Miguel Baquero
La imagen no puede ser más gráfica y sugerente, y en eso se nota que el autor de esta novela, José Luis Gärtner (Granada, 1964) tiene amplia experiencia en el sector teatral: un hombre circula diariamente, y casi a la misma hora, por los pasillos de un centro comercial subido en una pulidora. Trabajador de la limpieza en la macrosuperficie, el protagonista la recorre rutinariamente, zigzagueando y volviendo una y otra vez sobre el lugar por donde acaba de pasar, a la velocidad ínfima que puede imaginarse.
La máquina es, en verdad, todo un descubrimiento literario, pues le permite a Gärtner «pasear» a su personaje con una calma inusitada en medio del barullo y la prisa de las compras; y al paso de su monótono trabajo, reflexionar sobre los distintos establecimientos frente a los que cruza, las personas que hay en ellos o los grupos que, sin reparar en él, le abren paso, y por entre medias de los cuales atraviesa como invisible. Para mayor —y más acertada— caracterización, el protagonista vive en el mismo centro comercial, en un cuartucho de servicio junto a las taquillas, de apenas unos metros cuadrados, que le han habilitado.
Subido a la pulidora, el personaje, día tras día, como se ha dicho, pasa por los mismos lugares, fantasea sobre la vida de los otros, discurre sobre lo que le rodea, imagina que un accidente acaba con su jefe... En resumidas cuentas, piensa. Piensa. Y a la primera conclusión que llega es a la que aconsejaba el sabio: antes de nada, conocerse a uno mismo, y el protagonista concluye que es nada, nadie. Y que, en consecuencia, nada tiene. Un gusto, quizás, bastante embarullado por la literatura, por la cultura en general; sueña difusamente con, un día, escribir un libro, pero quizás él es el primero que sabe que se está engañando a sí mismo. Que nunca escribirá, nunca hará nada, salvo pasar la pulidora un día y otro por el centro comercial.
Me parece escalofriante la imagen de ese hombre, que podría servir como magnífico símbolo de nuestro tiempo. Un hombre obligado a vivir en, y recorrer una vez tras otra, el centro comercial, pasar frente a las tiendas, junto a los consumidores, ignorado de todos, a una velocidad distinta a ellos que le permite recapacitar. Tal vez las reflexiones que vaya desgranando sobre la máquina no tengan tanto valor como la imagen en sí, aunque algunas ciertamente sean de gran categoría: «La gente anda tan preocupada por alcanzar la felicidad que se olvida de lo fácil que podría ser lo de estar a gusto»; o: «Los mortales hemos inventado relojes para recordarnos que el tiempo no transcurre, sino que se agota». Grandes frases, realmente, pero nada comparables, insisto, a la imagen de este hombre, del que poco más llegaremos a saber —salvo algunos retazos difusos de un pasado en el que vivió la frustración de un amor—, este trabajador que recorre los pasillos lentamente, conversando consigo mismo, y que en sus ratos libres acude al bar del centro comercial a embrutecerse.
Algunas objeciones —pero hablamos de detalles succionados o, mejor, pulidos por esa imagen que se lo traga y lo disculpa todo—: el tono demasiado escatológico del principio, con algunas reflexiones y escenas pueriles sobre el cagar y el mear —aunque tal vez tengan una segunda disculpa por el hecho de que el personaje sea un encargado de la limpieza y, como tal, se vea a menudo entre basuras—. Otro pero: el nombre del protagonista, Atanasio Ropero, que suena grotesco y como a chanza cuando claramente no era necesario; y el título del libro, Geografías apócrifas, cuyo tono pomposo no alcanzo a comprender a qué obedece ni cuáles sean esas geografías, pudiendo haber empleado un «La pulidora», por ejemplo, así de sencillo y definitivo.
Pero son detalles en medio de un relato dominado por esa gran imagen, excelente metáfora que Gärtner propone del hombre actual.
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