Miguel Baquero
Tuve la inmensa suerte de ver a Fabio McNamara en sus días de gloria, cuando yo era poco más que un quinceañero y la Movida madrileña se hallaba en pleno auge. Y doy fe de que era un personaje fascinante, magnético; a mí al menos me dejó impactado por su espontaneidad, su transgresión, su vitalidad, la naturalidad admirable con que se situaba por encima de nosotros, pobres mortales contingentes, mientras que él era una rock-star despendolada habitante de un mundo de glamour. Ese engreimiento que en el noventa por ciento de las personas resulta insufrible, en McNamara quedaba tan auténtico que uno no podía evitar mantener clavados sus ojos (aún adolescentes) en aquella figura.
Luego, como es sabido, todo se fue disolviendo, con la ayuda muchas veces de una gotas de limón: vinieron programas de televisión clausurados, revistas que publicaban su último número, locales cerrados por reforma, cines vacíos convertidos en bancos, incluso viejos vinilos arrinconados por el formato digital. Tres o cuatro, no más, se instalaron en la cumbre y los demás —al menos los que estaban a mi alrededor— comenzamos a meternos en problemas realmente serios: ya se pueden imaginar, problemas económico-laborales-familiares y hasta financieros. Todo cayó en la desidia o sencillamente el cansancio, como anticipo de esta puta crisis malhumorada de hoy.
De Fabio McNamara, uno, como he dicho, de los personajes de la Movida que más me impactó en su día —el otro fue Ana Curra— hacía tiempo que había perdido la pista, pues entre que él salió del primer plano y que yo estaba demasiado ocupado, siempre demasiado ocupado, para buscar a nadie… Las últimas noticias que tenía sobre él no eran, desde luego, muy agradables, sino bastante sórdidas… pero, en fin, nada más sabía a su respecto hasta que, de pronto, me sorprendió verle en el famoso programa de televisión «Alaska y Mario», y enterarme de que éste, Vaquerizo, estaba trabajando en una biografía suya…
Quiero pensar que soy un tipo sin prejuicios. Conque, pese a que la primera impresión que me ocasionó el tal Mario, esposo de Olvido/Alaska, fuera detestable —me pareció entonces un tipo que alardeaba de tontuna, que es la degradación de la frivolidad—, seguí sin embargo atento a él para ver si mi juicio cambiaba en segundas y terceras impresiones. Y lo cierto es que sí, que me acabó pareciendo un tipo cuando menos divertido, más bien muy divertido, y desde luego no tan tonto como daba a entender. Así que cuando vi que estaba preparando una biografía de McNamara el asunto me intereso por triple motivo: 1) por ser Fabio quien era; 2) porque Vaquerizo, tras el flash repentino, parecía ser alguien bastante inteligente; y 3) porque igual aquella era, al fin, la «gran novela» de la Movida, esa novela, o biografía, o lo que sea, que hable de aquellos tiempos con la enjundia que, yo creo, merecen.
Pues bien, ya acabó Vaquerizo la biografía, ya la publicó, ya salió a la venta… y ya la he leído. Ignoro qué críticas habrá recibido en estos días —imagino que las habrá habido muy buenas, por ser Vaquerizo y la editorial quien es y poder permitírselo; y muy malas, así mismo por ser quienes son—. Yo quiero seguir pensando que no tengo prejuicios y allá voy con lo que, sinceramente, el libro me ha parecido.
Por encima de todo, curioso, ameno… no otra cosa podía esperarse de un personaje tan festivo y unos tiempos tan deslumbrantes. Dicho esto —que para muchos basta: que un libro te haga pasar un buen rato y te mantenga sumido en la lectura—, voy a tratar de afinar un poco más, como corresponde a una reseña, aunque sea gratuita. En primer lugar, no sé si la manera en que «está contado» el libro «procede» o no, qué diría el propio McNamara. El libro está ideado como un monólogo continuo de Fabio en que cuenta su vida desde la infancia.,,, y yo aquí puedo entender la postura de Vaquerizo: retirarse a un muy segundo plano y dejar toda la voz a Fabio; porque si en algo coinciden quienes le conocen y le conocieron es que el fuerte de Fabio era y es su espontaneidad, su genialidad súbita, el rapto inspirado. Entiendo, pues, que Vaquerizo haya mantenido el tono fresco y desinhibido de quien está contando algo entre amigos, con abundancia de expresiones tal que «yo como que estaba ya muy harta», «era todo el rato así, que la veías y decías qué divina» o «venga jijijí y jajajá». Con esta base, claro que el libro es muy ágil y fácil de leer, pero incluso así cualquiera intuye que respetar el habla llana de un individuo no significa transcribir, por ejemplo, sus titubeos cuando duda entre qué palabra emplear o si acaso tartamudea en alguna ocasión —que no es el caso, pero si se descuida…—. Que aunque pueda ser buena idea respetar la originalidad, hay no obstante que pulirlo un poco, no es mera cuestión de ejercer de grabador. Ni que, como a Vaquerizo, lleguen a colársele incluso errores gramaticales, algún «contra más» y cosas así.
Uno piensa también que Vaquerizo, quizás, se ha dejado llevar demasiado por el fluir de la memoria de Fabio, sin interrumpir su perorata, por más que fascinante, para hacerle alguna pregunta. Aclarar alguna duda que pudiera quedar por el camino. Por ejemplo: incidir en el tema artístico. McNamara se declara a menudo pintor a lo largo del libro, pero es el caso que nunca le vemos hablando (ni se le pregunta, que es a lo que voy) sobre sus gustos pictóricos, sobre su estética, sobre cuál es su objetivo al pintar, qué busca… Bueno, sí, una vez nombra a Basquiat, a Warhol dos o tres, pero porque le fascina el personaje, y a Costus porque vivió con ellos. Pero no se registra ninguna visita al museo del Prado, por ejemplo, aunque lo tenga bien cerca, o al Reina Sofía, ni ninguna opinión sobre pintores clásicos.
Así mismo, no se encontrará nunca al autor/protagonista leyendo un libro —salvo un curso por correspondencia que hizo sobre temas místicos—. Hay, eso es cierto, una vasta y envidiable, adelantada y moderna cultura musical, pero en general faltan —escandalosamente— siquiera algunas reflexiones —siquiera una reflexión— sobre su fundamento teórico a la hora de pintar. Porque toda propuesta estética debe partir de un pensamiento previo; incluso a lo intuitivo debe llegarse como conclusión, como rechazo reflexionado de lo caduco y búsqueda consciente de lo primigenio. Pero sin fundamento, cualquier expresión artística es superflua… y sería una lástima, porque las reproducciones de cuadros de McNamara que se ofrecen al final parecen de mérito.
Yo entiendo que tanto Vaquerizo como McNamara puedan estar dentro de la cultura pop, del posmodernismo o como quiera llamarse, en que se adora lo frívolo y lo intrascendental, y que seguramente no buscasen con este libro más que el lector pasase un buen rato, echara unas risas y descubriese algunos detalles de la Movida que desconocía. En este sentido: objetivo cumplido. Pero uno piensa, al cerrar el libro, que se ha perdido una ocasión única de presentar a un personaje como algo más, mucho más, que un tipo que combinaba ropa y complementos como nadie y al que todo le sentaba bien. Una oportunidad de pasar a un plano más importante, más humano y universal… En fin, que la Movida de esos días queda en espera de esa gran novela —quizás nunca se produzca—, de esas páginas que desbrocen el camino que ya señalaron gente como García-Alix con sus fotos y El Ángel con sus poemas.
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