Care Santos
Aunque no descubra nada, lo diré: Roald Dahl es un fuera de serie. Uno de esos escritores que jamás decepciona, que consuela, reconcilia, hace feliz. Da igual de qué traten sus relatos, en ellos siempre hay algo interesante que merece ser sabido y un modo excelente de decirlo. Sus cuentos avanzan hacia un final con vuelta de tuerca que nunca es excesivo, y que siempre coloca las cosas -y a las personas- en el lugar exacto donde deben estar. Hay en su literatura, en toda ella, desde la infantil hasta los relatos autobiográficos, una idea de justicia subyacente, un mundo en equilibrio. Los malos lo son sin explicaciones, como en la vida misma. Los buenos juegan con la ventaja de su candidez. Da gusto volver a Dahl, por mucho que lo hayamos frecuentado antes.
La cata -Taste, en su versión original- cuenta una cena entre seis personas. El anfitrión es inglés y el escenario, una casa londinense. Entre los invitados se sienta un famoso gastrónomo, experto en vinos raros. El anfitrión es un sibarita de pacotilla, más bocazas que entendedor, deseoso de impresionar a su importante huésped. Las mujeres actúan como meras comparsas, en realidad esto no es una cena: es un duelo, una pelea de machos. Luego tenemos al narrador, discreto, en segundo plano. Un narrador-testigo, que cuenta en tercera persona, sin énfasis, sin implicación emocional, casi se diría que da fe. Típico de Dahl: mostrar con crudeza pero sin detenerse en juicios morales. No le hace falta: en tres frases ha logrado describir a la perfección a un personaje para que sepamos cómo hay que tratarle. Pratt, el gastrónomo, por ejemplo, no fuma por no estropearse el paladar y habla de los vinos como si fueran personas. ¿Qué más hay que decir? El anfitrión, en cambio, Schofield, parece avergonzarse "de haber ganado tanto dinero con tan poco talento". Habla sin parar. Es pedante, odioso, aunque nadie nos lo diga.
Una vez presentados los personajes, comienza el combate. Dahl es un autor muy teatral, aunque -que yo sepa- nunca escribió teatro. Este cuento podría convertirse en una pieza breve representable y sospecho que funcionaría de maravilla. Como ocurre en las piezas dramáticas, el diálogo es en realidad la trama misma: los dos duelistas sentados a la mesa se enzarzan en una discusión que da pie a una apuesta. Una apuesta descabellada, osada, inmoral, muy dahliana. Porque el autor siempre lleva a sus personajes un paso más allá de lo permitido. Y hecha la apuesta, claro, sólo cabe ver en qué acaba. A eso dedica unas cuantas páginas más. Páginas de diálogos fascinantes, que avanzan con una naturalidad que nos permite imaginarnos sentados a esa misma mesa, con los tres matrimonios británicos. Porque aquí, nótese, todo es muy pero que muy británico.
Los lectores de Dahl, incluso los lectores que ya conocíamos este cuento (titulado Gastrónomos en la edición de sus cuentos completos de Alfaguara), esperamos con ansia sus finales. La sorpresa que siempre llega, como si el autor esperara ese contrapunto, ese acto de justicia, esa frase que lo descabeza todo, para decidir que la historia ha terminado. Aquí llega también, servida por el único personaje de quien nada esperábamos, y es un final demoledor. Es decir, de los que consuelan, permiten firman un armisticio con el mundo y hace feliz. Si no han leído a Dahl, háganlo. Debería ser obligatorio. En todas las mesitas de noche de los hoteles debería haber un libro suyo. Y lo mismo en las cárceles, en los hospitales, en las salas de espera, en las oficinas de hacienda, en los bolsillos delanteros de los aviones.
Pero esta edición es una magnífica noticia también para los muy lectores de Roald Dahl. Es una edición exquisita, ilustrada, uno de esos libros del que uno no quiere desprenderse, que enseña a los amigos de buen gusto. Iban Barretxea ha captado a la perfección el espíritu del relato. Sus ilustraciones enfatizan el aspecto teatral y presentan la cena como un escenario a la italiana, en el que vemos evolucionar a los personajes. La acción parece mínima a simple vista, aunque el lector sabe que no es así. Las escenas, deliciosamente detallistas, acompañan al texto con exquisita perfección, mostrando el más difícil todavía de las emociones de los diferentes personajes. Añaden el paso del tiempo -ausente en el cuento- y presentan el brutal contraste entre el dramatismo de la situación y el muy burgués escenario. Son tan magníficas, tan sutiles -el detalle de mostrar al narrador de espaldas, por ejemplo-, que me atrevo a afirmar que el lector pasará más tiempo mirando las ilustraciones que leyendo el cuento de Dahl. Y hará bien, porque son ilustraciones muy poco comunes. Logran lo que no parecía posible: mejorar el cuento.
La cata -Taste, en su versión original- cuenta una cena entre seis personas. El anfitrión es inglés y el escenario, una casa londinense. Entre los invitados se sienta un famoso gastrónomo, experto en vinos raros. El anfitrión es un sibarita de pacotilla, más bocazas que entendedor, deseoso de impresionar a su importante huésped. Las mujeres actúan como meras comparsas, en realidad esto no es una cena: es un duelo, una pelea de machos. Luego tenemos al narrador, discreto, en segundo plano. Un narrador-testigo, que cuenta en tercera persona, sin énfasis, sin implicación emocional, casi se diría que da fe. Típico de Dahl: mostrar con crudeza pero sin detenerse en juicios morales. No le hace falta: en tres frases ha logrado describir a la perfección a un personaje para que sepamos cómo hay que tratarle. Pratt, el gastrónomo, por ejemplo, no fuma por no estropearse el paladar y habla de los vinos como si fueran personas. ¿Qué más hay que decir? El anfitrión, en cambio, Schofield, parece avergonzarse "de haber ganado tanto dinero con tan poco talento". Habla sin parar. Es pedante, odioso, aunque nadie nos lo diga.
Una vez presentados los personajes, comienza el combate. Dahl es un autor muy teatral, aunque -que yo sepa- nunca escribió teatro. Este cuento podría convertirse en una pieza breve representable y sospecho que funcionaría de maravilla. Como ocurre en las piezas dramáticas, el diálogo es en realidad la trama misma: los dos duelistas sentados a la mesa se enzarzan en una discusión que da pie a una apuesta. Una apuesta descabellada, osada, inmoral, muy dahliana. Porque el autor siempre lleva a sus personajes un paso más allá de lo permitido. Y hecha la apuesta, claro, sólo cabe ver en qué acaba. A eso dedica unas cuantas páginas más. Páginas de diálogos fascinantes, que avanzan con una naturalidad que nos permite imaginarnos sentados a esa misma mesa, con los tres matrimonios británicos. Porque aquí, nótese, todo es muy pero que muy británico.
Los lectores de Dahl, incluso los lectores que ya conocíamos este cuento (titulado Gastrónomos en la edición de sus cuentos completos de Alfaguara), esperamos con ansia sus finales. La sorpresa que siempre llega, como si el autor esperara ese contrapunto, ese acto de justicia, esa frase que lo descabeza todo, para decidir que la historia ha terminado. Aquí llega también, servida por el único personaje de quien nada esperábamos, y es un final demoledor. Es decir, de los que consuelan, permiten firman un armisticio con el mundo y hace feliz. Si no han leído a Dahl, háganlo. Debería ser obligatorio. En todas las mesitas de noche de los hoteles debería haber un libro suyo. Y lo mismo en las cárceles, en los hospitales, en las salas de espera, en las oficinas de hacienda, en los bolsillos delanteros de los aviones.
Pero esta edición es una magnífica noticia también para los muy lectores de Roald Dahl. Es una edición exquisita, ilustrada, uno de esos libros del que uno no quiere desprenderse, que enseña a los amigos de buen gusto. Iban Barretxea ha captado a la perfección el espíritu del relato. Sus ilustraciones enfatizan el aspecto teatral y presentan la cena como un escenario a la italiana, en el que vemos evolucionar a los personajes. La acción parece mínima a simple vista, aunque el lector sabe que no es así. Las escenas, deliciosamente detallistas, acompañan al texto con exquisita perfección, mostrando el más difícil todavía de las emociones de los diferentes personajes. Añaden el paso del tiempo -ausente en el cuento- y presentan el brutal contraste entre el dramatismo de la situación y el muy burgués escenario. Son tan magníficas, tan sutiles -el detalle de mostrar al narrador de espaldas, por ejemplo-, que me atrevo a afirmar que el lector pasará más tiempo mirando las ilustraciones que leyendo el cuento de Dahl. Y hará bien, porque son ilustraciones muy poco comunes. Logran lo que no parecía posible: mejorar el cuento.
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