Ángeles Prieto Barba
Somos muchos los que esperamos cada entrega de Quirke con emoción, como quien aguarda la nueva temporada de nuestra serie favorita. Incluso que con mayor interés, si cabe, convencidos de que nuestras expectativas se verán recompensadas. Y esto lo digo incluyéndome en un grupo heterogéneo de lectores al que no creo pertenecer, el de los amantes de la novela negra, porque no disfruto en absoluto de la narración vertiginosa, el exceso de diálogos y el imperio de la trama que caracterizan a las actuales. Y es que a la hora de avanzar en una novela, saber quién fue el criminal no representa para mí acicate alguno, no quiero leer por y para eso. Ni siquiera para enterarme del motivo por el que, un concreto personaje de ficción, cometió un asesinato. Lo que me interesa de verdad es saber mucho más del mundo en el que habito y eso incluye la maldad, el crimen y el sadismo como cualquier tema más, sin necesidad de que me sobresalten a cada momento con escenas morbosas.
Por ello, escribo esta reseña para despertar la atención de todos aquellos lectores que no sean adictos a la novela negra como tal, confeccionada y en serie, para solicitarles de hecho que centren su atención en esta serie concreta. Pues, ¿qué nos ofrece John Banville/Benjamin Black a través de Quirke, el forense?
En primer lugar, clase y estilo. Un estilo propio y definido a través de unas metáforas originales, huyendo de lugares comunes, siempre deslumbrantes y certeras. Ese estilo que nos hace recordar, de forma inmediata, a los grandes clásicos del género, aquellos que sí merece la pena leerlos: Raymond Chandler, Dashiell Hammett, James M. Cain o Patricia Highsmith.
Después, contenido. Pues Benjamin Black sabe de lo que habla, no escribe por encumbrarse desde un despacho aislado del mundo. Lo que ha sentido y vivido, sabe transmitirlo. Lo que supone la muerte: «Era como si un objeto gigante hubiera sido arrojado en medio de ellos, como si una inmensa bola de piedra hubiera caído en la casa destrozando el tejado y permaneciera inamovible entre ambos, de tal manera que tenía que acordar el modo de rodearla y, al mismo tiempo, fingir que no estaba allí». O la atracción sexual: «Como si además de la propia mujer hubiera otra versión más intensa de ella misma, otro sí mismo invisible que emanara de ella y la rodeara como un aura». O el alcoholismo: «Sentía la piel de la frente alarmantemente tensa y velaba sus ojos una ligera neblina, que no conseguía eliminar por más que parpadeara. Algo le pellizcaba en el fondo de la mente, pero decidió ignorarlo. Un trago más y luego pararía». Y finalmente nos procura un fiel retrato de la sociedad irlandesa, como también unos personajes fuertes y bien definidos, pero asimismo imprevisibles como somos todos nosotros, ante las sorpresas y retos que nos procura la vida.
En esta quinta entrega observaremos como el quijotesco Quirke seguirá en tablas respecto a sus demonios interiores, cobrando un mayor protagonismo su amigo el inspector Hackett, siempre seguro y tranquilo, o su hija Phoebe, que sigue madurando como puede. Todos ellos tendrán que vérselas con los distintos miembros de dos familias muy adineradas, los Delahue y los Clancy, que comparten un mismo negocio e idénticas ambiciones de poder, sexo y dinero, la combinación perfecta para mantener durante largo tiempo odios acendrados, para que surja el mal.
Pero no es tarea del reseñista revelar la trama, sino asegurar al lector de esta novela que en modo alguno notará, entre diversos testimonios de personajes diferentes y algunos flashback, el armazón formidable que la sostiene. Señal de que nos encontramos ante una obra excelente y digna, que vamos a disfrutar.
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