Ignacio Sanz
Gallinas de madera es un libro que contiene dos novelas cortas independientes y de estirpe metaliteraria. En la primera titulada. “En las playas de Montauk las moscas suelen crecer más de la cuenta”, se homenajea a Bohumil Hrabal, el gran escritor checo cuya muerte es un misterio que sigue flotando sobre la historia de la literatura europea. Hrabal vivía internado en una residencia de ancianos. En la cornisa se de la cuarta planta se posaban las palomas a las que él echaba de comer. Un día Hrabal se precipitó al vacío. ¿Suicidio acaso? Bellatín parte de este hecho minúsculo para divagar sobre el gigante de la narrativa checa y lo hace bajo los efectos delirantes que produce la ingesta de un líquido lisérgico. La visión de la realidad es deformada y aparecen moscas monstruosas, aves de rapiña, perros. Y aparece una y otra vez Bohumil, pero un Bohumil deformado por los efectos del líquido lisérgico, como en los esperpentos de nuestro Valle, pero aquí sometido a un discurso circular, como de melopea que repite y repite, pero al mismo tiempo envía rayos de sol, puntos de luz sobre la obra del gigante checo.
El segundo relato, “En el ropero del señor Bernard”, el homenajeado es el escritor francés Robbe-Grillet con quien Bellatín sostuvo una conversación pública poco antes de morir. El señor Bernard pertenecía al Movimiento Literario Sumamente Innovador. Uno de los principios de este movimiento consiste en matar al padre, en empeñarse en que cada generación de escritores renueve sus fuentes de creación edificando su obra sobre las ruinas de la generación anterior. Bellatín envuelve al lector en un discurso melopeístico con referencias personales y múltiples desdoblamientos.
Por todo ello no estamos ante un libro fácil, como acaso no lo sea la literatura de Robbe-Grillet. Y sin embargo, en medio del bálago discursivo, encuentra el lector reflexiones lúcidas como las que hace sobre El extranjero de Camús al referirse a los tiempos verbales con los que empieza esta inquietante novela.
En cualquier caso se trata de disquisiciones sobre la escritura antes que sobre la vida.
«Me puse a escribir, imaginariamente, eso sí, porque no comprendo el mundo. Lo hice en la mesa donde me sirvió alguna vez una sopa hecha con restos de pájaros. Esto es todo. Para colmo, mientras más escribo, menos entiendo. Ahora no se qué va a pasar, sabiendo además que en el ropero del señor Bernard falta un traje, por si fuera poco el que más detestaba.»
Y, pese a todo, es decir, pese a esta atmósfera de cavilaciones concéntricas que abruman ligeramente al lector, a menudo salta la chispa, una chispa que empuja a seguir para encontrar el misterio que une a los parricidas.
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