Ignacio Sanz
Julio Llamazares es un novelista lento, pero esencial. Cada novela suya es como una piedra lanzada a un lago que no deja de producir ondas y más ondas. Acaso la de mayor alcance, una novela mítica por tantos motivos, sea La lluvia amarilla. En el Museo Etnográfico de Sabiñánigo la vi hace unos años multiplicada en diversas lenguas ocupando un altar. Allí se lee con devoción. Pero no se pierda el lector curioso Escenas de cine mudo, tan extremadamente original en su construcción y tan penetrante al hurgar en el recuerdo de la infancia del autor.
Además de novelas ha escrito relatos, libros de viaje, crónicas y, en sus comienzos, dos libros de poesía memorables.
Las lágrimas de San Lorenzo también destila poesía en estado puro. Se trata de la quinta de sus novelas y es un libro que tiende a la redondez porque va envolviendo al lector, arrullándolo poco a poco, como esas abuelas que suben al nieto en el halda y le van contando un cuento hasta fascinarle. Por ello se trata de una novela narcótica que te arrastra poco a poco sin dejarte escapar.
En esta ocasión el escenario sobre el que pivota la acción es Ibiza donde el narrador, un profesor universitario que ha rodado por diversas universidades europeas carente de ambiciones académicas, pasó algunos años de su loca juventud. Allí regresa con su hijo Pedro de doce años, un hijo con el que apenas convive, para hacerle partícipe de un rito iniciático: la lectura del cielo en la noche de San Lorenzo, cuajada de estrellas fugaces. Y, al hacerlo, recuerda, una noche parecida cuando él era un niño originario de un Bilbao sombrío y lluvioso y su padre, en plenas vacaciones, le mostró el cielo tendido en la eras del abuelo, en León.
Entre esas dos noches, el narrador, capítulo a capítulo, va desgranando recuerdos casi siempre amargos o dolientes sobre personajes desaparecidos fundamentales en su vida. A veces no, a veces, apoyado en los versos epicúreos de Catulo, el narrador se engolfa en los días felices de su juventud ibicenca y nos relata episodios distantes de los sucesivos amoríos en las dunas de la playa. Pero el tono dominante es melancólico. Como la noria de una huerta que gira y gira con monotonía para extraer el agua que ha de fertilizar la tierra.
También podría ser considerada una carta de amor, un testamento vital para ese hijo con el que apenas convive y que quiere saber de su padre.
Lo que importa, en cualquier caso, es la atmósfera que crea, una atmósfera muy cercana al misterio, una atmósfera que va empujando levemente al lector, envolviéndolo, turbándolo, como si el novelista se hubiera transformado en un narrador oral que va soltando pequeñas claves aquí y allá para luego, capítulo a capítulo, ir cerrando para consuelo del lector.
Estamos ante un Llamazares destilado, esencial, poético. Su gozo nos regocija y su dolor nos hiere.
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