sábado, marzo 30, 2013

Solo con invitación: Los apartados, Fernando García Maroto

Eutelequia, Madrid, 2012. 183 pp. 19 €

Fernando Sánchez Calvo

Soto es jefe de policía en Capital y, aunque no es el único que está manchado, lo cierto es que le ha tocado pagar todos los platos rotos que muchos, entre ellos él, destrozaron en una sucia operación de sobornos. Como castigo y medio para que la opinión pública olvide lo sucedido, Soto debe marchar trasterrado a Villa, infierno de paso donde empezará de nuevo a ejercer sus funciones. El destino en principio es prometedor, pues la sórdida y más que vacía relación con su mujer en Capital parecía pedir a gritos una tregua sentimental. Lo malo es que Villa no podrá ser de ninguna manera un soplo de aire fresco en el podrido historial de Soto. Allí espera don Rafael, (corruptor y cruel depredador moral de Villa y sus habitantes) junto a sus secuaces o satélites. Soto quiere hacer por una vez en su vida bien su trabajo para volver al lugar que cree merecer. A don Rafael no le interesa para nada que Soto haga bien su trabajo.
Ése es el punto de partida de Los apartados, una novela construida sobre los clichés del western y el género negro donde el gran acierto es que el lector, a pesar de los tópicos, se cree la existencia de todos sus personajes: la del comisario cínico y nihilista, la del tirano, la del secuaz, la del secuaz que decide pasarse al lado correcto de la ley, la de la femme fatale clave en la resolución del conflicto. Aun así Los apartados no es maniquea, es decir, no nos divide el mundo en buenos y malos, pues todos los personajes, absolutamente todos, han contribuido a empeorar con su existencia el mundo que les ha tocado vivir. En ese sentido, decantarse por unos u otros es más una cuestión de afinidad por inercia con el narrador que compasión por unos seres causantes del clima ceniciento que se respira en Villa: el que oprime porque oprime y el que calla porque calla.
La novela, que estructuralmente comienza por el final, arranca con una conversación de despedida entre Soto y el profesor Vargas sobre los acontecimientos que a continuación se narrarán. A partir de ahí, palabras precisas y certeras para describir con lacerante acierto el sempiterno e infinito proceso de decadencia de una ciudad cuyo principal martirio es no tocar nunca el fondo de su propia descomposición. En otras palabras: una suerte de Comala o Santa María.
Los apartados es Premio Eutelequia de Novela 2011 y aunque en la propia página web de la editorial no aparece dicho dato, la nobleza obliga a recordarlo como un argumento más para convencer al buen lector de novela negra a detenerse en las escasas pero densas páginas de este mundo onettiano que nos ha regalado Fernando García Maroto.



Fernando García Maroto: «El infierno ha perdido su carácter divino»

Entrevista de Fernando Sánchez Calvo


Fernando García Maroto es un matemático que, como no podía ser de otra manera, cree en la palabra exacta. Es autor de las novelas La geografía de los días, La distancia entre dos puntos y Los apartados, Premio Entelequia de Novela 2011. En esta entrevista para La Tormenta en un Vaso hablaremos de sus referentes narrativos, sus estrategias, su relación con la ficción y sus nuevos proyectos.

—Hábleme del origen, de la necesidad por la que nació Los apartados.
—Su origen es la propia necesidad que tengo de escribir, de ir creando una voz propia, construyendo un discurso coherente. Y todo esto siempre a partir de una escritura precisa y una prosa cuidada.



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viernes, marzo 29, 2013

La codicia de Guillermo de Orange, Germán Gullón

Destino, Barcelona, 2013. 304 pp. 18,90 €


Francisco Estévez

Tras la novela Querida Hija (2000), no carente de un fino humor y sabia utilización de la distancia crítica para reconstruir al hombre moderno a base de epístolas sin respuesta, nos llega La codicia de Guillermo de Orange, de Germán Gullón, quien amén de escritor empedernido, profesor y galdosista de prestigio, es un reputados crítico literario de nuestro país, no sólo en periódicos, sino con una extensa obra ensayística al respecto y sin desperdicio con la que últimamente ha puesto los puntos sobre las íes a más de un tema embarazoso.
Esta última novela del crítico narra la incrustación de las antiguas ideas racistas del príncipe rebelde Guillermo I de Orange en la mente de varios empresarios holandeses actuales que pretenden sacar tajada deshonesta con el desprestigio a España. Su talón de Aquiles podría ser la menor de sus fechorías: el desagravio en un torneo de hockey femenino donde la selección española debiera quedar a la altura del betún como compensación por la derrota del mundial de futbol en 2010. Solo Ellen, ayudante de la entrenadora española, podrá tirar del ovillo y desenmascarar la impostura.
El libro parece escrito ayer al tratar tantas cuestiones palpitantes de nuestros días como la tapadera de empresa cultural Orange Gevoel, que patrocina hockey implicando en sus actividades a la Casa Real, «el cacareado recurso de publicar los sueldos de los administradores, [que] no afectaba en absoluto a su conducta», la feroz privatización de servicios públicos, la desregulación de los mercados, los oligopolios de calificación norteamericanos, las especulaciones para hundir los bonos españoles. Y de soslayo, el papel social desempeñado por la prensa, la vida sin contenido y rellenada por el consumo desatado. Pero también algunos de los efectos laterales de la crisis financiera y de cómo afectan al cambio de actitud con retrocesos en la tolerancia y la vuelta a un siglo más oscuro y nefasto donde los españoles eran tildados de “marranos”. Todo nos suena demasiado cercano porque la novela se nutre de la realidad circundante, donde los ciudadanos europeos de a pie no encontramos en los políticos la respuesta a los problemas sociales. Y en definitiva, nos pone frente a una adicción de nuevo cuño pero que funciona con los viejos resortes de siempre. El miedo, el fanatismo, la avaricia.
La novela está trabada con esmero y pícara dosificación. Hay páginas excelentes: el comentario de una reunión del World Economic Forum vertebrada por una metáfora púgil sostenida con validez durante páginas, el partido final de hockey que desvela el magisterio narrativo de Gullón, etc. El uso inteligente de los distintos puntos de vista del narrador, las pinceladas descriptivas de los personajes, la psicología para detectar los cambios gestuales entre centroeuropeos y mediterráneos. Las elegantes y eficaces elusiones. Además, por toda la novela late con firmeza el español de buena ley con neologismos ingeniosos (Ponciopilatada), la revitalización de expresiones manoseadas con leves modificaciones (candar el pico) o la revitalización de palabras hermosas y eficaces (encastillado).
Estamos ante un texto que se ofrece como invitación a la resistencia. Una forma de escribir novela sin concesiones, que mira de frente la disociación entre la casta política, algunos corrompidos banqueros, la codicia infinita de algunos empresarios y, por otro lado, la gente de a pie. La propuesta aquí resulta interesante pues este mismo libro constituye parte de una tercera opción: la voz del pueblo, en la actualidad ahogada por los políticos y raptada por los banqueros. Esas voces del crítico, del profesor, del erudito, del periodista, del intelectual, entre otros, conforman un crisol que convenimos en llamar la voz del pueblo. Un debate de las cuestiones nacionales y europeas con honestidad no puede prescindir de dicha voz. La novela considera al lector participe pues queda implícito entre líneas este apasionante diálogo con los lectores establecido por ese testigo certero de nuestro tiempo que es Gullón.
Hay entre nosotros una novela que, además de como alambicado arte, se plantea la literatura como una manera poderosa y sugerente de proponer una actitud crítica y honesta ante la realidad, una forma alternativa de reflexionar sobre los temas que nos rodean, de cuestionar y acaso entender la realidad que nos toca vivir. Si como dice Vargas Llosa "Leer un libro nos ayuda a entender la injusticia", esta novela es una de ellas. Además Gullón anuncia una nueva novela titulada Aurora y en el telar faena una biografía de Pérez Galdós que todos esperamos como agua de mayo.

jueves, marzo 28, 2013

Frutos extraños, Leila Guerriero

Alfaguara, Madrid, 2012. 408. 18,50 €

Miguel Sanfeliu

Por regla general, cuando uno oye hablar de Nuevo Periodismo, piensa en los escritores norteamericanos, piensa en Tom Wolfe y en su antología fundacional publicada a principios de los setenta en la que reunía textos de Terry Southern, Rex Reed, Joe McGinnis o Norman Mailer, entre otros; piensa también en Truman Capote y su novela de no ficción A sangre fría; O piensa en los reportajes de Guy Talese; o en nombres como John Lee Anderson, Linda Wolfe o Janet Malcolm. Todos ellos incorporan materiales literarios a la labor periodística. No es raro que el autor sea el protagonista de su propio reportaje o, al menos, que tome una postura activa en el mismo. A la nómina de estos autores, junto a nombres como Rodolfo Walsh, Tomás Eloy Martínez o Rodrigo Fresán y Martín Caparrós, hay que incluir a Leila Guerriero. Su libro Frutos extraños recoge una variada muestra de sus crónicas.
El libro está dividido en tres partes: Crónicas y perfiles, Discusiones y Sobre el periodismo, en los que se agrupan textos que dejan claro que estamos ante una excelente escritora, impulsada por una curiosidad inagotable, que persigue en una realidad compleja y llena de matices las huellas de sus historias, con seriedad y precisión, consciente de que es imposible descubrir las respuestas y que siempre hay que respetar la presencia de la duda. Utiliza los mecanismos de la ficción, recursos literarios y cinematográficos, para tratar de captar lo que define como la esencia de la esencia de la realidad. Crónicas que nacen por el deseo de conocer, el intento de entender y la necesidad de contar historias.
En Crónicas y perfiles encontramos reportajes que nos muestran personajes abocados a la desgracia, al horror, retratos de gente cuyas opiniones despiertan nuestro interés de inmediato, recorridos por el lado más vulnerable del ser humano. Guerriero se acerca a las historias con determinación, con curiosidad y respeto, y consigue colocarnos en el lugar de los protagonistas, escuchamos sus voces y las voces de testigos que se cruzan en la historia, seguimos el hilo argumental que nos propone una autora dispuesta a no juzgar, a colocarse en el lugar del otro, a transportarnos a vidas desgarradas, a incomodarnos y a recordarnos que los seres humanos, pese a sus circunstancias, no somos tan distintos unos de otros. Un gigante que estuvo cerca de alcanzar la gloria como deportista y que vive en la miseria, un cardiólogo que es doble de Freddie Mercury, la entrañable entrevista con Homero Alsina Thevenet poco antes de su fallecimiento, una joven que mata a puñaladas a su bebé recién nacido, una completa visión del mundo de la venta directa, el reencuentro de familiares separados por una dictadura atroz, historias de superación, existencias marcadas por una tragedia o por un destino que suele mostrarse caprichoso e impredecible. En La voz de los huesos, que recibió en 2010 el premio de la Fundación Nuevo Periodismo Iberoamericano, nos habla de un grupo de antropólogos forenses encargados de identificar cuerpos víctimas de ejecuciones o asesinatos. Este es uno de los textos más impactantes del libro, el día a día del equipo de trabajo que identificó los restos, por ejemplo, de Marcelo Gelman, hijo del poeta Juan Gelman, de Azucena Villaflor, fundadora de Madres de Plaza de Mayo, o del Ché Guevara. Y así es la mirada de Leila Guerriero, certera a la hora de seleccionar los detalles, de posar su mirada y transmitirnos aquello que a veces uno no puede verbalizar.
Discusiones nos ofrece una serie de textos en los que la autora se posiciona ante diversos asuntos, y destaca esta parte tanto por la forma de narrar, por la estructura de los textos, como por la frescura de las opiniones. Cuando habla sobre los fanáticos de la salud, escribe: Ser saludable ya no es opción, es tiranía. Un modo extremo —altamente intolerante— de religión. Sobre lo que significa ser mujer: No me siento parte de ese continente femenino formado por compradoras compulsivas, fóbicas al ginecólogo, temerosas de los años, necesitadas de palabras de amor después del sexo. Sobre las visitas guiadas: Los city tours son la excrecencia inofensiva de una ciudad a la que se la ha quitado lo feo, lo sucio, lo desprolijo, para que reinen (como en una cárcel) el tedio, la rutina, la ortopedia, la obediencia, la multitud y la organización. Y, en el último texto de este grupo, encuentro una frase que me parece define muy bien la toma de postura de esta escritora: Decir que no, allí donde todos dicen sí, conlleva un riesgo. Y es evidente que Guerriero no teme los riesgos, es más, parece sentirse atraída por ellos.
Por último, la tercera parte, titulada Sobre el periodismo, ofrece unos textos que, por sí solos, justificarían la lectura de este libro. Una lección de periodismo, desde la primera persona, desde la experiencia y la pasión, sin pontificar, sin prepotencia. Una declaración de amor por un oficio lleno de retos, que ha de llevarse en la sangre y abordarse con pasión. Yo soy periodista —dice Leila Guerriero— pero no sé nada de periodismo. Lo dice casi al final del libro, cuando ya nos ha quedado claro que sabe de periodismo y mucho. Se define como una autodidacta absoluta, un dinosaurio: una periodista salvaje. Y es una excelente definición de este libro narrado con una entrega evidente, cuyas historias transcurren impulsadas por la inagotable curiosidad de la autora y se abordan con valentía y sinceridad.
Se encuentran excelentes relatos en este libro de crónicas. Historias que nos dibujan una sonrisa o nos retuercen el estómago y nos sobrecogen el alma. Historias narradas por una mujer empeñada en ponernos delante de las narices nuestras miserias y nuestras grandezas, los interrogantes de lo que nos hace humanos. Un libro que no sería justo que pasase desapercibido. Una lectura que no deja indiferente.

miércoles, marzo 27, 2013

Matar al padre, Amélie Nothomb

Trad. Sergi Pàmies. Anagrama, Barcelona, 2013. 132 pp. 14, 90 €

Care Santos

Me pregunto tras leer lo último de la autora belga Amélie Nothomb, hasta qué punto escribe ya para su familia de lectores, que se cuentan por miles en todo el mundo. Unos lectores que la conocemos, le reímos las gracias, le perdonamos su cada vez más acentuado esquematismo y reconocemos sus filias y fobias nada más presentirlas. Y sus temas recurrentes.
En esta nueva entrega, puntual como todos los años a su cita con las mesas de novedades españolas, hacen aparición estelar dos de sus mejores obsesiones. Y cuando digo mejores quiero decir dos de las obsesiones que más réditos literarios han arrojado en la trayectoria de la autora. Por un lado, la perversidad de una juventud con nada que perder, que se enfrenta al mundo con la misma crueldad que recibe de él y, por otro, la identidad, la búsqueda, la construcción, la enajenación de la propia identidad.
Está claro que a Amélie Nothomb le gusta hablar de adolescentes. La suya hacia los jóvenes no es ni mucho menos una mirada amable, pero tampoco despiadada. De algún modo, de vez en cuando se vale de una historia para decirle al mundo: cuidado, que éstos serán pronto mayores, y son capaces de todo: de lo mejor y también de lo más horrible. Lo hizo ya en Antichrista, tal vez su mejor novela, y lo hace de nuevo aquí, a través de la historia de Joe, un aprendiz de mago expulsado de su casa por su propia madre que se convierte en el discípulo de uno de los magos más importantes del mundo. Tiene sed de conocimiento, tiene necesidad de ser amado, tiene una enorme ambición, pero también tiene un plan. Un plan que la autora no desvelará hasta la última página, que se sacará del sombrero como una ilusionista. En ese sentido, esta novela se parece -y mucho- a un truco de magia. Por momentos nos embelesa, aunque sabemos a ciencia cierta que la narradora nos embauca. Y cuando todo ha acabado, mientras paladeamos lo leído, nos preguntamos cómo lo ha hecho, por qué no hemos visto antes el truco. 
Aunque la magia y el plan de Joe son sólo un pretexto para hablar de lo que realmente importa en esta historia: la búsqueda de la persona que habrá de convertir en alguien especial. Ya ocurría en Estupor y temblores, en la ya citada Antichrista y en varias otras obras de la autora. En esta novela, todo ocurre porque los personajes se sienten desvalidos y se aferran a su clavo ardiendo. El de Casandra, la madre de Joe, es el amante que fuerza al hijo a dejar la casa. El de Joe es el timador sin nombre. El de Norman es Joe. El de Christina, la pareja de Norman, es el propio Norman. Y así, Nothomb teje un entramado de relaciones perversas pero perfectamente verosímiles, muy bien sustentadas, que son en realidad lo mejor de esta novela breve, casi sincopada, de diálogos minimalistas y cortantes -marca de la casa-, en que las cosas se dicen que si hubiera prisa por terminar de una vez. Un estilo certero, medido, que sus seguidores valoramos y disfrutamos, pero que puede sembrar el desconcierto entre aquellos que se incorporen a estas alturas a la obra literaria de su autora.
Sea como sea, Nothomb tiene un oficio innegable y una capacidad para fabular que se mantiene intacta a pesar de su ritmo de escritura (ella confiesa escribir cinco o seis novelas al año, y elegir de entre ellas sólo una para darla a sus editores). Da lo mismo que su prosa sea autoficcional (como ocurría, de hecho, en la anterior, Una forma de vida o en la estupenda Ni de Eva ni de Adáno que sea absolutamente ajena a ella misma, porque siempre tenemos la impresión de que nos cuenta sus intimidades. Y lo hace con un dominio tan absoluto de lo narrado que deja siempre con la boca abierta. Y con ganas de más. Un problema con solución a la vista: sólo hay que esperar un año y tendremos nueva novela.

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martes, marzo 26, 2013

Entre paréntesis, Ana Pérez Cañamares

Trad. (al japonés) Yoshida Mitsuko. La Baragaña, Palma de Mallorca, 2013. 118 pp. 12 €

Miguel Baquero

Hace tiempo que el haiku dejó de ser un aditamento exótico entre nosotros, en la órbita castellanohablante quiero decir. Autores como Mario Benedetti han compuesto libros íntegramente sobre esta forma de poesía tradicional japonesa; y en nuestro país, a día de hoy, se imparten talleres de haiku con gran aceptación, se organizan certámenes y encuentros, han aparecido incluso revistas centradas en el género y el resultado es el surgimiento de poetas de extraordinaria calidad como la valenciana Susana Benet (recomiendo, para los aficionados a esta forma de poesía, su blog Noches blancas, donde podrán encontrar haikus tan espléndidos como este: «Nadie recoge / esa ropa tendida / bajo la lluvia»).
Con la mayor humildad, voy a aprovechar este excelente haiku de Benet para introducir la reseña de Entre paréntesis, el último poemario de la madrileña Ana Pérez Cañamares. Poeta consolidada con libros como La alambrada de mi boca o Alfabeto de cicatrices, reciente premio Blas de Otero de poesía por Las sumas y los restos, y sostenedora también de un excelente y muy recomendable blog poético, El alma disponible, Pérez Cañamares acaba de publicar, con la editorial La Baragaña, de Mallorca, un libro compuesto de diferentes haikus.
Digo que el texto de Benet me va a servir de introducción porque, como apéndice final al libro de Pérez Cañamares, se recoge la opinión de la autora sobre el género, así como algunas observaciones teóricas de los más importantes cultivadores originales del haiku (con lo cual este Entre paréntesis adquiere también una dimensión interesante para quienes quieran iniciarse o ahondar en esta forma poética). Apuntan dichos comentarios a la esencia del haiku. Ésta parte básicamente de la contemplación de la naturaleza en espera —aunque quizás sobre aquí ese componente de impaciencia—, en disposición más bien de captar ese fogonazo de lo sublime que parte de las pequeñas cosas del entorno y que durante unos instantes sitúa al hombre en concordancia con un todo superior. Mal explicado —disculpará el lector; los teóricos cuyos textos se recogen en este libro y la autora lo hacen infinitamente mejor— esa sería la esencia del haiku: captar lo sublime de un momento, aprehender con palabras una maravilla efímera.
Sin embargo, y como también se apunta en el estudio que acompaña a esta colección de haikus, la llegada y asimilación por la cultura occidental de esta forma de poesía tradicional japonesa originó ciertas «variaciones» sobre la base original. Al contacto con la cultura occidental, por ejemplo, se integró en el haiku el ingenio, cuando la principal característica de esta poesía es «la naturalidad que procede del corazón», según Bashô; se integró asimismo la reflexión, la búsqueda de un sentido en lo que se observa; y se integró la metáfora, la plasticidad del momento observado, que no existía en el original japonés pues «al escritor de haikus no le importa la belleza (…) como es concebida en Occidente». Junto con ello, y aunque se mantuvo la observación de la naturaleza como eje, también se aceptó en este lado del globo el desencadenante de elementos de la vida cotidiana y aun objetos industriales.
La propia Pérez Cañamares se acusa en el prólogo de todos estos pecados: «En mis haikus mi ego se colaba demasiado a menudo; otras veces, resultaban demasiado abstractos o rebuscados o literarios; incluían metáforas y otras figuras que los alojaban de su ideal desnudez y despojamiento de todo adorno». Pese a todo, la autora consigue llevar adelante una buena colección de estos haikus podríamos decir «occidentalizados» de cuya calidad final pueden dar fe algunos como este: «La contraseña / para entrar en la lluvia / es el silencio», o este otro: «En nuestros pechos / cabe todo el vacío / de los adioses». Algo hay también de esta combinación de lo oriental con nuestra estética en los excelentes haikus de Susana Benet, y pienso que tanto en el caso de ella como en el de Pérez Cañamares, el resultado no puede ser sino enriquecedor. En todo caso, Entre paréntesis es una excelente invitación al lector para que juzgue de las posibilidades, que al reseñista se le antojan muchas y de altísimo nivel, de esta forma digamos «refundida» de poesía.

lunes, marzo 25, 2013

Te prometo un imperio, Juan Vilches

Plaza y Janés, Barcelona, 2013. 576 pp, 19,90 €

Ángeles Prieto Barba

Hace unos años contemplé cómo en el documental Edward sobre Edward (1996), el actual príncipe Eduardo de Inglaterra, hijo menor de la reina Isabel II, tras desclasificar algunos documentos e imágenes de archivo, proclamó en él la total inocencia de su tío abuelo ante las insistentes sospechas de un posible pacto con Hitler, para firmar un armisticio y volver a ocupar el trono. Me resultó extraño contemplar cómo salía a la palestra por primera vez un miembro de esta familia tan distante para defender a otro, y me empecé a preguntar hasta qué punto podemos aceptar la imagen negra de Wallis Simpson (“serpiente del Potomac” para la reina madre Isabel, aquella rechoncha abuelita sonriente de nuestros recuerdos, o directamente “La Puta” según Winston Churchill), frente a la leyenda blanca y amorosa de Eduardo VIII. Complicado. Quizá porque los personajes con sangre real (y no señalo) nunca se enteran de nada, ni hacen jamás nada malo.
En cualquier caso, Juan Vilches compone esta entretenidísima novela con una percepción psicológica y un olfato histórico extraordinario, situándola precisamente en un momento y lugar clave, a la hora de determinar las intenciones y suerte final de la pareja: su estancia en el hotel Ritz de Madrid entre el 20 de junio y el 3 de julio de 1940. Dado que acogerse bajo la férula y control del Caudillo español, en esos días especialmente críticos para la suerte de los aliados en la Segunda Guerra Mundial y con Serrano Suñer (adalid de la política pronazi) en la cúspide del poder, no parece, ni parecerá nunca un gesto casual e inocente.
No lo fue. Pues Edward (David en la intimidad) y Wallis, nunca ocultaron su admiración por la Alemania de Hitler, su íntima relación con los Mosley, ni sus afanes constantes de popularidad, títulos, gloria y fortuna infinita de los que se vieron privados tras la obligada abdicación. Pero es que además, consiguieron destrozar su idílica imagen de enamorados por encima del poder con esa vida plena de frivolidades y gastos suntuosos, mientras la población civil británica sufría los estragos de la guerra, asunto que les pasó irremediablemente factura. La novela reproduce además el contenido de un famoso informe elaborado sobre Wallis, previo a la renuncia al trono de Eduardo, con revelaciones que hubieran determinado la imposibilidad de que en esa época precisa hubiera podido ser coronada como Reina (infertilidad tras aborto clandestino, posibles labores de espionaje).
Compone así Vilches un más que brillante estudio sobre estos dos personajes principales, donde logran moverse con idéntica verosimilitud otros, como el ministro Beigbeder, Francisco Franco o un más que conseguido Ramón Serrano Suñer, ya citado. En una novela donde una doble trama, brillantemente urdida, reina mucho más que Wallis y nos mantiene absortos en ella hasta el final, con el hábil recurso de componer esta obra mediante capítulos cortos e impactantes. Sólo un lunar puedo señalar en su redacción y es la utilización de lugares comunes muy trillados y perfectamente prescindibles (listo como el hambre, astuto como un zorro) para el desarrollo de la trama. Defecto que podrá subsanar en un futuro y que no impedirá el éxito y venta masiva que, pese a la crisis económica, espero que consiga esta novela, prometedora de otras propuestas inteligentes que su autor debe seguir suministrándonos. Yo ya me he comprado su anterior novela y espero seguir leyendo próximas entregas sin dudarlo.

sábado, marzo 23, 2013

Solo con invitación: PLAY, Javier Ruescas

Montena, Barcelona, 2012. 506 pp., 16,95 €

Carmen Fernández Etreros

Una de las novelas que más me ha sorprendido de las últimas novedades del panorama de la literatura juvenil es PLAY de Javier Ruescas, la primera parte de su nueva trilogía. Un autor que rompe totalmente en esta novela con el registro fantástico de sus novelas anteriores, Tempus Fugit, Ladrones de Almas (Alfaguara) y la trilogía Cuentos de Bereth (Versátil). PLAY es una novela sobre el complejo mundo de la música, los peligros de la fama y los nuevos fenómenos musicales juveniles.
PLAY nos cuenta la historia de dos hermanos que tienen dos personalidades radicalmente diferentes. El mayor Leo es atractivo, sarcástico y prepotente y el menor Aaron es sin embargo buena gente, tímido y posee un gran potencial creativo. Los dos hermanos se odian y se quieren a la vez, como todos los hermanos, pero en esta novela se ven obligados a formar un improvisado equipo. El hermano mayor Leo graba unos vídeos musicales con las canciones de su hermano y los sube a You Tube. Inesperadamente el vídeo se convertirá en pocos días en un fenómeno musical en Internet y Leo convencerá a su hermano para que sigan con la farsa cuando una discográfica les hace una buena oferta: grabar las canciones en su estudio de Nueva York y convertirse en la estrella de moda. Pero para ello tendrán que engañar a sus seguidores ya que Aaron pondrá la música y Leo su planta de cantante de éxito.
Uno de los aciertos de la novela es que el autor intercala durante la historia las voces y los pensamientos de los dos hermanos que cuentan la historia en primera persona, con lo que conocemos de primera mano lo que piensan ambos personajes.
Destacan los diálogos entre los personajes como Emma, Sarah o el señor Gladstone y los guiños a películas y series juveniles. El amor, la amistad o la ilusión de los jóvenes son otros de los temas que aparecen en la novela.
En suma, PLAY es una novela juvenil diferente, ágil y dinámica en la que Javier Ruescas que nos sumerge en el complicado camino de la música para las jóvenes estrellas y los peligros del éxito fácil en una industria que te puede encumbrar en un instante y a los dos minutos olvidarte.


Javier Ruescas: «Cuando escribo, ni el hambre me saca de mi torre de cristal»

Entrevista de Care Santos

Javier Ruescas aún no ha digerido la noticia de que su primera novela realista para jóvenes, Play (Montena), vaya a ser adaptada a la televisión, y ya calienta motores para la salida de la segunda parte de su trilogía: el 9 de mayo llegará a las librerías Show, la continuación de las aventuras de Leo y Aarón, dos hermanos muy especiales, en el mundo de la música y el éxito. En esta entrevista, exclusiva para La Tormenta en un Vaso, el autor nos revela algunos secretos de su cocina de escritura, su relación actual con la literatura fantástica y sus planes de futuro.

—Primera y obligada parada: ¿Por qué el mundo de la música?
—En realidad el mundo de la música fue bastante inesperado, el que yo conocía principalmente era el del cine y el de las estrellas del celuloide. Sin embargo, cuando me puse a plantear con calma la historia me di cuenta de que el universo de la música y de YouTube podían darme mucho más juego ya que han sido menos explotados en la literatura juvenil y por lo tanto son más desconocidos. Además, soy un melómano incontrolable y me pareció una buena excusa para rendir un pequeño homenaje a mis grupos y artistas favoritos.



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viernes, marzo 22, 2013

El hombre caja, Kōbō Abe

Trad. Ryukichi Terao. Siruela, Madrid, 2012. 160 pp. 15,90 €

José Miguel López-Astilleros

Kōbō Abe (Tokio, 1924-1993) es un escritor japonés, cuya obra no ha gozado de mucha atención por parte de los editores españoles, pues sólo han publicado cuatro de sus novelas, tres en la editorial Siruela (La mujer de la arena, El rostro ajeno y la que nos ocupa, la primera traducida por Kazuya Sakai y las otras dos por Terao) y una en la editorial Candaya, Idéntico al ser humano (escrita al mismo tiempo que El hombre caja, con quien comparte temática), traducida también por Terao y prologada magníficamente por Gregory Zambrano, tándem este último que se ocupa tambén del volumen de relatos Cuentos siniestros, publicados por la editorial bonaerense Eterna Cadencia. Es posible que dicha dejación, que poco a poco va subsanándose, se deba posiblemente al riesgo que comporta encontrarse con una obra que exige un lector dispuesto a tomar parte activa en su desarrollo, como demanda un texto con propuestas narrativas alejadas de la literatura más convencional, además de pertenecer a unas latitudes culturales y geográficas muy distantes a nosotros, aunque cercanas en sus planteamientos. Abe es un escritor que no representa al clásico escritor japonés que defiende los valores tradicionales, como lo puedan ser por ejemplo Soseki o Tanizaki dentro del siglo XX; por el contrario, se inscribe en una modernidad que tiene como influencia a Kafka o Beckett, entre otros, aunque no por ello su literatura haya surgido de la más absoluta orfandad dentro de su país, así podríamos citar como antecedente a Akutagawa, y tal vez no sería descabellado aludir al “género fantástico” de Ueda Akinari, por encontrar, en algún sentido, cauce a esa distorsión en la manera de reflejar la realidad para dar cuenta de ella.
El hombre caja posee un argumento definido, a diferencia de otras obras experimentales o surrealistas, aunque no sea fácil seguirlo, porque nos encontramos con que el narrador miente, de modo que tenemos que estar ojo avizor al desarrollo del mismo, a pesar de que en ocasiones nos da la impresión de estar ante la parodia de una novela negra, debido a la misteriosa búsqueda que se persigue, aunque no sepamos con claridad qué o a quién. Un hombre caja se instala bajo la ventana de un apartamento, su inquilino decide dispararle con una escopeta, pero el veneno ya le ha sido inoculado, puesto que tiempo después decide colocarse sobre la cabeza la caja de la nevera que ha recibido, convirtiéndose así mismo en otro hombre caja. Ya tenemos dos hombres caja, cuyas personalidades se confundirán y nos confundirá, provocando una reflexión sobre la identidad del ser humano, tema central de la obra y recurrente en la obra de Abe. Estas dos identidades, por tanto, quedan escindidas en el hombre caja y en un falso hombre caja, como en sus respectivos oficios de médico y falso médico, que a su vez escriben sendos cuadernos, de los cuales, obviamente, uno es falso. A partir de este planteamiento tan inestable como la nitroglicerina líquida, el autor nos lleva hacia mundos oníricos, como el sueño en el que el hombre caja sueña que es un pez falso con conciencia de su propia falsedad, lo que deviene en una falsa conciencia de sí mismo que no le permite conocer su verdadera identidad. Así como hacia un suicidio simulado o la pasión insana por una enfermera que nos enfrenta a un concepto exclusivamente fisiológico e instintivo del amor, o hacia un delirio antropofágico, o a situaciones grotescas y absurdas, o hacia disquisiciones sobre la relación entre el autor y sus personajes, entre la realidad y la ficción, nebulosas de pesadilla, perspectivas insólitas que en ningún momento somos capaces de imaginar, porque Abe siempre elige el itinerario menos complaciente y más acorde con sus obsesiones, además del más efectivo para contarnos el extraño mundo que habitamos.
La caja a la que se ha practicado una abertura a la altura de los ojos para ver, pudiera entenderse como el símbolo de la apariencia del hombre, y de cómo este disfraz modificaría nuestra percepción de lo contemplado, así como la del espectador ante ella desde fuera. Pero… ¿quién podría decir que no lleva puesta una caja encima, para mirar o ser mirado? La lectura de esta novela tan inquietante es toda una osadía para lectores audaces y reflexivos.

jueves, marzo 21, 2013

El sanador, Antti Tuomainen

Trad. Ursula Ojanen y Rafael García Anguita. Mondadori, Barcelona, 2012. 212 pp. 16 €

Julián Díez

Tapani Lehtinen, un poeta fracasado, recorre las calles de la Helsinki en llamas de dentro de diez, quizá quince años. En unas ocasiones va solo, en otras le lleva en su taxi un inmigrante magrebí que considera que esa ciudad de vagabundos hacinados en antiguos estadios, epidemias de gripe y bandas de seguratas imponiendo el terror es una tierra de oportunidades en comparación con su país de origen. Tapani busca a su esposa, periodista, que sigue la pista de un asesino que pretende castigar a los promotores del desastre ecológico: capitalistas sin escrúpulos, oligarcas, los supuestos triunfadores de pocos años atrás, ahora refugiados en urbanizaciones acorazadas o de camino hacia el círculo polar ártico, donde todavía el clima es soportable.
En su alucinado peregrinaje, el poeta visita repetidamente a personajes que definen su futuro, nuestro futuro: una pareja de amigos suyos que quiere escapar de la ciudad, él un abogado que sabremos que puso su granito de arena en el armagedón; un policía que sigue luchando por inercia, a sabiendas de que no hay forma de detener el derrumbe, pero que es honesto casi por eliminación, por falta de alternativas; el redactor jefe de un periódico que se aferra a la supervivencia de su medio, aunque lo que haga ya no tenga nada que ver con el servicio a la sociedad, sino sólo con la fidelidad a su propio sueldo («Tengo redactores que quieren contar la verdad. Siempre les pregunto qué es la jodida verdad. Y no pueden darme una respuesta en condiciones. Excepto, naturalmente, que la gente tiene que saber. Y yo les pregunto si realmente la gente quiere saber. Sobre todo, si están dispuestos a pagar para saber más»).
El amor de Tapani es sólido, creíble, pese a que asistiremos al descubrimiento de las fisuras en su relación. Su fidelidad, ciega, es un contrapunto con la reconocible debacle de su entorno. Como corresponde a una distopía actual, sobre un futuro plausible ante el que no parece que seamos capaces de dar ninguna solución, Tapani no será capaz de encontrar una salida y no hay ninguna clase de horizonte. Aunque al menos seguirá fiel a sí mismo. Tuomainen no es capaz de ofrecer mucha más esperanza que la individual, pero tiene la compasión suficiente hacia sus personajes como para no dañarles más de lo imprescindible en su contexto. Quizá lo más eficaz de la novela es que no es tremendista: lo que ocurre en ella es duro, pero lo más inquietante es seguramente que deja claro que lo peor está aún por llegar.
Su estilo es seco, eficaz, mucho más en la tradición de la novela negra americana que en la de la nórdica o la literatura distópica. Respecto a la primera, da un giro de tuerca al trasladarse del retrato social a la especulación. En cuanto a su dimensión como distopía, ya ni siquiera resulta llamativo que la mejor obra al respecto publicada el año pasado, la única que se ocupa de lo que el ciudadano medio teme que esté por venir, haya aparecido en una colección que no es de ciencia ficción. Un libro, en suma, relevante, necesario, que parece mentira que nadie haya escrito antes y que resulta increíble que pueda pasar inadvertido.

miércoles, marzo 20, 2013

El sentido de un final, Julian Barnes

Trad. Jaime Zulaika. Anagrama, Barcelona, 2012. 192 pp. 16,90 €

Inés Matute

A veces uno tiene la certeza —demasiado tarde, frecuentemente— de que la vida que ha llevado poco o nada tiene que ver con lo que fantaseaba para sí en su juventud. Pero, ¿qué ocurre si en pleno retiro uno descubre que la vida que creyó vivir tampoco fue tal y como se recuerda? ¿Qué ocurre si un acontecimiento inesperado nos desvela un gran secreto que cambió para siempre el curso de los sucesos y el destino de uno de nuestros mejores amigos?
Tony Webster, el protagonista y narrador de los hechos, rememora su adolescencia desde la pacífica y próspera atalaya de su madurez. Ante sus ojos, cansados quizá de no haber vivido, sino de haberse dejado vivir, uno participa de sus años de instituto, de una pandilla de tres chicos a la pronto se unirá Adrian, una criatura inteligentísima y sorprendentemente lúcida; seguramente la persona menos indicada para escoger para sí la salida aparentemente absurda y cobarde del suicidio. Sus amigos, con los que había compartido chicas, primeros años de universidad y la promesa de seguir unidos para siempre, olvidaron este suceso o simplemente se esforzaron por que la tragedia no les afectase. Pero un buen día Tony recibe una carta de un abogado; Sarah Ford, la madre de Verónica, su primera novia, le ha legado quinientas libras y un sobre con un manuscrito. Por no desvelarlo todo ni quitarle miga a la historia, no contaré aquí el contenido de dicho manuscrito (en realidad los diarios de Adrian), pero sí puedo decir que esas páginas son el núcleo central de una espléndida novela que se nos hace corta, que nos embriaga de suspense antes de estallar en un apocalipsis íntimo de una lucidez que sólo puede llevar la firma de Barnes.
Admito que cuando empecé a leerla esperaba una segunda parte de Nada que temer, comentado en esta misma revista semanas después de su publicación en el año 2010, pues su título hace una referencia directa a la muerte y parece indagar (no tanto como ensayo, sino como novela) acerca de su sentido, su interpretación, su posible lectura. No contaba yo con un suicidio y su repercusión en las personas que de algún modo participaron de él o pasaron el resto de su vida especulando sobre sus razones, su grado de culpa o de implicación directa en lo acontecido. «La vida es la historia que nos contamos sobre ella» afirmó Barnes el pasado mes de diciembre en un viaje relámpago a Barcelona. También nos dijo que uno tarda demasiado en descubrir que el tiempo no actúa como un fijador sino más bien como un disolvente, siendo el material a disolver los recuerdos.
Con esta novela, magníficamente editada por Anagrama y ganadora del prestigioso premio Man Booker, es una honda reflexión sobre la fiabilidad de la memoria personal, entendida como una distorsión o reconstrucción ideal del pasado. Curiosamente, llega a nosotros al mismo tiempo que La viuda embarazada de Martin Amis, con quien mantiene un histórico tira y afloja y un argumento parecido (y lamento daros esta pista) pero Barnes sigue fiel a su estilo trufado de guiños al lector, cuya complicidad busca dentro de la nostalgia de quienes entendemos la adolescencia y primera juventud como un tiempo luminoso e irrepetible, malgré tout. Si alguna pega pudiera yo ponerle a esta novela es que peca de esquemática, y que Verónica, el personaje catalizador de toda la trama, no está demasiado elaborada. Pero, ¿quién soy yo para criticar la obra de uno de los mejores escritores ingleses vivos? No dejéis de leerla. Sobre todo si vuestras lecturas de adolescencia fueron Enid Blyton y Richmal Crompton. Aquí no hay cerveza de jengibre ni emparedados de pepino engullidos en la cueva del contrabandista, pero sí hay misterio, desconcierto, andanzas adolescentes y un gran final que nos pilla por sorpresa y nos lleva a replantearnos si las cosas son siempre lo que son, o simplemente lo que parecen.

martes, marzo 19, 2013

Danzas de guerra, Sherman Alexie

Traducción: Daniel Gascón. Xordica, Zaragoza, 2012. 224 pp. 17,95 €

María José Montesinos

¡Cuántas veces una metáfora no es sino el recurso más simple y directo para vestir literariamente una historia! Eso nunca sucede en el caso de Sherman Alexie. El paralelismo que establece entre el oficio de montador cinematográfico del protagonista del primero de los relatos de este libro y la forma fragmentada de contar la historia, con flashbacks, cambios de plano y de puntos de vista, resulta una brillante muestra de cómo este autor maneja la escritura al más alto nivel. No es del todo extraño porque la de montador es una profesión de la que ha estado muy cerca Alexie que, además de escritor de relatos y novelas, es también poeta y guionista cinematográfico.
Aparte de lo dicho, es un indio spokane y cour d’alene, dos tribus cercanas cultural y genéticamente de las que apenas quedan unos cientos de miembros en la actualidad. Creció en la reserva de Wellpinit, en Washington, estado en cuya capital, Seattle, sigue viviendo y en cuyas universidades ha estudiado.
Pese a que provenga de una cultura tan singular, no se instala en la excepcionalidad, antes bien posee (y utiliza) una voz universal, tanto por la profundidad y anchura de su mirada sobre el mundo, como por el tratamiento de sus temas y la riqueza de sus recursos estilísticos. Alexie puede narrar en primera persona con igual competencia las reflexiones de una madre soltera, los pensamientos del homófobo hijo de un senador republicano, o los percances emocionales de un infiel comerciante de ropa vintage. Y lo hace con la misma credibilidad que cuando aborda circunstancias más cercanas a su biografía, como las cavilaciones de un padre de familia nativo americano preocupado por la reaparición de una grave enfermedad padecida en la infancia. La prosa poética de Alexie puede hablar de las cosas más lejanas al lector y hacer que éste las sienta como propias. Es capaz de convertir en literatura un cuestionario médico o hacer un tratado de tres páginas sobre la pérdida, tras caer en la cuenta de que el americano medio expresa sus emociones recurriendo a las canciones de las listas de éxito radiofónicas.
El libro va intercalando los relatos con la poesía. Las novias de las ciudades pequeñas le sirven para evocar la complicidad humana ante las adversidades, las disputas infantiles entre hermanos para una defensa de las tradiciones culturales indias, la visión del intento de atropello en un perro para preguntarse «¿Por qué creen los poetas que pueden salvar el mundo? La única vida que puedo salvar es la mía».
La extrema humanidad que aparece en sus creaciones le hace sonar como un clásico aun cuando componga melodías radicalmente contemporáneas.Se trata, a mi parecer, de uno de los mejores escritores de nuestra época. Por eso es muy de agradecer que una editorial pequeña, como la aragonesa Xordica, publique estos relatos, ya lo hizo con su anterior recopilación Diez pequeños indios; ambos con la sobresaliente traducción de Daniel Gascón.
Pese a que Alexie es un escritor viajado y de gran erudición, muchas de estas narraciones cortas se sitúan en el mundo de los nativos americanos. Tal vez porque, como dice, «no es que uno elija su cultura, sino que tropieza y cae sobre ella», o porque una simple anécdota familiar puede resultar más reveladora que un documental de denuncia social. En el relato que da título al libro, un hombre busca por todo el hospital una manta india para su anciano padre, helado de frío bajo las gélidas sábanas de la sala de postoperatorio, cercenado por la diabetes y por lo que en las reservas se considera causa de muerte natural: el alcoholismo.

lunes, marzo 18, 2013

Disparos en el armario, Eva G. Vellón

Amargord, Colmenar viejo, 2012. 114 pp. 10 €

Miguel Baquero

Seguramente, una de las cosas más difíciles a la hora de construir un relato es encontrar esa mirada justa en que las cosas se sugieren mas que se dicen, en que mediante un pequeño detalle se vierte la luz sobre todo el conjunto. Pese a tratarse de su primer libro de cuentos, Eva G. Vellón (Madrid, 1978) se muestra en Disparos en el armario toda una experta en ese sentido. Modélico es, por ejemplo, el comienzo del relato “Ahogadas”, donde muy poco a poco, detalle a detalle, sin necesidad de largos, rimbombantes y decimonónicos discursos de presentación, sino con leves pinceladas, se nos va disponiendo una atmósfera alrededor:
«La mujer de blanco ha vuelto a entrar en mi cuarto, donde a escondidas trato de escribir. Aquí no nos dejan tener cuadernos. No al principio, dicen. Hoy es la tercera vez que entra en mi habitación: la misma bandeja, pandillas de distintos colores…»
Se trata de una forma de narrar (que utilizará la autora en diferentes relatos, como en el magnífico “Sala de espera”, el más largo del volumen y armado de la misma forma minuciosa) moderna, actual, desprendida de todo artificio retórico. Una forma de escribir, se podría decir, impresionista, si no estuviera tan manido el término, una escritura que pretende iluminar la oscuridad con pequeños fogonazos aquí y allá, y para la que es preciso tener, como se ha apuntado, un gran dominio de la técnica de escritura, en especial de la capacidad de contención para no apabullar al lector con detalles que pudieran ser intrascendentes y al mismo tiempo no dejar nada significativo sin decir. En este sentido, no resulta extraño que la autora, como se indica en la presentación, sea profesora de escritura creativa.
Pero al fin, y señalado este dominio de la narración, ¿cuál es el cuadro que se pretende iluminar con estos destellos? En Disparos en el armario, Eva G. Vellón parece haberse acercado al máximo a esa frontera entre la realidad común, la corriente, la mayoritaria, y lo que pueda haber al otro lado. Esa falla entre dos territorios en cuyo fondo borbotean miedos, complejos, fantasmas… Y la mejor pasarela, por lo que se muestra en estos cuentos, para pasar de una escena a la otra, es el sexo. Al menos es el recurso más frecuente. La mayoría de los relatos que componen Disparos en el armario están protagonizados por individuos digamos molientes que de pronto, y casi sin saber por qué, se internar en un club de intercambio de parejas, o en una cita a ciegas sin preámbulos románticos, o en un chat de encuentros, o experimentan con la dominación. Otras veces también es la locura la que nos pueda hacer saltar, una mañana de playa, de una dimensión a la otra, o la que nos amenaza continuamente con dar ese salto hasta que un día, pasado el tiempo, lo hace.
Son relatos, los de este primer y muy recomendable libro de cuentos de Eva. G. Vellón, que parecen, en fin, discurrir en el borde. Un ejercicio de equilibro que no hubiera sido posible sin el empleo de esa forma precisa, contenida, muy certera, de decir las cosas.

sábado, marzo 16, 2013

Poesía completa, Emily Dickinson

Trad. Enrique Goicolea. Amargord Ediciones, , 2013. pp. €

Estelle Talavera Baudet

Hay joyas que pasan sin pena ni gloria, pero las hay que, tal vez por alineación planetaria, empiezan a surgir en las tertulias, a circular por las manos, a despertar de nuevo en las memorias y resucitar de las viejas librerías. Entonces se deleita uno descifrando sus poemas, transitando por esa profundidad tan personal y arrolladora. Fue así antaño; así ha resurgido hoy día. Y así será dentro de muchos años, porque hay piezas creadas por el ser humano que parecen no ser de este planeta.
Dickinson logra diseñar una foto palpable de su particular forma de mirar en la mente del lector. Ese olor a fotografía, a baño de luz, a tristeza y a exaltación, a desnudez de cuerpo y alma sin escalas de por medio. Idas y vueltas, subidas y bajadas, el ser humano con su cambiante forma, su incongruencia y sus destellos de ingenua esperanza. Esa es Emily.
Amargord Ediciones acaba de sacar del horno una receta perfecta, una delicatessen: las obras completas de la poeta Emily Dickinson: 20.000 versos, 1.789 poemas, un volúmen de más de 1.000 páginas.
El artífice de esta primera obra completa en castellano es Enrique Goicolea, antologuista y traductor de esta obra. Se documentó y consultó para ello diccionarios de inglés americano del siglo XIX, bancos de universidades americanas… No dejó títere con cabeza y, tras más de diez años de trabajo, ha logrado dar un considerable impulso al conocimiento de esta extraña joya literaria. En palabras suyas: «Whitman muestra el mundo por la mañana y Emily Dickinson por la tarde».
Lirismo, introspección, el alma que se alza o se estrella acompañado de la naturaleza, proyectándose en ella hasta la esencia misma, renaciendo en el inicio de las estaciones, alimentándose de ese aire que anticipa la primavera o la nieve o todo a la vez. Su universo es tan absolutamente original, tan suyo, que es imposible no leer sin reblandecerse, sin perderse dentro de sus bosques, sus cumbres, sus flores y abejas.
El Destino es la Casa sin Puerta
a la que se entra desde el Sol;
luego, se empuja lejos la Escalera,
porque es imposible la Evasión.
Es variado, según el Sueño
de lo que hacen en el exterior
-donde las Ardillas juegan, las Bayas se colorean,
y los Abetos se inclinan ante Dios-.

«Los misterios que encierra su poesía son los misterios de la vida misma: el sentido de la existencia, las posibilidades del arte, la necesidad de amar, la belleza y la complejidad que percibimos en el mundo que nos rodea». Enrique Goicolea.
Señores, disfruten del milagro.

viernes, marzo 15, 2013

La chica del vestido de topos, Beryl Bainbridge

Trad. de Joan Eloi Roca. Ático de los Libros, Barcelona, 2012. 205 pp. 18,5 €

Cristina Davó Rubí

Beryl Bainbridge (Liverpool, 1932 - Londres, 2010) es considerada una de las novelistas británicas más relevantes del siglo XX. Autora de dieciocho novelas, dos libros de viajes, dos ensayos, dos volúmenes de relatos y cinco obras para teatro y televisión. Sin embargo, aunque nominada en cinco ocasiones al prestigioso premio Man Booker, no fue hasta su muerte cuando se le concedió póstumamente. Después de que Ático de los Libros editara dos de sus mejores novelas, La cena de los infieles y La excursión, la misma editorial publica ahora la novela que obsesionó a la autora durante los últimos años de su vida: La chica con el vestido de topos. Basada en sus propios recuerdos de un viaje de tres semanas que realizó de joven por Estados Unidos, en 1968, de Washington a San Francisco. De hecho, los primeros escritos de Bainbridge fueron alimentándose de su propia existencia, contando vivencias de su infancia. La joven Beryl empezó a plasmar todas estas experiencias, como entretenimiento, en unos turbulentos diarios, que décadas más tarde le sirvieron para el eje central de la que sería su postrera novela. Las últimas treinta y cinco páginas de La chica con el vestido de topos fueron escritas por su amigo y editor, Brendan King, a partir de las sugerencias que le hizo en su lecho de muerte la propia autora, que falleció a causa de un cáncer a los setenta y siete años.
Rose, una joven británica, cruza Estados Unidos junto a Harold, buscando a un hombre que había conocido en su Inglaterra natal durante la infancia, el carismático doctor Wheeler, maestro y protector de la niña, pero absolutamente escurridizo. En cada una de las paradas que realizan los dos protagonistas donde creen que encontrarán al doctor, éste ya ha desaparecido, siempre un paso por delante de ellos. Viajan en la furgoneta Volkswagen de Harold, que además carga con todo el peso económico del viaje, mientras Rose vive su particular sueño americano. La relación entre ellos es complicada: silencios, diálogos secos, innumerables choques –por medio de lo cual la autora da cuenta de la atormentada psicología de ambos personajes–. Harold cree que Rose tiene un carácter infantil, cercano al retraso mental, mientras que ella considera que Harold no la entiende.
Harold quiere encontrar a Wheeler para vengarse, pues le culpa de la muerte de su esposa, que lo dejó por una aventura con él y se suicidó cuando éste la abandonó. Para lograr su objetivo se vale de la ingenuidad de Rose, quien, a su vez, sueña con que Wheeler le ofrecerá un trabajo y podrá quedarse con él en Los Ángeles. Finalmente, el doctor parece encontrarse en el hotel Ambassador, formando parte de la comitiva del fiscal, justo cuando Robert Kennedy acaba de ganar las primarias y será asesinado. No se debe despreciar el trasfondo político de esta historia realista, a pesar de las sugerentes imágenes y el marcado simbolismo que contiene. Pero, en realidad, si tienen algo que ver los dos protagonistas con el crimen, en un confuso desenlace, es lo de menos, ya que lo que prevalece en este argumento es la convivencia de dos personas con caracteres, modos de vida y valores opuestos que, sin embargo, comparten el mismo objetivo: dar con Wheeler. Una distancia que parecía insalvable y se va recortando a medida que avanza el relato, porque verdaderamente la meta que ambos persiguen es dar sentido a su existencia.
Al más puro estilo road movie, Harold y Rose se desplazan a lo largo del territorio americano, pasando por diferentes estados mentales, viviendo experiencias diversas, y aprendiendo también el uno del otro. En todas las situaciones que se producen se aprecia cierto punto absurdo, grotesco y cómico, aunque esencialmente conmovedor. El humor de Beryl Baindridge, sutil, como si de una música de fondo se tratase, resulta perverso en algunos momentos, oscuro en otros, turbador siempre. Una prosa ágil y efectiva nos introduce en una historia con múltiples capas, entretenida y tensa a partes iguales.
Una notable comedia negra de una autora cuya agitada vida proporcionó la materia prima para sus excelentes ficciones.

jueves, marzo 14, 2013

La canción de Brenda Lee, Miguel Ángel Muñoz

Menoscuarto, Palencia, 2012. 322 pp. 19,90 €

Cristina Davó Rubí

Miguel Ángel Muñoz (Almería, 1970) firma su cuarta obra de ficción, su segunda novela, con La canción de Brenda Lee. Una historia que tiene la música como hilo conductor, si bien su trasfondo es mucho más profundo. Se trata del encuentro en un delicado momento vital del músico de jazz Leonardo Venenori con una diosa del sadomasoquismo llamada Mariam. Por qué un personaje como Leonardo cae absurdamente en las redes de una mujer así tiene que ver con la ficción que el autor ha querido crear para su novela, de manera que el sentido de pequeñez del músico, eclipsado por la figura de su exitoso padre —llamado como él, apodado el Grande—, encuentra una vía de escape y de realce en esa relación de sometimiento. Ya que ni siquiera su ambicioso proyecto musical con el Veneroni´s Quartet parece dar el fruto esperado. En esencia, esto es La canción de Brenda Lee.
Sin embargo, una buena novela necesita de muchos ingredientes para serlo. Y esta contiene desde un recorrido pormenorizado por la historia del jazz y del pop del siglo pasado (Los Ángeles, Simon and Garfunkel, Billie Holliday, Pablo Abraira, Los Canarios, Frank Sinatra, y tantos otros), hasta un estudio puntual de algunos cuadros del Prado, pasando por un crimen pasional y una vida de estrella venida a menos, con un pasado tormentoso y un presente en declive. Miguel Ángel Muñoz, además de moverse en un terreno conocido y trabajado, consigue dar unidad narrativa a una historia en que varias son las puertas que se abren a lo largo del argumento. Al final, en un último capítulo se nos aclara el destino de cada uno de los personajes, y se cierran todas ellas adecuadamente.
Dotado del don de la escritura, el autor almeriense logra, además de una prosa fluida y cuidada en general, pasajes concretos de una belleza próxima a la lírica: «Existían las canciones perfectas (…) pero ¿de cuántas personas podía decirse algo parecido? ¿Cuántas ofrecían su resplandor intenso y cumplían la fascinante promesa contenida en él sin que la luz oscureciera finalmente?» «Los discos, como la vida, estaban formados por un número variable de composiciones, de capítulos independientes. Nadie recordaba ya en qué discos fueron incluidas las grandes canciones clásicas que todo el mundo tarareaba. Los discos, como la vida, eran una penosa construcción incompatible con la aspiración del arte a la permanencia. Existían porque había que ordenar los temas de alguna manera. Recordábamos canciones.» Y precisamente con la memoria de una canción da comienzo cada capítulo, como una música de fondo que nos acompaña en la lectura. Pero el verdadero tema de la novela es la soledad; la melodía del fracaso es la banda sonora de los personajes, pues es esta una historia de múltiples actores. El protagonista es acompañado de un coro de secundarios, identificados todos ellos con cada canción, de dolor, de derrota, de decepción. Como el engaño que representa Brenda Lee, con voz sensual de mujer y cuerpo de niña, así las apariencias son engañosas en este universo literario y las mentiras alimentan y tranquilizan, al menos superficialmente, a sus moradores.
Tras una magnífica aportación al relato breve, con El síndrome Chéjov (2006) y Quédate donde estás (2009), que seguro seguirá creciendo, y El corazón de los caballos (2009), una novela totalmente distinta a esta, Miguel Ángel Muñoz se revela como un autor original, que no está dispuesto a estancarse y que busca cambiar de registro en cada obra y superarse. El resultado es esta novela de capítulos cortos, que se suceden como escenas en una película del Buñuel más surrealista, escrita con la mejor herencia de Cervantes, de tintes fuertemente eróticos, pero delicada, sutil y suave en su cadencia de palabras. «Un cuerpo no es más que un amasijo de sueños y aspiraciones.»

Un gramo de odio, Frantz Delplanque

Trad. Paula Cifuentes. Alfaguara, Madrid, 2012. 392 pp. 18,50 €

Jaime Valero

Esta novela supone el debut literario de Frant Delplanque, actual responsable de Cultura en el ayuntamiento de Montpellier, así como el pistoletazo de salida de la nueva línea de Alfaguara dedicada a la novela negra. Un gramo de odio ve la luz en una buena época para el noir francés, ya que en los últimos años han surgido del país vecino autores muy interesantes que, además de construir buenas intrigas, consiguen arrojar cierta luz sobre algunos de los rincones más oscuros de la psique humana. Es el caso de escritores como Franck Thilliez (El síndrome E), Jean-Christophe Grangé (La línea negra) o Bernard Minier (Bajo el hielo), todos ellos publicados en nuestro país. Delplanque no sigue una línea tan oscura (y en ocasiones macabra) como las de los autores citados anteriormente, aunque también se preocupa por bucear en la mente de sus personajes, sobre todo en la del protagonista, Jon Ayaramandi, antaño asesino a sueldo y ahora retirado en una pequeña localidad del País Vasco francés.
Al contrario de lo que cabría esperar, teniendo en cuenta su oficio, no nos encontramos ante un individuo gélido y despiadado. No al menos en el Jon jubilado y sesentón que conocemos al principio de la historia, si bien iremos descubriendo algunos de los puntos más oscuros de su vida conforme avancemos en la lectura. Por contra, en él se empieza a despertar esa sensación de ternura y cariño que le ha rehuido durante todos estos años, gracias a Perle (una joven próxima a la treintena a la que salva de su novio) y a su hijita, Luna. Ese contraste entre los dos extremos que conviven en la personalidad de Jon (la del asesino al que no le tiembla el pulso a la hora de cumplir un encargo, y la del viejillo entrañable a quien la propia Luna llama “abuelito”) marca algunos de los mejores momentos del libro. Para completar el retrato del personaje, Delplanque lo ha aderezado con buen gusto para la música, especialmente el rock, plagando la narración de multitud de referencias musicales que conforman una estupenda banda sonora para la obra. También lo dota de una notable pasión por la lectura, encauzada sobre todo a través de uno de los clásicos de la narrativa de samurais: Musashi.
Hasta aquí todo bien: un protagonista con carisma y una trama que promete sorpresas e intriga, tras la desaparición de Al, el nuevo novio de Perle, que coincide con la irrupción en escena de Burger, otro asesino a sueldo con el que Jon ha compartido algún trabajo. Sin embargo, tras este comienzo prometedor nos topamos con varios inconvenientes que impiden que Un gramo de odio sea una obra redonda. Lo primero es que, frente al interés que nos despierta el protagonista, los personajes secundarios no terminan de ganarse al lector. Perle y Luna despiertan nuestras simpatías durante los primeros capítulos, pero a mitad de la historia su presencia se difumina. Peor aún es el caso de Al, que en ningún momento pasa de resultarnos indiferente. Hay alguna excepción en estos secundarios, como es el caso de Valentin, que ayuda a Jon en varios momentos de la historia, pero por lo demás no encontramos a nadie muy destacable. El segundo problema es la evolución de la trama en ciertos puntos. Delplanque ha optado por construir su novela en base a capítulos muy breves, lo cual aporta agilidad a la lectura en un primer momento, pero después le hace perder intensidad por la falta de profundidad en algunos pasajes que habrían requerido más paciencia para narrarlos. Ocurre, sobre todo, cuando se recuerdan algunos episodios del pasado de Jon, o en la resolución, en la que he echado en falta algo más de fuerza.
Tratándose de su primera novela, cabe esperar que Delplanque supla las carencias de este debut conforme vaya adquiriendo más experiencia, y de hecho, ya se encuentra trabajando en el que será el segundo libro protagonizado por Jon Ayaramandi. Teniendo en cuenta el potencial que tiene el personaje, soy optimista con respecto a su futuro literario y tengo ganas de saber qué nuevas peripecias le tendrá reservadas su creador. No puedo decir que Un gramo de odio sea una lectura indispensable, pero sí la recomiendo como primera toma de contacto con la peculiar figura de este asesino a sueldo, melómano y lector voraz, que ha alcanzado el otoño de su vida.

miércoles, marzo 13, 2013

El samurái barbudo, Koda Rohan

Trad. Naoaki Shimada. Satori, Gijón, 2012. 328 pp. 23 €

Juan Laborda Barceló

La Editorial Satori nos traslada, en esta obra primorosamente editada, a ese pulso singular que es la historia de Japón. Una lucha entre sus clanes primero, contra los extranjeros después y contra la pérdida de las tradiciones posteriormente.
En el volumen que nos ocupa se rescatan dos obras de Koda Rohan: La pagoda de los cinco pisos y El samurái barbudo. Nos referiremos especialmente a esta segunda, pues en ella se enlazan, como eslabones, los siglos XVI y XIX. No en vano el sello lo ha integrado en su magnífica Colección de Maestros de la Literatura Japonesa. El valor divulgativo y literario de la serie queda fuera de toda duda, siendo una forma de descubrirnos joyas de aquellas letras que de otro modo quedarían perdidas en el tiempo.
El prólogo del maestro Carlos Rubio nos da una serie de claves necesarias. Rohan se decidió a contarnos una historia de honor sobre samuráis cuando el Meiji (1868-1912) ya estaba bien entrado. La obra fue concluida en 1895. En aquellos años, la literatura extranjera se había apoderado de los gustos nipones (al igual que ocurriera con la influencia occidental en política, costumbres, ideologías o modelos bélicos. En eso consistía básicamente el Meiji).
El autor vuelve sobre los pasos de su historia, para reivindicar como propio un pasado glorioso. El hecho de ubicar los acontecimientos en torno a la batalla de Nagashino (1575), uno de los sucesos clave del período previo al Shogunato de los Tokugawa es, tanto un anhelo del pasado, como una reafirmación de la identidad nacional.
El inicio del texto de Rohan es una reflexión sobre la historia que podría tener cabida en cualquier novela histórica actual. Una serie de ideas sobre el pasado, el honor, la vida y la muerte ilustran maravillosamente la idiosincrasia del japonés del siglo XVI. Entre la prosa firme del autor encontramos utilísimas notas a pie de página, en las que descubrimos conceptos como Asura (una de las esferas de la cosmología budista, donde los guerreros muertos combaten eternamente) o Sanzu (río que hay que cruzar para alcanzar el otro mundo). La vocación didáctica de la editorial es encomiable, puesto que tales indicaciones permiten introducir al neófito en otro plano de lectura.
La obra se centra en Kasai Dairokuro Takahide, el samurái barbudo del título que, tras el fracaso del Clan Takeda en la citada batalla frente a Oda Nobunaga e Ieyasu Tokugawa, demostrará un gran valor y pericia. No desvelaremos más secretos sobre la trama, pero sí queremos dejar claro que las letras de Rohan hacen un repaso por la amistad, la lealtad y el sentido de la vida. Todo ello teñido con un esteticismo Zen, que es tanto imagen como muestra de profundas raigambres: «La vida es un fugaz instante de sueño e ilusión…» explica uno de los personajes, pero esas letras las podría firmar el propio Calderón de la Barca. Esta enriquecedora lectura permite un juego comparativo de arquetipos y motivaciones. No dejen de acercarse a ella.

martes, marzo 12, 2013

Poesía reunida, Juan Gelman

Seix Barral, Barcelona, 2012. 1328 pp. 25 €

José Luis Gómez Toré

Más de mil trescientas páginas y más de veinte poemarios, precedidos por sendos prólogos de Julio Cortázar y Pere Gimferrer, dan fe de la prolífica escritura del argentino Juan Gelman (Buenos Aires, 1930), pero también de la calidad de su escritura y de su saludable ambición, que le han convertido en uno de los nombres imprescindibles de la lírica en español (la concesión del Premio Cervantes en 2007 fue solo una confirmación de lo que era un secreto a voces entre los lectores de poesía de nuestra lengua).
Estamos ante una lírica que explora todas las posibilidades del lenguaje: de ahí que se den cita tanto la escritura política como el desgarro existencial, los ecos de la música popular junto con la lección de las vanguardias, las imágenes más audaces y las distorsiones más sorprendentes de la morfología y la sintaxis en atrevida fusión con los giros propios del habla coloquial. Gelman parece hacer realidad el sueño de Lautréamont de una poesía hecha por todos, porque de alguna forma esa necesidad de acoger todas las dimensiones del idioma implica asimismo asumir que el lenguaje es una creación colectiva, un complejo entramado del que la voz del poeta es tan solo un hilo más. Aunque no esté ausente el yo, la poesía es para Gelman sobre todo la voz de lo otro y del otro (también del otro que es uno mismo). Por ello, no sorprende el recurso ocasional a heterónimos o incluso el empeño de escribir todo un libro de poemas, el bellísimo Dibaxu, en sefardí. Al igual que el autor no se prohíbe la poesía política (pero sin que el adjetivo devore al sustantivo: incluso los poemas más combativos del argentino no dejan de ser ante todo eficaces artefactos verbales), tampoco se impone otro tipo de cortapisas, nada infrecuentes en la reciente tradición lírica. Precisamente por la hinchazón sentimental de la poesía romántica y posromántica, buena parte de la mejor poesía del siglo XX se ha caracterizado por su contención, por una alergia a todo sentimentalismo. Ello ha propiciado a menudo cierto distanciamiento intelectual, cuando no irónico, frente a la compleja realidad emocional que nos constituye. En el caso de Gelman, por el contrario, la ternura, como también la rabia, afloran por doquier (de esa dualidad da buena cuenta el oxímoron que pone nombre a uno de sus libros capitales, Cólera buey). Se trata, sin embargo, de una ternura que, incluso cuando juega con el lenguaje convencional de las emociones, lo dinamita desde dentro, con una audacia que, pese a las muchas diferencias entre los dos poetas, recuerda a la de César Vallejo. Y es que ambos son capaces de transmutar alquímicamente el lenguaje cotidiano con sus riquezas subterráneas y aparentes carencias en una vía inédita de exploración del mundo.
La otra cara de la denuncia que aflora en no pocos de sus versos (pero sin que quepa reducir su obra a esta perspectiva, sin duda importante) es una casi imperceptible dimensión utópica. Sin embargo, ese componente utópico apenas se hace explícito, ya que es el propio lenguaje la utopía a la vez realizada y por realizar del encuentro de lo diferente, el espacio común donde puede decirse el desencanto pero también la fragilidad de la esperanza: un lugar donde explorar lo posible que late en toda realidad y que se revela así en una lengua en constante y gozosa metamorfosis.

lunes, marzo 11, 2013

Las batallas silenciosas, Juana Cortés Munárriz

Baile del Sol, Tenerife, 2012. 138 pp. 13 €

Fernando Sánchez Calvo

Juana Cortés Munárriz es una escritora forjada en los cada vez más escasos premios y certámenes literarios que poblaban este país, paso casi indispensable para la carrera de muchos talentos que quieren hacer de la narrativa un oficio de verdad y no simplemente un pasatiempo. Por ello, y ahora que afortunadamente Juana va haciéndose visible en los escasos huecos que dejan otros escritores más consagrados, me alegra que en este volumen no se haya olvidado de sus orígenes y haya publicado todos aquellos títulos que en otros tiempos la ayudaron a progresar en esa carrera. Me gusta porque, al fin y al cabo e independientemente de lo que cada uno piense de los premios, varios jurados de distintos puntos geográficos se reunieron y en numerosas ocasiones decidieron que aquella desconocida, Juana Cortés Munárriz, merecía ganar por encima de los demás.
Los relatos con los que va a lidiar aquí el lector son ágiles, certeros y, lo más importante, bien solucionados (que no es lo mismo que cerrados). En algunos de ellos como “Gunter” o “Los tres pies del gato”, en mi opinión los mejores del volumen, el delirio y el surrealismo sirven para denunciar el tema que une a la mayoría de ellos: la ausencia y huída del cariño; el primero, desolador, recurre al motivo de la maternidad no satisfecha llevada en este caso hasta las consecuencias marginales más extremas; el segundo nos arranca varias sonrisas, pero en el fondo son arrebatos de compasión que sentimos por un marido que, de repente, se ha visto sustituido en el hogar por un gato.
La denominada ausencia se vuelve concreta en otros relatos como “Gilda en casa” o “La misma luz, los mismos colores” (formalmente el texto más atrevido): en los dos el padre falta, el padre se ha ido, y en ocasiones dicha pérdida es irremplazable; en otras es el miembro femenino el que asume dichos roles que en principio no le correspondían. Lo que importa, no obstante, lo que preocupa tanto a Juana Cortés como al lector que lee sus cuentos es que en estas batallas siempre se pierde algo (la infancia, un hijo, un padre, el cariño, el amor que nos robó un tercer amigo, un sitio en el hogar) y siempre se pierde de manera silenciosa, sin que uno mismo sea consciente de qué es lo que en ese mismo instante está empezando a faltar. Libro triste, pesimista, de mirada gris aunque sin caer en ningún momento en el tremendismo. Libro misterioso también. Libro de incógnitas. Buen libro.

sábado, marzo 09, 2013

Solo con invitación: El joven Nathaniel Hathorne, Víctor Sabaté

>Rayo Verde, Barcelona, 2012. 96 pp. 12,95 €

Arcadio García

Un escritor que en rigor no lo es porque ha renunciado a serlo antes de darse la oportunidad de triunfar, descubre, tiempo después de haber desistido en el objetivo de alcanzar la gloria literaria, que uno de sus cuentos de juventud inédito ha sido plagiado por un famoso autor norteamericano muerto ciento cincuenta años antes. La historia de ese plagio inaudito sirve de detonante para que Victor Sabaté lleve a cabo un muy estimulante juego metaliterario que, a la postre, constituye una divagación no solo sobre el plagio, y sobre la creación literaria o la figura del escritor y el proceso en el que se sumerge para entronizarse como tal, sino también sobre el peso disuasorio que la tradición ejerce en algunos escritores, y las estrategias y los atajos en los que incurren otros para insertarse en ella. La obra de Sabaté reflexiona, asimismo, sobre la ambición literaria, sobre cuáles son sus límites y hasta dónde es capaz de prestarse un autor para verla satisfecha, cuáles son los obstáculos que cabe salvar o de qué amenazas ponerse a resguardo y a qué hay que renunciar para convertirse finalmente en escritor.
Así, el narrador de El joven Nathaniel Hathorne, siguiendo la máxima de Thomas Mann según la cual se debe morir para la vida si se quiere ser cabalmente escritor, en las primeras páginas de la novela renuncia a granjearse afectos que le distraigan de la tarea de escribir la gran obra que le proporcionará la gloria literaria, pero en realidad se trata de una renuncia poco menos que simbólica, un desiderátum expresado sin demasiada convicción, pues no solo no opone mucha resistencia sino que cualquier excusa que le sale al paso es buena para eludir la escritura («cualquier pretexto servía para abandonar o postergar la redacción de la novela». p.17), quizá porque teme defraudar las expectativas que ha depositado sobre él mismo. O para no descubrir que entre esas expectativas y la realidad media la misma distancia que entre un buen escritor y uno mediocre. Porque la novela de Sabaté también invita a reflexionar acerca del estatus del escritor, de cuáles son los atributos que distinguen a unos de otros, y si el fracaso, la renuncia o la pérdida de fe en la escritura («la que me había devuelto la fe en la escritura». p.85) de muchos de ellos no tendrá como causa que le exigen demasiado, que han —hemos— depositado sobre sus espaldas mucho más de lo que está en condiciones de ofrecer.
Aunque se trata de una primera novela y, por tanto, cabe la posibilidad de que sea prematuro aventurarlo, Víctor Sabaté parece situarse en ese grupo de escritores cuyo universo ficcional gira en torno a la literatura, en torno a los autores que admiran y se han erigido en modelos y en fuente de inspiración constante. Escritores en la estela de Enrique Vila-Matas, en el decurso de cuya formación parecen haber contraído una deuda que se diría intentan saldar con cada obra que publican, en forma de homenaje, de cita; un constante enaltecimiento, en suma, de la forma en que esos autores idolatrados entendían la literatura.
Hay libros, sellos editoriales y autores sobre los cuales unas pocas referencias bastan —a veces la intuición es suficiente— para tener la seguridad de que cumplirán las expectativas depositadas en ellos. El joven Nathaniel Hathorne, la editorial Rayo verde y Víctor Sabaté se ajustan a ese aserto.


Víctor Sabaté: "No creo que escribir para cierto tipo de lectores sea una decisión que uno pueda tomar deliberadamente"

Entrevista de Care Santos



La primera pregunta es obligada. ¿Qué hay entre usted y Nathaniel Hawthorne?
—Hay una conexión inicial un poco azarosa, puesto que decidí utilizarlo como personaje porque encajaba con una parte de la historia que finalmente eliminé de la novela. Hay un grato descubrimiento: a Hawthorne yo lo conocía por Wakefield y por unos pocos relatos fantásticos, y no me parecía que me pudiera interesar demasiado el resto de su obra; sin embargo, al final sí lo ha hecho, sobre todo algunos textos autobiográficos considerados menores en su producción. Y hay también ese sentimiento de fraternidad diferida en el tiempo que llega a sentirse con un autor cuando hemos compartido con sus libros un período largo y continuado.

 Fotografía © Xavier Serrahima
 
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