Óscar Esquivias
Yo no conocía la literatura de Muriel Spark hasta que esta novelita, El asiento del conductor, cayó en mis manos. Basta leer las primeras líneas para darse cuenta de que su autora es una narradora dotadísima, certera, llena de inteligencia e ingenio: la historia comienza sin preámbulos ni dilaciones, con una energía y un brío casi eléctricos; uno no se ha dado cuenta y la novela ha cerrado sus puertas, nos ha atrapado dentro y ha echado a andar con ligereza, como un tranvía que va soltando chispazos y corre sobre los raíles, muy seguro de la dirección que lleva. El lector también cree conocer el destino: piensa que va a hacer un viaje turístico y que recorrerá con la protagonista, la muy excéntrica Lise, el paisaje amablemente exótico y pintoresco del sur de Europa, ya que el texto comienza con los preparativos de sus inminentes vacaciones. Pero en la literatura de Muriel Spark nada es convencional, y lo mismo que su personalidad literaria se impone (¡nada menos!) a la de Nápoles (la Spark dinamita los tópicos, es la novela ambientada en Nápoles menos napolitana del mundo), también juega con las expectativas del lector: si al principio uno cree que avanza sobre el terreno amable y seguro del humor, pronto se da cuenta de que la sonrisa se le ha congelado en el rostro. ¿Qué ha sucedido? ¿En qué momento las vías de hierro sobre las que corríamos se han convertido en un cable de equilibrista en el que nos vemos avanzando a pie desnudo sobre el abismo? ¿Qué milagro es este? Nos seguimos riendo con la novela, pero ya no sabemos si nos divierte o nos aterra. Spark sigue a lo suyo, con pulso de hierro, narrando a dentelladas, con una fuerza salvaje, y el lector va detrás de ella, atónito, intrigado, fascinado, rendido a lo que la autora quiera hacer con él. Yo tenía la sensación de haber empezado a leer una novela a lo Jane Bowles, con sus mujeres desenfadadas, graciosísimas, con su luminosa ligereza y su simpatía constante, y que de repente –sin que yo notara la transición– esas mismas mujeres (Lise y la anciana señora Fiedke) hubieran terminado protagonizando un relato de Patricia Highsmith, con su atmósfera ambigua, perturbadora, donde acecha siempre la desgracia o el crimen. Así es (o así me ha parecido a mí) El asiento del conductor: una especie de prodigiosa síntesis entre Jane Bowles y Patricia Highsmith.
Sin duda, la impresión que me ha dejado esta lectura habría sido otra si la traductora (Pepa Linares) no se hubiera ajustado tan bien al estilo y a las intenciones de Muriel Spark. Por si fuera poco, el prólogo de Eduardo Lago es magnífico y proporciona todas la claves biográficas y literarias de una autora menos conocida entre nosotros de lo que debiera. Como es habitual en Contraseña, el libro lleva en su cubierta una ilustración realizada expresamente para esta edición: la firma Alberto Gamón y refleja cabalmente el espíritu del relato. Realmente, no se pueden hacer las cosas mejor.
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