Ignacio Sanz
La novela se abre con un capítulo corto titulado “cabezas” que describe con cierto deleite pormenorizado el proceso de limpieza y cocción de dos cabezas de cerdo que cada semana llegan al restaurante. Me ha parecido advertir en esa escena gozosa ecos de Hrabal.
Pero vayamos con el grueso. La cocina está de moda; se supone que el hombre lleva algún milenio cocinando. Pero nunca como ahora habíamos sido tan dependientes de la cocina, de ahí la proliferación de bares y restaurantes para el picoteo o para la comida solemne y celebratoria. Antes solo los ricos tenían cocineros, ahora todos contamos con cocineros a nuestra disposición a través de los miles de restaurantes que nos salen al paso no solo en las populosas ciudades, también en los pueblos más remotos. De ahí los concursos televisivos, las secciones gastronómicas en revistas y periódicos, los cursos, las presentaciones y catas. En fin, que en este contexto, surge esta novela escrita por un licenciado en literatura inglesa que, obligado por ciertos desastres familiares, entra a trabajar como pinche en un restaurante londinense. Y es en la cocina, como reflejo de la vida, donde centra su mirada. Todo un mundo de tensiones, de sometimientos jerárquicos, de comportamientos sádicos, de arbitrariedades lo que nos ofrece el narrador de esta novela que ha de superar pruebas vandálicas para hacerse con un lugar en los fogones. Pero vayamos por orden. El Swan parece un restaurante que por alguna extraña razón atrae a tipos extremosos, el más exagerado el Bob, el chef, un sádico, pero a su lado hay tipos como el lenguaraz Ramilov, Dave, el Racista, el repostero Dibden, la delicada Harmony o el propio narrador, enseguida apodado El Monóculo por su dicción clásica y pedante. Lo cierto es que el ambiente frenético de una cocina donde llegan las órdenes de los camareros y salen los platos listos para servir está muy conseguida. También la locura y la humillación a la que Bob somete a todos sus subordinados que dará lugar, en un momento de la novela, a una conspiración liberadora.
Pero el novelista tiene la virtud de sacarnos de cuando en cuando de aquel infierno que resulta adictivo para retratar aspectos de la vida privada, la poca vida privada que queda a una gente sometida a horarios esclavista. Es un acierto pasear por la casa del narrador y descubrir a un padre sin carácter, mentiroso, atrapado por una rutina nauseabunda de deudas. O asomarse a una madre engañada una y otra vez, en definitiva, una familia que está a punto de saltar por los aires y que acaso sea la razón última por la que el pedante licenciado en Literatura acabe de pinche en un restaurante.
Resulta estimulante que, a pesar de ese ambiente sórdido, el narrador le acabe cogiendo el tranquillo al oficio, a los retos que le proponen, a las tertulias con sus compañeros de trabajo en el pub del barrio al acabar la agotadora jornada y termine por sacar una pizca de luz y de risa tras tanto sacrificio y tanto afán de superación.
Al final el lector se siente atrapado por la música de los cuchillos cebolleros sobre las tablas de picar, pero también por los matices complementarios que aportan los diferentes personajes, su evolución, sus alejamientos y sus reencuentros felices. La novela salpicada de notas de humor a veces grueso, tiene también momentos de ternura cuando centra su mirada en personajes desastrosos, derrotados de antemano por la vida, acaso porque nos recuerdan a tipos de carne y hueso, sin voluntad, echados a perder, con los que cada día nos topamos en nuestro barrio.
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