Ignacio Sanz
Si se pudieran buscar analogías entre el estilo literario y el vuelo de los pájaros, de algunos escritores podría decirse que escriben con vuelos cortos, que se adornan con cabriolas, como si imitaran al colibrí; otros escritores, en cambio, nos remitirían a las grandes rapaces de vuelos majestuosos que planean describiendo grandes parábolas desde la altura. González Sainz es un escritor de anchos vuelo, de frases que se concatenan para describir la realidad con elegancia obsesiva, tratando de que nada de lo que ve en lo alto quede fuera del alcance del lector, un escritor minucioso en los matices. Además su narrativa viene trufada de agudas reflexiones que obligan al lector a seguir esa compleja sintaxis para no perderse el fraseo de vocación perfeccionista.
Todo ello puede observarse en cualquiera de los siete cuentos que conforman su último libro agrupado bajo el título El viento en las hojas. Asombra la densidad de la prosa, esa busca y rebusca de las sutilezas del pensamiento, tratando de que ningún matiz, por pequeño que sea, quede fuera de su alcance.
Quizá el primero de los cuentos. “Unos pasos aún ante el umbral. (El aire de su sonrisa)” sea el más ligero, pura levedad. Recrea la llegada cotidiana de un niño hasta el parque de la mano de su padre. Ambos se detienen ante un pequeño puesto de helado atendido por una simpática vendedora. El niño pide un cucurucho pero no sabe por cual inclinarse. La vendedora, como cada día, le va enumerando. Parece algo simple. El padre, el niño, la vendedora y el deseo. Ah, el deseo que mueve el mundo…
“Como más tarde tuve ocasión de comprobar” se titula el cuento que cierra la colección, acaso el más complejo. El protagonista es un jubilado y viudo que acude cada día a un café donde pasa mañana, tarde y noche. Sabemos que estudió Filosofía en Alemania, aunque luego la vida le llevó por extraños caminos de auditor de cuentas que le han obligado a recorrer el mundo. Es un hombre de profunda convicciones. Cuando toma la palabra parece un oráculo:
«Mire todos estos penosos edificios tras las acacias del paseo, mire todas esas tiendas y toda esa gente que no hace más que meter ruido y ver la televisión, que yo no sé lo que verán para que les tengan tan embobados, y a los que no les importa sentarse en sus sillas de plástico por más que suden sin poder transpirar y el contacto de la piel con la silla sea como para que le salga a uno urticaria de por vida. Qué digo que no les importa, lo que están es deseando, encantados. Ya si vas luego y les sacas un altavoz a la calle por donde salga todo el día lo que sea, pero sobre todo ruido de ese machacón que llaman música, ni te cuento, ¡en el cielo!»
Como quiera que el personaje insiste en sucesivas parrafadas en la fealdad de las sillas de plástico que, además, con frecuencia llevan propaganda adosada, el lector, a poco sensible que sea, acaba mirando con recelo esas sillas que tanto abundan a nuestro alrededor.
Entre el primero y el último otros cinco cuentos independientes, extraños a veces respecto a las tramas y los conflictos que suele abordar la cuentística habitual. Lo cierto es que leyendo estos cuentos he recordado la lectura de “Ojos de que ven” la última novela de González Sainz que trata sobre los desatinos de los nacionalistas exacerbados y que, en lo esencial, permanece viva en mi memoria como una herida que no acaba de cerrar, acaso por la fuerza de su estilo poderoso.
Supongo que pasará el tiempo y seguirá flotando en mi memoria el estupor de ese caminante que sigue los pasos de otro caminante algo más lento del que va conjeturando su personalidad por el atavío y al que finalmente adelanta. Cuentos extraños, misteriosos, de obsesivas cavilaciones, escritos por un escritor que se ha convertido en virtuoso de la lengua.
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