Ricardo Martínez
En su día, el título A propósito de Casanova (editado por Siruela) firmado por este autor fue una verdadera revolución literaria en el panorama de la narrativa. Una expresión ésta que pudiera resultar exagerada pero que, a tenor de la riqueza del vocabulario (exquisito como pocos por su elegancia y efectividad), de su capacidad analítica (siempre el hombre y su complejo interior, ya sea en su relación con Dios, o la mujer, o ese Otro que somos, también, nosotros); por su sentido del humor a la hora de plantear, incluso, las situaciones más críticas —propias de un perspicaz observador— constituían, en verdad, una novedad jubilosa, un bien inesperado para el lector.
Ahora, en este título que nos presenta el sello editorial Subsuelo —destaca, sobre todo, por su exigencia en la calidad literaria de los textos— el autor, haciendo uso de las mismas armas de inteligencia y sensibilidad (acaso, tal vez, más afinadas por razón de haber tomado como "interlocutor" reverenciado por su valentía y osadía intelectual a San Agustín) nos expone un conjunto perfectamente encadenado de reflexiones en torno a Dios y el pecado, al hombre y la muerte, al destino como identidad y los intereses personales como justificación... Constituye pues una invitación a pensar, con argumentos nuevos y audaces, la relación del hombre con su entorno real-material y, al tiempo, con su significado espiritual o trascendente: «Si Dios consideraba un episodio tan de pacotilla los instintos del hombre, su individualidad, la carne y el lirio, hasta el punto de que es preciso librarse de ellos continuamente, ¿por qué no creó exclusivamente ángeles y almas? La Creación es creación de la materia, no el principio espiritualista de una élite espiritual.»
Podríamos decir que estamos, a la par, delante de un libro de sociología y de religión, de política y de amor; de humanismo entendido como una de las bellas artes de la vida, ello adobado con la ironía de que, tantas veces, se sirve la inteligencia para manifestarse. Suscribo, desde luego, las palabras que Mária Tompa utiliza en el prólogo: «reflexiones de impresión existencialista»: para hablar de sus lecturas (donde las referencias a idiomas como el inglés, latín, francés o aleman son oportunas y atinadas), de su idea del amor, de los acontecimientos políticos…
Hay un pasaje que, particularmente, me parece tan expresivo como lúcido. Es más, transitado por un contenido poético que para sí quisiera algún habitante del Parnaso. Dice así: «No se puede moralizar la muerte. No se puede considerar un castigo. Recuerdo una rosa en mi jardín de Sussex así como un nardo, un arbusto de gooseberry, que nunca hicieron daño a nadie, que me perfumaron, dieron poesía a mis rezos, alimentaron a las abejas, proporcionaron sombra a los pulgones errantes, hicieron, en general, patente que quizá sí merezca la pena vivir, ¿y qué les pasó? Se marchitaron, murieron sucios, nunca más volverán a aparecer… ¿Eran quizá pecadores?»
A este autor yo le asemejaría más a una inteligencia "activa" como Musil que no tanto a la "estática" de Borges. Cuestiones de apreciación, desde luego. Ah, y no se dejen llevar por la alusión a Agustín en la portada: es solo un pretexto para acceder, a modo de una razón dialéctica, a un mundo deslumbrante de observación humana, de capacidad de vivir, de pensamiento libre. Tal es la definición, el paradigma de este autor húngaro fallecido no hace muchos años y cuya lectura siempre será recomendable como ejercicio de salud espiritual (y, por añadidura, de invitación a la sonrisa, que es una de las mejores formas de vivir).
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