Marta Sanz
La autobiografía es el género que constata el fracaso de ciertas comunidades. La autobiografía es el género de los individuos emprendedores en sociedades de ética protestante donde impera la fantasía del hombre hecho a sí mismo: desde hace no mucho tiempo, existe también la misma ilusión respecto a una mujer que toma la palabra para reivindicar una voz que nunca fue escuchada –como quien dice, tenemos alma desde hace dos días-. La autobiografía es una metonimia y una ficción y una metáfora. Es la prueba del siete de que el emperador siempre va desnudo, el certificado de que los desnudos son la más antinatural de las poses y de que, en cada pose, uno se retrata. En la autobiografía uno es lo que parece y parece lo que es. En ella confluyen lo íntimo y lo público, y se ponen en tela de juicio los conceptos de privacidad y pudor. Tal vez, se sugiere que la identidad no es lo mismo que la intimidad. En la autobiografía siempre existe un interlocutor no tan anónimo. Un impulso de mostrar mostrándose y de dejar entreabierto el cajón de la cómoda para que, por fin, un ojo curioso lea el diario secreto. Las autobiografías son a menudo lecciones de geografía y de historia. Una autobiografía puede ser el subrayado de una heroica idiosincrasia, un ajuste de cuentas, una caricatura, un acto de expiación. Un yo toma la palabra, y habla de los vivos y de los muertos bordeando el límite que separa on y off, núcleo y periferia. Muchas veces la autobiografía es elegíaca y alude al cuerpo, al texto y a la enfermedad. A sus posibles relaciones. Transitivas. A las marcas y las cicatrices. Los textos autobiográficos corroboran la imposibilidad del solipsismo y lo masturbatorio. Porque siempre hay vuelta de hoja y la escritura salpica. Sobre todo la buena.
En El viaje a pie de Johann Sebastian, Carlos Pardo con una honestidad infrecuente en la literatura autobiográfica, nos proporciona claves explícitas para que, como lectores, comprendamos su aproximación a la escritura: «… si quiero escribir después de ocho horas de trabajo en jornada partida, después de cumplir con otros trabajos para prevenir la bajada de mi sueldo, tengo que desatender a mi familia. Que si yo quiero escribir sobre papá es al precio de abandonarlo…» En esta afirmación hay culpa, pero no metafísica. Hay una pena por uno mismo que no se encubre y que no coloca a la voz en una franja de heroicidad precisamente. Un escritor –un hombre que come y defeca- cuenta su historia y la de su familia, escribe versos, pero al final nada escapa de la presión del dinero. Del tiempo. Del tiempo que es dinero. De lo que se tiene o no se tiene. De lo que se va gastando de un modo inexorable. De lo que marca el límite entre ser un privilegiado o un pobre. De cómo los desclasamientos hacia arriba de las generaciones precedentes se transforman en desclasamientos hacia abajo hoy. Incluso cuando uno se convierte en organista de la iglesia, en elegido, en mente privilegiada, en escritor. Desde ahí se desencadena la escritura de El viaje a pie de Johann Sebastian. No son buenos tiempos para la lírica ni para los líricos. Tal vez nunca lo fueron. O solo un ratito: en aquella burbuja –en aquella inflación- de los ochenta…
Carlos Pardo ya había escrito un extrañísimo libro autobiográfico, Vida de Pablo, que convertía la extrañeza en virtud, revelaba un pensamiento profundo previo a la escritura e incluía algunas páginas excelentes, de ésas que a algunos lectores nos gusta leer en voz alta. Limpias, eléctricas, vivas. En este nuevo libro, Pardo se supera. En Vida de Pablo se abordaba el asunto de las amistades como afinidad electiva –o como vaya usted a saber- y el hallazgo del amor; ahora la familia constituye el eje de una historia tremebunda en lo que tiene de común. Pardo cuenta, sin melaza pero con un cariño básico –temiblemente cerebral-, cómo son las relaciones con sus hermanos a partir de la enfermedad de los padres. Cómo el desvalimiento de los padres representa un punto de inflexión en los amores fraternos. El dibujo de los personajes se consigue a través de una atinada selección de rasgos mínimos, de los diálogos y del juicio de valor del narrador protagonista. Directo, sin sublimaciones ni excusas. Como en toda familia, el dinero –su escasez- y la responsabilidad de la asistencia, el cuidado debido a los padres, generan un conflicto que, en El viaje a pie de Johann Sebastian, se extrema porque los padres tienen cuentas pendientes con sus criaturas. Las de todos los padres y las de estos padres en particular: falta de lucidez, mezquindad, desamparo. El narrador mira con delicadeza y crueldad su entorno y a sí mismo. Mira con amor. Pero no con un amor plano de postal navideña. No con un eslogan del amor, sino con un amor que como todos los amores se hace hiel y desapego y ganas de que todo el mundo se muera o se vaya a la mierda rápidamente. La mirada sobre la propia familia se extiende a la comunidad y adquiere un sesgo político: las observaciones que el narrador Carlos hace sobre su adolescencia dandi, sobre el carácter político de lo anacrónico, sobre las diferencias entre lo retro y lo vintage, sobre el concepto de pueblo frente a la idea de población y de público apuntan en esa dirección: «El dandi era el mito trágico del capitalismo ( …) su vida como objeto es un acto de terrorismo económico entre su plusvalía y su degradación.»
A mí en los libros de Carlos Pardo siempre me interesa María Jesús, su mujer. María Jesús en esta novela es una presencia-ausencia, el referente que quizá ayuda a mirar desde la distancia la pudrición del núcleo familiar; sin embargo, María Jesús es también el sutil peligro de perder a María Jesús ante el peso de los acontecimientos: precariedad laboral, deseo de escribir, cuidado de los padres, conflictos con los hermanos. María Jesús es una pieza fundamental para entender desde dónde escribe el narrador Carlos Pardo: no escribe desde el lugar de la nostalgia, aunque hable del pasado, sino desde la incertidumbre del futuro. Desde la conciencia de la relación causa-efecto y de los dramas por venir –rupturas, despidos, residencias geriátricas, fecalomas, kaput-. Tal vez por eso a lo largo de esta novela explotan las ganas de vivir en una especie de rechinar de dientes muy, muy gracioso. Dentro del relato de la descomposición familiar –la familia de la que el narrador surge como un fruto a destiempo, como un enanito que habrá de preocuparse por los delirios de grandeza de su pobre madre…-, aparece el temor a la crisis de la familia formada por Carlos y María Jesús, a la amputación, a la imposibilidad de perpetuarse en hijos o en libros. Los árboles no importan tanto. Aparece el miedo a un exceso de intelectualización: «Se piensa tanto que no se tiene el hijo». La prosa es siempre la que tiene que ser: escueta, sencilla, a ratos agradablemente empollona. Y gamberra. Como en esos maravillosos fragmentos de un Carlos púber acompañando a su madre a darse el pisto en La Moraleja.
El relato no es lineal. Lo cortan otros relatos. El lector reconstruye una idea de memoria en la que la memoria es el relato de la memoria; este tipo de discurso se caracteriza por la interferencia y el mestizaje: la incorporación de en un fragmento del diario de la madre –Amelia- subraya ese concepto de desclasamiento que recorre la novela. A la vez insiste en la vulnerabilidad de la madre, de la mujer, de la persona de origen humilde, frente al padre, un ridículo atleta septuagenario que abandonó a esposa e hijos y, ahora, con la cabeza perdida le dice a Amelia que se cuide. Quizá el azar biológico de que todos los descendientes de Amelia sean varones no sea una circunstancia desdeñable en una sociedad donde las labores asistenciales suelen recaer en las hijas: es un factor más de enrarecimiento narrativo bajo el que subyace la posibilidad de un conflicto de género que ha sido neutralizado por el capricho de la genética. Pardo describe los dedos de Amelia como cebollitas artríticas. La imagen resume un modo de entender el humor que mezcla lo crudo y lo cocido, lo delicado y lo vulgar: es brutal, sensible, observador, ambiguamente piadoso. Utiliza la parresia para curar la rabia a través de un insulto que encierra amor. La enfermedad y la vejez no son tupidos velos para dulcificar estigmas y culpas familiares; los ojos de lo grotesco nos impiden olvidar el abandono o el egoísmo pasado. La debilidad no es una excusa para la tachadura…
En el capítulo intermedio, que da título a toda la novela, Pardo relata el viaje a pie de Johann Sebastian Bach para encontrarse con Buxtehude. El cambio de registro en la prosa nos redescubre al Pardo poeta y nos coloca sobre la pista de un escritor que sabe hacer dos cosas a la vez y que nunca es igual a sí mismo: tiene oído para entonar distintas canciones de manera que tanto la sintonía como la disonancia produzcan significado. La música es un tema central en esta historia. Pardo y Johann Sebastian emprenden un viaje, donde ambos componen, donde uno se escapa y el otro se queda. También los hermanos de Carlos –y su padre- de un modo más o menos directo han estado o están relacionados con la música.
La ilusión del realismo, incluso de la verdad, en el género autobiográfico se fractura y el lector se hace preguntas para encontrar respuestas. El relato sobre Johann Sebastian y el de la descomposición familiar de Pardo se tocan en muchos puntos y en ninguno: una cierta idea del arte y del artista, del arte de la fuga y de la repetición, de la posibilidad del escapismo –sentimental, religioso, cultural, vital-, del artista en los núcleos familiares, de lo común y de lo extraño, del compromiso, del protestantismo y el sentimiento de culpa, la contención, los límites, lo difícil, el pudor, la intromisión de un secundario –o una línea melódica secundaria- que se convierte en el tema principal de la obra -ése era precisamente el experimento que Pardo llevó a cabo en Vida de Pablo… El pacto realista de la escritura autobiográfica de Pardo se diluye, pero a la vez se cuestiona la aproximación idealista a las narraciones. En este terreno sin amo brilla la exploración literaria de El viaje a pie de Johann Sebastian.
En el epílogo, Pardo es eficazmente escueto. Coloca a cada cual en su lugar. Nosotros vemos y compartimos. O no. Quiero insistir: no hay melaza. No hay falsas bondades. Ni siquiera hay expiaciones a través de la palabra escrita: tal vez sólo la que se le supone a todo acto de escritura en un mundo hipócrita en el que, ya seas católico, protestante, judío o musulmán hay que estar pidiendo permanentemente perdón. Y, si el clavo destaca, se le pega al clavo un martillazo. Hay muchos individuos sensibles que se dedican a la escritura. Muchos que necesitan ajustar cuentas y matar a sus padres, sus madres y sus hermanos. A sus patrones. Carlos Pardo tiene la gran ventaja, la gran virtud, de ser además de sensible, muy inteligente.
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