viernes, enero 29, 2010

Solo con invitación: La noche de los tiempos, Antonio Muñoz Molina

Seix Barral, Barcelona, 2009. 958 pp. 24,90 €

Coradino Vega

Parece que las tendencias se repiten. Hace unos días, en uno de esos artículos que contagian tan bien la curiosidad por el aprendizaje, Antonio Muñoz Molina ironizaba así sobre la losa que supusieron la ideología y la vanguardia en su primera juventud: «La literatura tenía que ser un arma en la lucha contra la dictadura y el capitalismo; la literatura tenía que romper con las convenciones burguesas del costumbrismo y el realismo, con la utilería decrépita de los personajes, de los argumentos, hasta de la sintaxis, todo tan muerto como la pintura figurativa después del triunfo irrevocable de la abstracción, o como la música melódica desacreditada por la atonalidad. A uno tenía que remorderle la conciencia por haber leído alguna vez con emoción a Galdós o a Miguel Delibes». Sustituyan «dictadura» por «democracia», «globalización» o cualquier otro tipo de palabra al uso, y les sonará de algo. En los últimos años, Muñoz Molina se ha convertido en el blanco de los dardos de ciertos «modernos», radicales e intelectuales de distinta condición, como si él solo tuviera la culpa de todos los males que aquejan a la literatura española consagrada. Para alguien que debe tantos momentos de dicha o incluso el despertar de su vocación a este autor, resulta doloroso comprobar la malevolencia y el resentimiento de algunos críticos o bloggeros que tan a menudo confunden el insulto con la lucidez, permitiéndose el lujo de reconocer, en este caso, no haber leído ni siquiera El jinete polaco. Pero lejos de amilanarse, Muñoz Molina (quizás al margen de todo lo comentado, quizás no) ha escrito una novela de una valentía, una honradez y un rigor documental dignos de reconocimiento.
Como ya sabrán por su cobertura mediática, La noche de los tiempos narra una historia de amor que transcurre poco antes del estallido de la guerra civil, el clima político que la propicia (cuestionando su repetida inevitabilidad), e incluso cómo fueron sus primeros meses en un Madrid aún no del todo sitiado por las tropas de Franco. Sus presupuestos literarios parecen un compendio de toda la narrativa muñozmoliniana: hay tantos detalles de gran parte de su obra que, más que repetirse, uno se queda con la sensación de que La noche de los tiempos sirve de epítome de una manera de entender la literatura y el mundo bien definida en el reverso de la cita con la que abríamos esta crítica. El dominio de la prolepsis en una estructura que lo ensambla todo con una oportunidad de puzle primorosa, unida el estilo magnetizador de la prosa con la que está escrita, lleva en volandas al lector desde la primera hasta la última línea. Más dudosa quizá son las disrupciones de una cervantina primera persona (excesivamente explicativa, a mi juicio), que inventa y se empeña en recrear los detalles de una historia que pretende así evitar la retrospección, pero que rompe el mágico pacto entre lector y autor que supone un narrador invisible como, por ejemplo, en Vida y destino. Por su parte, los personajes oscilan entre la maestría configuradora del profesor Rossman al tipismo de algunos de los familiares de Adela (cuya carta, tan deudora de Cinco horas con Mario, la dota, a ella sí, de una mayor complejidad y sustancia humana). La descripción casi naturalista de estos últimos y de ciertos ambientes de Madrid (en las que el homenaje a Galdós va más allá de su literal presencia) queda compaginada con las emocionantes reconstrucciones biográficas del origen de los dos protagonistas, Ignacio Abel y Judith Biely, más influidas quizás —sobre todo la de la segunda— por la narrativa judía norteamericana. Puede que haya quien vea en toda esta realización (la historia de amor, los diálogos, las conversaciones entre amantes o algunas políticas) un peligroso deslizamiento hacia el cliché y el sentimentalismo, pero el conjunto de la obra es tan sinfónico y pertinaz que todo queda bastante diluido cuando no es la propia dignidad de lo que se nombra su mejor valedora.
Antonio Muñoz Molina publicó una novela en 1986 sobre la memoria histórica cuando no estaba nada de moda hacerlo; rastreó el desarraigo del exilio y el holocausto en Sefarad mucho antes que autores como Juana Salabert o Adolfo García Ortega; y ahora se atreve con una desmitificación de la II República que, a buen seguro, levantará ampollas en la izquierda acomodada en sus convicciones más férreas. El protagonista de La noche de los tiempos, Ignacio Abel, es un socialista republicano que asiste con idéntico espanto a los desmanes e irresponsabilidades de los dos bandos. No se trata de revisionismo, sino de un necesario examen de conciencia desde la lealtad sentimental al proyecto racional y modernizador que nació el 14 de abril de 1931. Toda la novela es una mezcla de destino personal con destino histórico, un vaivén entre la esfera de lo público y de lo privado. ¿Qué hubieras hecho tú en un momento como ése? ¿Cómo reacciona una persona normal ante la avalancha de la Historia? ¿Hasta qué cierto punto las ideologías, con su explicación total del mundo y su promesa de paraíso sobre la tierra, no nos encaminan hacia el desastre? Ignacio Abel es un arquitecto de extracción humilde formado en la Bauhaus, un hombre desapasionado (hasta que se topa con Judith) que, como su amigo Juan Negrín, cree en la reforma agraria más que en los planes quinquenales, en la alimentación saludable más que en La Internacional, en la ropa limpia más que en el mesianismo. Y de repente, casi sin darse cuenta, sin hacer mucho caso a las evidencias presagiadas por el profesor Rossman, arrebatado por el amour fou y su consiguiente estado de culpa, se encuentra con el horror, con la prueba de que las cosas sólidas y difíciles de construir pueden ser destruidas muy fácilmente. Él, que no es un revolucionario, se dará cuenta, ya en el exilio, que «ellos merecen perder pero nosotros hemos cometido tantas barbaridades y tantas estupideces que no nos merecemos ganar». De esta forma, ante las repetidas «dos Españas» de Machado, Abel parece encarnar esa tercera España, la peregrina, mucho más cercana a Arturo Barea, Chaves Nogales o Pedro Salinas que a Rafael Alberti o Bergamín, dos personajes que no salen bien parados en la novela por comparación con los de Negrín o Moreno Villa.
La noche de los tiempos es, en definitiva, un monumental acto de decencia intelectual, un libro necesario para comprender el absurdo banderismo secular de la política española y la contextualización europea de su conflicto más sangriento, un arma cargada de sentido común para quienes sigan justificando la violencia en el nombre de una idea, y una novela de la que (por todo eso) quizá no se reflexione mucho en este país pero que, casi con toda seguridad, tendrá una calurosa acogida más allá de nuestras fronteras: en Nueva York, por ejemplo, donde transcurre parte de su historia y donde autores como E.L. Doctorow hacen con asiduidad lo que aquí sólo se ha atrevido a hacer Muñoz Molina.

Antonio Muñoz Molina: "El desaliento me acompaña cada día en mi trabajo"

—En Días de diario decía usted, puede que irónicamente, que en España se le estaba empezando a considerar “un novelista venido a menos”. Después de tres años de trabajo, ¿se ha tomado quizá La noche de los tiempos como una forma de revancha para recuperar su “buen nombre”?
—No era irónico. Un crítico había escrito eso de mí, y me sentí muy dolido. Cuando uno recibe críticas negativas siempre teme que en el fondo tengan más razón que las positivas. En cualquier caso, las novelas no se escriben para tomarse la revancha de nada. Bastante difícil es ya escribirlas. Una novela quizás sea el encuentro entre una idea narrativa y una profunda necesidad interior.

—Philip Roth habla de la indignación que le empuja a escribir una novela. En su caso, ¿de dónde provino la necesidad de examinar el tiempo en el que transcurre la suya de la forma en que lo ha hecho?
—Hay varios factores que yo puedo identificar, aunque es probable que el impulso mayor para escribir una novela sea inconsciente. En primer lugar, ese mundo español y europeo de la gran crisis de los años 30 me ha apasionado siempre. He escrito y leído mucho sobre él, y tengo una familiaridad bastante detallada con sus estados de espíritu, su estética, su vida cotidiana. También había algo que a mí me ha interesado mucho siempre, que es la indagación en la pasión amorosa entre hombres y mujeres, especialmente mujeres emancipadas y muy conscientes de su propio albedrío, que son las que a mí me gustan. Algo más fue apareciendo, con lo que yo no contaba al principio: la paternidad, el modo en que un niño ve desde cerca pero desde fuera las lejanías y las rarezas de su padre. También creo que hay dos factores políticos, uno la alarma que me produce desde hace años la brutalidad verbal de la política española, incluyendo en ella a esos comentaristas en los medios que se dedican por sistema a echar gasolina al fuego; el otro factor, la frivolidad gubernamental sobre la república y la guerra civil, la manipulación en forma de tebeo sentimental de una historia terrible. Todo eso, muy mezclado.


* Para leer la entrevista completa y exclusiva para la Tormenta, haz click AQUÍ

jueves, enero 28, 2010

Cuentos completos, Robert Louis Stevenson

Trad. Miguel Temprano García. Mondadori, Barcelona, 2009. 956 pp. 36,90 €

Julián Díez

En ocasiones, el reseñador es poco más que una hormiga aproximándose a un apacible elefante. ¿Cómo vengo yo a pretender añadir algo nuevo a una obra fundamental para entender la narrativa moderna, como es la de Stevenson? ¿Qué luz puedo aportar para entender textos que son en sí diáfanos, dinámicos, hermosos, y tan representativos de cuanto ocurrió en el periodo en el que se hornearon los mecanismos de la prosa contemporánea?
Porque no voy a caer en la tentación de decir que aquí está todo, pero… Juzguen ustedes mismos. Los relatos agrupados en Más Mil y una Noches forman, junto con La isla del tesoro, el corazón de la narrativa de aventuras clásica, la fuente primigenia de tantos desde Conrad hasta Pérez Reverte pasando por Salgari y Waltari; es más, la forma en que trabaja Stevenson abre la puerta a la legitimación de los géneros populares en el seno de la gran cultura, en un legado que convirtió en indiscutile Jorge Luis Borges. También se abre aquí la puerta al terror contemporáneo, no sobrenatural, con el inolvidable El extraño caso del doctor Jekyll y el señor Hyde, que junto a “Mirkheim” retoman y consolidan la idea dostoievskiana de que el primer monstruo es, sobre todo, el hombre. Y en los Cuentos de las noches de las islas, junto con sus libros de viajes, Stevenson da el paso de afrontar los argumentos sobre otras culturas sin prejuicios, con el narrador inserto en una civilización distinta con empatía y verosimilitud.
Todos estos logros, insisto, se alcanzan desde obras más que legibles hoy en día, amenas. Y poco más hay que añadir, salvo que hay otros relatos aquí —El diablo en la botella, Olalla…— que son obras maestras perdurables.
Sin embargo, sí que hay algo importante que decir sobre este libro, por añadidura. Hablemos, por una vez, del continente. Esta es la mejor edición posible para disfrutar de estos textos. Tanto la traducción de Miguel Temprano como las ilustraciones de Alexander Jansson ofrecen el marco óptimo para el disfrute de las historias. El volumen es grueso pero cómodo, está cuidado en cada detalle, se le percibe como un compañero para siempre.
En una era en que se debate sobre el libro digital, sobre el posible precio de los textos en sí, está claro que para vende una obra descatalogada como son estos cuentos hay que ofrecer valores añadidos. Este libro los tiene todos: es un objeto hermoso, en el que todo contribuye al inigualable placer de la lectura. Cuando la industria afronta un futuro incierto, mi impresión es que estos volúmenes para amantes del libro, estas piezas que uno se llevaría a la isla desierta del tópico, tendrán por mucho tiempo un hueco. Y contra la marea de las modas, cada vez más difícil de seguir y menos satisfactoria, lo clásico es un refugio tentador.

miércoles, enero 27, 2010

La herencia del olvido, Reyes Mate

Pref. Catherine Chalier. Premio Nacional de Ensayo 2009. Errata Naturae, Madrid, 2008. 228 pp. 15.90 €

José Manuel de la Huerga

Reflexionar sobre cómo se nos ha contado el cuento de nuestra civilización y proponer otra forma posible de contarlo, desde los ojos de los perdedores, se llamen judíos expulsados de Sepharad o de Alemania, amerindios exterminados a la llegada de los conquistadores (y después), o hispanohablantes que se proponen hacer filosofía, más allá de la Ilustración y de Hegel, rompiendo los convencionalismos del pensamiento único triunfador: ese ha sido el intento (y la consecución) de este ensayo de Reyes Mate, denso y dinámico, en diez momentos concatenados.
Es posible encontrar el eje vertebrador que conduzca una cierta pluralidad de pensamientos desde el discurso de los desaparecidos, los humillados de la historia, los ignorados a los que Hegel llamó florecillas del camino que a veces era necesario pisar para que el progreso avanzara.
Para provocar un punto de inflexión entre ese progreso galopante y la historia triunfal que lo refuta, Reyes Mate se vale de la voz de los filósofos judíos del Nuevo Pensamiento, Walter Benjamin, especialmente. Es deber moral de las conciencias políticas occidentales arrastrar al presente la memoria desvalijada del pasado de los vencidos, hacerla justicia para que un nuevo tiempo de redención, de Mesianismo construya otro discurso en política.
Los territorios morales y éticos por donde circula el filósofo español son para mí sorprendentes y turbadores. Alguien de formación religiosa que haya abandonado la religión de sus padres, puede encontrarse incómodo en una lectura donde se revisa el léxico judeo-cristiano a la luz de una nueva conciencia moral y política. De esa incomodidad que avanza con cautela por el velado territorio entre razón y sentimiento, filosofía y teología, nace una propuesta de examinar la realidad: la relación con el pasado atragantado de la historia, la voluntad de no volver a repetir los mismos errores, de no condenarnos a repetir la misma historia, en palabras de George Santayana.
Reyes Mate se sitúa en un lugar privilegiado del paisaje español. A un lado Latinoamérica, sus generosas relaciones con los filósofos españoles del exilio, los mexicanos que los acogieron, el deseo de todo la comunidad hispana de filósofos de encontrar un voz propia en español, capaz de repensar el mundo más allá de la razón ilustrada, el progreso y las doctrinas irracionalistas. Y ahí está el logro de la EIAF, la Enciclopedia Iberoamericana de Filosofía. O la lectura de una construcción distinta del mundo a través de la Biblia fundacional de América Latina, Cien años de soledad.
A otro lado los judíos. España y los judíos. El pensamiento judío de la primera mitad del siglo XX alumbrando zonas oscuras y muy peligrosas de la historia. Kafka dibuja un hombre perdido, derrotado, fragmentado. Hillesum pretende salvar lo que de divino queda en el aberrante hombre de los campos de exterminio. Benjamin, hijo del materialismo histórico, da a luz una de las teorías del conocimiento más provocadoras. Entender, asimilar, no repetir la barbarie desde una universalidad negativa, como el negativo de la fotografía de los vencedores, el otro lado, lo que no se ve, pero está. El negativo de la foto resalta lo que se ha perdido y ahí el presente lo puede recuperar para hacerle justicia, con su memoria. La memoria privada hecha común puede reconducir la historia de los vencedores, teniendo en cuenta a los vencidos, rehabilitándolos y asumiendo su mirada moral sobre el mundo, mirada sin la cual ningún hombre está completo.
Y el tercer valle al que nos asoma es fronterizo de los anteriores: las relaciones entre religión y política, en la actualidad. De nuevo a la luz de filósofos alemanes y judíos: ¿mantener los logros sociales alcanzados o acelerar el final de la historia hacia otro mundo posible? Ahí aparece la figura señera de Pablo de Tarso, el catalizador del judaísmo hacia la Europa del logos griego.
Ahora que empieza a pesar el fracaso de figuras como el Estado del bienestar, el nacionalismo y las distintas formas gruesas de la Universalidad de Pensamiento único, ¿habrá salida?

martes, enero 26, 2010

La novela del adolescente miope y Gaudeamus, Mircea Eliade

Trad. y prólogo de Marian Ochoa de Eribe. Impedimenta, Madrid, 2009. 520 pp. 26 €

Alba González Sanz

La faceta novelística de Mircea Eliade (1907-1986) queda lógicamente oscurecida por su ingente labor como estudioso de las religiones. Tampoco era fácil, hasta la publicación por Impedimenta de sus dos novelas autobiográficas, acceder a un par de títulos sorprendentes en su producción por diversas razones.
Lo primero que puede llamar la atención del lector que se acerque a La novela del adolescente miope y a Gaudeamus es la tempranísima edad en que fueron compuestas, por un Eliade que apenas iniciaba su carrera universitaria y que demuestra en las quinientas páginas del conjunto la seguridad de quien se sabe poco menos que un genio. Incomprendido y tremendamente joven, pero genio al fin y al cabo.
En efecto la primera de las novelas es la narración autobiográfica de sus últimos años de instituto, previos a la universidad y construidos desde un recurso eficaz: Mircea Eliade narra sus planes para escribir una novela que llevará por título el del volumen que el lector tiene en sus manos. Plantea enfoques, personajes que son la disección de sus amigos, su propio papel en el texto… A sus 17 años expone de esa manera doble su más inmediata realidad: cuenta su vida a la vez que la vida que pretende relatar en la ficción.
Los momentos de brutal sinceridad con uno mismo que este plano combinado ofrece son salvados del drama a través de la fortísima ironía del autor. En el fondo, sabe que él mismo es su mejor personaje y no duda en juzgar el doble papel que mantiene ante sus compañeros, a los que no puede evitar considerar inferiores. Ante la tendencia de sus amigos por hacerle confidencias (al fin y al cabo el es feo, miope y cultiva una pose de taciturno y reservado) se descuelga con metaliteratura: «Todo el mundo intenta presentarse ante los otros como alguien más original de lo que verdaderamente es: hacer que lo admiren o que lo compadezcan».
Sus lecturas, sus primeras experiencias sexuales, su hiriente y sempiterna misoginia, algunos conatos de ideología política que en el futuro no le jugarán buenas pasadas, la vida en el instituto y sus miedos y complejos, completan unas páginas que concluyen con su acceso a la universidad para estudiar filosofía. No se queda el lector sin saber las peripecias de su siguiente etapa: Gaudeamus es la historia de su vida en la universidad, quizá más interesante porque su formación intelectual y sus querencias políticas desplazan un poco la importancia de novela de formación que tiene su otro libro. Además, las relaciones afectivas y las emociones se hacen más complejas y por ello se acentúan en el estilo la crudeza y la ironía, toda vez que sigue manejando férreamente la propia estructura autobiográfica que ha elegido.
En definitiva, un volumen que supone una curiosidad para los interesados en el Mircea Eliade sabio, pero también dos novelas de formación adolescente muy bien estructuradas y contadas. Con el aliciente, no poco llamativo, de situarse en la Rumanía previa a la II Guerra Mundial y ofrecer al lector de forma indirecta pero persistente, el clima cultural y político de la Centroeuropa de entreguerras.

lunes, enero 25, 2010

La noche se agita. Plume precedido por Lejano interior, Henri Michaux

Trad. Marta Segarra Montaner. Ellago Ediciones, Castellón, 2009. 444 pp. 29.90 €

Martí Sales

«Quien no acepta este mundo no levanta una casa en él», se puede leer en La noche se agita; o bien «todo es droga para quien elige vivir en el otro lado», en Plume o, también «quien mata a su loco muere sin voz», en Frente a los cerrojos (seguido de Puntos de referencia, en Pre-Textos, 2000) . Un ácrata, un creador desbordante, un explorador radical, todo eso y más era Henri Michaux, ese exbelga nacido el 1899 en Namur. Digo exbelga porque renegó de su nacionalidad en el 1955 –decía que odiaba Bélgica y sus habitantes y eso sólo es raro viniendo de un belga. También abandonó a la mitad su carrera de médico en 1919 para embarcarse durante tres años como grumete en un barco que iba a Sudamérica. Al acabar el periplo se fue a vivir a París, donde entró en contacto con los surrealistas para, acto seguido, hacer la suya completamente. Allí se quedó prendado de Max Ernst y Paul Klee: no tardaría en empezar a pintar, y lo hizo tan bien como escribir: sus pinturas están colgadas de las paredes de los museos más famosos.
Muy joven, en pleno apogeo surrealista, escribió sus primeros libros de poesía, ya llenos de una fuerza y personalidad que le acompañarían toda su vida y le granjearían la admiración de escritores como Octavio Paz o Jorge Luís Borges. Un poco más tarde publicó libros de viajes. Su experiencia ultramar le salía por los poros y la encauzó. En los años cuarenta siguió escribiendo libros de viajes, pero esta vez, inventados: países imaginarios poblados de seres también imaginarios, rienda suelta a su poderosísima imaginación pero no ejercicio de estilo. Todos sus textos, toda su obra, está sostenida por un afán de conocimiento y cuestionamiento de la realidad sin tregua. Sus textos aforísticos –y también los otros, en menor medida, o menos evidentemente– son pura enseñanza y reflexión, puro koan, atajos hacia el deslumbre cognitivo. A los cincuenta y cinco años decide tomarse mescalina y escribir sobre los estados alterados de la conciencia. Da a luz una de la series de libros más inspirados y lúcidos que se hayan escrito jamás sobre el tema.
Ellago Ediciones y Marta Segarra (la traductora y prologuista del volumen) se han encargado de publicar un libro con esmero, gusto y especial atención al texto, trabajo sólo equiparable al también magnífico volumen que sacaron Pre-Textos en 2000, arriba citado. La noche se agita. Plume precedido por Lejano interior es una excelente manera de entrar en el mundo increíble y apasionante de Michaux (quizás debería dar un par de nombres cercanos a su mundo para contextualizarlo: serían Boris Vian, Lautréamont, Oliverio Girondo y Lao-Tsé). Se trata de dos libros escritos en los años treinta y reescritos en los sesenta. Encontramos textos en prosa, poesías, piezas de teatro y un solo personaje, Plume, una de sus grandes y más conocidas creaciones. Plume es la expresión mínima de un personaje, casi una excusa, ¡pero con qué entidad, por pequeña que sea!. Plume es, como su nombre indica, ligero y fútil como una pluma, como la aria famosa de Rigoletto. La vida le pasa por encima y hace con él lo que quiere. Su existencia es extremadamente desgraciada y las circunstancias que le depara la escritura de Michaux la hacen absolutamente tragicómica e hilarante. Un solo ejemplo: Plume decide irse de viaje a Berlín. Al salir de una estación de tren una mujer madura le aborda y le propone acostarse con ella, aduciendo que es madre de nueve hijos. Él se dice, bueno, aunque sea muy fea y no es de mi estilo, se tiene que ser caritativo y tendremos que hacerlo. En un instante aparecen cuatro señoras más, se lo llevan a un motel, le roban y lo violan repetidamente («Mientras no haya sangre, no hay verdadero placer», dicen las harpías). Después le dan una patada y lo tiran por las escaleras. Él concluye: «Vaya, esto se va a convertir en un estupendo recuerdo de viaje, más adelante». Ésta es una escena típica de Plume.
Si no conocéis a Michaux, yo os diría: de cabeza. Asimismo, si le seguís y ya es uno de vuestros autores de cabecera, también os lo recomiendo encarecidamente: la edición lo vale y su contenido os dará largas horas de placer y estimulación cerebral de primera calidad.

viernes, enero 22, 2010

El caballo amarillo, Boris Savinkov

Trad. e introd. James y Marian Womack. Impedimenta, Madrid, 2009. 192 pp. 18,20 €

Fernando Sánchez Calvo

Boris Savinkov fue un gran aristócrata, un gran escéptico, un gran revolucionario y un gran terrorista. Por lo tanto, El caballo amarillo (Impedimenta, traducción y prólogo de James y Marian Womack) es el diario y testamento de un gran aristócrata, un gran escéptico, un gran revolucionario y un gran terrorista. Grande, sin exclusión, en todas las facetas, pues todo lo hizo bien (hasta el mal). El punto de partida: un comando de insurrectos prepara un atentado contra el gobernador general de Moscú. El objetivo: el zar y toda su corte deben caer para que el pueblo suba. El protagonista: George O’Brien, fiel trasunto de Savinkov, nihilista y revolucionario convencido para quien (en sus propias palabras) «la sangre es como el agua». El antagonista: la policía secreta del Zar y, por qué no, el mismo George O’Brien, el hombre idóneo para salvar a todo el pueblo ruso de la tiranía pero no para vivir en paz consigo mismo; es el sino del revolucionario, que sirve para luchar, cambiar una situación; no desde luego para disfrutar de dicho cambio. De todo ello (y a base de breves apuntes o notas) Boris Savinkov teje un ejercicio místico donde matar es más un acto de fe que un medio, más un estilo de vida que un oficio. Por otra parte resulta obvia la tradición de El caballo amarillo: Dovstoevsky y todos los realistas rusos que luego resultaron no ser tan realistas; sin embargo, Savinkov no hace de su novela un diario de acontecimientos tal y como sería esperable, sino un diario de sensaciones, de vueltas a lo ya dicho, de cansancios y dudas; «¿cuál es el sentido de todo esto?», se pregunta varias veces y de varias formas el protagonista; nunca se responde, pues no hay ninguna solución para quien no conoce sus objetivos. Quizás la única salida sea el amor que, con devoción, siente por Yelena, compañera casada a quien O’Brien es incapaz de conquistar espiritualmente hablando. Nos situamos por lo tanto ante una novela de aventuras ya conocidas, de intrigas casi resueltas, donde lo más insondable e imprevisible es el ser humano y sus relaciones con los demás. «Estoy cansado de la gente y sus vidas», reconoce en un momento crítico nuestro hombre, seguramente más escéptico y menos vital que su trasunto en la realidad, Boris Savinkov, quien siempre vivió a caballo entre varios países, entre dos mundos políticos, sobre la frontera, y nunca se quedó en ningún sitio, ni siquiera en la prisión en la que sus propios compañeros bolcheviques le reservaban una plaza.

jueves, enero 21, 2010

Musicofilia, Oliver Sacks

Trad. Damián Alou. Anagrama, Barcelona, 2009, 464 pp. 21 €

Sofía Rhei

Quizá haya alguien que aún no conozca la obra del neurólogo norteamericano más famoso del mundo. Si así fuera, esa persona tiene la suerte de poder descubrir al hombre que confundió a su mujer con un sombrero, al tío Tungsteno, un antropólogo en Marte o una isla entera de ciegos al color.
¿Por qué nos resulta tan endemoniadamente fascinante cualquier cosa que salga del procesador de textos de Oliver Sacks? Pues porque nos habla de nosotros mismos. Hace una especie de realismo mágico de la pura realidad. Nos habla de los trastornos mentales desde una serie de puntos de vista que nos hacen cambiar nuestras concepciones acerca de numerosos aspectos de la mente, y por tanto, de la percepción, y por tanto, de la realidad.
«En los primeros días que pasé en casa hubo algo que me incomodó enormemente. Ya no me interesaba escuchar música. Oía la música. Sabía que era música, y también sabía lo mucho que me gustaba escuchar música. […] Sólo que ahora no significaba nada. Me resultaba indiferente. Algo malo me ocurría.»
A menudo reconocemos experiencias personales, o ecos de ellas, en los casos clínicos descritos por el doctor Sacks. Por una parte, existe una sensación de fragilidad al darse cuenta de lo sencillo, gratuito o inesperado que puede ser adquirir un grave trastorno mental, pero, como contraposición, también nos quedamos con la certeza de que hay muy pocas cosas que no tengan algún tipo de solución.
«Toda la gente que padece el síndrome de Williams adora la música.»
El autor menciona diversos casos relacionadas con la música que ya aparecieron en libros anteriores, especialmente los primeros. Menciona la percepción musical de los sordos como ya hiciera en Veo una voz. Habla, como siempre, de sinestesia. Y sin embargo, no importa en absoluto que se repitan los datos cuando lo que importa es el discurso, un arrojar luz sobre lo impensable del pensamiento. Aunque presta atención a todas las fronteras de la mente humana, a Sacks le interesan las mentes brillantes, las peculiaridades meritorias, las excepciones por arriba. Buscando las causas del genio o del talento encuentra que a veces la enfermedad está en el origen de estos, o viceversa.
Puede que este sea el menos lírico y esperanzador de sus libros, y a cambio, uno de los más científicos. Profundiza más que divulgar. Sin embargo, no deja de contener una serie maravillosa de ideas y descubrimientos, como esta fascinante canción sobre la tabla periódica de cuyo autor, Tom Lehrer, me he hecho automáticamente fan:






miércoles, enero 20, 2010

Mutatis Mutandis, Javier García Rodríguez

Eclipsados, Zaragoza, 2009. 76 pp. 13,52 €

Sofía Castañón

Que esto de la literatura no se toma muy en serio puede comprobarse en las mesas de novedades de las grandes librerías. Sólo hay que mirar el tanto y el qué que se publica. Y si aún no se ve claro, echarle un ojo a los popes mediáticos de la cosa literaria, revistas que parecen la Cuore pero con la pretensión de desnudar las mentes (y ya quisieran esas mentes en porretas ser la mitad de interesantes que los cuerpos de las revistas para post-adolescentes). Que la cosa no es seria, sí. Y que para mayor despropósito se intenta compensar poniéndose —autores, editores y mundillo— aún más serios. Javier García Rodríguez lo hace a la inversa: de manera gozosamente poco seria habla de cosas serias. En su prosa irreverente encontramos más enjundia y verdades que en los tonos afectados que se utilizan para hablar finalmente sobre el botox o el telefonillo de la ducha. Más claro queda con el propio bajotítulo: Hacia una hermenéutica transficcional de las narrativas mutantes: de Propp al afterpop (o “nocilla, qué merendilla”).
Mutatis Mutandis es un libro híbrido como un monstruo cultivado, la excusa hipertexturizada —pero con hilvanes finos, no se piensen— para retratar desde algo como post-cubismo (porque en estos tiempos todo es post) a la denominada “generación mutante” de escritores. El protagonista, al que con tanta palmadita en la espalda de la voz del autor no se puede ver como su alter ego –más bien hijo ingenuo-, es un profesor de Historia de la Literatura con todas las mayúsculas precisas para que aquello suene a libros llenos de poso con letras llenas de polvo. Las moderneces (post-moderneces, me perdonen) no le interesan lo más mínimo hasta que por honor, dinero y amor —del propio— se ve sumergido en la epopéyica empresa de entender y así explicar qué se traen entre manos los mutantes. Conspiración judeomasónica, un pacto desde el principio de los versos, intrigas palaciegas o de pasillos de facultad, gigantismo o niños gigantes que escriben novelas plagadas de su imaginería infantil.
En esta novela, que no se reconoce como novela, hay una novela dentro. Y hay crítica literaria, que se reconoce como cítrica literal. Y pasajes introspectivos como pasadizos que dejan al lector expectante. García Rodríguez nos hace reír para que entendamos que la literatura quizás sí que se la toma un poco en serio. Sólo alguien al que le importe la difusa, imprecisa y secuestradora cosa literaria se molesta en escribir un libro (editado con gusto, como lo están siempre los libros de la editorial Eclipsados) que atrape al lector, que lo estimule y hasta lo respete. Se queda adherido a las manos desde el primer momento y hasta acabarlo, con una suerte de emulsión indeleble en las paredes de estas cabezas nuestras que a base de tanto bluff como se publica andaban revestidas con el papel pintado de la abuela o los pósters del grupo indie de moda. Mutatis Mutandis, menos mal.

martes, enero 19, 2010

Celda 211, Francisco Pérez Gandul

Lengua de Trapo, Madrid, 2009. 224 pp. 16.60€

Miguel Baquero

Una de las características de las buenas novelas, o quizás la principal característica de las buenas novelas, es que, aun partiendo de un planteamiento inverosímil y rayano en lo absurdo, logran hacerlo creíble, consiguen darle cuerpo suficiente y acaban por construir un auténtico universo autónomo. Un mundo paralelo con su propia naturaleza, su particular lógica, su mecánica independiente.
Celda 211, la novela de Pérez Gandul editada por primera vez en el año 2004 y de la que ahora sale la segunda edición aprovechando el “tirón” de la película, arranca de una idea algo forzada y poco creíble. Un funcionario de prisiones recién llegado a una cárcel, y repentinamente atrapado en medio de un motín de los presos más peligrosos, logra no sólo ocultar su condición de carcelero, sino que hábilmente se convierte en la mano derecha del cabecilla. Es una idea muy poco sostenible e incluso un pelín ridícula; poco más que un juego de ingenio o el pasatiempo de una revista dominical. Pero a partir de esta base de arenas movedizas, comienza sorprendentemente a alzarse una novela…
Apoyada en un lenguaje agilísimo, traslación fidedigna de los registros más suburbiales, apoyada también en un uso dinámico y siempre significativo de los cambios de narrador, de los distintos puntos de vista, y sostenido en la creación de unos personajes tan auténticos como en todo momento (y pese a todo) entrañables, Celda 211 se lanza sin ningún complejo y con todas las armas de la mejor literatura a explorar en el trasfondo de las personas. La novela es un relato de lo que se oculta en el fondo de nosotros mismos y que no conocemos, ni conoceremos nunca hasta que las circunstancias nos obliguen a ello. Ese ser que late dentro de nosotros y de cuya maldad o de cuya bondad nunca habíamos tenido indicio.
La crítica cinematográfica ha sido unánime en alabar el personaje de Malamadre, el jefe de los reclusos amotinados, el tipo más chungo de la cárcel y del que hace una interpretación sublime Luis Tosar. Pero quizás más mérito literario que Malamadre tiene la otra figura capital de la novela, el funcionario que debe disimular su condición y que al fin se nos muestra como una patética (en el mejor de los sentidos) marioneta del destino, en la línea (y no creo estar exagerando) de una tragedia griega. A tal nivel se eleva, desde una anécdota casi peregrina, esta magnífica novela.

lunes, enero 18, 2010

Como la flor del almendro o allende, Mahmud Darwix

Trad. Luz Gómez García. Pre-Textos, Valencia, 2009. 220 pp. 25 €

José Luis Gómez Toré

Como la flor del almendro o allende es el enigmático título del último libro que Mahmud Darwix (Birwa, Palestina, 1941-Houston, EEUU, 2008) publicó antes de su muerte (la traducción de este volumen corre a cargo de Luz Gómez García, que ya nos ofreció una nutrida selección de la obra de Darwix en la muy recomendable antología poética que preparó para esta misma editorial). Una vez más podemos comprobar cómo la fuerza expresiva de esta voz proviene paradójicamente de la conciencia de su precariedad, de la convicción de que siempre se habla, y sobre todo en el poema, al borde del balbuceo. Sin embargo, «¡No peligra la poesía/ si balbucea, o porque yerre/ magníficamente en los símiles!». O si peligra, se trata de un riesgo necesario, de ese salto mortal sin el que no puede tener lugar el milagro siempre escaso de la iluminación poética.
Los poemas de Darwix brotan de una experiencia del lenguaje siempre en peligro de callar antes de tiempo o de decir demasiado. Esta experiencia de la palabra no es probablemente ajena a la vivencia personal del exilio ni al hecho de pertenecer a una tradición como la árabe. La cuestión de la lengua no es aquí (en poesía, nunca lo es) un asunto secundario: estos versos se escriben en un idioma que no es sólo la lengua de esa Palestina a la que no se permite existir como país sino también la de una amplia comunidad lingüística y cultural, que para el poeta exiliado se constituye en una nueva pregunta sobre la compleja relación entre Oriente y Occidente. Significativamente, el poema que cierra el libro lo dedica a otro exiliado palestino, su amigo Edward Said, quien tanto reflexionó sobre los movimientos de atracción y repulsión entre el Occidente hegemónico y el mundo árabe. Con todo, conviene recordar al respecto lo que Darwix afirma en ese último poema: «Ningún Oriente es completamente Oriente,/ ningún Occidente es completamente Occidental». Toda identidad es plural y, aunque en todo el libro resuena una pregunta por la identidad propia y colectiva, dicha pregunta nunca puede contestarse definitivamente. Cuando la identidad deja de ser pregunta, corre el riesgo de convertirse en una máscara que sustituye el gesto vivo del rostro por una mueca petrificada.
Como el puente que simboliza el exilio en "Niebla densa en el puente", en la poesía de Darwix se establecen continuamente vasos comunicantes entre lo privado y lo público, entre el individuo y la colectividad, entre la alcoba íntima y la historia, entre las palabras y las cosas... pero al igual que en el símbolo del puente, esa unión es también el signo de una distancia, del peligro de permanecer en tierra de nadie o incluso de caer en la esquizofrenia de identidades irreconciliables. El escritor palestino no parece concebir otra identidad que la que se construye en el diálogo con el otro (el otro amigo, el otro que es la amada, el otro que es también el enemigo). Y a falta de un tú con el que conversar, el yo poético se ve impelido a hablar consigo mismo, con ese desconocido que forma parte del propio yo y al que tal vez sólo la poesía puede arrancar de su mutismo. Uno de los aspectos más interesantes de la obra del palestino es ese continuo oscilar entre el diálogo y el monólogo, el juego con los pronombres personales, la polifonía de voces que amenazan con disolver la precaria conquista de una identidad y que, sin embargo, son al mismo tiempo la unica posibilidad de mantener esa identidad abierta y por lo tanto viva.
Claudio Guillén, en el hermoso libro El sol de los desterrados, estudió los vínculos que se establecen en la literatura universal entre el exilio real del desterrado, con causas políticas muy concretas, y el exilio metafórico que remite a la experiencia de desarraigo que es quizá consustancial a nuestra condición humana. Darwix logra, y no es poco mérito, que el exilio real acabe simbolizando el exilio de todo ser humano que persigue un espacio propio, pero sin que esa metaforización borre el referente concreto de quien vive fuera de su Palestina natal por razones nada metafóricas.
Como la flor del almendro que da título al libro, la belleza de estos versos surge de la experiencia de la fragilidad. Precisamente por ello la voz de Darwix suena convincente tanto cuando refleja las perplejidades del yo como cuando se acerca a los conflictos de la historia (conflictos que por otra parte revelan la dificultad de separar lo público y lo privado, ya que la voz del exiliado sabe que su intimidad no es ajena a la historia de la colectividad a la que pertenece). La poesía de Darwix es a un tiempo exilio y morada, negación de toda patria y patria provisoria que nace tal vez de la posibilidad de un diálogo verdadero, no manchado por la mentira ni por las relaciones de poder. Por ello, las alusiones metapoéticas (y metalingüísticas), que encontramos aquí y allá, no nos hablan sólo del oficio del escritor, sino de la posibilidad, siempre frustrada y siempre renovada, de habitar en el mundo: «¿Y quien - si/ me expreso en lo que no es poesía- conocerá/ la tierra del forastero?».

viernes, enero 15, 2010

Fin, David Monteagudo

Acantilado, Barcelona, 2009. 350 pp. 19 €

Francesc Miralles

Es refrescante que el actual autor revelación de las letras españolas tenga una biografía tan modesta. Leemos en la solapa: «David Monteagudo, gallego afincado en Cataluña, descubrió su vocación literaria a los cuarenta años. Fin es su primera novela».
Intrigado porque un debut tan sonado no procediera del mundo del periodismo, de la edición o de la farándula, pregunté por él a quien fue su descubridor, el escritor y amigo Jordi Llavina. Al parecer, Monteagudo le había abordado en Villafranca del Penedès, donde ambos residen, para pedirle que leyera el manuscrito. Tal vez porque el espontáneo trabajaba (y trabaja) en una humilde fábrica de cartón, el autor de Nitrato de Chile aceptó el incómodo tocho en DINA4 para hacer la típica lectura en diagonal tras la cual se contesta a los llamados «escritores de domingo». Su sorpresa fue encontrarse ante una novela que no sólo estaba muy bien escrita, sino que por su originalidad suponía una bocanada de aire fresco para las letras de este país, demasiado empantanadas en lo literario con sucedáneos del Nocilla dream. Tras completar la lectura, recomendó la novela vivamente al editor de Acantilado, que publica casi exclusivamente traducciones. Jaume Vallcorba se entusiasmó con la propuesta, que una vez publicada contó con el apoyo en la prensa del propio Llavina, además de la de otros popes de la cultura escrita como Ricard Ruiz o Care Santos. La novela pronto se encaramó a las listas para ser la sensación de la temporada.
¿Qué tiene Fin para cosechar tantas adhesiones? Para empezar, el lector siente desde el principio que se halla ante una narración absolutamente fresca, con una inusual mezcla de ingredientes para lo que se publica por estos lares. Lo que al principio parece una novela social en la línea de El Jarama muta rápidamente hacia el terror psicológico, para posteriormente acercarse a la narración apocalíptica, lo que le ha valido también comparaciones con La carretera.
El argumento no puede ser más inquietante: nueve antiguos amigos que en su juventud frecuentaban un refugio de montaña deciden cumplir la promesa de regresar allí 25 años después. El lugar les trae recuerdos agridulces porque, antes de la disolución del grupo, gastaron una broma salvaje al santurrón de la banda, apodado como «el Profeta». Qué sucedió es uno de los misterios que mantienen al lector en vilo, más aún cuando, una vez reunidos en el lugar del crimen, se dan cuenta en plena noche de que sólo falta uno: justamente el Profeta. ¿Dónde está? A partir de aquí empieza la novela de terror, que no tiene nada que ver con una venganza a la manera de Stephen King con Carrie. El desarrollo de los acontecimientos es mucho más sutil, extraño e inesperado. Y hasta aquí puedo contar.
Como toda opera prima —de hecho, como toda novela—, Fin no está exenta de defectos y hay momentos en los cuales la tensión decae, para volver a remontar decenas de páginas después. A muchos lectores no les gusta justamente el fin, mientras que casi todos coinciden en que el arranque es espléndido. Algunos de los protagonistas resultan tan cargantes que deseamos que caiga sobre ellos la furia del invisible Profeta, pero eso es una virtud de la narración. Monteagudo traza una galería de personajes muy potentes y representativos de la generación que hoy ha entrado en la cuarentena. El retrato psicológico a través de los diálogos es profundo y mordaz, lo cual se combina con unas descripciones paisajísticas de gran poder evocador.
En conjunto, es una novela que atrapa, asombra —hay más de un golpe de efecto— y deja al lector con el deseo de que Fin sea sólo el principio.
Afortunadamente el autor tiene otros nueve manuscritos en el cajón y, según me han chivado, al menos dos verán la luz en breve plazo: nos espera una novela de mayor calado literario que ésta, también con un componente de terror, y un libro de cuentos que —me aseguran— es aún mejor que ambas obras.
Por lo tanto, buenas perspectivas para nuestras letras de la mano de un discreto autor que no hace presentaciones y raramente concede entrevistas —¿se identificará tal vez con el Profeta?—, pero que promete desbancar a los falsos modernos con historias sorprendentes y una mirada sobre el mundo totalmente personal.

jueves, enero 14, 2010

Cuentos completos, Vladimir Nabokov

Trad. María Lozano. Alfaguara, Madrid, 2009. 816 pp. 24 €

Recaredo Veredas

La obra de Vladimir Nabokov está marcada por la nostalgia, por la añoranza inagotable –e incurable- de la Rusia de su infancia. Un mundo injusto y tiránico –la familia del escritor formaba parte de la élite política zarista, aunque fuera en su vertiente pseudodemocrática- pero a nadie puede negarse la propiedad y la justicia de sus primeras memorias, y menos cuando son formuladas con tanta belleza. El ruso, tal y como afirma en Habla memoria, no recriminaba a los bolcheviques que despojaran a los suyos de su vasto patrimonio sino que le hurtaran sus recuerdos. Se percibe, aunque no siempre lo exprese de modo directo, en su melancolía, en su obsesión por la belleza del instante y su inmediata añoranza: «Me di cuenta de que el mundo no representa para nada una lucha, ni tampoco una secuencia de ávidos acontecimientos casuales, sino una dicha trémula, una inquietud turbada y benéfica, una dádiva que nos ha sido concedida e ignorada».
No es el de Nabokov un estilizamiento vacío: corresponde con su mirada sobre el mundo. Con una ética con la que se puede mantener un absoluto desacuerdo pero cuya plasmación es irrebatible. Su fijación por el lenguaje no impide que sea capaz de recrear sentimientos sumamente complejos en apenas una frase, logrando casi de inmediato la identificación del lector. La técnica no es para V.N. un simple medio de exhibición sino el camino que le permite transmitir con plena fidelidad sus pretensiones. Gracias a ese dominio puede deslizarse con extrema facilidad de la novela al relato y conseguir, a un tiempo, innovar y crear obras certeramente clásicas. Puede oscilar a su antojo desde un tono infantil hasta otro puramente realista.
En estos relatos no rigen las mismas medidas del tiempo y el espacio que en nuestro mundo. Su distorsión es próxima a la de otros eslavos oníricos, como Marc Chagall. Es la suya una perspectiva capaz de convertir un barrio de emigrantes de Berlín, donde su familia malvivía junto con miles de rusos blancos, en un espacio tan hipnótico como los parajes de Ada o el Ardor. Él mismo define, en estas páginas, la causa de su peculiar enfoque de la realidad: «De la misma manera nosotros, los escritores, alteramos los temas de la vida a nuestro antojo para que se acomoden al instinto que nos lleva a buscar una suerte de armonía convencional, una especie de concisión artística». Puede apreciarse la influencia de los movimientos que le circundaron, como el expresionismo berlinés (sus tranvías, sus perspectivas dislocadas, su caótico y bullicioso orden), que modificaron, aunque nunca sustancialmente, su perspectiva.
Son las suyas historias de amor extrañas, vividas y sufridas entre seres melancólicos. Nabokov se muestra como un amante de la inocencia de los monstruos, masacrada por la modernidad, como le ocurre a ese dragón, utilizado como soporte publicitario por una marca de tabacos, que prefiere morir antes de soportar la pérdida de valores de la sociedad contemporánea.

miércoles, enero 13, 2010

La isla de los perros, Daniel Davies

Trad. Federico Corriente. Anagrama, Barcelona, 2009. 236 pp. 17 €

Jorge Díaz

La foto de una mujer rubia que se desabrocha el sujetador de espaldas dentro de un coche azul que parece clásico ilustra una portada demasiado atractiva como para no fijarse en la novela. Se llama La isla de los perros y en la contraportada se compara al autor con Easton Ellis y con Houellebecq, me gustan los dos, me apetecía leerla.
Jeremy Shepherd, Shep en su ambiente nocturno, era un joven ejecutivo, director de una revista para hombres, bien pagado, con un BMW, un apartamento de lujo en uno de los mejores barrios de Londres y amante de bellas modelos, un triunfador en toda regla. Pero un día entra en crisis —dice Daniel Davies en la novela que crisis es cuando en lugar de preguntarte dónde cenas, te preguntas qué estás haciendo con tu vida— y decide dejarlo todo, contarles a sus amigos que se marcha a ayudar a los nativos en una aldea africana y trasladarse, en realidad, a la pequeña ciudad industrial del interior de Inglaterra en que nació —tan fea que la Luftwaffe no la bombardeó durante la Segunda Guerra Mundial, bah, para qué, pensaron y siguieron de largo— conseguir un empleo de funcionario en una oscura e inútil oficina gubernamental y vivir, otra vez, en casa de sus padres.
Abandona todo menos lo que realmente le importa, el sexo. A Jeremy Shepherd lo que más le gusta en el mundo es follar. Pero no con una amante en la cama después de una cena romántica con velas. A Shep le gusta follar al aire libre, en reuniones multitudinarias donde unos se exhiben y otros miran, donde algunos hombres comparten a sus mujeres con otros hombres y viceversa, donde a algunos les gusta follar mientras les miran y a otros mirar mientras aquellos follan…
En el mundo gay siempre se conoció el cancaneo, para los heterosexuales, aunque no sea algo nuevo —Catherine Millet en La vida sexual de Catherine M. sitúa su versión francesa clásica en el parisino Bois de Boulogne— tiene más que ver con Internet y se usa preferentemente su nombre inglés, dogging: quedadas multitudinarias convocadas en la red para sesiones de sexo con desconocidos en lugares públicos. En España aún se dan poco, pero en Gran Bretaña son una institución: aparcamientos, áreas de descanso de carreteras, polígonos abandonados, parques… Un lugar, una fecha y una hora lanzada al ciberespacio en una de las páginas en las que todos coinciden y los habituales del circuito, la comunidad que le llama Shep, se presentan para cumplir con una ceremonia que tiene todas sus pautas marcadas.
La duda de con quién se encontrará, qué tal se dará —aquella noche conseguí más de lo que esperaba: un polvo, dos pajas y una mamada en el espacio de tres o cuatro horas, dice de una de las citas— la posibilidad de que aparezca la policía y detenga a los participantes acusándoles de ultraje contra la moral pública, la proliferación de cámaras de vigilancia, la existencia de grupos de skins que ocasionalmente aparecen para dar una paliza a los degenerados que se reúnen allí, los intentos de chantaje y los polvos memorables… En todo eso encuentra Shep su placer. Tiene hasta tarjetas de contacto que reparte entre las parejas para ser avisado en futuras quedadas, en ellas está su lema: Seguridad, placer, distinción…
La isla de los perros está estructurada en un prólogo, un epílogo y cinco partes. En el prólogo, el autor, Daniel Davies, narra su encuentro con Jeremy Shepherd, convaleciente en un hospital; Shepherd le cuenta su estilo de vida alternativo y los dos acuerdan que le enviará material para escribir un libro. El material le llega a Davies, que se limita a ordenarlo en lo que constituyen los cinco capítulos de la novela. En el epílogo, Davies vuelve a ser el narrador para contarnos su contacto con Shep tras la publicación. Parece que el autor tiene el empeño de remarcar que no es una novela autobiográfica aunque esté escrita en primera persona.
Los cinco capítulos son episodios sueltos que forman una historia central, aunque la trama no es muy elaborada y no aparece narrada en progresión, da la impresión de ser sólo una excusa para indagar en las costumbres sexuales de la sociedad rural inglesa. En el epílogo, una sorpresa, lo menos afortunado de la novela: no la cuento para no fastidiarle la lectura a nadie, pero de tan anunciada, yo la había descartado.
La isla de los perros es una novela de sexo, pornográfica en algunos fragmentos, pero también es un análisis de la ambición, de las vías de escape de una sociedad y de la vuelta a la vida sencilla. Divertida y fácil de leer. Me alegro de que su portada fuera tan atractiva…

martes, enero 12, 2010

Libre para partir, Martín López-Vega

Trabe, Oviedo, 2008. 262 pp. 18 €

Sofía Castañón

Decimos turista incidental y que esto no engañe al lector: en este libro de viajes no hay turista. Hay una isla, de nombre Martín, que se mueve por las calles, las orillas, los cafés y los bosques. Y esa isla con un equipaje esencial, como el de un caracol, nos habla del mundo que va descubriendo. Y de cómo el mundo le va descubriendo por el camino.
Libre para partir es una recopilación de libretas y cuadernos, de anotaciones en trenes por el corazón de Europa, de servilletas frente a un café en el Trastevere. Tiene alguna postal de las que no llegan a enviarse, y varios relatos donde los amigos saben hacer la respiración asistida cuando parece que se ha esfumado cualquier esperanza. Lasciate ogne speranza, rezaba Dante en su travesía tricolor. Pero Martín López-Vega, que se mueve por estas páginas en trenes de coche cama o en vaporetto, encuentra nuevas ilusiones al entrar en cada ciudad. Aunque sea como el poeta que vive en esa isla y busca en ocasiones el momento de despedirse.
En la isla que viaja vive, como decía, un poeta, y en el Jardín Japonés de Buenos Aires escribe: «El pez dorado/ cruza el lago en zigzag/ -y no decide nada». Pero el poeta no vive solo, lo que es un alivio para la isla, que quizás no podría soportar esa preñez de saudade. Vive también un irónico traductor, que se deja llevar por la realidad que lo saluda, enérgica, cuando en Viena, «en la plaza de Karajan, un gallego grita: -¡Mira! ¡A praza do carallo!» o que en Berlín nos acerca un poema de Kurt Tucholsky sobre el cementerio judío. En alguna parte de la isla está un cronista ácido del tiempo, que puede ver extasiado un relámpago en París (“me he puesto a pensar en qué puede significar eso, como si todas las cosas significasen algo) hasta que se encuentra “al español que lleva dentro” y “se ha acabado la literatura. –Significa que hay tormenta, gilipollas”.
Como en toda isla, está también un naufrago, con barba de Ulises y con la brújula de Ítaca desmagnetizada. Y un crítico de calles, que sabe cuándo un lugar es de mentira, como si Santa Bárbara fuera un cruce entre los decorados del western y “una ciudad andaluza made in Walt Disney”.
Por el camino, muchos no verán una isla, si no un hombre con un gusto especial por los cafés, por los jardines, por recoger en pequeñas estampas caligráficas las ciudades que se va encontrando y que cambian como ríos. Un hombre que escribe en la puerta de unos baños públicos de Budapest, entre una madeja de inscripciones patrióticas, “Martín é nação” pues, como argumenta, “yo soy nación y declaro en mí oficial el portugués”.
Esta isla no es un turista porque incide sobre la tierra nueva que está pisando, y eso los turistas no saben –no sabemos, porque todos a veces turisteamos hasta en la casa que planeamos habitar- o no quieren hacerlo. Este turista incidental, que es como una expresión antagónica en sí misma, podría vivir en una hipotética película de Manoel de Oliveira, en la que dos personajes mantuvieran un diálogo con frases como “-En realidad, cada familia vive en una isla. Cada hombre vive en una isla”.
Una piensa que Libre para partir es un libro para regalar a muchos amigos que se quedaron prendados de Venecia, de Lisboa, de Berlín, de Oporto, de Helsinki… Y mientras piensa eso, el paisaje amarillento y castellano que corre por la ventanilla del tren se va volviendo cada vez más verde y en los asientos de al lado una niña, que se subió en Valladolid y va a Gijón, le pregunta a su madre si ya han llegado a España.

lunes, enero 11, 2010

El resplandor de la lágrima, Belén Núñez

Renacimiento, Sevilla, 2009. 48 pp. 8 €

Sofía Rhei

«Los curas van de negro porque son la sombra de Dios.»
Se trata de una poesía ligeramente surrealista, construida alrededor de imágenes a menudo poderosas y casi siempre inquietantes. La fusión de memoria y sensaciones tangibles o visuales da como resultado un deslizamiento de lo cotidiano hacia lo incómodo, cierta deconstrucción de la percepción.
Sin mucha justificación, a mí este libro me trae a la cabeza la imagen de las ruinas de un edificio urbano. El solar está vacío, pero en las paredes permanecen los papeles de las paredes, los azulejos, las pinturas, las huellas de los peldaños, algún cuadro aún colgado. No queda más remedio que imaginar cómo eran las personas que vivían allí, o como son los fantasmas sin peso capaces de seguir habitando esos pisos, de subir esas escaleras que ya no son nada mas que líneas, proyecciones.
De ese modo, con muy pocas palabras, la poeta nos habla de muchas cosas. La yuxtaposición poética funciona como multiplicación: las cosas no son sólo aquello a lo que se refieren las palabras por separado, sino una tercera cosa, nunca antes dicha, que brota de ese encuentro inesperado: "surcos de letras", "blancos átomos", "las llaves de la tierra".
Si la poesía es este solapamiento, este encontrar un sabor desconocido en las palabras de todos los días, entonces el libro de Belén Núñez es poesía.
Compren poesía, lectores.

viernes, enero 08, 2010

El color del sol, Andrea Camilleri

Trad. María Antonia Menini Pagès. Salamandra, Barcelona, 2009. 125 pp. 12,50 €

Alejandro Luque

Los expertos tienen constancia de que Caravaggio vivió una temporada en Sicilia y firmó en esta isla varias de sus obras maestras. Andrea Camilleri (Porto Empedocle, 1925), conocido por el gran público como autor de la saga policíaca del comisario Montalbano, se desvía de su línea habitual recreando tales hechos en El color del sol, el último de sus libros publicados en España.
El germen de esta narración, conviene advertirlo, es una invitación de la conservadora del museo Kunst Palast de Düsseldorf para que Camilleri escribiera un relato sobre Caravaggio a propósito de una gran exposición dedicada al pintor. El siciliano envió las quince cuartillas solicitadas, pero a esas alturas su imaginación ya se había desbordado hasta el largo centenar de páginas que recoge este volumen.
Tarea de encargo pues, el relato arranca con el recurso del manuscrito encontrado, aunque tratándose de Camilleri siempre cabe esperar algo más que narraciones de plantilla. En efecto, el autor se pone a sí mismo como personaje que se desplaza a Siracusa para asistir a una representación teatral. Allí recibirá un extraño mensaje que le llevará hasta una finca rural, donde un no menos misterioso anfitrión le ofrece consultar un documento único: unos supuestos diarios de Caravaggio, a los que Camilleri accede tan sólo por unas horas, con la posibilidad de hacer anotaciones selectivas, antes de ser devuelto a la ciudad con el mayor secretismo.
Así pues, el lector dispondrá de una serie de fragmentos en los que podrá ir siguiendo de manera intermitente la peripecia de Caravaggio desde Nápoles a Malta, donde ingresó como pintor general de los Caballeros de la Orden. De allí fue expulsado por conducta inmoral, aunque los historiadores no se ponen de acuerdo si fue por su proclividad a las riñas —gran pendenciero debió de ser Caravaggio— o por alguna grave indisciplina. Lo cierto es que su exilio en Sicilia, que se prolongó durante nueve meses, da pie a Camilleri para mezclar datos fidedignos y licencias fabulosas, encierros y mundanzas, amistades, amoríos y disputas, agudas observaciones sobre la pintura barroca y sobre la libertad del creador, supersticiones como aquel colirio que facultaba al artista para mirar sin peligro al sol —fundación mítica del tenebrismo italiano— y personajes reales que le sirvieron de modelo.
Todo ello, convenientemente ilustrado con buenas reproducciones a color, hacen del libro de Camilleri una lectura muy amena, a ratos absorbente. El itinerario que dibuja por Agrigento, Licata, Siracusa, Mesina y Palermo remite además a la larga tradición del relato de viajes en Sicilia, que va de los diarios de Goethe al Carrusel de Lawrence Durrell, pasando por el formidable Retablo de Vincenzo Consolo.
No obstante, de la lectura se desprende una serie de flecos que llevan a pensar que Camilleri podría haber obtenido un resultado más redondo. El hecho de que un escritor famoso como él se deje arrastrar por un anzuelo tan endeble como el de un simple mensaje deslizado en su bolsillo se antoja bastante inverosímil: la “deformación profesional” que invoca la publicidad de la editorial no es del todo convincente.
Por otro lado, ¿para qué le revela su anfitrión el original de los diarios, si sólo permite al escritor garrapatear a toda prisa algunos pasajes? ¿No habría podido permitirle fotografiar estas páginas, o prestarle una transcripción, si realmente quería divulgar su contenido? No es fácil sacudirse la sospecha de que este sistema alivia a Camilleri de redactar una novela en condiciones, de cabo a rabo, confiando en que el planteamiento esquemático sea suficiente.
Claro que podemos imaginar al viejo escritor defendiéndose de estas suspicacias con un encogimiento de hombros y una sonrisa astuta: ¿Acaso —diría tal vez— no es la novela fragmentaria lo que se lleva en estos tiempos?

jueves, enero 07, 2010

Invisible, Paul Auster

Trad. Benito Gómez Ibáñez. Anagrama, Barcelona, 2009. 288 pp. 18 €

Guillermo Roz

Le comentaba un periodista a Auster que la llegada de uno de sus libros a Europa, tiene la rara atracción que despierta el estreno de una película de Woody Allen. Cuando sabemos que estará en las librerías del viejo continente, nos decimos que aparece un libro de uno de los nuestros. Esta especie de glamour de americano- europeo ha hecho de las ediciones de Paul Auster verdaderos acontecimientos editoriales, y en este caso se merece realmente ese título, luego de algunos críticas ─algunas tan resonantes como las del mismo The New York Times─ que encumbran a Invisible como el mejor libro de su carrera.
El autor de El libro de las ilusiones o La noche del oráculo tenderá puentes autobiográficos con esta novela. Adama Walker es un joven y ambicioso poeta, estudiante de literatura en la Universidad de Columbia, en 1967. Igual que el propio autor. Es un muchacho atractivo, has pasado apenas los veinte años y está en contra de la guerra de Vietnam. En medio de un evento organizado por los estudiantes, conocerá a una pareja de franceses. Él es Rudolf Born, quien a le recuerda un personaje de la divina comedia. Ella es una mujer sensual y bella. Los dos tienen en sus movimientos algo de recelo y de atracción que llevan la lectura hacia el terreno de lo sugerente.
Pronto ese encuentro hará que todo se empiece a contar a través de la relación que entablan los tres. Un juego de seducción y de repulsión extraño y terrible.
Born es un profesor invitado en la Universidad de Columbia y le propone a Walker que dirija una revista literaria que él financiará. Aunque el estudiante que es muy perspicaz y que ha empezado a sospechar que esa amistad puede acarrearle desventuras y malicias, algo lo lleva a aceptar la propuesta. Margot, la novia de Born, será el disparador de otras tentaciones, cuando el profesor se haya vuelto a Paris y quede entregada.
Este reciente Príncipe de Asturias, dispondrá en la nueva redacción de este libro, del encuentro de un gran juego de voces (el libro es finalmente la complementación de tres narradores. También habrá un antiguo compañero, ahora escritor, que compondrá una novela con esta historia), y de un conjunto de personajes diseñados a la altura de la poética austeriana. Todos hablan y hacen desde los recovecos de la culpa, de la indecisión, de la imposibilidad de dibujarse como personajes puros sino teñidos de historias propias que los sumen en desesperaciones parciales. Las psicologías que Auster construye en Invisible, quizás el mayor acierto del libro, son hijas de resentimientos y abandonos, jorobas del pasado de imposible extracción, personas a los que su episodios juveniles han determinado con una cruz difícil de borrar.
En este libro, uno de los más complejos y más “inteligentes” (es también un thriller: con sexo y tiros incluidos), de la obra de Paul Auster, pueden leerse varias historias bajo la misma lupa: la de la desconfianza, la de la sospecha, la de lo aparente y la de lo real. Invisible es un juego de espejos refinado, en el que hay que estar muy atento a los detalles, a lo que se calla más que a lo que se dice, para entender por cuál de los rincones secretos, saltará la perdiz.

miércoles, enero 06, 2010

Entrevías mon amour, Justo Sotelo

Bartleby Editores, Madrid, 2009. 306 pp. 17 €

Marta Sanz

Entrevías mon amour de Justo Sotelo es uno de esos libros que no le tienen miedo a la tristeza; que no temen que un lector, acostumbrado a que le regalen los oídos con historias cuyos personajes encarnan los valores de un manual de autoayuda, lo cierre y no siga firmando con su autor ese pacto de confianza que implica ir pasando una página detrás de otra. Entrevías mon amour es, pues, una de esas novelas extrañamente respetuosas con sus lectores.
Esta novela escarba en lo que somos cada uno de nosotros indagando en las razones de nuestras enfermedades, nuestros traumas, la manera que tenemos que coger un vaso, nuestro oficio o nuestra forma de hacer el amor... Y explica todo eso sin dar explicaciones: tan sólo trazando una historia en la que cada uno de sus protagonistas es la cristalización de un pasado común, traumático, plagado de secretos, difuntos y fantasmas, que se quedan pululando por esa Historia con mayúscula que vamos construyendo cada día con nuestras pequeñas y minúsculas historias.
Desde el espacio más íntimo y sin recurrir a la épica, Sotelo habla de la guerra y de las guerras, el tema heroico por antonomasia. Habla de la responsabilidad de los verdugos y de esa otra responsabilidad, quizá más lábil y más difícil de comprender: la responsabilidad de unas víctimas que tienen la obligación moral de superar el dolor para desenterrar a los muertos que son simiente de amapola en las cunetas y recuperar, así, una memoria sin nostalgia que permita a todos los huérfanos, a todos los exiliados —de sus países y de sí mismos—, a todos los desposeídos y los desarraigados, seguir hacia adelante escribiendo la historia de los vencidos... Como Walter Benjamin, que constituye una de las muchas referencias vitales y literarias de esta novela, o Gabilondo, uno de sus personajes, como los forenses y los patólogos, como Judith y Edipa que no por casualidad son arqueólogas y saben que, sin conciencia del pasado, no se puede confiar en el digno advenimiento del futuro.
Detrás de cada muerto o de cada corazón herido en esta novela hay una experiencia triste —plomo, envenenamiento, talidomida, violencia, asesinato—; sin embargo, pese a toda esa tristeza por la que no hay que pedir perdón, Sotelo no cae en la telaraña pegajosa de las propuestas literarias que se regodean en que no hay nada que hacer y en que el ser humano es un animal maniatado por su dolor y por su escepticismo; una de esas propuestas que, comercializando un sentido espurio de la angustia, son como una llaga en el carrillo que vamos agrandando con la lengua: cuanto más nos mortifica, más nos satisface. Nos recreamos estéticamente en el propio sufrimiento, nos damos tanta lástima y es tan bonito llorar y regodearse en las más bajas pasiones, que estamos a un paso de la cursilería y de que la literatura se convierta tan sólo en un mecanismo para hermosear la tragedia. Y hermosear la tragedia es lo mismo que no ver. Sin embargo, Sotelo no escribe una novela para que sus lectores, en la gratificación del reconocimiento, se den pena a sí mismos mientras descubren lo bien que escribe un autor, sino para que, como su protagonista, Teo Abad —un hombre que es heroico en la misma medida que imperfecto—, al final y pese a todas las pérdidas, sigan adelante, haciendo eso que exactamente tienen que hacer.
Entrevías mon amour es una novela sobre la conciencia del individuo en y sobre la Historia, y sobre la lucidez que implican las respuestas positivas que no son huidas hacia adelante. Hay que agradecerle al autor su valentía, su sensibilidad política y literaria que le impide caer en la demagogia equidistante y revisionista de algunos relatos históricos y mediáticos sobre la segunda república, la guerra civil, la posguerra y el franquismo; hay que agradecerle su lenguaje exigente; su mirada respecto a esos actos de heroísmo cotidiano que tienen un punto ridículo que no deja de ser a la vez intrépido; hay que alabar también la sabiduría de este libro para mezclar la violencia y la ternura, así como la creación de un grupo mujeres poderosas que reivindica su sexualidad y su alegría de vivir desde la esperanza y la lucha. Y hay que agradecerle, sobre todo, que tras cerrar la última página de Entrevías mon amour, nos vibre en el cerebro, en el fondo del tímpano y en la punta de la lengua, ese grito que nunca deberíamos olvidar: No a la guerra.

martes, enero 05, 2010

Circunvalación. Una mirada a la educación literaria, Luis Arizaleta

Octoedro, Barcelona, 2009. 223 pp. 19,80 €

Ignacio Sanz

La lectura es una profesión especializada en estos tiempos en los que la presión comercial y el márquetin tratan de llevar a los potenciales lectores por un camino que necesariamente ha de pasar por la caja registradora. El autor de este libro ha hecho de la lectura su modo de vida. Y se nota. Para empezar, lleva más de quince años al frente de una empresa, FIRA, que tiene como objetivo fundamental el asesoramiento de lecturas. El equipo lo forman cinco personas, tres socios y dos empleados. ¿Quién podría imaginar algo semejante hace unos años? Una empresa de cinco personas cuyo objetivo esencial es recomendar libros. Casi nada. Claro que la empresa tiene su asiento en Pamplona y ejerce su actividad en Navarra, tanto en Pamplona como en los pueblos más grandes que la circundan, así como en alguno de la próspera Ribera del Ebro. La existencia de esta empresa es un indicio, me parece, de la calidad de vida de los habitantes de esta comunidad. Su actividad se centra, sobre todo, en la comunidad educativa, pues la empresa presta servicios fundamentalmente a los ayuntamientos y a los centros educativos, no sólo sugiriendo lecturas, sino acercando a los autores de los libros o a los grandes narradores orales españoles e hispanoamericanos (Carolina Rueda, Campanari, Pablo Albo, Pep Bruno, Susi Lillo, Luis Felipe Alegre...) para que las historias que cuentan terminen por ser una invitación velada para entrar en los libros.
Lo que básicamente cuenta Luis Arizaleta en este libro son sus memorias, un recorrido pormenorizado por su vida, entreverado con sus lecturas, con el descubrimiento de los grandes autores que han orientado sus pasos erráticos en tantos sentidos y que, de algún modo, se la han salvado.
Hay un párrafo que me llamó poderosamente la atención. Habla Arizaleta de la importancia de las cuadrillas en la conformación de la vida social navarra. Si no tienes cuadrilla no eres nadie o, en todo caso, eres un ser desvalido, solitario. Pues bien, él es, y lo reivindica, ese tipo gatuno, individualista, que ha preferido forjarse una personalidad no a través de los compañeros con los que se canta canciones y se bebe en rondas ruidosas, sino a través de escritores que susurran al oído. Y, sin embargo, esa mirada individual no le ha convertido en un individualista, sino en un ciudadano abierto y solidario. García Calvo, Savater, Juan Goytisolo, Martín Garzo, García Márquez, Cortázar son tan sólo algunos de los puntos de apoyo.
La primera mitad del libro el autor nos cuenta su vida en varios capítulos dedicados a la familia, los estudios, el trabajo, las relaciones sentimentales o al descubrimiento del cine, mientras que en la segunda reflexiona sobre su actividad profesional desde diversos prismas: comprensión lectora, oralidad, imágenes que refuerzan la lectura, adultos que leen colecciones para jóvenes. Cuenta experiencias muy interesantes, anécdotas que pueden alumbrar muchos caminos. En esta segunda parte Daniel Pennac o Juan Mata, grandes teóricos de la lectura, le sirven a apoyo.
Pero, como he dicho, entreveradas con cada capítulo, van las recomendaciones literarias. Se trata de un total de 111 libros infantiles y juveniles, la mayor parte de autores españoles tan clásicos como Juan Farias, Emilio Pascual, Antonio Ventura, Daniel Nesquens, Alfredo Gómez Cerdá, Gustavo Martín Garzo, Pilar Mateos, Pepe Maestro, Antonio Rodríguez Almodóvar, Lucía Baquedano, Gonzalo Moure, Blanca Alvárez o Fina Casaldelrrey. Aunque, cómo no, también están entre los elegidos extranjeros como Saramago o Rodari.
El entusiasmo que pone en la recomendación de estos libros es una reivindicación en toda regla de la literatura infantil y juvenil a la que a veces se observa con cierta condescendencia, cuando no con desdén manifiesto por parte de algunos profesionales o críticos “adultos”. Entren en esos libros, abran sus páginas sin prejuicio y gocen de lo lindo, nos dice Arizaleta. Merece la pena el viaje, como sin duda merece la pena abrir estas páginas y conocer de cerca una vida de un profesional que, contra viento y marea, ha dedicado a la lectura infantil y juvenil, sus mejores esfuerzos.

lunes, enero 04, 2010

Perú, Gordon Lish

Trad. Israel Centeno. Periférica, Cáceres, 2009. 224 pp. 18,50 €

José Morella

En los niños, la diferencia entre ver y descubrir apenas existe. No conocen el esfuerzo, ni la disciplina, ni la presión de objetivos o finalidades. No juzgan los resultados, porque tampoco los buscan. Son máquinas de aprender y sorprenderse. Por eso los idiomas nuevos, por ejemplo, son tan fáciles para ellos. En realidad, palabras como “aprender” o “fácil” son sólo términos de adultos que tratan de explicar a los niños. Pero ellos no hacen nada en el sentido que los adultos le damos a “hacer”, así que no conseguimos explicarlos muy bien. Sin embargo Gordon Lish, en Perú, nos regala una impresionante ilusión: la de que su narrador sí lo consiga. Se propone que el texto no contenga, bajo ningún concepto, la lógica, los juicios de valor o las conexiones mentales típicas de los adultos. Intenta recordar con minuciosidad cómo el niño vivió y pensó las cosas que le pasaron. Eso es difícil cuando se cuenta un asesinato cometido a los seis años de edad sin ningún sentimiento de culpa. Sin ninguna intuición previa de causa o efecto por parte del asesino. El narrador de esta camuflada autobiografía, Gordon, trata de no juzgar, puesto que el niño que fue y que mató a otro niño tampoco juzgaba. En esta novela no hay ninguna moral. No trata de nada que no sea la memoria particularísima y absolutamente libre de las acciones, deseos y pensamientos de un niño. El hecho de que nos reconozcamos ahí es lo que le da al texto una dimensión aterradora e hipnótica: nos da la sintaxis psíquica de cuando aún no éramos el montón de prejuicios con patas que ahora somos. Cuando pensar era como andar o mirar o comer. Puro presente, puro ser, sin consciencia alguna de pasado ni de futuro. El pequeño habla de su casa familiar con palabras como “dragar”, “fosa séptica”, “salchicha” o “ducha”, mientras que el exterior de la casa se dice con otras, como “tul”, “corpiño” y “verduras”. Él pone elementos en juego y somos nosotros, los adultos, los que interpretamos y conectamos. El niño solo ve, oye y consigna. Declara lo que hay. Oye palabras en un sitio, palabras en otro. Por ejemplo: relaciona la ducha con sensaciones negativas en contraste con el baño, y el lector proyecta su suspicacia de adulto para leer ahí que su padre abusaba sexualmente de él: decía que había que ahorrar agua y que por eso tenían que ducharse juntos. Pero eso Gordon no lo dice. Dispone las cosas de tal modo que están a punto de cerrarse en verdades reveladoras, pero no acaban de cerrarse y quedan ahí, tentando al lector para que él o ella las cierre y caiga, así, en la visión excesiva e inevitable que llamamos lectura. Leer, aquí, es ver de más, como en las figuras que se usan para explicar la psicología de la gestalt. Equivocarse o correr el riesgo de equivocarse. Sobre haber matado a palazos a otro niño, Gordon simplemente dice: «me impresionó la forma en que otra persona se puede desplomar. Fue muy impresionante ver cómo uno puede hacer que otra persona se desplome solamente por algo que has hecho, por algo que hiciste». No sabemos por qué lo mata, sólo que lo hace. Hay cosas que pasan. Hay aquí y allí, esto y lo otro, pero un esto y lo otro no engarzados causalmente.
Los lectores, claro, sí que somos adultos, cada uno con sus creencias a cuestas: yo, por ejemplo, enseguida armo, casi por instinto, una lectura social: Gordon es el hijo de una familia de las que hoy en día llaman desestructuradas. Un niño no cuidado, no atendido por sus padres, que a causa de ello acabará siendo un adulto perfeccionista y melancólico. Gordon anhela ser como sus vecinos, los niños mimados y cuidados. Dice: «Andy Lieblich tenía que entrar para todo -para que la niñera lo bañara o para echarse una siesta o para que le sirvieran su comida caliente- y yo no, era muy diferente mi caso, nunca tenía que entrar, ni siquiera a la hora de comer... en el caso de que mi madre se hubiese acordado de de dejarme algo de comer... Cuando mirabas a los Lieblich, sentías que todo era suave y cremoso y que nunca se tendrían que ocupar de esto o lo otro». El lector adulto y cargado de creencias previas que yo soy no puede evitar ver, en Perú, el mensaje siguiente: las familias que ahora llaman desestructuradas son, ahora y antes, simplemente pobres. No están necesariamente en la miseria material, pero son social y culturalmente pobres. No tienen hueveras de plata para desayunar los huevos pasados por agua que les hace una niñera. No tienen cajones de arena para jugar. No tienen chóferes negros sensuales y hermosos. Lish —probablemente sin pretenderlo— ha consolidado mi idea de que nos están recortando el mundo a base de suprimir palabras, como la palabra “pobreza”. Ya no hay pobres entre nosotros: ahora hay familias desestructuradas. Los pobres quedan en confines muy lejanos, en Áfricas de la mente. Ese malintencionado desliz semántico exculpa a todos, y hace de la “desestructura” un tema intrínseco, una especie de “trastorno de las familias” paralelo a los trastornos psicológicos de las personas. Algo que se da, que sucede sin más. Pero quien ha vivido en esas familias no es susceptible de ser engañado. No puede leer Perú sin pensar que gran parte de lo que se llama delincuencia es y ha sido siempre un fenómeno residual de la pobreza, y el maltrato doméstico también, y la amargura de las cargas excesivas también, y muchas otras cosas también. Ahora los medios, los asistentes sociales, los médicos, los burócratas, los políticos y tantos otros ejércitos de la mente se esfuerzan mucho en no mentar la pobreza. De eso trata Perú para mí. Veo incluso la semilla de la revolución: Gordon siente en su propia carne, sin explicárselo, la propiedad privada como algo arbitrario, como una ficción que la muerte siempre desbarata. Tiene la sensación, al ver la vida de Andy Lieblich, de que «...ese cajón de arena no fuera su cajón de arena, sino el mío —igual que la niñera era mi niñera y el hombre negro era mi hombre negro y el Buick era mi Buick—. La verdadera cuestión era que había un error en alguna parte y que yo era el verdadero Andy Lieblich». De quién son esos olivos, que decía Hernández.
Pero Perú es mucho más. Otros podrán ver en ella otras cosas, tan válidas como las mías, y la leerán también con avidez, armándose otra historia. Si quieres una alegoría háztela tú, lector, te dice Lish. Yo sólo te paso las piezas. Móntala. Enchufa los cables, enrosca las bombillas, alza los muros y haz tu casita de leer. Juzga, interpreta, conecta a tu gusto. Lish te lo da todo, pero te obliga a darte cuenta de que estás mucho más cerca de los otros de lo que pensabas. De que todos leemos —y actuamos— siguiendo prejuicios no universales como si fueran leyes eternas. De que ya no somos niños: eso es lo que nos une. Todo lo otro nos separa. Somos trágica y afortunadamente únicos, pero anhelamos regresar al mismo sitio.

viernes, enero 01, 2010