consiguen que el previsible drama se convierta en una distendida tragicomedia. El mérito es, sin duda, de la autora, Marina Lewycka, que ha conseguido hacer de una historia cotidiana un explosivo cocktail de ternura, humor, sentimientos y pequeñas ambiciones domésticas. Así, lo que podía haber sido un folletín se convierte en una narración tierna y cercana que, aunque suene a tópico, tan pronto conmueve como provoca la carcajada.
Lewycka conoce bien el tema puesto que nació en un campo de refugiados de Kiel y, tras la Segunda Guerra Mundial, se estableció en Inglaterra con sus padres. Allí reside en la actualidad y allí ejerce como profesora en la Sheffield Hallam University. No es difícil, pues, adivinarla tras la progresista Nadezhda, la menor de las dos hijas de Nikolai, socialista, culta, tolerante y “políticamente correcta”, enfrentada a su hermana la refinada Vera, que goza tanto de una buena situación económica como de una agitada vida privada. Ambas se mueven en torno a su padre y a una serie de personajes arquetípicos (la vecina ucraniana, las hijas universitarias, la propia Valentina y su amante explotador...) de la sociedad urbana de cualquier país europeo actual. Con ellos desfilan por las páginas de Los amores de Nikolai la oleada migratoria desde los países del Este, el espejismo del consumo, el cruce de culturas, la falsa tolerancia, incluso la obsesión por el cuerpo y la moda (la propia Valentina es una fashion victim hortera) conformando un todo heterogéneo que provoca en el lector una sonrisa inteligente, eso si con un cierto regusto amargo.
Posiblemente uno de los mayores méritos de la novela sea la paulatina evolución de los personajes de Vera y Nadehzda que, de meros estereotipos, pasan a convertirse en seres de carne y hueso. Así, Nadezhda verá temblar muchas de sus convicciones y Vera, la “mala” oficial, se mostrará como una mujer que ha conocido la tragedia del exilio y el hambre de una postguerra. Para humanizarlas definitivamente bastará la evocación de un recuerdo de infancia compartido por las dos hermanas. Acababan de llegar a Inglaterra, el frío y el hambre les obligó a refugiarse en una estación de autobuses junto a su madre y, ante su sorpresa, se les acercó una elegante dama que les ofreció una limosna. Nadezhda comenta: “Ese día decidí que sería socialista”, y Vera responde: “Y yo que sería la dama del abrigo de visón”...
Los amores de Nikolai no tiene desperdicio. Un retazo de vida convertido en literatura gracias al perfecto dibujo de la psicología de los personajes, al mantenimiento del pulso narrativo y a la vigencia de las situaciones. Un lujo, pues, que no debe dejarse escapar.

martes, enero 09, 2007

La era de la información (vol. 3): Fin de milenio, Manuel Castells

Alianza Editorial, Madrid, 2006. 488 pp. 27 €

Carol París

The Economist define a Manuel Castells como “el primer filósofo importante del ciberespacio”. Con su colosal obra en tres volúmenes, La era de la información, Castells defiende que la aparición de las nuevas tecnologías provocará una nueva forma de comunicarse y, en consecuencia, una nueva estructura de las relaciones sociales que, paulatinamente, sustituirán a las anteriores formas de comunicación, incluidas algunas de las que conocemos actualmente. La característica principal de esta nueva forma de relacionarse es la ruptura con las distancias y la reorganización espacio-tiempo. La magnitud de esta premisa condiciona la extensión y la diversidad temática del libro, precisamente porque afecta a la sociedad en todos sus niveles: social, económico, político y cultural. Por ello, es lógico el correlato de esta trilogía, que se inicia con La sociedad red, pasando por el segundo volumen, titulado El poder de la identidad, hasta llegar a este Fin de Milenio, en el que se desarrolla un análisis político y socioeconómico sobre el capitalismo informacional en Asia, África y en una Europa que él denomina “El Estado red”.
Para Castells, las funciones dominantes en la era de la información se organizan a través de redes o lo que él denomina “sociedad red”. Como buen determinista tecnológico, Castells —entroncando con otros autores seguidores de esta corriente como Raymond Williams, Umberto Eco y Marshall McLuhan— considera que es la tecnología la responsable de la aparición de otras formas de relacionarse, a diferencia de las tesis que defienden los deterministas sociales, como Javier Echeverría o Erick Havelock. Si la tradición marxista y la escuela de Frankfurt habían idealizado la sociedad pre-mediática entendiendo que los medios no eran más que un instrumento de dominación masiva dirigidos por las clases dominantes como forma para preservar sus privilegios —aquello que Althusser había bautizado como “aparato ideológico del estado”— Castells contraviene estos preceptos; se aleja de esta postura apocalíptica, inclinándose por una visión más funcionalista.
Este tercer volumen es la consecuencia lógica de este proyecto, de una trilogía que constituye una aportación fundamental para entender este milenio, que nos ofrece una visión total y panorámica de nuestra era, a partir de un riguroso método que analiza aquellas claves absolutamente imprescindibles para entender la sociedad de la información y para entendernos, ya que nosotros también nos gestionamos a partir de redes, navegamos en ellas traficando con los significados. Mediante este manual, su autor nos revela cómo el mundo posmoderno, con sus instituciones, deviene una gran ventana a la que podemos acceder, si bien se halla siempre en continua transformación; las nuevas tecnologías muestran el mundo en su reproductibilidad, rompen el aura benjaminiana, ofreciendo un original cada vez distinto, una realidad en continua reformulación. El mundo, como el texto, también sufre deturpaciones, traducciones, versiones, cambios; y la tecnología se erige como el medio de aplicación para generar otros mundos posibles. Ante las complicaciones de un mundo cada vez más globalizado, se agradece la aportación de este científico social y su didáctico y lúcido análisis sobre la época en la que vivimos y en la que quizá viviremos; un siglo XXI que, según Castells, “no será una era tenebrosa, pero tampoco procurará a la mayoría de la gente las prodigalidades prometidas por la más extraordinaria revolución tecnológica de la historia. Más bien se caracterizará por una perplejidad informada”.

lunes, enero 08, 2007

Los heridos graves, Julieta Valero

IV Premio de Poesía Joven Radio 3. DVD, Barcelona, 2005. 102 pp. 10 €

Ariadna G. García

Los heridos graves, segundo poemario de Julieta Valero (Madrid, 1971), propone al lector un viaje a lo vedado, a lo oscuro; en definitiva, la mayor de las aventuras: un viaje hacia fuera por espacios domésticos (casa, hospital) y agrestes (senderos, caminos, rutas) para viajar hacia adentro. La finalidad del itinerario es que el viajero/lector se conozca a sí mismo, como aconsejaban los místicos renacentistas y el oráculo escrito en el templo de Apolo: “Gnothi seaytón”.
Este viaje es una búsqueda de la identidad por el ahondamiento en el dolor. Julieta Valero toma tanto de la tradición literaria mística como de la romántica el concepto del Homo Viator o del peregrino. El hombre llega al conocimiento de sí tras superar una serie de etapas/pruebas; que son las que organizan la estructura de la obra.
Así, la primera parte del libro descubre varios accidentes por los que todo aguerrido viajero tendrá que aventurarse.
Por lo pronto, el poema “Canción de los que han puesto casa” muestra un antagonismo de raíces románticas entre la búsqueda en la pareja de una sensualidad que muestre lo ilimitado, y la resignada conciencia de la caducidad del amor. Deseo, a su vez, revela que la posesión sexual es un hito que conduce a la perfección no menos que al aniquilamiento; vida y muerte se complementan, tema que remonta a Aleixandre, a Hölderlin o a San Juan de la Cruz. Para remate, la “Canción del empleado” vislumbra la transitoriedad humana; que se asume con mucho de estoicismo y no poco de pena en otro de los mejores poemas del libro: “Parientes”.
Hasta aquí, Los heridos graves es una obra que introduce a sus viajeros/lectores en una aventura espeleológica hacia los estratos más profundos de la conciencia humana: llena de contradicciones, des-posesiones y ansias de absoluto que no se satisfacen. Pero al lado de esta fuerza convive un espíritu griego de combate y superación que monopoliza la recta final del itinerario: «somos construcción, no hay otra./ Luchar, lavarse o entran los gusanos/ y aquí no queda nada» (“Terapia”).
El derrotero, por tanto, era un viaje de iniciación, una exégesis personal y colectiva.
Ahora bien, si en Los heridos graves lo heroico nace de lo trágico y el día de la noche, ésta no desaparece, se asume. La vida está equidistante de elementos que expanden y contraen brutalmente el alma: la seguridad («Caminamos buscándole los claros a la selva», “Para tratar con el mono”) y la destrucción («eres una deflagración, no debo tocarte», “Deseo”); la plenitud («volveré a la mirada en verdad acuática/ a la desmemoriada lencería/ y a la punta del pecho con otro credo carnal/ que entonces será para mí la vida», “Perder”) y la Nada.
En conclusión, Julieta Valero regala a los lectores un libro imprescindible: hondo y de extraordinaria belleza; salpicado de símbolos e imágenes que van dibujando la orografía de nuestra realidad: fragmentada, caótica, salvaje y dulce.

viernes, enero 05, 2007

Leos, Peter H. Reynolds

Trad. Raquel Mancera. RBA Serres, Barcelona, 2006. 32 pp. 12 €

Villar Arellano

¿Quién no ha soñado alguna vez con tener ocho manos o un doble para poder afrontar sin dificultad las múltiples obligaciones del día a día? Esta fantasía constituye el tema principal de Leos, un sencillo cuento para niños con evidentes guiños al mundo adulto.
Leo siempre tenía muchas cosas que hacer. Trabajaba mucho pero, por más que redoblara sus esfuerzos, la lista de tareas parecía crecer más y más: Cambiar bombillas, arreglar la bici, ir de compras, ordenar el sótano, lavar los platos, sacar a pasear al perro... aquello era inabarcable, una asfixiante avalancha de obligaciones, imposible de afrontar en solitario.
Por eso, cuando por arte de magia apareció un nuevo Leo en la puerta de su casa, creyó que lo conseguiría. Pero lo que comenzó siendo una ayuda terminó por complicar las cosas: al recién llegado continuamente se le ocurrían nuevas cosas para hacer.... Hasta que llegó un nuevo Leo, y otro, y otro... ¡Hasta diez Leos terminaron trabajando sin parar, cada cual más ocupado!
Peter Reynolds, autor de otros títulos infantiles como El punto y Casi, afronta con humor y aparente ingenuidad un tema profundo y complejo que constituye un rasgo definitorio de nuestra cultura: la prisa, la obsesión por las obligaciones...
—¡No hay tiempo que perder, no hay tiempo para pararse! —exclama uno de los Leos, poniendo así en boca de un ser sin personalidad la frase clave que nos amarga la vida a todos. Por eso, una se siente tan identificada por Leo, el auténtico —éste sí, dotado de entidad personal— y lo aplaude como a un héroe cuando, harto y consumido por tanto esfuerzo, decide dejar plantados a sus clones e irse a echar una siesta.
Soñar no estaba en la lista, no era un trabajo, pero ese tiempo era sólo suyo y era lo que hacía a Leo singular. Y aquí está el principal acierto de este relato: su capacidad para expresar con tanta claridad la necesidad de parar, de relajarse y de perder el tiempo para volver a ser nosotros mismos. Los clones de Leo existen sólo en función de las tareas que realizan, son números que escriben a máquina, barren, llaman por teléfono... ven, en fin, pasar las agujas del reloj a golpe de agenda.
Todo es inútil, un engaño. La necesidad de multiplicarse, lejos de disminuir el trabajo, genera nuevas tareas, condenando a todos a una permanente insatisfacción. Los Leos intentan ser eficaces, ensayan formas de organizarse, se reparten y distribuyen la faena... y siguen creándose nuevas necesidades, en un continuo y creciente círculo vicioso.
Una vez más, el autor demuestra su habilidad para desenvolverse en el terreno psicológico: si la autoestima y la capacidad creativa fueron los temas centrales de sus anteriores libros, el perfeccionismo y la obsesión por el trabajo son los rasgos que aborda en este álbum. Juntos componen una especial trilogía en la que texto e ilustraciones, aparentemente ligeros y espontáneos, plantean una compleja reflexión, una invitación a reconciliarse consigo mismo y a darse una segunda oportunidad.
Estilísticamente, las ilustraciones de Reynolds se sitúan en el ámbito del humor gráfico. Su trazo, esquemático y ágil, esboza unas figuras que se desenvuelven en contextos abiertos, apenas definidos por la parodia de situaciones. El color se compone con manchas de acuarela que destacan sobre el fondo blanco sin grandes alardes cromáticos.
Peter H. Reynolds se aplica el cuento y, fiel a la máxima de “menos es más”, opta por la libertad y la soltura del trazo frente al perfeccionamiento estético, primando la función narrativa. En la puesta en página, alterna diferentes presentaciones: cuando el texto lo requiere, descompone la página en secuencias de imágenes o bien la inunda de movimiento desde una única escena.
Él sólo pretende contar algo y para ello utiliza el doble lenguaje que maneja con habilidad: un texto explícito y unos dibujos que, sencillamente, ilustran la imaginación del lector.
Un detalle curioso para terminar: el autor dedica a su hermano gemelo este libro de dobles... y singulares.
Páginas de aire fresco para leer a dos voces, para que los padres olviden por un rato sus obligaciones y compartan con sus hijos el placer de las pequeñas cosas.