José Luis Gómez Toré
Francisco Brines ha señalado alguna vez que la raíz de su poesía es elegíaca, esto es, de un profundo amor a la vida. La aparente paradoja se resuelve tal vez si evocamos el “Se canta lo que se pierde” machadiano, desde la conciencia de que solo merece la pena cantar aquello que amamos profundamente y cuya desaparición, por tanto, hace nacer el lamento. En este sentido, aunque es evidente la inflexión que se produce a partir de La certeza (lo señalan con acierto tanto el responsable de esta edición como el propio autor), dicho salto podría matizarse parcialmente, puesto que el tono elegíaco del primer tramo de la obra de Rosillo no nos muestra una mirada menos enamorada del mundo que la voz celebratoria de las últimas obras. En buena medida, lo que cambia no es solo la tonalidad de la escritura (más melancólica en el primer Rosillo; más vitalista, en el segundo), sino (lo que quizá constituye uno de los aspectos más interesantes de la obra del murciano) una distinta concepción del tiempo. Así, la linealidad cronológica, que en la experiencia individual del sujeto aboca necesariamente a la visión de la temporalidad como pérdida, se ve sustituida por una visión simultánea en la que el presente acoge de alguna forma los sucesivos presentes que fueron y serán, revelados en esa magia del instante: «A este sentir en mí/ es hoy acatamiento sin origen/ acaso no sea impropio/ llamarlo eternidad».
La antología está precedida por una valiosa introducción de José Luis Morante, que, como en todos sus escritos críticos, da muestra de un cuidadoso estudio de su objeto de análisis, del que está lejos de ofrecer una mirada aséptica de erudito. Su mirada es más bien la de un apasionado pero bien informado lector. Son muchas las lecturas que están detrás de este muy documentado trabajo, que desde luego no renuncia a perseguir una cierta objetividad, tarea irrenunciable pero quizá imposible de toda crítica, pero tampoco a ofrecer su lectura personal de la tradición poética española. No hay que olvidar que Morante es autor también (asimismo para esta misma colección de Letras Hispánicas de la editorial Cátedra) de sendas antologías de Joan Margarit y Luis García Montero, dos autores en cierto modo cercanos a la poética de Sánchez Rosillo, puesto que todos estos poetas apuestan por una mirada alejada de todo experimentalismo y el deseo de acercarse a un tono más conversacional. Así, los citados autores (también Morante como poeta, que dibuja así también sus afinidades electivas) tratan de dibujar un retrato moral del sujeto, si bien cierta conciencia de ficcionalización del yo, heredada de Gil de Biedma, es más evidente en García Montero que en Margarit y, desde luego, en Rosillo, en el que la poesía es en buena medida una respuesta al mandato délfico del “conócete a ti mismo”.
Rosillo, del que personalmente prefiero los poemas más breves en los que, en mi opinión, se percibe una mayor tensión expresiva, es un poeta fascinado por la luz, que es aquí otro nombre del tiempo, pero de ese tiempo que es asimismo (frente a una larga tradición elegíaca) más sinónimo de vida que de muerte. Ese trayecto de la sombra a la claridad es también un ejercicio de ascesis, de deseo de renuncia a los imperativos demasiado exigentes del yo (tan presente en las primeras entregas del poeta): «Traspasar esa línea de sombra que trazara/ en torno a ti la culpa de ser tú./ Y allí, inocente, libre/ del triste encierro de tu identidad/ ver en el ámbar puro de la mañana nueva/ que la luz te perdona/ y te signa la frente con su mano».
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