José Luis Gómez Toré
Como los propios autores se encargan de recalcar en la traducción, citando precisamente un fragmento del Athenaeum, el término “Romanticismo” se ha convertido en un término inevitable y al mismo tiempo siempre inadecuado. De hecho, tanto en la antología de textos que nos presentan Lacoue-Labarthe y Nancy como en el estudio de los mismos, el Romanticismo aparece una y otra vez como una literatura del futuro que en cierta medida lleva en su esencia el ser siempre un proyecto incompleto, una literatura que está siempre a punto de llegar. Por otra parte, si en la citada introducción se destaca la dificultad de situar bajo una misma categoría fenómenos tan dispares como el primer Romanticismo alemán y el Romanticismo francés, hacer lo propio con el Romanticismo hispánico, a lo que sin duda se sentirá tentado el lector español, puede rayar en la extravagancia. En efecto, ¿cómo albergar en el mismo paraguas a los hermanos Schlegel y a José de Espronceda, o al tardío Bécquer con, por ejemplo, Novalis? Más allá de los méritos propios de nuestros denominados románticos, nos encontramos en la literatura española del XIX (una distorsión más: el temprano Romanticismo de Jena es, y no solo por sus fechas de inicio, un movimiento dieciochesco) una carencia evidente de referentes filosóficos. Por el contrario, el movimiento romántico del que nos hablan los autores (dos de las figuras más destacadas del pensamiento francés contemporáneo) es inexplicable sin la fusión, y aun la confusión, entre literatura y filosofía.
En la estela de Benjamin, Lacoue-Labarthe y Nancy insisten en la importancia de la crítica como elemento central del Romanticismo, una crítica que, al tiempo que recalca la autonomía de lo literario, abre la obra al juego infinito de la interpretación. El libro nos ofrece una recopilación imprescindible, hasta ahora de difícil alcance en su conjunto para el lector de habla española, de algunos de los textos centrales de August y Friedrich Schlegel, de Novalis o de Schelling. Se incluyen también, como no podía ser de otro modo, los Fragmentos sin autoría del Athenaeum, un anonimato que constituye precisamente uno de los elementos más destacados del primer proyecto de Jena. Esa renuncia al nombre propio, que los autores vinculados al proyecto no tardaron en traicionar, se plantea desde el ideal de una literatura colectiva, que preludia algunas de las propuestas más audaces de la vanguardia (si es que el movimiento impulsado por los Schlegel no es en sí ya una primera vanguardia, también en sus impulsos utópicos así como en sus tempranas tendencias de disgregación). La estética de Jena, en sus formulaciones más revolucionarias, se relaciona íntimamente con la poética del fragmento, pues a través de este se perfila el ideal de una escritura más allá de los géneros. En cierta medida, ocurre lo mismo con la concepción de la crítica como práctica literaria en sí misma y no como mero comentario de los textos literarios. Se trata de algo más que una cuestión formal: a través de esa literatura sin género se intenta responder, tal vez sin demasiado éxito, a la crisis del sujeto que había abierto la filosofía coetánea.
Si la selección de los textos es excelente (por cierto, hay que agradecer a las traductoras que, en las correspondientes secciones del libro, hayan partido directamente de los originales alemanes y no de las versiones al francés), no menos recomendable es el estudio que los acompaña. Es cierto que no es una lectura para todos los paladares: el lector que no tenga una cierta cultura filosófica y un conocimiento, siquiera somero, de la filosofía kantiana e idealista tendrá dificultades para seguir la brillante argumentación de Nancy y Lacoue-Labarthe. Sin embargo, todo aquel que quiera acercarse a lo que supuso, más allá de vagos tópicos, la revolución romántica no puede sino acercarse a estas páginas, también de lectura obligatoria (si se me permite la expresión) para entender lo que significa no ya la idea moderna de literatura, sino la literatura misma. Porque una de las ideas que precisamente surgen con fuerza en este libro es que la literatura es una invención moderna. Y a la que tal vez, al menos en el sentido fuerte en el que la entendieron los románticos, no le quede demasiado tiempo de vida. Si es que (recuérdese la tesis de Hegel sobre la muerte del arte) no se ha extinguido ya.
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