Trad. Ana Herrera. RBA, Barcelona, 2011. 539 pp. 23 €
Cecilia Frías
Todo comienza con un escenario aparentemente inocente: el de una barbacoa en un barrio residencial australiano un sábado cualquiera al atardecer. Parejas con hijos, amigos, abuelos y demás familia que felizmente se reúnen en casa de Hector y Aisha, los perfectos anfitriones si el lector se asomara ingenuamente a este retablo de vidas en las que todo desprende amabilidad. Sin embargo, y he aquí la clave de la tensión narrativa que con acierto dosifica Christos Tsiolkas a lo largo de la novela, nosotros sabemos mucho más de lo que sucede en apariencia. Como si de unos avezados vouyers se tratase, no dudamos en cederle la mano a este narrador en tercera persona que con pericia nos adentra en los entresijos emocionales de una serie de personajes a punto de estallar.
Solo hay que lanzar la cerilla, una imprudente bofetada del primo de Hector ante la desaforada rabieta del pequeño Hugo, para que la paz familiar salte en mil pedazos. Como si la torta hubiera sido una llamada de atención ante su ineficacia como educadores, los padres del niño responden a la tremenda: hay que dejar el asunto en manos de la policía ya que se trata de un evidente caso de maltrato infantil. Y entonces las reacciones más encontradas se desatan entre los testigos del delito: desde el placer casi erótico de Hector al comprobar que alguien ha tenido las agallas para hacer lo que muchos deseaban con ese enano malcriado, a la indignación de la adolescente que cuida a Hugo o de Aisha, amiga íntima de la hiperprotectora madre de la criatura que se siente ofendida en su propio territorio.
Si el autor nos apresura hasta este momento climático al comienzo del libro en el que inevitablemente tendremos que tomar partido, es solo para que juguemos con él en esta lúdica comparsa de buenos y malos que no hace si no poner de manifiesto la gran hipocresía en la que nos sumerge la sociedad de lo políticamente correcto: el que da un cachete a un niño es un delincuente, fumar mata… cuando lo que realmente resulta perjudicial para la salud de esta serie de personajes es no decir jamás lo que piensan por miedo al juicio del otro.
Hombres que no terminan de madurar a pesar de rondar los cuarenta, mujeres que eligen no ser madres, adolescentes perdidos por sus propias inseguridades, viejos que toman conciencia de la poca dignidad del ser humano cuando la muerte se aproxima. En definitiva, personas de carne y hueso que deben esforzarse para superar la propia insatisfacción. Ninguna generación escapa a la prosa certera de Tsiolkas que con su ojo crítico reflexiona, a través de las ocho figuras que estructuran los capítulos de esta novela coral, sobre el racismo del australiano ante el aborigen, la pérdida de identidad del emigrado o el proteccionismo del “estado-niñera”. Tampoco quedan fuera otros conflictos que atañen a la esfera de lo individual con los que cualquiera podría sentirse identificado: la educación de los hijos, la maternidad como escudo para olvidarse de uno mismo, y sobre todo, el peso de la familia cuando presiona para que tomemos partido con sus tácitos códigos de lealtad.
Puede que en ello resida el mayor acierto del libro: mostrar el lado humano junto al más oscuro de cada uno de los protagonistas hasta hacernos comprender los porqués de sus debilidades, y volvernos a la postre, más benevolentes tanto con ellos como nosotros mismos.
Cecilia Frías
Todo comienza con un escenario aparentemente inocente: el de una barbacoa en un barrio residencial australiano un sábado cualquiera al atardecer. Parejas con hijos, amigos, abuelos y demás familia que felizmente se reúnen en casa de Hector y Aisha, los perfectos anfitriones si el lector se asomara ingenuamente a este retablo de vidas en las que todo desprende amabilidad. Sin embargo, y he aquí la clave de la tensión narrativa que con acierto dosifica Christos Tsiolkas a lo largo de la novela, nosotros sabemos mucho más de lo que sucede en apariencia. Como si de unos avezados vouyers se tratase, no dudamos en cederle la mano a este narrador en tercera persona que con pericia nos adentra en los entresijos emocionales de una serie de personajes a punto de estallar.
Solo hay que lanzar la cerilla, una imprudente bofetada del primo de Hector ante la desaforada rabieta del pequeño Hugo, para que la paz familiar salte en mil pedazos. Como si la torta hubiera sido una llamada de atención ante su ineficacia como educadores, los padres del niño responden a la tremenda: hay que dejar el asunto en manos de la policía ya que se trata de un evidente caso de maltrato infantil. Y entonces las reacciones más encontradas se desatan entre los testigos del delito: desde el placer casi erótico de Hector al comprobar que alguien ha tenido las agallas para hacer lo que muchos deseaban con ese enano malcriado, a la indignación de la adolescente que cuida a Hugo o de Aisha, amiga íntima de la hiperprotectora madre de la criatura que se siente ofendida en su propio territorio.
Si el autor nos apresura hasta este momento climático al comienzo del libro en el que inevitablemente tendremos que tomar partido, es solo para que juguemos con él en esta lúdica comparsa de buenos y malos que no hace si no poner de manifiesto la gran hipocresía en la que nos sumerge la sociedad de lo políticamente correcto: el que da un cachete a un niño es un delincuente, fumar mata… cuando lo que realmente resulta perjudicial para la salud de esta serie de personajes es no decir jamás lo que piensan por miedo al juicio del otro.
Hombres que no terminan de madurar a pesar de rondar los cuarenta, mujeres que eligen no ser madres, adolescentes perdidos por sus propias inseguridades, viejos que toman conciencia de la poca dignidad del ser humano cuando la muerte se aproxima. En definitiva, personas de carne y hueso que deben esforzarse para superar la propia insatisfacción. Ninguna generación escapa a la prosa certera de Tsiolkas que con su ojo crítico reflexiona, a través de las ocho figuras que estructuran los capítulos de esta novela coral, sobre el racismo del australiano ante el aborigen, la pérdida de identidad del emigrado o el proteccionismo del “estado-niñera”. Tampoco quedan fuera otros conflictos que atañen a la esfera de lo individual con los que cualquiera podría sentirse identificado: la educación de los hijos, la maternidad como escudo para olvidarse de uno mismo, y sobre todo, el peso de la familia cuando presiona para que tomemos partido con sus tácitos códigos de lealtad.
Puede que en ello resida el mayor acierto del libro: mostrar el lado humano junto al más oscuro de cada uno de los protagonistas hasta hacernos comprender los porqués de sus debilidades, y volvernos a la postre, más benevolentes tanto con ellos como nosotros mismos.
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