María José Montesinos
Flann O’Brien, seudónimo de Brian O’Nolan, también conocido como Myles na Gopaleen y que firmó igualmente como Cruiskeen Lawn, es para algunos el más grande escritor irlandés después de James Joyce, quien leía sus novelas con lupa. Casi ciego como estaba, el autor de Ulises no quiso perderse El tercer policía, probablemente la mejor de las obras de O’Brien (y cuyo sofisticado ingenio creativo confesaron haber copiado los guionistas de la serie ‘Lost’) y siempre recalcó la admiración que sus libros le producían. El ingenio y la maestría en el uso del lenguaje, así como su profunda ironía son las principales características de este dublinés que, como trabajador del Estado, utilizó numerosos seudónimos para publicar sus novelas o sus colaboraciones periodísticas, conocidas por su causticidad.
En toda su obra, pero sobre todo en esta de La saga del sagú de Slattery, O’Brien me recuerda a otro ilustre irlandés, Jonathan Swift, por su humor y el atrevimiento humorístico. El clérigo Swift publicó, durante el enfrentamiento entre campesinos y los terratenientes por los usureros alquileres sobre las tierras que estos imponían a aquellos, un opúsculo (‘Una modesta proposición para impedir que los hijos de los pobres de Irlanda sean una carga para sus padres o para el país’) en el que sugería que los campesinos dieran sus hijos a los propietarios para que se los comieran y así los padres no sufrían por no poder alimentarlos. Este arranque de humor negro, y de denuncia social, se me viene a la cabeza cuando en La saga del sagú de Slattery la mesiánica Crawford MacPherson llega, desde Estados Unidos, a los lares del potentado Ned Hoolihan (un apellido tan parecido a ‘hooligan’) con una misión trascendental: sustituir la patata (“el cultivo de los gandules”) por el sagú, una planta oriental, fecunda y muy saciante. El objetivo: evitar que el hambre y la pobreza lleven más irlandeses a América. La señora MacPherson da buenas razones para ello: más de un millón de esos “pícaros” irlandeses escaparon a Estados Unidos durante las hambrunas del XIX y a punto estuvieron “de arruinar América. Crecieron y se multiplicaron e infestaron todo el continente, empapándolo de crimen, alcoholismo, licor ilegal, atracos a bancos, asesinatos, prostitución, sífilis, políticas poco limpias y el catolicismo romano”.
Hoolihan da todo su apoyo a estos planes (al punto de encontrarse incluso sospechosamente casado con la extravagante MacPherson) porque anteriores proyectos suyos de vender a los campesinos unas semillas manipuladas por él genéticamente no fueron nada bien acogidas por ellos. El debate transgénico es uno de los modernos argumentos que encontramos en este libro, en el que también se habla de los la instalación de casinos como muestra de progreso. Gracias a esta iniciativa conoceremos a otro personaje extravagante: el honorable doctor Eustace Baggeley, quien anda preparando su mansión para esta industria del ocio. El médico vive entregado al refinamiento y a las drogas, que no duda en prescribir y administrar a sus asalariados, y la perspectiva de un casino le parece que añadirá grandes alicientes a su vida, además de incrementar su fortuna. Contra todo pronóstico, hace buena migas con la señora MacPherson que incluso, con gran remango y sagacidad cual precuela de Jessica Fletcher, encuentra a un operario desaparecido, librándolo de una muerte cruel causada por el descuido, la borrachera y el trabajo, que siempre han sido males muy graves. Las escenas jocosas se suceden en este libro, además de reflexiones sobre las especies invasoras, la globalización… y muchos otros asuntos ‘modernos’ que aparecen esbozados en este libro aunque, lamentablemente, O’Brien murió en 1966, antes de poder acabarlo. Sin embargo, el mejor O’Brien está presente en cada párrafo y sus devotos agradecemos mucho a la editorial Nórdica poder disfrutar de él.
No hay comentarios:
Publicar un comentario