Pedro M. Domene
Manuel Villar Raso (Ólvega, Soria, 1936) tiene el suficiente bagaje literario como para no defraudarnos con cada obra suya, o quizá mejor, no resulta nada extraño encontrarnos con una magnifica entrega cada vez que publica nueva novela, y en esta ocasión ocurre con, Las señoras de Paraná (2014), una historia de lo más sugerente, escrita con esa pasión que caracteriza el pulso narrativo de Villar Raso, con una prosa cuyo léxico, ejecutado con frases breves y contundentes, ofrece en igual proporción un ritmo ágil que nos lleva de una página a otra, de una pequeña aventura a la siguiente, y todo adornado con hermosas imágenes y un aire de fascinación que transforma la historia en una mágica visión de cuanto acontece; solo posible por la detallada descripción del mundo vegetal y animal de aquellas tierras pobladas de pájaros exóticos y de árboles milenarios. Se describe, concretamente, el Brasil de la Ilha do Mel, aunque se concretan, otras historias, en las inmediaciones del Iguazú, o en los parajes que cubren Curitiva y Paranaguá, al tiempo que el narrador traza, con su saga femenina, una mezcla de tragedia y de ensueño, donde el odio y el amor más desaforados atormentan la existencia de sus principales protagonistas. Y es esa soledad que queda tras el furor erótico, la que consume la vida de las mujeres, y el más absoluto de los olvidos afecta a esos hombres que amaron sin ser correspondidos al tiempo que, el autor, hurga en lo más ignoto de la condición humana para trazarnos un mapa dibujado de varias generaciones de sobresalientes personajes femeninos.
Las señoras de Paraná es una novela envolvente con un halo de realismo mágico que muestra una obra donde lo exótico se antoja diferente de lo ensayado anteriormente por Villar Raso, eso sí dueño de un mundo tan ancho como ajeno en el mejor sentido del indigenista Alegría por la exhuberancia de una naturaleza épica, repleta de estímulos sensoriales que despiertan todos los resortes de la emoción con que pueda quedar herido cualquier lector, y para sugestionarnos e implicarnos en una saga familiar donde las mujeres ofrecen lo mejor de su existencia: la pasión. Y lo más curioso de la novela es la cadena que empieza, primero Gabriela que le había dado catorce hijos a su Ignacio Coimbra y nunca le amó, y después sigue en Eliana que nunca llegó a perdonarle a Césare su desenfreno sexual con las jovencitas de Curitiva y las campesinas de San Geminiano, y tampoco llegó a amarlo, aunque tuvo con él dos hijos, y lo mismo ocurriría con Marcela que jamás quiso a (mi) papá —habla la narradora—, Vincenzo Agnelli, otro nuevo fracaso y de lo más sintomático para ella, casarse con un hombre a quien, evidentemente, no amaba y con el que tuvo tres hijas, y una es, Rossana, quien narrará la historia. Aunque, para que todo esto ocurriera, hubo un antes, los amores del aventurero portugués don Pedro de Oliveira con su esclava prodigiosa Sebastiana Vellozo, y la venganza que a esta le propinó quien fuera su verecunda legítima Ana dos Praceres. Y aun después, sobrevienen los fantásticos amores de la propia Rossana, la hija de Marcela, nieta de Eliana y biznieta de Gabriela con el micólogo holandés Jan Van Rijsted y el ornitólogo francés Édouard Baulieu, en Ilha do Mel, un paraíso de la vida primigenia. Es, en fin, la historia de unas mujeres desquiciadas a lo divino que, siempre, se casan con quienes no quieren y aman a quienes no deben, siguen las estrictas normas morales de aquel tiempo pero nunca las siguen y se convierten en las heroínas de otras tantas mágicas historias por contar en mitad de unos paraísos perdidos.
Los infortunios y las desgracias se suceden en esta cadena de historias que evocan, como hace cincuenta años, un ¿realismo mágico?, entrevisto, sin duda, tras leer, Las señoras de Paraná, por el tratamiento del lenguaje, la ambientación y, sobre todo, el tiempo dilatado, el real y el verbal empleado, conseguido por el tratamiento del léxico y lo sugerente de muchas de sus páginas; Villar Raso dilata el tiempo en los muchos acontecimientos que se concatenan acertadamente, o impone un trepidante ritmo para contar su historia que, en ocasiones, queda sumida en una atmósfera casi irreal, pero tan cercana por las similitudes que la hacen posible. Y, ese tempus, por increíble, no deja de resultar verosímil. Ese, y no otro, es el procedimiento del realismo mágico, del que el autor se sirve para situar al lector en una disyuntiva permanente: lo que parece es, cierto; pero lo que no es, se estima también por convicción propia.
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