José Luis Gómez Toré
Más de mil trescientas páginas y más de veinte poemarios, precedidos por sendos prólogos de Julio Cortázar y Pere Gimferrer, dan fe de la prolífica escritura del argentino Juan Gelman (Buenos Aires, 1930), pero también de la calidad de su escritura y de su saludable ambición, que le han convertido en uno de los nombres imprescindibles de la lírica en español (la concesión del Premio Cervantes en 2007 fue solo una confirmación de lo que era un secreto a voces entre los lectores de poesía de nuestra lengua).
Estamos ante una lírica que explora todas las posibilidades del lenguaje: de ahí que se den cita tanto la escritura política como el desgarro existencial, los ecos de la música popular junto con la lección de las vanguardias, las imágenes más audaces y las distorsiones más sorprendentes de la morfología y la sintaxis en atrevida fusión con los giros propios del habla coloquial. Gelman parece hacer realidad el sueño de Lautréamont de una poesía hecha por todos, porque de alguna forma esa necesidad de acoger todas las dimensiones del idioma implica asimismo asumir que el lenguaje es una creación colectiva, un complejo entramado del que la voz del poeta es tan solo un hilo más. Aunque no esté ausente el yo, la poesía es para Gelman sobre todo la voz de lo otro y del otro (también del otro que es uno mismo). Por ello, no sorprende el recurso ocasional a heterónimos o incluso el empeño de escribir todo un libro de poemas, el bellísimo Dibaxu, en sefardí. Al igual que el autor no se prohíbe la poesía política (pero sin que el adjetivo devore al sustantivo: incluso los poemas más combativos del argentino no dejan de ser ante todo eficaces artefactos verbales), tampoco se impone otro tipo de cortapisas, nada infrecuentes en la reciente tradición lírica. Precisamente por la hinchazón sentimental de la poesía romántica y posromántica, buena parte de la mejor poesía del siglo XX se ha caracterizado por su contención, por una alergia a todo sentimentalismo. Ello ha propiciado a menudo cierto distanciamiento intelectual, cuando no irónico, frente a la compleja realidad emocional que nos constituye. En el caso de Gelman, por el contrario, la ternura, como también la rabia, afloran por doquier (de esa dualidad da buena cuenta el oxímoron que pone nombre a uno de sus libros capitales, Cólera buey). Se trata, sin embargo, de una ternura que, incluso cuando juega con el lenguaje convencional de las emociones, lo dinamita desde dentro, con una audacia que, pese a las muchas diferencias entre los dos poetas, recuerda a la de César Vallejo. Y es que ambos son capaces de transmutar alquímicamente el lenguaje cotidiano con sus riquezas subterráneas y aparentes carencias en una vía inédita de exploración del mundo.
La otra cara de la denuncia que aflora en no pocos de sus versos (pero sin que quepa reducir su obra a esta perspectiva, sin duda importante) es una casi imperceptible dimensión utópica. Sin embargo, ese componente utópico apenas se hace explícito, ya que es el propio lenguaje la utopía a la vez realizada y por realizar del encuentro de lo diferente, el espacio común donde puede decirse el desencanto pero también la fragilidad de la esperanza: un lugar donde explorar lo posible que late en toda realidad y que se revela así en una lengua en constante y gozosa metamorfosis.
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