José Miguel López-Astilleros
Comencé a leer esta novela pertrechado de mi vieja estilográfica Waterman y un cuaderno Oxford verde al lado. El automóvil en el que viajaban Gabriel y Hubert choca con otro, sobre su parabrisas se estrella y muere el cuerpo de la Primera Mujer, una mujer fetal, arquetípica, sin ombligo, cuya búsqueda se convertirá en una obsesión para Gabriel a partir de entonces, identificada infructuosamente con otras mujeres como Carmen o Meriem, y que constituirá uno de los delirantes ejes narrativos principales, sobre todo de la primera parte o primera novela, “La novela de Gabriel”, porque según su autor el libro está integrado por dos novelas, la segunda lleva por título “La novela de María Levi”, y funcionan como espejos. Continúo tomando notas y leyendo. El accidente sucedió treinta años atrás, varios saltos temporales nos muestran la relación entre Gabriel y Hubert antes y sobre todo después del suceso. Ambos representan dos modelos diferentes de intelectual, el primero es escritor y crítico, y está más o menos instalado en el aparato industrial de la cultura, el segundo es un cineasta menos racional y más pasional, situado en una cierta marginalidad, de donde entra y sale. Hubert le encarga a Gabriel que cuide a Carmen en su ausencia, una mujer para quien la autodestrucción, el suicidio, es una pulsión de su ADN. Además de incrementar mis anotaciones, ahora añado subrayados simples, dobles y triples, verticales y horizontales; trazo círculos sobre referencias a películas (sobre todo Vértigo de Hitchcock y Ordet de Dreyer), libros, filósofos, novelistas, poetas; además escribo breves comentarios en los márgenes superiores e inferiores sobre el tiempo circular, la muerte, el terrorismo, la búsqueda del amor, el arte contemporáneo, los toros, el cuerpo como tapiz y campo de exterminio a la vez, la redención, el dolor, la omnipresencia de la “danteína”, una droga inventada tras la que se esconde la cocaína y el obvio infierno de Dante, pero un infierno caótico y enloquecedor, no ordenado como el del poeta italiano. A estas alturas abandono el cuaderno, me distrae del vértigo de la lectura, la esplendorosa y envolvente prosa de Mario Cuenca me ha atrapado. Renuncio a plantearme mi relación con la obra de un modo analítico y racional, la pasión y la emoción que emanan las palabras consiguen arrastrarme, perturbarme. A partir de este momento dejo que mis recientes recuerdos de lo leído, de las imágenes creadas en mi mente y de lo sugerido por todas las referencias culturales (filósofos como Foucault o Deleuze, novelas como Rayuela de Cortázar o películas como Stalker de Tarkovski, etc., sin contar otras menos explícitas) se vayan superponiendo, ensamblando, aglutinando dentro de mí. Leo de una manera compulsiva, el tono obsesivo y el estilo hipnótico forman un continuo hasta que termino el libro. Parece como si los personajes persiguieran la confirmación de su propia existencia en películas y documentales, otros en el dolor que infligen a sus cuerpos ellos mismos, anoto con lápiz, y unas páginas más acá o más allá, también señalo con una C las primeras correspondencias, los primeros paralelismos, que se multiplicarán profusamente en la segunda parte, como si la vida se proyectara en otras dimensiones del tiempo, como si tal escena, nombre o planteamiento vital hubieran penetrado a través de un gusano cósmico en otro universo.
En la segunda novela María y Marianne han viajado a la Isla de Mística, donde esta última se someterá a un supuesto proceso de purificación, o al menos de depuración, para lo cual es necesario que abandone su anterior identidad. Si un capítulo transcurre en dicha isla, en el siguiente se nos ofrece en sucesivas retrospecciones el recuerdo de la vida de María desde su infancia en París y más tarde en alguna ocasión en Barcelona, alternándose sucesivamente, de modo que el pasado transcurre en pos del presente narrativo de ambos personajes en la isla. Todo en la isla sucede o funciona como una alegoría imaginada, incluso ciertos nombres parecen obedecer a tal propósito, así por ejemplo El Habla, una voz que sobrevuela la narración, El Tercer Estado, que se sitúa entre el sueño y la vigilia, o El Ansia, que según se dice «…no era un trastorno, sino una forma lúcida del deseo, consciente de sí misma, cuya gigantesca rueda giraba y atropellaba las ruinas de este tiempo para abrir paso a otro tiempo.» (pág. 487). En el tiempo de la memoria aparece Gabriel, procedente de la primera novela, pero también en el otro, el de la isla, y también otras múltiples correspondencias con la primera novela, como se apuntaba más arriba, que el lector habrá de identificar. Llegados a este punto, mis comentarios, flechas, círculos, rectángulos y subrayados acumulados se tornan una maraña, y lo que es peor, me temo que se han sumado al libro como parte espuria del mismo, no como las ilustraciones en blanco y negro incluidas en él. Tras dos días de inmersión, de deslumbramiento, termino de leerlo. Horas después aún laten en mi interior las terribles palabras de María, en las que hace gala de un feminismo radical, y que me recuerda al de Elfried Jelinek, «Todas las mujeres de la historia, conectadas unas con las precedentes a través de su cordón umbilical, todas las que han dado a luz han padecido la humillación fundamental de la penetración. Pero ningún hombre romperá mi himen…» (pág. 366), así como aquellas sobre la automutilación, «Pero, ¿no es la automutilación, en el fondo, una manera de apropiarme del cuerpo, de afirmar mis derechos sobre el propio dolor?» (pág. 288) o «Los cortes en la piel sirven para eso, para detener el flujo de la conciencia, la hemorragia de los pensamientos» (pág.354).
En la pagina 494 se dice «Se puede escapar de una ciudad, y aún de un continente, pero no se puede escapar de una historia». Esta es la minúscula historia de mi lectura, de una gran novela experimental, neorromántica e inabarcable en tan poco espacio, en la cual lo principal es la experiencia estética, emocional, poética, más que la trama en sí; aunque si hemos de poner un pero es que las últimas cien páginas podrían haberse condensado en muchas menos. Y por último, Los hemisferios es una novela de muchas lecturas, compleja, que exige un lector no sólo activo, sino dispuesto a conmoverse, más que a buscar un sentido racional, que lo tiene. Déjense llevar por su propia luz y háganla suya sin otra mediación, no saldrán indemnes. Mario Cuenca es uno de los escritores más originales de los nacidos en la década de los 70, que está a la altura de escritores tan brillantes y distintos entre sí como los portugueses Gonçalo M. Tavares o José Luís Peixoto, por poner dos ejemplos foráneos.
1 comentario:
Lo mejor de la reseña es la primera frase. Son datos que los críticos ocultan y que me parecen imprescindibles.
Melchor
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