Guillermo Ruiz Villagordo
Antes de leer esta novela, tomando como base su contraportada y algún que otro comentario leído por aquí y por allá, pensaba que podría utilizarla como excusa para hablar de Hervé Guibert, el hoy olvidado cronista a través de sus novelas autobiográficas del ambiente gay francés de los 80 y 90 sobre el que se cernió la sombra del sida, que padeció y le llevó finalmente a la muerte, y el apasionante microcosmos cultural que en torno a él tomó forma, con la figura de Foucault descollando sobre todas.
Pero lo cierto es que el fresco que nos ofrece La mejor parte de los hombres abarca desde esa apabullante y desconcertante vida intelectual y política de Francia de la década de los 80, marcada por el cansancio derivado del abuso de los movimientos sociales y una necesidad de hacer algo aunque no se supiera bien qué tras el desencanto que dejaron las cenizas de un mayo del 68 que no condujo a nada, hasta su deriva derechizante en la actualidad, con el hito de la elección de Sarkozy como presidente de la República. Y lo hace con el hilo conductor de Elizabeth, más frecuentemente llamada Liz, periodista de Liberation, narradora de la novela, y su relación de distinto carácter con tres hombres que con su presencia vampírica parecen dotar a su vida de un sentido cuando en realidad la vacían de él: Leibo, filósofo que cambia de chaqueta intelectualmente en múltiples ocasiones en busca de una tranquilidad espiritual imposible de encontrar que concilie su origen judío y su sentido de la fidelidad con la eclosión de la causa de Palestina y su insustancial aventura con Liz; Doumé, corso, líder de Stand, grupo de liberación homosexual cuya principal seña de identidad es su exaltada defensa de medidas contra el contagio del sida en una época que ansiaba libertad de una manera suicida; Will, joven sin formación y alocado de gran belleza proveniente de un ambiente provinciano y cerrado, antiguo amante de Doumé que acaba odiándolo de una manera tan irracional que se convierte en el apóstol del barebacking, doctrina que difunde en el ambiente aprovechando su paulatina conversión en estrella mediática.
Estos tres personajes masculinos, perdidos cada uno a su manera, contaminan la existencia de Liz, en torno a quien se revuelven unos contra otros, sin que ésta llegue a querer deshacerse realmente de ellos para vivir su propia vida, que se convierte así en una farsa en la que se limita a ejercer de espectadora o, en el peor de los casos, de punching ball en el que van a dar todos los golpes cuando éstos, nunca con una dirección clara, la encuentran en su trayectoria. No hay redención, ni para ella ni para ellos ni para el lector, no hay reflexión verdadera a fuerza de reflexionar sobre tantas cosas, sólo la cruda, patética exposición de una época bienintencionada que fue mutando, que se desgajó en facciones, y las facciones en amigos que se perdían por el camino, y que se revela tan perdida como la actual, inmersa en un marasmo cultural y gubernamental que somos incapaces de aprehender.
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