Pedro M. Domene
Eso y poco más es lo que interesa: contar historias. Esas que surgen de la realidad inmediata y se traducen en relaciones personales, pese a las insatisfacciones, los fracasos, o la soledad más absoluta, y alguna que otra alegría, aunque eso sí inmersos en los problemas cotidianos que se acercan a una realidad, y se traducen en unas historias que se miran, una y otra vez, en ese espejo que produce la incertidumbre diaria. Y en este sentido se mueve, Ocho cuentos y medio (2014), la nueva apuesta narrativa breve de Javier Morales Ortiz (Plasencia, 1968), que ya se había ejercitado en el género y publicado, La despedida (2008) y Lisboa (2011), dos colecciones que sobresalían por ofrecer la realidad moral de toda una vida y, sobre todo, porque sobre sus personajes recaía o, mejor, se edificaban las historias que giraban en torno a ese divino mundo cotidiano. Autor de profunda tradición chejoviana, a Morales le importa que sus textos contengan abundantes elipsis, y así va dejando el hueco necesario en sus historias para que el lector sea capaz de interpretar y aun más, en ocasiones, de reinterpretar. El narrador arranca de una realidad inmediata como punto de partida, y en ocasiones el resultado de esta resulta tan desolador como dramático porque quizá, como protagonistas únicos, no reflexionamos acerca de la percepción inconsciente del conocimiento de una vida cotidiana. Por otra parte, no encontramos en los relatos de Javier Morales detalles pormenorizados que ofrezcan una idea total de la historia que estamos leyendo, lejos de eso nos enteramos por sus personajes que ellos mismos tienen la decepcionante capacidad de mostrarse superfluos en su actitud vital, como si esa insignificancia fuese una muestra más de este complejo mundo; la mayoría han modificado sus rutinas, y de golpe y porrazo sus vidas dan un giro inesperado y se perfilan así, como incompletos y parece que no hubieran encontrado su camino en esta vida
En las historias de Ocho cuentos y medio se nos habla del profético divorcio de unos padres enmarcado en un final de año decisivo de su vida, o del inocente descubrimiento de la verdad de unos niños, y como a través del “mito de la caverna” dos seres solitarios se conocen, Gladys, una uruguaya, y el narrador, vislumbrado por la vida que esta lleva en el semisótano de un edificio viejo, y de mala construcción; o los problemas laborales que se mezclan con la vida personal, y la vida adolescente que se interrumpe frente a una responsabilidad que atormenta a los dos jóvenes, y ese espacio futuro en blanco sin que podamos discernir qué o debe ocurrir; la absoluta soledad de Bruno, o la cómica o asfixiante situación de una plaga de chinches y su descontaminación que hace aguas una relación de pareja; y el homenaje al maestro Chéjov en el que, tal vez, sea el mejor relato de la colección, “Regreso a Sajalín”, el descubrimiento de su protagonista, una joven investigadora canadiense para llegar a Guantánamo, un relato paralelo que descubre y parafrasea la magia del narrador ruso.
Javier Morales concreta sus textos, hasta la expresión mínima, utilizando un lenguaje conciso y eficaz, que redondea con una aparente sencillez que se asemeja a un fogonazo que busca complacer al lector y dejarle el regusto de la buena literatura, un sano concepto de hacer las cosas bien, lejos de una retórica ampulosa que enmaraña las historias sin sentido alguno. Ocho cuentos, y ese medio, a modo de epílogo de Gonzalo Calcedo, o mejor ese relato que, de la mano de un maestro, ensaya en sus textos unas equivocas situaciones en las que todos y cada uno podemos vernos como “Caídos del cielo”.
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