Cecilia Frías
Pocos permanecerán indiferentes tras la lectura de esta nueva colección de relatos del singular Etgar Keret: escritor, guionista y director de cine israelí que cosecha éxitos más allá de sus fronteras, y ahora toma de la mano al lector para trasladarle hasta inesperados territorios en los que lo surrealista convive con lo cotidiano. Lo podemos comprobar desde las primeras páginas del volumen en las que un joven se queda estupefacto al descubrir que su apasionada amante de día se metamorfosea en un gordito con el que compartir partidos de fútbol y atracones de comida cuando el sol se acuesta. Así, lo que parecía una pega termina por convertirse en la fantasía inconfesable de cualquier chico que se precie: una pareja que alterne las dotes amatorias con las de compañero de juergas.
Y es que en el terreno de lo fantástico se maneja este polifacético artista como pez en el agua. No tanto por los perfiles de sus personajes, principalmente masculinos, esbozados en unas pocas líneas y de una “normalidad” con la que cualquiera podría identificarse, como por lo inusitado de los acontecimientos a los que se precipitan. O quién le iba a decir al protagonista de Jet-Lag cuando pensaba en ligarse a la azafata que terminaría lanzándose al vacío en pleno vuelo. Original resulta igualmente el caso de Liam Goznik, ese muchacho que por una extraña enfermedad genética crecía en la misma proporción en que sus abnegados padres encogían, hasta el punto de tener que sacarlos a pasear en el bolsillo de su chaqueta. Todo fuera por romper con el tópico del judío inteligente pero bajito, subraya sarcásticamente el narrador.
Humor negro, corrosivo que Keret no duda en derramar sobre los estereotipos de su propia cultura y otros usos de la sociedad contemporánea, como una vez más pone de manifiesto al describir la vida de un ginecólogo argentino que terminó de veterinario en Israel, o verter a través de sus personajes comentarios del tipo: «Mi padre dijo que antes, en Israel, una mujer podía ir sola por la calle en plena noche sin tener miedo a nada excepto a los árabes, mientras que hoy esto ya parece Estados Unidos».
Pero que nadie se lleve a engaño: la prosa ágil de Keret no es asunto sencillo aunque pudiera parecerlo a priori. A lo largo de esta treintena de relatos que apenas superan las cuatro páginas vemos desfilar toda una suerte de descabelladas historias en las que con gran capacidad de síntesis se abordan cuestiones que a pocos les serán ajenas: desde esa ambigüedad del destino que a veces se empecina en seguir su curso con independencia de nuestra voluntad (aquel perro malencarado que salva una y otra vez el pellejo a pesar de los infructuosos intentos de liquidarlo por parte de su dueño), a la reflexión sobre la amistad o el peso del azar en nuestras vidas, cuando el narrador nos invita a que fantaseemos sobre la posibilidad de hacernos tan ricos como el protagonista de la fábula: tal vez entonces sería él el que ahora leyese este cuento, nos dice al más puro estilo cortazariano.
Las apelaciones directas al lector se enmarcan, entonces, dentro de este ejercicio de imaginación conjunta en el que tendremos que poner de nuestra parte para perfilar los finales de los relatos, que en numerosas ocasiones parecen de una indefinición deliberada a fin de hacernos colaborar en la labor creadora. Juego extensible a la selección de títulos, que más que orientar sobre el argumento del texto parecen concentrarse lúdicamente en anécdotas periféricas al desarrollo de la trama. Como si con ello nos quisiera advertir de que la mejor manera de afrontar el absurdo que tantas veces preside nuestras vidas fuese con la distancia que nos proporciona el humor.
Y para el que quiera seguir buceando por el universo breve de Keret, recomendamos otras colecciones de relatos como Pizzería kamikaze o La chica sobre la nevera, también publicadas por Siruela.
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