Julián Díez
Un lugar común a la hora de enfocar la obra de Philip K. Dick es que todas sus novelas tienen un nivel parejo. Reconozco haber compartido ese punto de vista durante años. Sin embargo, la relectura que voy haciendo de sus novelas a medida que se van reeditando en Minotauro, en una colección de autor que supone un reconocimiento incontestable a su talento e importancia, me hace cambiar paulatinamente de opinión.
El motivo para esa idea de la igualdad en la obra de Dick está en que, efectivamente, hay elementos reconocibles, únicos, en su prosa. Y no me estoy refiriendo solo a los conocidos como dickianos, como los dobleces inesperados de la realidad y el continuo asomarse al abismo de una racionalidad distinta a la común en nuestra cultura. Están también, sobre todo, esas construcciones corales, en las que los personajes entran y salen sin permitir nunca que el lector pise tierra firme para juzgar su rol en la historia. Los giros argumentales en perpetuo rumbo a lo desconocido. El narrador en tercera persona, compasivo siempre. Los detalles irónicos.
Todos esos rasgos de estilo comunes no pueden, sin embargo, obviar que las tramas de Dick son mejores en unas ocasiones que en otras, y que él estaba unas veces más lúcido que otras. Ésta novela, que llevaba demasiados años fuera de catálogo, es una de las buenas. Tal vez porque, en lugar de desarrollarse en un futuro más lejano en el que la imaginación de Dick podía descontrolarse sin cortapisa alguna, transcurre en su mayor parte en un pasado mañana postatómico, al que las fechas —la novela es de los sesenta, se sitúa la hecatombe en los setenta— han convertido en ucrónico. Aunque las cosas que pasan son tan raras como corresponde a cualquier novela de Dick, y el tono general está siempre bordeando lo grotesco, la narración no llega a escapar de la lógica interna del planteamiento de una manera excesiva. Y es inevitable añadir: como ocurre en las novelas que Dick ya acometió excesivamente pasado de pastillas, en el periodo inmediatamente posterior a éste trabajo y que finiquitó con su iluminación religiosa de los setenta.
La forma en la que se produce el desastre nuclear en Doctor Bloodmoney es ejemplar del enfoque con que Dick afrontaba la narrativa de ciencia ficción, y una prueba de cómo su obra es un jalón capital en el desarrollo de la historia del género. En ningún momento sabremos la razón por la que se produjo el comienzo de los bombardeos, quién empezó; no hay un vislumbre siquiera de lo que ocurrió en la gran historia. Sólo conoceremos su efecto en una serie de personajes que nos son presentados previamente y que responden de diferentes maneras al derrumbe de la civilización.
Resulta más que curioso que Dick, en el epílogo que se incluye en esta edición, considere como principal protagonista a Stuart McConchie, el vendedor negro que arranca la novela y que luego apenas aparece en un 10% del relato. Y que, de hecho, es prácticamente el único personaje que no cambia sustancialmente en el transcurso de la historia: es un vendedor, un tipo corriente, con sus prejuicios, y así seguirá. Conceder esa condición de protagonista a un tipo normal dice mucho, en cambio, sobre la visión de Dick del resto de sus personajes (y sobre la humanidad en general), de los que en casi todos los casos el desastre nuclear saca lo peor. Bonnie Keller, por ejemplo, pasa de ser una maruja puñetera a convertirse en una auténtica arpía. Hoppy Harrington, el minusválido entrañable, deriva de manera coherente en un monstruo. Aunque, por supuesto, la mayor carga recae en el doctor Bluthgeld, el trastornado que da título a la novela y que es el eje del drama: Dick denuncia con eficacia la posibilidad, que hoy sentimos con mayor apremio, de que el destino de la humanidad pueda estar en manos de paranoicos y enfermos, inmejorables herramientas para el poder.
Dick cierra la trama un poco porque sí echando mano de uno de sus temas recursivos, el del hermano perdido —su gemela falleció en el parto y está enterrado junto a ella—, pero habrá conseguido hasta entonces mantenernos tan cautivados y aportarnos tantos momentos de sorpresa y tantos personajes memorables —no sólo los citados, sino también el astronauta varado para siempre en órbita Walt Dangerfield o el emprendedor y tiernamente enamorado Andrew Gill—, que se lo podemos tolerar.
Doctor Bloodmoney es una excelente forma de adentrarse en el complejo universo de Dick, mucho más que la novela que habitualmente se deja ver en las librerías, ¿Sueñan los androides con ovejas eléctricas?, que salvo por ser pie para el guión de Blade Runner es un libro de la mitad baja de su producción. De aquí puede pasarse a Tiempo desarticulado, Ubik y El hombre en el castillo, por poner un ejemplo; no creo que nadie que haya terminado esas novelas pueda volver a mirar el mundo a su alrededor de la misma forma en que lo hacía antes, lo que supongo que es el mejor elogio que puede hacerse de cualquier creador.
1 comentario:
Tomo nota, aunque no sé si será fácil conseguir el libro en Argentina. Pregunstaré por el en una librería de Buenos Aires quetiene siempre algunos buenos importados a mano. Saludos
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