Pedro Pujante
Algunos escritores pasan a la historia por crear sus propios universos. Lovecraft o Patchett servirían de ejemplo. Otros consiguen reinventar países o ciudades. Cortázar reescribe la cartografía de un París secreto; Levrero también hizo lo propio con la ciudad luz en esa extraña novela, París. MacCarthy escribe sobre una Norteamérica cruel y la transforma en un espacio mítico y desesperanzador. Ahora David Roas (Barcelona, 1965) se ha atrevido a redescubrir Perú. ¿Perú? Sí, no se asusten, no hará lo que ya hicimos los españoles hace 481 años. Roas redescubre un país a través de su propia mirada y mucha imaginación. Esa ciudad se llama Incaland. Y la recorre como flâneur estrambótico o como turista, no como conquistador.
A mitad de camino entre la crónica de viaje (alucinado) y la nouvelle de aventuras, Roas ha escrito una historia fantástica y muy divertida, que viene a ser su visión personal y desquiciada de Perú. Estructura el itinerario en tres puntos cardinales: Lima, Cusco y Machu-Picchu. Además intercala algún microrrelato.
Cualquier viajero habitual, revestido por esa aura que le otorga el turismo, habría convenido en hacer de un viaje a Perú una historia anodina, quizá interesante desde el punto de vista etnológico o cultural. Pero otra crónica de viajes al uso. Sin embargo a Roas no le interesa eso que llamamos realidad y prefiere acercarnos a un Perú sutilmente distinto, extraño y que parece no responder a los mecanismos que rigen lo ordinario. Una fantasía lúdica, una comedia de lo extraño.
El narrador que pasea por Incaland (el Perú de Roas) puede verse una noche perdido y solo en una urbe extraña en el que la presencia de una llama (o alpaca) se dibuja como una sombra fantasmal. Además, el paseante de esta extraña peripecia no tendrá otra ocurrencia que robar la máquina de escribir del mismísimo Vagas Llosa.
Pero los problemas no acabarán ahí. En Cusco –no sabemos si debido al efecto del soroche (mal de montaña), el exceso de cerveza Cusqueña o a un desproporcionado sentido de la irrealidad- será perseguido por una niña y su llama (o alpaca) y descubrirá un complot dedicado a zombificar a todos los turistas. También será víctima de una ruptura con la realidad, que momentáneamente le hará ver el otro lado, quizá otro episodio siniestro sobre el que se escribió la sangrienta historia del país. No estamos seguros los lectores. Porque como bien sabe Roas –y también Todorov- lo fantástico consiste en esa duda, en ese momento de hesitación al que nos enfrentamos mientras leemos. Pero Roas, y quizá este es el aspecto más reseñable de su obra, piensa: ¿y no puede ser lo fantástico, además, divertido, ácido e irreverente?
Este viaje a Incaland es una experiencia privilegiada. Roas escribe con un estilo limpio, directo y eficaz. Consigue contar una historia irónica, su visión distorsionada de la realidad, en la que obsesiones, manías, terrores cotidianos, fantasía y mucha imaginación se trenzan para desbocar en una crónica salvajemente histriónica y mordaz. Una crítica del capitalismo imperante, teñida de mucho sarcasmo, una mirada vitriólica y muy suspicaz de un país, Perú, que tiene más de surrealista que de tradicional.
O al menos así lo ha querido ver el narrador hipocondríaco y destartalado de esta nouvelle.
Entren en Incaland, paseen…no saldrán decepcionados.
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