lunes, mayo 27, 2013

La reina de la Costa Negra y otros relatos de Conan, Robert E. Howard

Trad. Javier Fernández. Cátedra, Madrid, 2013. 376 pp. 15,30 €

Fernando Ángel Moreno

Conan.
Si esa palabra ya le hace sonreír, positiva o negativamente, puede usted ahorrarse la mitad de este texto. Lo más interesante es que si ha sido una sensación positiva habrá ido acompañada seguramente por multitud de recuerdos, impulsos inconscientes de difícil y vergonzosa y orgullosa identificación, sueños, viajes y, sobre todo… Subraye por favor esta palabra:
Melancolía.
Conan.
¿Por qué leer Conan? Para mí la pregunta sería, en realidad, ¿por qué no leer sobre Conan?
Y ya me sé muchas poco convincentes razones: que no vale la pena por el exceso de adjetivación y por el machismo y el racismo y la homofobia evidentes… Que una sociedad bien pensante no puede alabar su defensa de la superstición ni el desprecio de lo civilizado, de la sana convivencia, del respeto de las opiniones y acciones ajenas… Que no se puede aceptar en una sociedad madura a un guerrero que solo respeta el carácter y la fuerza.
Quiero decir que entiendo y me sé de memoria todas las razones por las que no leer Conan.
Ahora Javier Fernández no duda de que hay que leer a Conan y nos trae su propia edición y traducción de los más relevantes relatos del cimerio, acompaña de algunas imprescindibles notas sobre su labor como traductor. Y lo hace desde una editorial tan poco sospechosa de defensa de lo políticamente incorrecto como Cátedra. Es decir, una editorial civilizada y digna como Cátedra dignifica con su sello la lectura de uno de los máximos representantes del pulp estadounidense. ¡Por Crom!
Y Javier Fernández entiende muy bien que ni Cátedra dignifica a Conan ni Conan dignificar a Cátedra, y que hay que leer Conan. Nos lo sugiere en un prólogo apabullante que por sí mismo ya justifica acercarse al volumen. Lo que nos explica allí es precisamente lo que ocurre cuando leemos la inabarcable palabra «Conan». Para ello hace un repaso por el mito posmoderno construido el cómic, la literatura y el cine. Así nos describe ese constructo cultural y las razones de su éxito, pese a la distorsión que ha sufrido desde sus orígenes.
Será precisamente la descripción de esos orígenes —la personalidad de Howard, la influencia de Lovecraft, los EE.UU. de su tiempo, el tipo de lectores que había— lo que nos enriquece y nos trae un nuevo Conan, que es precisamente el primero que hubo; Conan el existencialista, como cariñosamente le han llamado. Pocos sabíamos que jamás sus aventuras habían sido traducidas fielmente, pues habían partido de las mutilaciones y falseamientos del editor Sprague de Camp. Ahora tenemos la ocasión de encontrarnos con lo más hermoso del personaje: su melancolía.
La melancolía del personaje, ahora disponible a través de esta nueva y cuidada traducción, es la de nuestra esencia primigenia antes de perderse en tantas falacias con las que una sociedad burguesa nos ha devorado. Al lector poco amigo del pulp (como es mi caso) podrán llamarle la atención la simpleza de las aventuras, su repetitividad, el barroquismo innecesario con tantos adjetivos y tanta épica forzada, como me ha ocurrido a mí. Pero su lectura se enriquece con la comprensión del fenómeno cultural y con la mirada puesta en ese aventurero que viajaba por lugares exóticos alquilando su espada (nunca vendiéndose) y que tantos hemos sido durante la infancia y la adolescencia. «Algún mecanismo de mi subconsciente tomó las características dominantes de varios boxeadores, pistoleros, piratas, matones de los campos de petróleo, jugadores y honestos trabajadores con los que había estado en contacto y, al combinarse todos ellos, se produjo la amalgama que llamo Conan el cimerio.» (Robert E. Howard)
En este sentido, Conan es el aventurero definitivo y como tal hay que leerlo, en su lucha eterna contra las hipocresías y la falsa moralidad de la burguesía. Especialmente interesantes son los puntos comunes —numerosísimos— con la literatura y la visión de la existencia de su buen amigo Lovecraft, que yo desconocía y que me han sorprendido página tras página.
Y con ello he vuelto a entender que las más célebres obras populares (en el peor sentido) no tienen por qué resultar complejas, sutiles, inigualables por su virtuosismo verbal. Deben conquistarnos por su totalizadora visión de la realidad y de la posición del individuo ante ella. En esta visión se entremezclan intuiciones sobre avances filosóficos revolucionarios, como entendemos al leer alegremente a Lovecraft. Cuando consiguen esta meta, a partir de una propuesta propia y sugerente, y si entendemos este principio, podremos disfrutar numerosas narraciones que nuestros prejuicios falsamente adultos nos tienen vetadas.
En resumen, tras leer la propuesta de Cátedra, ¿me gustaría Conan si no supiese quién es Conan? Dejando aparte la futilidad de esta pregunta, creo que disfrutaría —como me ha ocurrido ahora— esa melancolía del personaje, esa crítica de lo civilizado, la potencia de su imaginario y la personalidad ambigua del cimerio.
Pero es que además es Conan. Y no hay que pararse a pensar en por qué leer sobre él. «He conocido muchos dioses. El que los niega está tan ciego como el que confía demasiado en ellos. No busco nada del otro lado de la muerte. Puede que sea la negrura que aseguran los escépticos nemedios, o el reino de Crom de hielo y nubes, o las planicies nevadas y los salones abovedados del Valhalla de Nordheimer. Ni lo sé, ni me importa. Déjame vivir intensamente mientras viva; déjame conocer los ricos jugos de la carne roja, el picor del vino en mi paladar, el caliente abrazo de los brazos blancos, la loca exultación de la batalla cuando las azules espadas arden y enrojecen, y estaré contento. Que profesores y sacerdotes y filósofos se ocupen de las cuestiones de la realidad y la ilusión. Esto sé: si la vida es ilusión, entonces yo no soy sino ilusión, y siéndolo, la ilusión es real para mí. Vivo, ardo de vida, amo, mato y estoy contento.»

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