José Morella
En La transmigración de los cuerpos, del mexicano Yuri Herrera, una epidemia está arrasando con nosotros. La gente tiene miedo del contagio y muchos se quedan encerrados en sus casas. La enfermedad trae aislamiento pero también brutalidad: impagable el episodio del hombre que vende en los autobuses esos cacharritos llenos de agua jabonosa que sirven para que los niños hagan pompas de jabón. Esa sola imagen sirvió para devolverme de golpe al sur de América, porque en este viejuno continente nuestro nos buscamos la vida en los transportes públicos con menos elegancia que allá. Pero no sólo eso me condujo al otro lado del Atlántico: también el uso gustoso de un español menos acartonado que nunca, fresco y limpio, tan real que parece imaginado. Y, por supuesto, la calidad. Vaya novela, gente. Qué manera de gozar. A veces, sólo a veces, leer es lo mejor de nuestras vidas. Me dan ganas de ser cronista taurino, si no fuera porque soy vegano. Herrera se empecina en enseñarnos a escribir bien, por ejemplo cuando dibuja a un personaje, el novio de la tres veces rubia, de un modo deslumbrante con solo tres trazos: pelo, camisa y colgante: «Un hamponcito relamido patrás, cuatro botones de la camisa abiertos para que se viera la virgen de oro». Dice cosas como «una hordita de adolescentes». ¡Hordita! Me hace pensar en un Osvaldo Lamborghini pero menos exuberante, más editado. Me deja con ganas de más. A ver si en un futuro se acaba de soltar el pelo.
La tres veces rubia, el personaje que hace que el Alfaqueque se pase la novela intentando comprar un condón, dice: «La gente que está sola se vuelve loca». Por momentos me parece (pero ya estoy interpretando, hay que ver qué pesado se llega a poner uno) que todo el texto consiste en una inversión que se delega en el lector: si epidemia = soledad, entonces soledad = epidemia. La epidemia es esta cosa individualista que nos pasa ahora. De eso va el libro para mí. Todos mirando nuestros móviles, encorvados, en el metro. Pendientes de las redes sociales, que en la novela no aparecen por un agradecido y eficaz anacronismo tecnológico. Además la epidemia es el tropo único de la novela: la conforma y la deja desnuda, como esas casas de muros sin revocar (por moda o por pobreza) a las que se les ve la piedra. Cada lector puede elegir qué leer en la epidemia, en qué tipo de metáfora darse un baño solipsista: para unos será la dictadura, o el neoliberalismo, o el comunismo. Para otros la corrupción. Tal vez la violencia en México o en América en general; o la tiranía de la biotecnología moderna y su modo de imponer y dosificar la información acerca de los nuevos riesgos para la salud en la sociedad tecnológica. Pero para mí, que soy un lector como cualquier otro, la epidemia somos nosotros, nuestra achacosa manera de cerrar compuertas. Estamos enfermos, neuróticos perdidos. Ya lo dice un filósofo italiano del que me estoy alimentando ultimamente, Franco Berardi: la única política viable en el futuro será la terapia, porque la neurosis es de lo que está hecha nuestra organización social. Este buen hombre nos avisa de que lo único que nos puede salvar es salir a las calles y hacer cosas juntos. Zamparnos con patatas la soledad. En la novela de Herrera pasa lo contrario, pero Berardi y Herrera son medio hermanos. Hablan exactamente de lo mismo. «Gente había pero más como gusano de temporada que como dueña de la tierra: unos pocos en sus coches con los vidrios subidos; el señor que solía predicar el fin de los tiempos en un parque a tres cuadras, ahora solo, en silencio...» Nos vamos achicando.
En La transmigración de los cuerpos se evita el sexo para no contagiarse de «esa chingadera» que está acabando con el mundo. Esto significa que a base de querer salvar nuestro individual pellejo, acabamos fijo con la especie entera. Pero un momento, ¿no es eso lo que ya nos está pasando? Porque hace menos de dos meses vi en las noticias que la gente de Pekín no podía salir a la calle sin morir de algo tan cotidiano como respirar el aire, valga el pleonasmo.Todo por tener nuestros cachivaches bien baratos, ¿no? No sé, pero lo mismo sí.
La historia, mínima, es una inversión temporal de la de Romeo y Julieta: aquí se llaman Romeo y la Muñe. Mueren casi al principio y pertenecen a familias enemigas que son —para rizar el rizo— la misma familia. El Alfaqueque, protagonista de la novela y quien nos da la perspectiva de todo lo que pasa, es una especie de pacificador no oficial, que se gana la vida "transando" en conflictos, evitando que la gente se mate a tiros más de lo que ya lo hace. Él es quien media entre las dos familias. Lo suyo es hablar, ablandar, convencer, hacer bajar los ánimos encendidos. El texto es posmoderno a rabiar, pero no da rabia: es como si le dieras una cámara doméstica de vídeo a Benvolio, ese personaje de Shakespeare que trata de evitar la gresca entre Capuletos y Montescos, y él se dedicara a filmar el montaje de la obra en los entretiempos, desde los camerinos, cuando todos están muy cansados y quejumbrosos. Se ve diferente, claro: se ve que todos los personajes morirán al final de lo mismo que Romeo y Julieta, y no es de amor.
El Alfaqueque nos da el tono: se gana la vida evitando la violencia pero justamente gracias a ella. Necesita la violencia estructural para hacer sus trabajos de coyuntura. Está atrapado en su papel. Testimonia un fragmento del final de nuestro paso como especie sobre este hermoso globo, y se lo pasa evitando muertes y buscando un condón. Tal vez nosotros, comprando gadgets y criando chepa para mirarlos cuando caminamos solos y arriba y a abajo, también estemos alimentado al bichote estructural para (mal)vivir entre sus rendijas.
1 comentario:
¡Novelón!
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