Cristina Consuegra
Con la publicación de La luz es más antigua que el amor (Seix barral, 2010), Ricardo Menéndez Salmón logró apuntalar, aún más si cabe, su trayectoria de autor de obra, al tiempo que inauguró un nuevo horizonte de reflexión. En este título, suerte de piedra angular del entramado poético del asturiano, podemos encontrar, localizar, todas las claves que han hecho de este autor un nombre propio singular y único; ese compendio de ideas capitales que, título tras título, Menéndez Salmón revisa con precisión de cirujano, con la obsesión de quien sabe que la obra está siempre en movimiento.
Esas ideas capitales son retomadas, revisadas y medidas para la historia que el autor retrata en Medusa (Seix Barral, 2012), último artefacto narrativo del de Gijón, de prosa orgánica e identitaria. De ritmo frenético y estructura inteligente. Un título que dignifica el oficio de la palabra y la experiencia de la literatura. La reflexión en torno al ejercicio del mal y el poder del par imagen/palabra se presentan, una vez más, como grandes temas en torno a los cuales el autor hace pivotar a las piezas que soportan el esqueleto de su poética: la constante ficción/realidad, la capacidad redentora del ser amado, la familia, la crueldad y el horror y la relación escritor/tiempo basculan entre los dos territorios nombrados, territorios que hacen grande al autor y que evocan el aliento de otros nombres ilustres de la historia de la literatura como Faulkner, Onetti, Céline, Bernhard, Dostoievski y Camus.
En Medusa, el autor advierte al lector con una suerte de prefacio, “Masacre en Kovno”, pieza en la que se presenta superficialmente al personaje objeto de la novela, Prohaska, y buena parte de lo que Menéndez Salmón desgranará, tras este primer impulso narrativo, en las dos partes principales de la novela destinadas a testimoniar, bajo la mirada de un narrador subjetivo, tanto la vida y obra de Prohaska, como el mayor acto de horror y crueldad cometido por el ser humano, la Segunda Guerra Mundial.
De la mano de esa mirada primera sobre la obra de un artista que jamás se dejó retratar, del que no hay imagen alguna, el autor propone una profunda lectura sobre el horror y la devastación tamizada por la figura de Prohaska quien construye el mundo a base de fotografías, un hombre que se limita a testimoniar la experiencia de un tiempo —de la memoria— gracias al uso de la práctica artística, gracias al uso de la omnipresencia de la imagen. Articulada a través de la trama, se ofrece al lector la posibilidad de reflexionar sobre el ejercicio de la palabra como herramienta para interpretar y transmitir, y el empleo de la imagen como certificado de una experiencia. Ambas, palabra e imagen, obsesionarán a Prohaska, pero debe ser el lector quien decida el grado de responsabilidad del personaje —figura que, en ocasiones, aparece como elemento integrador de la poética de Menéndez Salmón— para con la historia, mejor dicho, el grado de responsabilidad de la vida y obra de Prohaska con la historia entendida desde esa perspectiva nietzscheana que defiende que «la historia es el único escenario legítimo para la especulación acerca de la vida, el lugar donde tarde o temprano se contará la verdad de la vida». Quizá por ese testigo que el autor cede al lector, Medusa es la novela en la que la mirada del lector se antoja más urgente y prioritaria. Más profunda.
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