Pilar Adón
Partiendo de un ideario muy claro y con el afán de presentar ante todo el que desee leerlo un manifiesto de carácter político con vocación evidentemente práctica, el activista y escritor francés de origen argelino Pierre Rabhi hace con su defensa de «la sobriedad feliz» una llamada a la «insurrección de conciencia», eslogan que él mismo adoptó para su campaña electoral cuando se presentó como candidato a la presidencia francesa en 2002.
Sobriedad. Feliz. Parece indudable que la elección de las palabras en este discurso ágil y apasionado se ha hecho con un cuidado exquisito, y parece esencial que «feliz» sea el término que califique a la sobriedad a la que Rabhi se refiere y que con tanto ímpetu defiende ya que ha de quedar claro que se trata de una sobriedad consciente y buscada, centrada en el poder de la moderación como antídoto para el imperio del lucro y el beneficio, y que logre que los hombres se liberen de la tiranía de las finanzas. Una sobriedad meditada e invitada ya que, de lo contrario, en un mundo en el que sesenta y cinco mil personas mueren cada día de hambre y de enfermedades derivadas de la pobreza, semejante propuesta podría parecer grotesca y hasta despiadada.
Pero Rabhi sabe de lo que habla. Ha hecho de su existencia su principal argumento y él mismo constituye la prueba de que se puede llevar a la práctica la que es su teoría vital. Sin caer en el buenismo ni en el autobombo ni en las proclamas de un neohippy de salón, Rabhi expone sus propias acciones y cómo ha perseguido la consecución de una tierra mejor y una existencia más coherente con los ritmos de la tradición y de la tierra. A partir de ejemplos de su infancia, de su familia, de las labores a las que se ha entregado en el pasado y a las que se sigue entregando, pone de manifiesto cómo con pequeños actos se puede lograr un objetivo que trascienda la propia individualidad y que apunte a algo a priori tan abstracto como puede ser la fortaleza del planeta y por ende la de la humanidad. Así, habla de la fealdad de las finanzas y de la importancia de renunciar a la fealdad que supone la competitividad continuada y el alejamiento de lo primordial. Habla de la insensatez del ritmo de vida que se impone en una sociedad basada en la producción acelerada de bienes. De las prisas. Del encierro continuo en todo tipo de edificios desde que nacemos y hasta el asilo. De la cosificación del hombre que se convierte en mero productor y en feroz consumidor de lo que produce. De un modelo económico que no puede mantenerse sin destruir y que considera que el planeta es una fuente inagotable de recursos. De la ruina de la agricultura tradicional y de una tierra arrasada por fertilizantes y pesticidas. Y, a cambio, propone una búsqueda de la belleza que suponga todo lo contrario, es decir, el acercamiento a lo básico, a lo necesario. Una sobriedad que huya de la dictadura del consumo y que comprenda incluso una abstinencia de información, un «ayuno purificador» que deje reposar al cerebro de las declaraciones, los desmentidos, los datos y más datos que lo saturan todas las mañanas.
Rabhi parte de una crítica a la modernidad que ha venido a instaurar lo que él llama «pensamiento de inspiración mineral» y que es aquel pensamiento que básicamente rechaza cualquier categoría que no se adapte a la racionalidad capaz de explicarlo todo, y que elimina conceptos como el de la intuición, la sensibilidad o la subjetividad. Ataca el concepto de una economía que se erige en suprema reguladora de todos los ámbitos de la existencia una vez eliminados los demás parámetros, y que impone el «aprovechamiento» como máximo regulador. El beneficio que hace que se prohíba toda «pérdida de tiempo». Y para ilustrar la tristeza a la que conduce tal sistema, recuerda a su padre, un herrero del sur de Argelia que se encargaba de arreglar en su fragua las herramientas de sus vecinos hasta que, con la llegada de los franceses, todo cambió y comenzaron a faltarle los encargos. Las empresas francesas llegaron para extraer hulla, impusieron sus sistemas de producción y acabaron con el pausado modo de vida que Rabhi había conocido y que intentaría recuperar años después cuando, en 1961, tras formar una familia, se instaló en el parque nacional de las Cevenas, en la parte de Ardèche, donde vivió siete años sin agua corriente y trece sin electricidad, alumbrándose con velas y lámparas de petróleo y de gas, y donde empezó a cultivar la tierra sin productos químicos, abogando por un modelo basado en «la agroecología, la sensibilización, la educación y la transmisión de competencias para una agricultura perenne, eficaz y respetuosa con el medio ambiente».
En un momento como el actual no es de extrañar que se publiquen libros que hablan de autosuficiencia, de una vida consciente y de una filosofía de la adaptación. La sobriedad feliz se plantea como una opción más, la de su autor, que la propone como alternativa para llevar «una vida más ligera, tranquila y libre». En el día a día, cuando seguimos con nuestros sistemas aprendidos y nuestros condicionamientos particulares, esta podría parecer una propuesta utópica, quizá viable para otros. Pero no es necesario irse a vivir a un parque nacional. Rabhi propone la ejecución de mínimos movimientos conscientes que constituyan en sí mismos un acto alegre de protesta e incluso de pequeña rebelión: «Cultivar un huerto o entregarse a cualquier actividad creadora de autonomía será considerado un acto político, un acto de legítima resistencia a la dependencia y la esclavitud del ser humano.»
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