Pedro M. Domene
Bruce Chatwin experimentó, inagotablemente, a lo largo de su vida, su punto de partida fue siempre el desplazamiento. En ese constante movimiento pasó los últimos años de su existencia, de tal manera que su nomadismo literario ha servido para destruir los límites que él mismo había puesto a su escritura. El incansable viajero fallecía, prematuramente, en Niza a los cuarenta y ocho años y dejaba una obra, breve en número, aunque densa en contenido, ampliamente traducida en varios idiomas. El año 1975 marcaba el punto de partida de una febril actividad de un jovencísimo Chatwin, que en un escueto mensaje aseguraba, “me voy a la Patagonia por seis meses”, y así comenzaba para él el itinerario de un autodescubrimiento, puesto que el propósito inicial fue seguir las huellas de muchos de los viajeros del Imperio que, solidarios o no, habían partido de una tremenda desigualdad. Iba anotando, en pequeños cuadernos, sus impresiones, cuando, entre otras cosas, descubrió la miseria de estos desheredados de la Tierra de Fuego, aquellos que hoy son los descendientes o los restos de quienes, novelescamente, fueran los protagonistas más conocidos: un oscuro francés, Philippe Boiry, nombrado rey de la Araucaria y de la Patagonia, o los famosos forajidos, sacados del Oeste Americano, Butch Cassidy y Sundance Kid. Después vendrían, Colina negra, Los trazos de la canción, o ¿Qué hago yo aquí?
No hay escritura más inmediata, señala Elizabeth Chatwin en el Prefacio de la reciente edición de Bajo el sol. Las cartas de Bruce Chatwin (2013), que la que encontramos en las cartas. Su madre conservó las misivas que él le mandaba todas las semanas desde la escuela secundaria, en las que ya se aprecia cuántas cosas le interesaban y le entusiasmaban. Una labor de más de veinte años esconde esta edición que ha recopilado su viuda, en la que como en su libros se aprecian saltos en el tiempo y en el espacio, tal y como Chatwin solía hacer en su crónicas de viajes por la extensa Patagonia o la desértica Australia. Nicholas Shakespeare, a lo largo de una esclarecedora Introducción apunta que el libro recoge el testimonio de Chatwin desde su infancia, su paso por Sotheby’s, su estancia en Edimburgo, su labor en el Sunday Times o sus últimos días, en lucha con el sida que le quitaría la vida en 1989. Sus principales corresponsales fueron sus padres, Charles y Margarita que, a principios de los 60, se instalaron en Stradford-upon-Avon, donde pasaron el resto de sus vidas, Elizabeth Chabler, con quien estuvo casado veintitrés años, aunque tuvieron una pequeña crisis a principios de los 80, la madre de su esposa, Gertrude Chanler, que vivía en Geneseo, en el estado de N.Y., Cary Welch, un coleccionista de arte casado con Edith, prima de Elizabeth, Ivry Freyberg, hermana de su mejor amigo en Malborough; John Kasmin, un marchante londinense con quien viajaría a África, Katmandú y Haití; Tom Maschler, su editor en Jonathan Cape; Diana Melly, su anfitriona en Gales, el escritor Francis Wyndham que colaboraba con él la revista The Sunday Times, y al primero a quien dejaba ver sus manuscritos; algunos escritores australianos, Murria Bail, Ninette Dutton y Shirley Hazzard, o el director de cine, James Ivory, y finalmente el periodista indio Sunil Seti a quien conoció mientras seguía la campaña de la señora Gandhi.
Las relaciones sentimentales no parecen interesarle excesivamente al autor, y solo observamos un Chatwin atento con personas a quienes conoce brevemente, faltan algunas dirigidas a Werner Herzog, Gita Mehta y las referidas a los archivos de Sotheby´s o la revista The Sunday Times, durante los años que trabajó en ambos sitios. No quedan rastros de las enviadas a Donald Richards o Jasper Conran, en otro tiempo amante suyo y en cuya casa, en el Sur de Francia, falleció el 18 de enero de 1989. Shakespeare sostiene que, tanto a Elizabeth como a él, poco o nada les ha importado presentar un Bruce Chatwin favorable o desfavorable en esta correspondencia personal, su intención ha sido recopilar un material interesante y revelador. La corrección de errores, actualización de direcciones, o fechar los variados documentos ha sido una comprometedora tarea con resultados desiguales. Una colección de cartas como las que recoge Bajo el sol, podrían convertirse en el resultado de una auténtica autobiografía, señala Nicholas Shakespeare, y se pregunta hasta qué punto podría parecerse a este libro si Chatwin si hubiera vivido para ello, o cuántas partes hubiera reescrito, omitido o nunca sacado a la luz, pero pese a todo el lector percibirá una versión fascinante de la vida del escritor que, en alguna medida, completa los libros escritos y los no escritos, desde que desde el colegio Old Hall, de Shropshire, escribiera a sus padres, allá por mayo de 1948.
Las cartas de Bruce Chatwin, divididas en esclarecedores capítulos, doce en total, reproducen ese continuo aprendizaje que a lo largo de los años materializaría en una acumulación de datos sobre los más variados temas, antropológicos, arqueológicos, filosóficos, geográficos, históricos, científicos, personales e, incluso, metafísicos que contribuyeron a afianzar su particular visión de la vida y su condición de escritor.
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